El final del Siglo XIX fue una época boyante en la economía de México. El régimen del Porfiriato logró aplicar muchos principios del liberalismo económico, lo que amplió mercados de todo tipo y atrajo inversión extranjera. Además, fomentó la inversión en infraestructura, creando o modernizando puertos, carreteras, ferrocarriles e introduciendo teléfonos y telégrafos. Apoyó la creación de bancos e incluso de emisión de monedas y billetes por parte de ellos, que circulaban a la par de los que emitía el gobierno. Adoptó el uso de las máquinas de escribir mecánicas —novedad en la época— para agilizar el despacho de los trámites burocráticos.
Pero también tuvo un alto contenido social, particularmente al ampliar la red de escuelas y hospitales públicos, creando nuevas escuelas normales, primarias, secundarias y preparatorias públicas, hospitales e incluso manicomios y prisiones, considerados modernos en la época debido a sus criterios de construcción y operación.
¿Qué movió a Porfirio Díaz a hacer todo eso? Sin duda, le ayudó mucho que hubiera paz social. También el haber encontrado la manera de atajar las deslealtades en el Ejército. Y que, sin modificar el marco legal para reconocer a la Iglesia Católica sus prebendas y canonjías anteriores, dejó de atacarla con el furor de los liberales previos a él. Por ejemplo, al presidente Valentín Gómez Farías le apodaban “comes furias”, por lo agresiva que era su persecución. Su método fue tener una ley muy extrema y radical —que, por ejemplo, prohibía a los extranjeros ser ministros de culto—. Pero la aplicaba de manera casuística: a todo sacerdote extranjero se le permitía ejercer como mexicano, a menos que hiciera algún acto o declaración contraria al gobierno, en cuyo caso se le aplicaba la ley textualmente y se le expulsaba de inmediato. No había plena certeza jurídica, pues la ley se aplicaba casuísticamente; pero eso mismo permitía adecuarla a las circunstancias y al caso concreto que se evaluaba.
De manera similar se procedía en todo lo demás: había normas que permitían aplicar la “Ley Fuga”, una pena de muerte de facto, sin necesidad de juicio: si alguien capturado en flagrancia de algún delito grave se declaraba culpable, se le encarcelaba de inmediato; pero si decía ser inocente se le permitía tratar de escapar: tras una pequeña ventaja, se le disparaba por la espalda. Si tras una carrera de 200 metros no era derribado por las balas de los gendarmes, se le daba por inocente y se le dejaba huir, sin cargos. Pocos se atrevían a alegar inocencia, incluso si lo eran.
Estas simulaciones legales y la aplicación selectiva de la ley parecen ser aún parte de nuestra psique nacional.
También le sirvió la revolución tecnológica: la llegada de trenes, telégrafos y teléfonos incluyeron labores de construcción y cartografía que desarrollaron mucho las zonas del sur y centro y permitieron poblar más el norte del país. El comercio con Estados Unidos permitió desarrollar aceleradamente poblaciones como Monterrey, Tijuana y Paso del Norte (hoy Ciudad Juárez) en la frontera con Estados Unidos.
Sí, tenía componentes del liberalismo económico en su vertiente en boga en el siglo XIX. Adoptó criterios del Positivismo de Augusto Comte, que señalaba que el conocimiento debía ser ordenado y sistematizado y la ciencia podía explicar muchas cosas. Esta corriente filosófica enfatizaba el “orden y progreso”, principios según los cuales una sociedad ordenada podría progresar. Erigió museos e impulsó estudios de antropología y arqueología. Se inspiró mucho en filosofías y modas europeas, particularmente francesas. Incluso trató de utilizar la estética de los Campos Elíseos en el Paseo de la Reforma.
El plan de hacer seis avenidas radiales desde el Zócalo, a la manera de París, se desechó por todo lo que habría que tirar en el Centro Histórico. En su lugar se fomentó el crecimiento de la ciudad en torno a Paseo de la Reforma y la Avenida Insurgentes. Colonias como la Tabacalera, la Roma, la Cuauhtémoc, la Juárez o la hoy San Rafael empezaron a desarrollarse en esos años, cuidando el balance de calles amplias, jardines, fuentes y servicios urbanos, como escuelas.
La gran pregunta que quedaba pendiente es, ¿de dónde sacó Porfirio Díaz la inspiración para crear un modelo económico y social de desarrollo nacional?
El primer periodo porfirista fluyó con pocos resultados. Logró calmar al país y hacer algo de obra, pero nada muy destacable. Tal vez su mayor logro fue convocar a elecciones libres, que ganó su compadre Manuel González, quien fue presidente de 1880 a 1884. Tras un cambio constitucional para permitir la reelección no inmediata, Díaz volvió a ganar las elecciones. Después, otros cambios permitieron la reelección consecutiva, lo que dejó a Don Porfirio la oportunidad de ganar siete elecciones y ejercer el poder casi 30 años continuos.
En 1883, retirado de la política, Porfirio Díaz se dedicó a buscar a aquel hombre que se presentó ante él como Guardián de la Tradición Mixteca, sin poderlo hallar.
Lo que sí encontró fueron muchos testimonios de segunda mano: supo que en cada una de las cuatro tradiciones ancestrales, maya, mexica, olmeca y mixteca se pasaba el conocimiento de un Guardian al siguiente, una vez cada generación. No necesariamente entre padre e hijo. Estos conocían secretos y habilidades que muy pocas personas entendían, y que les daban fama de seres sobrenaturales.
Algunos decían que tenían el poder de sanar. Otros, que podían volar. También podían cambiar sus formas en animales, particularmente en cuervo, lobo u oso, todos negros. Se decía que aparecían y desaparecían, y que podían ver en el futuro y hacia el pasado; modificar las conductas de las personas e incluso hacerse pasar por fantasmas. Es lo que muchos pueblos llamaban “chamanes”. Muchos relatos sonaban fantasiosos; lo notable es que eran consistentes y de todos decían lo mismo.
Y algo tenían en común: luchaban contra el mal, incluso contra brujos y maleficios. Tenían conocimientos esotéricos, en el sentido que nadie más allá de su entorno inmediato podía conocer. E incluso esos seres cercanos a ellos conocían apenas lo necesario para ayudarlos en una única tarea.
Además, no cobraban por sus servicios. Ellos podían hacer un beneficio, pero no aceptaban retribuciones directas. Muchas veces ni siquiera se manifestaban o decían que eran autores de tal o cual hecho, aunque la conseja popular se los atribuía.
En esas búsquedas, Porfirio Díaz intentó hacer de todo para encontrarlos. Incluso, estando muy cerca de encontrar al Guardián de la Tradición Maya, aceleró la revuelta denominada “la guerra de las castas”, que tuvo que acabar en 1901 con el envío del ejército federal a atacar a los mayas con singular crueldad. Y aunque el motivo real no se supo, la defensa se tornó cruenta por el compromiso en preservar su secreto y mantener a su Guardián a salvo.
Entre 1884 y 1910 encomendó a Leopoldo Batres que realizara investigaciones en Teotihuacán, encontrando pinturas murales y palacios, y efectuó la reconstrucción de la Pirámide del Sol. De estos esfuerzos, el presidente recibió algunos mensajes de beneplácito de parte del Guardián de la Tradición mexica, pero nunca se dejó ver ni conversó con el presidente.
En 1889, envió a José María Velasco a hacer una pintura del Tláloc de los Tecomates, en San Miguel Coatlinchán. Quería que lo ayudara a localizar al guardián mexica, que según sus fuentes estaba en la zona y usaba esa escultura en sus rituales. No logró encontrarlo. A finales de la década de 1960 esa escultura fue ubicada en la entrada del Museo Nacional de Antropología, en Paseo de la Reforma. Nuevamente se utilizó al ejército para vencer la resistencia popular a la reubicación de la pieza.
Entre las tradiciones orales que logró compilar aquí y allá, Porfirio Díaz fue armando un rompecabezas que le permitió crear un código de conducta para él y para su gobierno, que al aplicarse fue dando resultados. Hizo énfasis en la honestidad y el trabajo.
También llegó a tener referencias de que, antes de rendirse, Cuauhtémoc había enterrado un tesoro muy importante. Pero las versiones sobre la ubicación del mismo eran vagas: se sabía que había sido al norte de la Ciudad de México; pero algunos señalaban que en el Cerro del Tepeyac, dónde se apareció la Virgen María de Guadalupe; otros decían que lo dejó en la misma Teotihuacán. Y otros señalaban que fue en alguna montaña de la Sierra de Guadalupe. Aunque no faltaba quien decía que estaba en los volcanes Popocatépetl o Iztaccíhuatl, en la zona de Monte de las Cruces —donde Miguel Hidalgo peleó y ganó una batalla que le hubiera permitido tomar la Ciudad de México, pero no lo hizo—. Había múltiples versiones, pero ninguna definitivamente cierta. Por más recursos que empleó, no pudo hallarlo.
Pero lo que si logró fue ponerse en contacto con su propia raíz mixteca. Así, aprendió que cada hombre es libre y responsable de sí mismo, pero que está obligado a apoyar a la comunidad. En algunas comunidades aún le llaman “Tequio”, una especie de impuesto comunal que obliga a los varones a ayudar a tareas comunitarias y que, por tanto, se paga con trabajo —o pagando con dinero para que otro lo haga por ti—.
También conoció que son fundamentales los valores de la honestidad, el trabajo y reconocer el mérito personal y comunitario. Por ello, una de las herramientas de su administración fue separar a toda persona que fuera acusada de actos de corrupción y encarcelarlos si les fueran probados. Podía tener más tolerancia al uso excesivo de la fuerza que a la “mordida”.
Reconoció lo importante que es el respeto a los mayores. Eliminó la edad de retiro forzoso, dejando a sus ministros, generales y otros trabajadores del Estado laborando muchos años. Al momento de la caída de su régimen, habían pasado al menos 35 años desde la última intervención extranjera y, por lo tanto, sus generales tenían entre 70 y 80 años cuando estalló la Revolución Mexicana. Carecían de experiencia reciente de combate, uno de los factores claves para asegurar el triunfo del movimiento —o, al menos, la caída de Díaz— a los meses de escabullido el presidente.
También fomentó la conciencia del agradecimiento y de compartir lo que se tiene, en particular cuidando a los más necesitados. Como hemos dicho, en acciones oficiales lo hizo a través de modernos hospitales y asilos, además de fomentar la creación de fundaciones privadas de ayuda, así como hospitales y panteones. En esta tarea, su esposa Carmelita fue de especial ayuda, creando la imagen de una Primera Dama que apoya al presidente en sus tareas de altruismo y beneficencia.
Y el conocimiento del arte, en particular de la música y la pintura, en los que fomentó la pintura de gran caballete —en lugar de la pintura mural, que luego sería afamada— con el ánimo de hacer exposiciones itinerantes que pudieran apreciar las obras, por ejemplo, de Gerardo Murillo, el Dr. Atl, a quien le dio una beca para ir a estudiar a Europa a finales del siglo XIX, y el propio José María Velasco, entre otros.
Si aplicando los principios tradicionales que pudo ir logrando descifrar aquí y allá logró bienestar y prosperidad para una parte importante de la población, queda la pregunta de qué hubiera logrado de conocerlos todos.
Es 1884 y el Presidente Manuel González está en su Hacienda de Chapingo, ahora Universidad Autónoma de Chapingo, forja de los mejores agrónomos en el país. Y allí llegó a visitarlo su compadre Porfirio Díaz a principio de año. Al inicio del cuatrienio presidencial de Manuel González, el expresidente Díaz fungió como Ministro de Fomento, lo que hoy llamaríamos Economía, pero duró menos de un año en el cargo. En parte, para no hacerle sombra a su compadre. En parte, para disfrutar el retiro. Principalmente, para no compartir el desprestigio que su compadre estaba recibiendo ante una gestión de mediocre a mala; mala fama azuzada, según se dice, por el propio Díaz, temeroso de que quisiera reelegirse.
Encerrados en una habitación que hacía las veces de despacho presidencial en la Hacienda, Porfirio Díaz dijo a su compadre el presidente González, que era tiempo de ir buscando un candidato a la presidencia, “porque yo no estoy interesado en la reelección”. Acto seguido Manuel se paró como loco, abriendo cajones de escritorios, puertas de los libreros y armarios, y tirando las cosas al piso, en un frenesí de búsqueda imparable. Díaz le pregunto:
—“Compadre, ¿qué le pasa, que está haciendo?”.
A lo que contestó Don Manuel:
—“Buscando un pendejo que se la crea, compadre…”.
Al final, suponemos que no lo encontró, porque Díaz se postuló y ganó, y no volvió a tener rival serio para su reelección hasta 1910, cuando un tal Francisco I. Madero se opuso a una séptima reelección del caudillo. “Sufragio Efectivo, No Reelección” fue el lema que, creado por Díaz y usado por él dos veces antes en alzamientos diversos, uno contra Juárez y otro contra Lerdo de Tejada, citó Madero como base de su movimiento. Dicen que en realidad Díaz solo le movió una coma: “Sufragio Efectivo No, Reelección”. Pero la frase, base de la Revolución Mexicana, no era una idea original maderista… solo era una petición de congruencia hacia el propio Porfirio Díaz, quien de cualquier manera ganó la elección de 1910 con un 97.3% de los votos.