Junior ahora quería hablar conmigo. ¿De qué quería hablar? Me citó en El Carmelo, siempre rebosado aun a esa hora de la tarde, siempre de moda. Vine a encontrar mesa en el pasillo estrecho donde se exhibían periódicos y revistas y las mujeres raudas que iban al baño. No pedían permiso pero estaban excusadas. La mesa era tan estrecha como el pasillo, las faldas de las damas y damitas iban y venían pero no hablaban de Miguel Ángel sino de boberías con voz de soprano.

Junior llegó y se plantó delante de mi mesa. ¿Para demostrar lo alto y ancho que era? No, es que era tímido y estaba intimidado, pero no por mí, no por mí. Lo invité a sentarse y, siempre correcto, siempre deferente, se sentó frente a mí. De veras que era alto y cuando se sentó vi que era tan ancho como alto. Nunca me había fijado en que era casi un gigante que había jugado football americano (o como él lo llamaba correcta mente grindiron) en la universidad, con el éxito que lo hizo un grindiron hero. Con su saco a cuadros, muy ancho en los hombros, se convirtió ahora en formidable. Pero no se crea que a mí me impresionan los gigantes. Leí la Odisea por primera vez a los dieciséis años y sé que Ulises, con tretas y trama, le ganó al cíclope quemando su ojo único con su tea. Pero Junior tenía una vista perfecta y excelentes reflejos, probados nada menos que por el mismo Ernest Hemingway, catador. Una tarde entró en el Floridita y vio a Hemingway sentado en una mesa aparte. Impulsivo, fue a saludarle, y al ver Hemingway a aquel hombre tan alto, tan fornido, que se le venía encima, por reflejo o por paranoia se puso de pie al tiempo que se quitaba las gafas: no quería que lo vieran siempre vanidoso, llevando espejuelos. Pero tomó muy mal el saludo de Junior. «Helio, Mr. Hemingway!», dijo Junior en su perfecto inglés con acento americano (producto sin duda de la Ruston Academy). Hemingway lo puso en su lugar. «Joven», le dijo, «no porque uno está cometiendo en público un acto privado», se refería por supuesto al acto de escribir lo que debió ser una carta, «ese acto no deja de ser privado.» Junior debió de hacer un gesto de excusa, pero Hemingway lo estimó una acción agresiva. Además de que Junior le sacaba la cabeza a Hemingway, que siempre se consideró el hombre más alto del lugar —es decir del Floridita. Sea lo que sea, Hemingway le lanzó una derecha mezquina a Junior, pero para esquivarla le bastó a Junior un movimiento lateral de la cabeza y el puño de Hemingway, como las palabras vanas, cayó en el vacío. Junior no tenía siquiera veinte años y Hemingway ya peinaba canas —pocas porque se estaba quedando calvo aunque lo disimulaba con un corte romano. Pero, como amante del deporte, Hemingway le concedió la victoria a Junior. «Tienes buenos reflejos», le dijo tuteándolo, «deberías hacerte boxeador.»

Sentado recostado en la pared de vidrio que divide el restaurant de la terraza, se veía aún más enorme —su enormidad doblada por el cristal que se hacía un espejo.

Sonrió su antigua sonrisa, dejando que mi sonrisa en reflejo lo recibiera amistosamente. Pero no tenía otra más a mano para el mano a mano. Nunca me sentí que estaba frente a un brillante fracaso. Tal vez fuera porque Junior no fuera brillante pero de ninguna manera era un fracaso: frente a sus diversos destinos había salido siempre vencedor. Era, qué duda cabe, un héroe positivo, mientras que yo no era más que el antagonista como agonista. Pero cuando habló sentí que estaba sentado frente a una sorpresa. La vida es así de inconsecuente.

—¿Qué tal, mi viejito?

Viejo saludo que venía del Vedado Tennis.

—Bien y tú.

—De regreso. No sé si para bien o para mal.

—No hemos hablado. De manera que eres noticia de nuevo.

—No, no hemos hablado.

¿Qué quería decir con toda esta reticencia? No tenía la menor idea. Decidí ir directo por el camino menos recto.

—¿Cómo te fue por España?

—Sevilla. Un desastre.

—¿Cómo es eso?

—Me metí a torero.

—¡No me digas!

—Sí te digo. Fue por culpa de Hemingway. No él personalmente, sino su libro Death in the Afternoon. Fui buscando esa muerte en la tarde. Primero en La Maestranza. Ésa es la plaza de toros de Sevilla.

—Lo sé. Hemos leído el mismo libro.

Luego fui a lo que está detrás: el barrio de Triana, los cafés toreros. Me hice habitual del café en que todavía reinaba Belmonte. Gran conversador aunque nunca hablaba de él mismo. Hablaba de todo menos de toros. Me acerqué, me admitieron, me senté a su mesa. Belmonte es fascinante. Viejo y todo, se veía por qué había sido lo que había sido. Me invitó a sentarme a su lado. Lo hice encantado y un día me preguntó que por qué no me hacía torero. Como dice Hemingway, me pareció una buena idea entonces.

—¿Tú has oído hablar alguna vez de una carcajada de miles de personas? —me preguntó finalmente.

—Yo no, pero tal vez Bob Hope sí.

—Nunca he sido cómico sino serio y desde hace dos años más bien fúnebre. Fue lo que me hizo vestirme de luces de negro.

—Además de la sugestión de Belmonte. Belmonte, con su sonrisa de lobo, como lo describió Hemingway, que era sólo con los dientes, de seguro que le jugó a Junior la broma de su vida, inolvidable.

—Eso también. Sea lo que sea, así terminó mi carrera de torero antes de empezar. Aunque no he venido a hablar de mí sino de ti. Lo que tengo que decirte te afecta, aunque espero que no afecte nuestra amistad.

—¿Me afecta? Recuerda que siempre he sabido mirar los toros desde la barrera. Aunque hace tiempo que me parece un espectáculo risible. —¿Risible?

Viendo a un hombre, por lo regular un hombrecito, vestido como una mujer para burlar, engañar, herir, lidiar en una palabra a un animal que tal vez antes fuera noble y ahora no es más que el objeto de befa ante su bestialidad. Fue lo que pensé no entonces sino ahora. No se lo dije a Junior, que por un momento a la vez de gloria y de infamia fue el Niño Bernardo.

Junior se adelantó sobre su tacita de café. Lo miré bien. Nunca se me pareció más a Bill Bendix que ahora. ¡Bendito Bendix! En La dalia azul tenía una placa de plata sobre el cráneo y música de monos en la mente. De cara maciza, masiva y toda hueso, era bondadoso, amistoso pero potencialmente peligroso cuando la orquesta Mantovani, que se encargaba de la música indirecta en su cerebro, tocaba su canción —Monkey music. Me gustaba en Taxi, Mister porque siempre me gustan los taxis en el cine, donde siempre se conversa con el chofer. Pero ahora de galán, cuando siempre fue un secundario, sentado a mi mesa, en mi rincón favorito del Carmelo, era, de veras, too much Junior. ¿Qué me querría decir?

—¿Qué me querías decir?

—Verás —me dijo y después hizo una pausa que hubiera deleitado a Pausanias, el conquistador de Bizancio. Ahora, vuelto a ser Junior Doce, se lanzaba a fondo. Con estoque tras la capa, sin reír.

—Estelita se ha venido a vivir conmigo.

No era un exabrupto pero sí una sorpresa. No que Junior después de un circunloquio me soltara así de sopetón esta noticia, sino que por un momento, que duró más de un momento, no vi la conexión. Había habido, sí, sus ojeadas en La Maravilla y los encuentros con Estela en el Malecón, que creí tan fortuitos como una manzana y un paraguas en una mesa de disección. El paraguas negro por fuera, de acero adentro, no era necesariamente una metáfora. Alguien había lanzado a Estela a la calle para convertirla en una manzana de la discordia. Pero no era Dios, eran los dioses.

—Yo no la recogí. La rescaté, que no es lo mismo. No me gustaba nada.

—The company she keeps.

—Exactamente. Pero no sé por qué lo dijiste en inglés.

—Porque hablo contigo. Junior es una palabra americana, ¿no?

—Inglesa.

—Como tu carro, que manejas por el lado izquierdo.

No había dicho esa frase todavía cuando ya sabía que no debía haberla dicho.

—Exactamente, mi viejito.

—No tan viejo que pueda ser tu padre.

—Es que no eres mi padre.

—¿Cómo vienes entonces a pedirme permiso para casarte con Estela?

—No he dicho eso.

—No importa, ego te absolvo, para decirlo en latín pero con acento habanero.

—¿Tú crees entonces que he cometido un pecado?

—No lo has cometido todavía. Pero es peor que un pecado. Es un error.

—¿Tú crees?

—Si no lo creyera, no te lo diría. Pero no has venido a pedirme ni permiso ni perdón.

—No. Ya me lo dijiste, ¿no? Bueno, ya lo sabes. Por cierto, doy una fiesta en mi casa este sábado. ¿Vendrías?

—¿Y por qué no?

—Seremos doce.

—Como tu apellido.

Junior no sabía, creo que no lo sabe todavía, por qué me había hecho un gran favor: Estela, suelta, era un peligro por ser una bala perdida, aunque fuera, como se dice en el ejercicio de la vida, friendly fire. Ese fuego amigo se había mostrado varias veces como un fuego —iba a decir juego— peligroso. Estela estaba bien donde estaba. Al verme sonreír, Junior sonrió a su vez. Tal vez esperaba una confrontación, pero Junior, como todos los hombres grandes, quería evitar un problema. Fue bueno que me hablara porque siempre me gustó y sabía ser leal, aun en ocasiones que para otro podía verse como desleal. Las sonrisas terminaron la entrevista y por eso ese sábado fui a su casa, a su cena. Oh, Susana.

Pero no había contado con que Estela estuviera, Seríamos trece. Decidí no quedarme para completar el número que me dio buena excusa. ¿Te vas? —me preguntó junior al ver que me iba. —Es que soy supersticioso.

—Tú, ¿un materialista?

—Eso en México es un recogedor de materiales. Como en la frase «se ruega a los materialistas no estacionarse en lo absoluto».

—Tú recoges materiales y después escribes, ¿no es eso?

Junior era sincero y veraz y yo un mero escritor. Literario no literal. Recuerdo cuando Estela me interrogó de la manera desinteresada que lo hacía siempre, como con una media interrogación:

—Así que tú eres escritor.

—Sí lo soy —fue apenas mi respuesta.

—Literato, ¿no?

No era siquiera una clasificación.

—Es peor si fuera un hombre de letras, como la sopa.

—¿Qué sopa?

—La sopa de letras. ¿Tú no la has comido?

—Ni sé a qué sabe.

—Es como si te comieras la página de un libro.

—Debe saber a rayos.

—A rayas.

Yo apenas era un esteta. Me había refugiado en la literatura como si me acogiera a sagrado en su iglesia laica, el periodismo. Pero me consideraba un esteta. El esteticismo es el último refugio del fracaso de la vida. Junior era un atleta, un héroe. No me impresionan los atletas de andar por la calle: sólo sus proezas. Junior era un atleta secreto, pero un campeón en potencia. No quiero hablar de política sino de poética, de la experiencia literaria, siendo un desdén adquirido por la experiencia, Junior, en cambio, buscaba la experiencia aun a riesgo de su vida. Llegó hasta arriesgar su vida por la experiencia: fue torero y terrorista. Era, qué duda cabe, un héroe. Pero yo, si no despreciaba, por lo menos desdeñaba a los héroes —a menos que fueran héroes antiguos o antihéroes. Encontraba al héroe negativo positivo. Junior era un héroe en la victoria pero no se dejó ser un mártir en la derrota. En sus actividades clandestinas contra Batista, cuando supo que habían cogido a su compañero de célula y lo habían torturado (lo vio saliendo de la quinta estación de policía), todo lo que hizo fue ir a su casa y sentarse en la sala a esperar que viniera a buscarlo la policía. Era su turno y no había otra cosa que hacer. Eso fue todo lo que hizo y nadie vino a buscarlo excepto yo, que con Branly lo llevaríamos en un taxi al aeropuerto, le compraríamos un billete para el avión a Miami, lo escoltamos hasta la salida y lo vimos desaparecer en la noche de Rancho Boyeros. Pero todo eso, por supuesto, va a ocurrir en el futuro.