—“¿Aceptas a Tecuichpo Ixcaxochitzin como tu Cihuatantli, tu única mujer legítima, , para que sea el otro que vaya contigo, que te guíe, que te ayude en la debilidad, te sirva y sea tu compañía para siempre?”.
—“Si, estoy de acuerdo”.
—“¿Y tu, Tecuichpo Ixcaxochitzin, aceptas que Cuauhtémotzin sea el otro que vaya contigo, que te guíe, que te ayude en la debilidad, te sirva y sea tu compañero para siempre…?”.
Tecuichpo no contestaba. Recordaba que hasta hace poco estaba casada… con un tío de quien será su nuevo esposo. Por su corta edad —10 años— no había completado sus esponsales. Sabía que, por venir de una familia noble, por ser hija del recientemente fallecido Moctezuma Xocoyotzin, no podrá casarse con quien quiera y cuando quiera. Su boda será un tema de Estado. No hay mucho que pueda decir.
Pero también sabe que vive en la angustia: su marido era el líder del Imperio Azteca, y sabe que se casó con ella porque necesitaba aumentar la legitimidad de su clamor al trono, a fin de conseguir el apoyo total por parte del Gran Consejo. Ese matrimonio no le hizo feliz, no se consumó y le preocupa lo mucho que se espera de ella.
Tiene miedo de aceptar.
Pero también sabe que no hay mucho que hacer: el imperio la necesita. La necesita para validar la elección del nuevo Huey Tlatoani. La necesita para garantizar la continuidad de la dinastía. La necesita para impulsar la lucha, ser una líder de las mujeres aztecas. Pero además de ser su deber, ve en Cuauhtémoc a un joven mucho más atractivo que su anterior marido, así sea por ser casi 20 años menor.
Teme, sin embargo, que la desgracia de la viudez esté nuevamente cerca de ella. Y teme que, si llegaran a perder la guerra los aztecas, ella se convierta en un trofeo, un objeto de lujo. No quiere la misma suerte que Malinalli: ser la sombra de un español poderoso solo por el hecho de haber sido una mujer notable en la etapa anterior.
Una lágrima rueda por su mejilla.
—“Sí, estoy de acuerdo”.
El sacerdote que oficia el ritual toma un borde de la falda de ella y un borde de la tilma de él, y las anuda.
—“Ahora son uno mismo. Serán la misma carne. Serán una familia. Que nada los separe y que tengan muchos hijos por el bien de su familia y de nuestra nación”.
Toma ahora una amplia sábana y los tapa a los dos juntos con la misma.
—“Ya son una misma carne y un mismo cuerpo. Ya pueden proceder al acto carnal, que será lícito solo si lo practican entre ustedes”.
Las dos familias, la de él y la de ella, y unos pocos sacerdotes, los guerreros y los representantes de gremios y barrios, todos miembros del Gran Consejo, hacen sonar sus cascabeles.
Los novios se levantan y agradecen a todos.
—“Esposa mía, amada mía, tengo que dejarte esta misma tarde”.
—“¿Pero por qué, esposo mío, mi compañero, mi guía? ¡Quédate conmigo para que podamos completar nuestro matrimonio!”.
—“En verdad quisiera yacer contigo, mi amada; pero sabes que la ciudad y el imperio nos necesitan ahora mismo”.
Ella bajó la cabeza. Nuevamente, era abandonada al acabar su ceremonia de bodas.
—“Señor mío, amado esposo: aún no eres el Huey Tlatoani. Aún gobiernas solo en esta ciudad de Tlatelolco. Eres nuestro mayor general, pero la guerra está aún lejos. Quédate conmigo esta noche, mañana podrás ir a donde debes estar. Hoy tu lugar es conmigo”.
Cuauhtémoc se sintió conmovido ante la petición. Sabía que esta mujer no solo se casaba con él por política o por necesitad: se sentía realmente amado por ella.
—“Amada mía, esposa mía: sabes que nada me apetece más que gozar de tu cuerpo y de tu amor. Pero mi deber me llama y no puedo posponerlo”.
—“Es solo una noche… anda, hazlo”.
—“Una noche es demasiado tiempo. Prometo volver con tiempo y traerte de regalo de bodas la paz permanente, para que juntos reinemos por mucho tiempo”.
Ella entendió que no era un rechazo personal: era una razón de Estado.
Hay quien dice que la “nobleza” de la Nobleza radica en poder suprimir su interés particular y procurar el bienestar de sus reinos o de sus súbditos aún a costa de ellos mismos. Por eso, entre las testas coronadas de todos los tiempos, pocos destacan como verdaderos nobles. Muchos son, simplemente, soberbios encumbrados.
Y Tecuichpo era noble por sangre, por nacimiento y por conducta.
Con un borde de su blusa secó otra lágrima que bajaba por su mejilla.
—“Esta bien, mi señor y mi amado, esperaré el momento adecuado para ser la madre de tus hijos”.
Ese momento jamás llegó: nunca tuvieron hijos. Aunque se dice que sí consumaron su matrimonio. Pero es relativamente normal: a él le quedaban menos de ocho meses de libertad y ella era aún muy pequeña.
La siguiente vez que se vieron con calma, en Coyoacán, él era prisionero de Cortés y ella… ella estaba de pie, al lado del conquistador. Más adelante le dará una hija a su captor, Leonor Cortés Moctezuma, a quien su madre Tecuchpo despreció siempre y alejó de si muy pronto; además tuvo otros cuatro maridos que le fueron impuestos. Con el último tuvo seis hijos, incluso, algunos de ellos recibieron títulos nobiliarios y tierras en España. Se dice que hoy día hay 600 descendientes directos del linaje Moctezuma, incluyendo algunos famosos en la política, el arte, la salud y las leyes.
Pero el dolor de ella, en ese momento, era quedarse nuevamente abandonada en la noche de bodas. Y sin saberlo, era nuevamente moneda de cambio para asegurar el ascenso al trono. Antes el de Cuitláhuac, ahora el de Cuauhtémoc.
Desde la muerte de Cuitláhuac a la entonación de Cuauhtémoc —de la que la boda con Tecuichpo era uno de los requisitos no formales que les fueron impuestos— pasaron casi tres meses. Meses en los que México-Tenochtitlan padeció mucho.
Primero, la epidemia de viruela que incluso le costó la vida al Huey Tlatoani Cuitláhuac. En el peor momento, ni siquiera podían enterrar los cuerpos, por lo que tiraron muchos en la laguna, contaminando las aguas.
Después, la falta de agua potable al haberse dañado algunos de los acueductos que la llevaban a la ciudad. Es una paradoja: una ciudad creada sobre un lago, carecía de agua para beber. Pero eso pasaba: parte de las aguas eran saladas —por el salitre del suelo del lago de Texcoco—. Y parte eran dulces, pero no podían beberse directamente. En preparación del ataque final a la ciudad con bergantines —pequeños barcos construidos en la orilla del lago—, los españoles rompieron el Albarradón de Nezahualcóyotl, mezclando las aguas dulces y las saladas.
Los aztecas a lo largo del tiempo construyeron una serie de acueductos para abastecer de agua potable a la ciudad. Pero ahora habían sido dañados y no estaban completamente funcionales.
Por último, la pérdida de aliados. Muchos aceptaron apoyar aún más a los aztecas, sabiendo que ya habían derrotado a los españoles y que estos no tenían manera de reforzarse pronto desde Cuba. Pero si podían ir sumando apoyos y aliados entre los enemigos de los aztecas y entre los propios simpatizantes de los tlaxcaltecas.
Así que Cuauhtémoc ofreció reducciones de los tributos, amplió los apoyos que los Aztecas ofrecían a sus aliados y trató de obtener más refuerzos y tropas de parte de sus simpatizantes. Y, en general, lo logró. Pero la duda es si eso bastaría.
Por fin, recibió formalmente el poder y fue nombrado Huey Tlatoani el 25 de enero de 1521, o en el día 12-águila del mes 1-lagaritja en el año 2-pedernal. Cabe destacar que eran los últimos días del año 2-pedernal, por lo que se apuró su nombramiento para evitar que cayera en los cinco días aciagos o Nemotemi, que eran necesarios para ajustar un calendario de 18 meses de 20 días cada uno —es decir, 360 días— a un año natural de 365 días. Así que se añadían 5 días que no tenían mes y que eran considerados de mal augurio.
Cuauhtémoc comparece ante el Gran Consejo, ahora como el Huey Tlatoani.
—“Amigos míos, hermanos de armas, representantes del pueblo: me han escogido para cargar en mis hombros la grave responsabilidad de guiar a nuestro pueblo en estos días terribles. Agradezco el honor para el que me han postulado, y lamento mucho que sea en estas circunstancias en que alguien tan joven como yo sea abrumado con esta carga”.
“Se que hay en este consejo hombres más valientes que yo, con más experiencia que yo, con más nobleza que yo, con más cualidades que yo. Y aún así, me han escogido para que sea quien guíe a nuestro pueblo”.
“¡Sea, pues, lo que ustedes me piden! Pero les pido un enorme favor: no me dejen solo. Ayúdenme, guíenme. Soy un joven, un mozalbete; apenas tengo 25 años, la mitad de la edad de nuestro señor Moctezuma Xocoyotzin. Sin Ustedes, no podré lograrlo”.
Habló entonces un representante de los sacerdotes.
—“Nuestro gran orador, señor nuestro: sabemos que es joven, pero también sabemos que no ha sido su deseo o su voluntad llegar a este alto cargo: ha sido algo más, el Señor del Cerca y el Junto, nuestras deidades, el Gran Consejo, es todo eso lo que consienten en que nuestro pueblo te siga. Te conocemos, ¡oh, gran Señor! Estudiaste bajo nosotros, te comprometiste. Sabemos que eres un hombre piadoso y cuidadoso de respetar y seguir las tradiciones de nuestros mayores. Te seguiremos, ¡oh, Huey Tlatoani!”.
Tomó la palabra un representante de los guerreros:
“Señor nuestro, guerrero supremo: Te hemos visto pelear contra los Castilla. Te vimos durante la Noche de la Victoria de Cuitláhuac el Invicto, guiando a las tropas y dando muerte a muchos soldados enemigos. Te hemos acompañado en tus tareas militares. Has sangrado al lado nuestro, has peleado con nosotros. ¡Te seguiremos hasta la victoria o hasta la muerte, y tras morir en combate, si es menester, te acompañaremos en el recorrido del Sol por el cielo. Te seguiremos, ¡oh, Huey Tlatoani!”.
Tocó el turno a un representante de los comerciantes y los gremios.
“Señor, sabemos que eres joven y habrá quien diga que eres inexperto. Pero cuándo fuiste el gobernante de Tlatelolco y su gran mercado, a pesar de la guerra, cuidaste mucho que no hubiera abusos, ni trampas; fomentaste el trato justo, el comercio adecuado. Eso te reconocemos y sabemos que lo harás bien. Te seguiremos, ¡oh, Huey Tlatoani!”.
Habló a continuación un representante de los barrios.
“Señor, ¡oh, gran Señor! Sabes que la guerra ha traído destrucción y muerte a la ciudad. Que ni los sacrificios a los dioses ni nuestro trabajo han podido resolver los grandes problemas. Sabes que nuestros hogares padecen por la falta de agua. Pero confiamos en ti y trabajaremos contigo para resolver todos los problemas. Te seguiremos, ¡oh, Huey Tlatoani!”.
Cuauhtémoc estaba muy conmovido de las palabras de apoyo de todos. Solo esperaba que fueran sinceros, y temía que muchos dejarían de serlo si las dificultades arreciaban.
Habló por último su consejero, su Cihuacóatl.
—“¡Oh, amado señor! Sabes que has ascendido a lo alto como parte de una cadena de hechos lamentables. Sabes cómo han muerto tus antecesores. Estás consciente de que eres joven e inexperto. Has vivido el dolor del pueblo, y sabes que no lo has de curar ni pronto ni fácilmente. Y más aún, sabes la desgracia que encierra tu nombre: Cuauhtémoc es el águila que desciende. Es el sol que se pone. Es el final de nuestro reinado. Y ese es tu destino y el nuestro. Si es la fatalidad que nos toca vivir, hay que aceptarlo y someternos a los designios de lo alto. Pero que no se diga que no luchaste, no te comprometiste, no diste tu vida al servicio de tu pueblo. Compartiremos tu destino, así sea la muerte o la esclavitud. ¡Te seguiremos, ¡oh, Huey Tlatoani!”.
Un murmullo general invadió la sala. ¿Quién se atrevía a hablar así en esa solemne ceremonia? ¡Todo debía ser ánimo y alegría, y ahora el hombre más cercano a Cuauhtémoc había traído una nota triste y fúnebre a esa sesión!
Todos guardaron silencio. Cuauhtémoc cerró sus ojos y entró en un estado de oración profunda por un buen rato.
Al abrirlos, dijo:
“Duras palabras, pero dichas con verdad. Las aprecio por ello. Lo que tenga que venir, vendrá; mientras tanto, hagamos lo que debemos hacer para mejorar las cosas. ¡Rápido, traigan agujas de maguey, traigan cuchillos de obsidiana! Debemos hacer penitencia desde hoy mismo para salvar lo más posible nuestro pueblo y nuestra persona. Debemos ofrendar nuestra propia sangre a los dioses para evitar el trance tan difícil que parece esperarnos”.