CAPÍTULO TRES


Dentro del Templo Mayor de México-Tenochtitlan hay una serie de palacios, templos, pirámides, clínicas médicas, trojes, monumentos, cuarteles militares y escuelas.

Para una civilización que se desarrolló ajena a “Occidente”, entendido como Europa y aquellas regiones de África y Asia que entraron en contacto en algún momento y se retroalimentaron culturalmente entre sí, el Templo Mayor es una idea original, similar a la de un castillo o un burgo medieval: dentro de una ciudadela amurallada viven los nobles, sacerdotes, militares de alto rango y ciertos comerciantes acaudalados, que en su mayoría tienen una relación de parentesco. Son los nobles o Pillis. Un grupo de sus líderes forman parte del Consejo de Ancianos del Huey Tlatoani, un equivalente al Senado actual.

Fuera de las murallas vive el resto del pueblo, los Mazehuales: artesanos, responsables de oficios y tareas menores, parteras, comerciantes de baja monta, maestros. Estos viven en 20 calpullis o barrios, cada uno con un representante al Tlatocan, “el lugar en que se habla”, un Consejo similar a lo que hoy es la Cámara de Diputados, junto con los líderes de los gremios artesanales o profesionales. La unión del Tlatocan y el Consejo de Ancianos forman el Gran Consejo, el órgano supremo del gobierno azteca, bajo el mando del Huey Tlatoani.

Más lejos, viven los campesinos que abastecen de alimentos a todos los demás. Entre más lejos de las ciudades o de los caminos que llevan a ellas, más pobres son. 

Por supuesto el comercio depende de tres cosas: qué tan perecedero es el bien. También cuenta cuán necesario o deseable es el bien de que se trate. Si nadie lo quiere, será barato. Si todos lo necesitan, encarecerá. Y el momento del año de que se trate, particularmente con productos agrícolas: el primer huitlacoche puede venderse muy caro, pero en la medida en que abundan las lluvias y crece el hongo, baja de precio.

Una ciudad como México-Tenochtitlan se especializa en servicios. En efecto, tiene lugares en dónde comprar y vender, pero dado su carácter de ciudad sagrada y de asiento del poder político, delega a su ciudad hermana, Tlatelolco, ser la sede del principal mercado de abasto del Imperio Azteca.

En la zona limítrofe de ambas ciudades, abandonado de ambas, se encuentra Tepito, un suburbio que en ese entonces vendía mercancía “de segunda calidad”, los saldos del mercado principal e incluso mercancía robada o falsificada. Hay cosas que 700 años después no cambian.

La ciudad en torno al Templo Mayor y su gemela en torno al mercado principal albergan en los años finales del Imperio Azteca a unas 300,000 personas, siendo en ese entonces, como ahora, una de las ciudades más pobladas del mundo.

La gran ventaja de estar ubicada en un lago es también parte de su desventaja: practican una técnica de cultivo similar a la actual hidroponía, llamada chinampa y que aún puede verse en Xochimilco: dado que hay irrigación constante debajo de las parcelas, la producción de alimentos es abundante y relativamente rápida. Se toma suelo del lecho del lago para abonar la tierra, un gran fertilizante. Pero eso también implica que es necesario crear tanto acueductos que surtan de agua potable como drenajes que eliminen los deshechos, todo ello sin afectar la producción de alimentos.

Dentro de la ciudad amurallada que es el Templo Mayor, destaca uno de los palacios, dedicado a una escuela de alto nivel: el Calmécac. En él, hijos de la casta dirigente y muchachos realmente talentosos del resto de la sociedad se preparan para ser sacerdotes, militares o funcionarios de gobierno.

Por supuesto, en este grupo de jóvenes de lo más refinado de esta sociedad destacan los príncipes, hijos o sobrinos del Huey Tlatoani. Cuitláhuac ya es maestro al tiempo en que Cuauhtémoc asiste a los últimos años de su formación. El primero, hermano del Huey Tlatoani Moctezuma Xocoyotzin y el otro, su sobrino. Los casi veinte años de diferencia hace que, al verlos juntos, se reconozca el parentesco pero se marque la edad. Ambos están en la línea de sucesión al trono.

Pero al contrario de Europa, acá la cuestión no depende únicamente del linaje real o de la sangre que portes. Hay una elección en la que participan los ancianos notables, el equivalente al Senado. También hay una cámara con representación de los gremios profesionales y comerciales y los 20 calpullis o barrios. Es el equivalente a la Cámara de Diputados.

 Y si bien los miembros de la “familia real” tienen ventaja, su designación no es inmediata: requiere un voto de confianza de ambos órganos de gobierno: de los representantes de la nobleza y de los representantes del pueblo. Y no siempre estaban de acuerdo. En más de una ocasión el nombramiento no recaía en el hijo mayor del emperador actual, porque había talentos que la naturaleza le negó y el Calmécac tampoco le desarrolló.


Cuitláhuac era un gran guerrero. Destacaba en el Calmécac lo mismo por sus cualidades de liderazgo como por sus habilidades en el combate. Se sabía hacer querer por sus compañeros y seguir por sus alumnos y tropas. Ya había participado en varias Guerras Floridas, trayendo prisioneros en cada ocasión.

Y aunque su talento era grande y lo había pulido con el tiempo, también era innegable que nadie quería hacer perder al hermano del Huey Tlatoani Moctezuma Xocoyotzin. Más valía “equivocarse” en algún momento crucial en el juego o en el combate antes de equivocarse al hacer quedar mal a Cuitláhuac. Ya desde sus años escolares el mote de “Invencible” le iba bien.

Ahora, como Tlamatlinime o maestro del Calmécac, era uno de los más respetados y seguidos. Su clase era pequeña, porque seleccionaba específicamente a cada participante por sus resultados previos y por recomendaciones de sus colegas. Era, por decirlo en términos modernos, un maestro extraordinario para un cuerpo de élite de estudiantes. 

Por su parte, su primo Cuauhtémoc, casi veinte años menor que él, cumple sus labores de guerrero, pero es la mística, la labor sacerdotal la que más le llama. Siempre es el primero en realizar sus oraciones y en cumplir las prácticas ascéticas, sea las perforaciones o los ayunos; las largas oraciones en una misma posición o las discusiones filosóficas entre maestros y alumnos. Eso no lo hace menos guerrero; pero su afán por ganar la lucha interna es más fuerte que el que tiene por doblegar a un enemigo.


Hoy el Calmécac está inquieto. No sólo por el hedor de la sangre de los sacrificios. No porque haya exámenes. No por algún accidente. Es por las noticias. Los porteadores de pescado fresco traído desde la costa del Golfo de México comentaron que barcos grandes, enormes, se habían visto cerca del lugar. Y si bien es el tipo de información que suele manejarse con suma discreción para evitar un pánico social, también es cierto que es el tipo de rumores que corren con facilidad al interior del Calmécac.


En la clase del profesor Cuitláhuac se arranca la discusión:

—“Dicen que los barcos que han visto son del tamaño de una casa, y tienen grandes telas que los mueven ante el impulso del viento”.

—“Se dice que viene el Dios Quetzalcóatl con ellos”.

—“Me han dicho que tienen cerbatanas que lanzan fuego y metal”.

—“Lo verdaderamente notable es que tienen venados sin cuernos que son mitad hombre y mitad animal”.

—“Y cuentan que tienen una piel metálica, tan dura que las flechas no pueden romper”.

—“A mi también me comentaron que pueden volar de un lugar a otro”.

—“Sí, son chamanes y poseen magia. Dicen que sacrifican a un hombre dios para comérselo, y lo tienen clavado en una cruz”.

La agitación de los alumnos es manifiesta. El profesor Cuitláhuac trata de poner orden al debate:

—“A ver, a ver machtianimej… calma y nos ponemos de acuerdo para que esto no sea un desorden”.

Poco a poco el silencio fue creándose al interior del salón.

—“Díganme, por favor: ¿Alguien ha visto directamente de lo que hablan?”.

Silencio en el salón.

—“Queridos tepolchtin, si nadie lo ha visto, no tiene caso que discutan sobre el tema. Es una búsqueda sin sentido. Es querer encontrar una verdad con base en mentiras. Todo lo que nos han dicho aquí es lo que han oído decir a otros. Eso no da un testimonio sólido”.

Los alumnos asintieron.

—“Seamos lógicos. ¿Qué es lo que sí sabemos de cierto? Que sus barcos son muy grandes. Es decir, que vienen de muy lejos y no es de un grupo que conocemos”.

Estuvieron de acuerdo con su maestro.

—“Que nuestros comerciantes que tratan la ruta con los Mayas ya habían reportado la existencia de hombres blancos y barbados. Lo novedoso es que ya no son uno o dos, sino muchos”.

El grupo asintió.

—“También sabemos que muchos han muerto, ya sea por los animales de la selva o por ataques de los mayas. No son dioses. Al menos, no son dioses inmortales”.

Con menos convicción, pero estuvieron de acuerdo.

—“Y la otra cosa que sabemos es que ya dejaron atrás los territorios mayas. Ya pasaron el dominio de Tabscoob. La noticia es que ya entraron a nuestro territorio. Pisaron ya nuestras costas”.

Porque es cierto: cuando esto ocurre es el año 1519, o uno-caña en el calendario Azteca; lo cierto es que las expediciones españolas a las costas de lo que hoy es México empezaron en 1508; el célebre naufragio de Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero ocurrió en 1511. Así que las noticas sobre presencia española en territorios mayas tienen al menos 8 años. No son novedad. Lo notable es el tamaño de la expedición y que han llegado más al norte que ninguna otra.

Y sí, a ratos pensamos en el mundo antiguo con la inmediatez del presente. Como si Cristobal Colón hubiera mandado un correo electrónico informando a la Reina Isabel el descubrimiento de América. Si cada viaje tomaba de cinco a seis meses, no es de sorprender que entre 1492 y 1519 pasaran casi 18 años entre el descubrimiento de América y el inicio de la Conquista del Imperio Azteca. 

En otro sentido, fue relativamente rápido: la primera expedición inglesa al norte de América ocurrió en 1497 —cinco años después del viaje de Colón— pero el establecimiento de la colonia de Virginia por Sir Walter Raleigh data de 1585, y no hay asentamientos permanentes hasta 1607. ¡Vaya que fueron más lentos que los Españoles, les tomó 110 años! 

 

—“Pero maestro… debemos estar preparados. Una cosa es lo que usted nos acaba de explicar, y otra lo que va a entender el pueblo llano, los mazehuales. Ellos pueden llenarse de miedo y dejar de obedecernos”, —afirmó Cuauhtémoc.

—“Es un tema que debemos considerar. Pero tampoco puede ser la base de la toma de nuestras decisiones. El pueblo es un pequeño, un nenetl que han puesto a nuestro cuidado. Debemos ayudarlo a crecer y procurar su bienestar, pero también debemos guiarlo. Si ustedes tuvieran que sugerir algo al Huey Tlatoani ahora mismo, ¿qué le dirían?”.

“Bueno, Maestro; esa oportunidad dista mucho de nuestras posibilidades. Pero, ante todo, hay que recordarle que él es parte del linaje del Pueblo del Sol; que gracias a nosotros y nuestros sacrificios el Sol y la luz vencen a las tinieblas en la batalla diaria, y el día que dejemos de hacerlos el mundo acabará” —Tetlepanquetzal, otro de los alumnos, fue muy claro.

—“Bien dicho, Tepolchtin. Acá el mayor riesgo será la confrontación de creencias”.

—“¿A qué se refiere, maestro?” —preguntó otro alumno.

—“Muy simple. Todos los pueblos que hay y los que existieron en lo que ahora es nuestro imperio, compartimos algunas creencias básicas. Sea nuestro Tláloc o el Chac maya, todos pensamos en el dios de la lluvia, bebida de la tierra. Sea nuestro Mictlantecutli o el dios jaguar Chac Bolay de los Olmecas, sabemos que cuida el inframundo. Pero no sabemos qué piensan estos recién llegados, o si se parecen a nosotros o no. No conocemos sus leyes, ni su forma de hacer la guerra. No sabemos si son buenos, o si como nosotros creen que en cada persona hay un mundo exterior y un mundo interior dividido en opuestos, bueno y malo; frío y calor; masculino y femenino, y que nuestro mayor trabajo es balancear los tres componentes, el afuera y los dos tipos de adentro. No sabemos en qué creen o como viven su creencia”. El grupo asintió a lo dicho por Cuitláhuac.

—“Cierto, Maestro. Y no sabemos cómo mueren y qué creen que pasa cuando mueren. Nosotros sabemos que, con nuestra vida y nuestra muerte, sostenemos el mundo. Pero ellos… ¿En qué creen?”.

 La duda planteada por Cuauhtémoc flotó entre todos sus condiscípulos, sin respuesta.