La cabeza de Roberto Branly asomó por entre la jamba y la puerta que cortaba su largo cuello. La puerta era de cristal nevado y se podía entrever la sombra de su magro cuerpo al lado del letrero que decía:

NOICCADER

Podría haber citado: «Nunca más dispuesta mi cabeza para la guillotina». Pero no era del todo un decapitado porque sus ojos bizqueaban todavía entre el ser y la nada. Ahora trataba de usar una ganzúa verbal para abrir la puerta del todo, aunque nunca estaba cerrada.

—¿Estás ocupado o solamente preocupado? —preguntó con sorna a torrentes. Era evidente que yo no trabajaba porque tenía los pies sin zapatos sobre el escritorio y escrutaba el cielo raso buscando señales de humo. Hacía rato que hacía salvavidas con mi boca.

—Para nada. Pero no trabajar cansa igual.

—Me pare.

Hay que decir que Branly no hablaba italiano, pero Antonioni con su pereza emotiva estaba activo entre nosotros. ¿O era una pavesa de Pavese? Branly era corrector de pruebas («un esclavo de las galeras», decía él) gracias a mi intervención, a mi invención más bien, y trabajaba el estilo de los otros en el altillo sobre la sala de máquinas. Ahora Carteles, gracias al humo, era una nave que se iba a pique con el día.

—¿Qué tal si vamos a merendar? —propuso salvador. Era el teniente Lightoller que no abandonaba su barco sino al que el Titanic abandonó antes de hundirse.

—¿Adónde?

No hizo, como antes, una cita de una cita para decir vamos donde la tarde se extiende contra el cielo como una paciente eterizada en la mesa de operaciones. Menos mal.

—A La Rampa.

—Queda lejos.

—Pero es temprano para el ser.

—Ol'rite.

Me levanté para salir, no sin antes ponerme los zapatos.

Listo Arcano, dale Dédalo —cantó Branly. Era una transfiguración —Tod und Verkliirungdel lema del locutor eterno que proponía el tema de Arcaño y sus Maravillas: «¿Listo, Arcaño? Dale Dermos». (Dermos era el jabón patrocinador.) Con su voz de terciopelo el locutor también transmitía boleros, después de decir: «Señor automovilista, dedíquenos un botón en la radio de su auto: tiene música adentro».

—Vámonos entonces —propuso Branly— hacia la gloria enferma de la hora positiva.

Branly era a veces un poeta oculto, culto, y no me asombró que citara — Carteles era su casa de cítaras ahora— a Eliot más de una vez esa tarde.

—A aprenderse de memoria el laberinto en que uno puede perderse —y Branly resultó mejor profeta que poeta.

—Uno y a veces dos —dije yo, pobre aprendiz.

El taxi era un enorme catafalco negro. Fue por eso que el chofer no pudo entrar por la calle O y tuvo que coger por Humboldt hasta Infanta, donde nos bajamos. Caminamos por O hacia el Wakamba. El nombre era seudoafricano pero era la cafetería de moda adosada al cine La Rampa. Toda esa parte de El Vedado se había vuelto rampante desde que continuaron hace un par de años la calle 23 hasta el Malecón. Estas cuatro cuadras tenían más cafés, cafeterías y boites por metro cuadrado que el resto de La Habana. Estaban también allí los canales de televisión y las oficinas de publicidad, además del ruido que hacía la gente al caminar, conversar y ver pasar las horas. Había innúmeras mujeres yendo y viniendo. No me fijé bien cómo estaban vestidas pero supe que eran mujeres porque vi sus faldas — aunque bien podrían ser otros tantos escoceses.

—Finis terrace —dijo Branly al bajar de la acera a la entrada del Wakamba. Entramos y nos sentamos a la barra. Branly pidió un jugo de naranja al camarero, que lo llamó socio como si lo conociera. Nunca se sabe con Branly.

—Éste es el zumo hacedor —explicó Branly.

Pedí lo mío, que era pie de manzana y café con leche —que apuré sin saber de dónde vendría mi prisa. Me levanté para irme. Pero vino a sentarse en mi asiento una mujer gorda y con catarro. Ella recogió sus mocos con un suspiro y la silla chirrió por el demasiado peso. De no haberse sentado la mujer gorda con catarro, de no haberla oído hablar, me habría quedado para pedir un café solo como siempre solía hacer de pie. ¿Cuánto se demora un café espresso y tomarlo? Cuatro, cinco minutos, tal vez menos —y nada habría sido lo mismo.

—¿Qué es el plato del día? —preguntó la mujer gorda.

—Los vanos —dijo Branly. Nos fuimos.

No salimos a la calle O sino que atravesamos la cafetería para subir siete escalones y salir por la puerta del fondo que da a la rampa interior del cine tautológico llamado —¿qué otra cosa?— La Rampa. La decisión se aprobó por minoría. La cafetería, el pasadizo y la entrada al cine estaban limitados por paredes de bronce y cristal que se abrían por un mando mecánico, pero reflejaban, desde lo oscuro, el brillante sol afuera como si fuera una galería de espejos múltiples que inducía, momentáneamente, a confusión. Más allá estaba la calle deslumbrante y la acera como una faja de luz. Hasta ahora todo era topografía, pero comenzaba, sin saberlo, el verano de mi contento. Salí del cine sin haber entrado.

Fue verano por un tiempo, de veras. Luego vino como una degradación y finalmente todo acabó en una suerte (idónea palabra, ¿no?) de infelicidad que duró, como siempre, más que la felicidad. Este estío hubiera sido perfecto si yo hubiera sabido tocar el tres como Branly para colarme en el cuarto creciente más allá del balcón propicio de una damisela encantadora a los acordes de un alud, laúd —y ya que soy el narrador tendré que hacer el papel de villano.

Iba yo ya por La Rampa con mis calobares defendiendo mis ojos del doble reflector del Malecón y el mar fulgente, refulgente, como un espejo doble que esperara la reflexión dual de Venus en su defecto de una venus. Cualquier venus. Tal vez ustedes sepan qué es una venus, pero estoy seguro de que no saben qué son, qué cosa eran los calobares. Eran gafas de sol o mejor contra el sol, de aros de metal blanco las baratas, de oro o plata las más caras: máscaras de cristal verde oscuro que garantizaban la total protección a los ojos nativos del trópico. Calor bar quiere decir, creo, barrera contra el calor aunque debiera decir contra el sol. (Pero entonces se llamaría sunabar.) En todo caso se llamaban espejuelos calobar. Espejuelos quiere decir pequeños espejos. Per calobares in enigmata diría san Pablo Rampa abajo como si fuera rumbo a Damasco —que viene de damas y de asco.

El mar allá abajo era del color del cielo sin nubes, sólo que era denso, intenso. Estaba además mechado de otros azules que eran estrías esmeralda, azul cobalto, azur, azul y, al fin, marino.

Al fondo, el Malecón era un telón pintado de recortado que se veía el paisaje marino. El Malecón y el muro eran de color arena que parecía una playa de cartón piedra aunque era de doble cemento armado. Ahí en el Malecón terminaba La Habana. El resto es el mar.

Fue cuando la vi por vez primera. Era rubia. No: rubita. Ella estaba allí a la sombra, pero el pelo, el cutis y sus ojos brillaban como si le cayera un rayo de sol para ella sola. Estuvo allí y allí estaba. Ocurrió hace más de cuarenta años y todavía la recuerdo como si la estuviera viendo. Desde entonces, no he dejado de recordarla un solo día, envuelta en un halo dorado como si fuera una sombrilla de oro, detenida un instante en el espacio para detenerse para siempre en el tiempo. Vestía modestamente o tal vez fuera un uniforme, no de escuela sino que vestía de blanco. Pero cuando pasó a la sombra su vestido se volvió traje sastre y no era blanco, sino de color arena clara. Nos vio mirándola y casi pidiendo ayuda dijo:

—Busco el número uno.

—Ése soy yo —dijo Branly.

—No, el número uno de la calle.

Me dio cierta pena su tono que era y no era una petición.

—Ése es el número uno —le dije señalando al edificio detrás de ella.

—Busco a alguien llamado Botifol.

—Beautiful —dijo Branly.

—Botifol —dijo ella después de mirar un billete en su mano.

—Se escribe Botifoll pero se pronuncia Beautiful. Decidí intervenir.

—Tienes razón, se llama Botifoll y creo que sus oficinas están en ese edificio —dije volviendo a señalar detrás.

Su melena corta, rubia, suelta, se movía con el aire o tal vez seguía sus movimientos de cabeza, ladeados, vivaces, ella se veía como una mujer muy joven que se sabía muy vieja o una muchacha que acababa de hacerse mujer. Todavía recuerdo sus zapatos de tacón mediano que parecía que llevaba por primera vez. Pero su sonrisa, de este lado del mar, era como una espuma rompiente de sus dientes, más allá de sus labios gordos. Esa visión primera fue realmente subyugante. Ella era encantadora pero yo era el encantado. La brisa nos envolvía como una crisálida, pero ella era la mariposa volando entre Branly y yo y la gente que se apartaba para pasar por el lado. Era una mariposa diurna, con sus alas que era su pelo moviéndose horizontalmente como si quisiera posarse y no tuviera tiempo. La mariposa, un efecto alucinante más, hablaba.

—Está bien —dijo ella y se dio vuelta.

Era tan pequeña de espaldas como de frente. Volvió a volverse:

—En realidad busco el Canal Dos.

—Vas a necesitar un televisor —dijo Branly impostergable. Él diría impostor Gable.

—Eso es —dijo ella—. La televisión. Buscan una recepcionista.

Había tanta seriedad en su respuesta, tanta inocencia en su voz atiplada por el esfuerzo, que me dio vergüenza ajena.

Ajena por Branly, y cuando dijo al final:

—Nos movemos.

—Que encuentres lo que buscas —le dije. ¿Era una gentileza más o un deseo?

—Eso espero —me dijo y la dejé ahí en la acera. Dimos la vuelta buscando Infanta por la calle P, donde estaba todavía el catafalco convertido en taxi. No parecía esperarnos pero entramos en él y nos fuimos Infanta abajo. Por el camino pensé, casi un reflejo, en aquella muchacha, muchachita más bien, que buscaba. Sentí una especie de dolor de muelas donde no había muelas. O un catarro sin virus.

—¿Pasa algo? —me preguntó Branly.

—¿Cómo?

—Que si ocurre algo.

No reaccioné de inmediato al decirle:

—Creo que dejé algo en La Rampa.

—¿Como qué?

Moví una mano para decir:

—No tiene importancia.

Pero sí tenía.

—Olvidé algo saliendo del cine.

—Pero nunca entramos en el cine.

Puse una cara de circunstancia.

—¿Quieres que regresemos? Todavía hay tiempo —dijo Branly.

—Voy a regresar solo. No te preocupes.

—¿Ahora?

Cuando salía del catafalco sufrí un mal paso y por poco me caigo entre el contén y la acera. No me gustan las caídas: pueden ser un aviso. Pero a ese tropezón no le di ninguna importancia. Craso error. Pagué el regreso y decidí volver. Caminaba casi cojeando a la esquina cuando Branly me atajó:

—Eh. Es aquí. ¿Adónde vas?

—Voy a coger este taxi y regresar.

—¿Regresar adónde?

—Tengo que volver a La Rampa. Voy a ir con Wempa.

—¿Y qué vas a hacer allá?

—No lo sé todavía.

Abrí la puerta del taxi. Branly siempre me decía que iba a encontrarme con el diablo en un taxi.

—Vas —dijo Branly— a encontrarte un día con el diablo en un taxi.

¿Qué les dije? Entré y cerré la puerta para enfrentarme al taxista. El diablo estaba ya dentro.

Estaba, maldición, en este taxi o máquina de alquiler, la obscenidad al volante de Cara de Pargo, aferrado al timón, sentado esperando obviamente. A su lado (siempre me sentaba en el asiento delantero al costado del chofer: ¿aspiraciones de copiloto o pretensiones democráticas?) estaba yo, listo para emprender el viaje con este que quería ser mi hermano, mi igual, mi nada hipócrita conductor. Su cara era su alma. Casi se lamía los labios, gruesos y rojos salientes de su cabeza obesa. Era todo lo que veía de él, lo que vería siempre: sentado frente al timón, los ojos púrpura y escarlata. Era un cuerpo trocado en cabeza, como si lo hubiera decapitado una guillotina moral.

—¿Adónde vamos a parar, jefe? —me preguntó.

—A Infanta y 23.

Me alegró que no contestara esta vez Wempa, como apodaban en la revista Carteles a este libertino sin tino, con una sola palabra que quería decir lo que él decía: que era muy bueno en la cama. Resultaba tan aburrido como toda literatura erótica aun en forma oral.

—Eso es la rampa moñuda, jefe —me aseguró, y yo asentí porque todo lo que quería era que fuera a toda máquina, que avanzara hacia mi meta y que corriera y que no ocurriera lo que por poco pasa. Ahora este repugnante era mi cómplice, un improbable y leproso Leporello. De él dependería que yo llegara a mi cita que no era cita todavía. No se lo dije. ¿Para qué? Se extendería de nuevo en sus relatos, como decía Branly, morosos, mimosos. ¡Avanza, Lincoln, avanza, que eres toda mi esperanza! Pero no era un Lincoln, era un Mercury, la máquina, el coche, el auto que no parecía avanzar más allá de Carlos III. ¿Sería posible?

—Es que hay un tranque —me explicó, súbitamente técnico— ahí alante.

Interesante adelanto de información. Debía de haberlo dado a una agencia de noticias, porque cualquiera podía ver que había un estanco ahí delante.

No dije nada pero les digo a ustedes que mi relación con el taxi o con los taxis es larga y fructífera. Pero puedo jurar sobre la Biblia o las obras completas de Shakespeare que aquél fue el primer taxi que noté, no anoté, que me llevaba adonde quería, que obedecía mis órdenes: fue aquel día, aquella tarde. La memoria, como ven, también es selectiva. Todos somos hijos de Proust y Celeste Albaret.

—Se ve que hay un apuro —dijo Wempa, y atravesó las calles transversales como un bólido saliendo del infierno. Pero mírenme a mí corriendo como un desesperado hacia el éxtasis —o eso esperaba yo. Fue entonces que este degenerado que pasaba por ser mi vehículo se volvió desafiando las leyes de todo tránsito, que son más rígidas que la ley de la gravedad, para decirme con su boca más torcida que su cabeza:

—Todo autor perecerá.

—¿Cómo? ¿Qué dice?

—Quel auto es una pecera.

Ni le hice caso. Todo lo que le dije fueron instrucciones para que metiera su hocico entre otros vehículos. Lo que hizo fue detenerse bruscamente delante de una pared blanca. ¿Se acababa la calle y la carrera? No, estábamos justo detrás de un autobús blanco de la línea tautológica de Autobuses Blancos. Salí disparado del taxi —no sin antes abrir la puerta. Corrí diciéndole al chofer que le pagaba mañana y mientras Cara de Pargo juraba que no había problema iba ya yo corriendo hacia mi destino habanero cuando Wempa me decía todavía, me gritaba más bien, desde dentro del taxi:

—El que la sigue, la mata.

Al subir a la acera, casi llegando a la esquina, una muchacha rubia estaba a punto de subir al vehículo blanco. ¡Era ella! Con un pie ya en el estribo, la otra pierna con su pie sobre el contén, una mano sujeta a la puerta, la otra a punto de coger la manija pero todavía al aire tibio de la tarde temprana, por lo que le grité ¡No! (No tengo tiempo ni siquiera para las comillas.) Ella se volvió hacia mí y al mirarme no pareció reconocerme.

—¿Qué cosa?

—No. Te. Vayas.

Fue ante mi grito de paz que ella soltó la agarradera, se separó del autobús y puso los dos pies en la acera, la punta de uno de sus zapatos —eran Cuban Heels— colocando levemente el borde del contén, mientras el otro pie permanecía firme detrás. ¿Hablaría latín? Yo. Porque en esos momentos suelo ser Spinoza (no hay narración sin Spinoza) y me alargo, me largo hasta el autobús para cogerla por un brazo porque se había creado entre ella y yo un vacío y mi naturaleza aborrece espinosamente el vacío: la escuela siempre deja secuela.

—Toda. Vía.

—¿Es conmigo? —preguntó ella.

—Sí —dije en la acera junto a la puerta trasera. Ahora alguien habló desde dentro y ella comenzó a separarse del contén, y él de ella: el enorme autobús, ya no un vehículo ni un vínculo. Cerró la puerta con un fuerte suspiro y, ballena blanca, arrancó: el motor ahogando infelizmente mis palabras:

—Que no te vayas.

—¿Y por qué?

—Porque soy contrario al olvido.

El autobús felizmente ahora ahogó mi ergotema con su ruido. Me acerqué para copiar. Copiar quiere decir aquí tomar nota. Copié su corto cuerpo cálido. Ella no se conmovió, ni siquiera se movió, hecha una estatua de sol. ¿Por qué no lo hizo? O mejor, ¿por qué lo hizo? Nunca lo supe y ella jamás me lo dijo. Pero fue un momento en el momento. ¿O fue un mandato superior? Ella nunca debió haber dejado de coger su autobús. Ese acto fallido la perdió y me ganó. De haberse ido entonces nunca la habría vuelto a ver, perdida ella en el tráfico, yo en el tráfago. Sabía, porque me he visto en el espejo, que tendría que ser ameno, divertido y volverme una especie de maestro de ceremonias de mí mismo.

—¿Qué buscabas?

—Una dirección.

—Ya lo sé, pero para qué.

—Buscaba un trabajo. Anunciaron que querían una recepcionista. Imagínate, yo de recepcionista. Enseguida me cogieron.

—Te dieron el trabajo entonces.

—¡Qué va!

—Como dices que te cogieron...

—No me cogieron para el trabajo, me cogieron porque mentí.

—¿Dijiste una mentira?

—Sobre mi edad.

—Pero eres demasiado joven para trabajar.

—No creas.

—Se te ve enseguida.

—Vamos a dejarlo ahí, ¿quieres?

—Si te molesta, puedo decirte que eres vieja. —No me molesta, pero prefiero no hablar de mi edad. ¿No puedes hablar de otra cosa?

—Sí que puedo. Puedo por ejemplo recitarte el poema de Parménides.

—¿Quién es ése?

—Un poeta muy viejo con barba muy larga.

—No me interesan los viejos.

Puedo decirte en cambio que la noche está estrellada y a lo lejos tiritan los astros.

—¿Qué astros, por favor? El sol ni siquiera se ha puesto del todo.

—Bella, qué sabes de astronomía.

—¿Yo? Ni siquiera sé por qué se pone el sol. Además que mi nombre no es Bella.

—¿Cómo te llamas entonces?

—Estela.

—Ah, hemos vuelto a la astronomía. Estela es Stella y Stella quiere decir estrella. Eres Estrella, entonces.

—¿De veras?

—De veras. Puedes llamarte Estrella.

—Prefiero llamarme Estela.

—Estela es lo que dejas detrás.

—¿Cómo te llamas tú?

—Me llamo como todo el mundo —le dije y le di mi nombre.

—¿Así se llama todo el mundo?

—Casi. ¿Y tú, cómo te llamas?

—Me llamo Estela.

—¿Estela a secas?

—No, mi apellido es Morris. Estela Morris. —¿Tú no serás judía?

—¿Judía? ¿Qué cosa es eso?

—Polaca.

—¿Tú crees que yo tengo cara de polaca?

—No, pero bien podrías ser judía.

—No, que yo sepa.

—A lo mejor tu padre.

—Mi padrasto.

Dijo padrasto en vez de padrastro. Pedante que soy iba a corregirla cuando me dijo:

—Podemos cambiar de tema.

La cogí del brazo para cruzar la calle. Se dejó llevar hasta la acera, pero decidí cruzar otra vez la otra calle. Me detuvo el intenso tránsito. Esta esquina de Infanta y 2.3 necesitaba un semáforo porque era un riesgo atravesar esas calles. La llevé del brazo sin necesidad de atravesar ninguna calle, porque ahora allí estaba el largo edificio de La Rampa, con su restaurant Delicatessen y más allá el Dutch Cream, donde vendían una especie de helado y lo atendían unas muchachas vestidas de holandesas —o lo que el dueño creía que eran campesinas holandesas. Un poco más allá estaba el edificio art—déco del Ministerio de Agricultura.

Volví a ese plano inclinado de La Habana, pero ahora iba por la acera opuesta al cine La Rampa, subiendo, y cuando llegamos a la calle O torcimos, la torcí yo a ella, para subir hasta la entrada del Hotel Nacional.

El sol se pone todos los días, mañana como ayer, pero ella estaba ahí ahora, caminando a mi lado, cálida como la tarde, y ella era el presente. Carpe diem, me aconsejó una voz antigua —y eso hice. Nada de mañana y mañana para mí sino hoy, hoy, esa palabra que puede ser un hoyo pe ro que era, en ese momento que dura más de un momento, una suerte de eternidad. Ah, que el día se estire en una tarde larga, en una noche que no acabe, que venga la madrugada sin gallos que canten, con gorriones piando urbanos en cada esquina, vivos pero indiscernibles como seres humanos.

Entonces llegamos a la entrada del jardín, franqueando el portón como si fuéramos huéspedes ansiosamente esperados, visitantes del crepúsculo que habíamos pasado bajo las palmeras y junto a la estatuilla de bronce verde por el agua de la fuente, de la que era anuncio y emblema y a la que celebraré un día como manantial de la noche. Pero ese día, ese largo día de junio, acababa en un crepúsculo (porque no era un atardecer cualquiera) aparatoso, cuya pirotecnia se veía en el otro horizonte del otro mar, mientras la calle en declive se volvía malva, gris, azul en contraste con los oros y rojos del poniente.

—Sé que todo esto me hace parecer un impresionista tardío, Pissarro, pintor celebrador de la ciudad luminosa bajo un sol pálido. Pero era así como veía a la tarde (que apenas me importaba) convertirse casi en la noche que yo quería, que buscaba y que iba a encontrar pronto: en el trópico el día termina, como algunas relaciones tropicales, abrupto, súbito y definitivo. Pero todavía quedaba luz.

Le propuse que nos sentáramos sobre el césped. —Mi madre —me dijo— no me deja sentarme en la yerba —pero con la misma se sentó sobre la yerba recién cortada. Olía a heno. Me senté a su lado.

—¿Qué es eso? —preguntó ella y yo me volví—. ¿Una estatua?

Vi solamente uno de los viejos cañones emplazados al borde del jardín, apuntando a un mar indiferente.

—No, es un cañón.

—¿Un cañón? ¿De guerra?

—Fue. Ahora es un cascarón pintado de blanco. No hay cañones de guerra blancos.

—¿De veras?

—A no ser que sean de las Naciones Unidas. Ese cañón es más inofensivo que yo.

Me reí. Ella sólo se sonrió. Muchacha crepuscular, verbo del véspero.

La tarde ya se alejaba y comenzaba a caer la noche, pero en medio estuvo el crepúsculo de aparatosos colores. La miré. De cerca ella bizqueaba un poco y se veía muy joven, casi una muchachita. Decidí ser íntimo.

Miré con una de esas miradas inútiles mías, pero esta vez vi un fenómeno de la naturaleza —o más bien de la noche. Era un medio globo naranja apenas velado por unas gasas grises. Era la luna surgiendo del mar como otra Venus.

Esta visión de Venus surgió luminosa del mar, de la corriente del Golfo, que es nuestro mar Mediterráneo. Ahí estaba detrás de ella, más mar de fondo que telón de boca, ella luciendo joven, bella, iluminada.

De pronto me volví para ver cómo la luna se reflejaba en su cara. Ella no era Afrodita pero me enamoré de ella. (Que no se piense que me enamoro fácilmente.) Pero parece mentira que no hay más que mirar a la luna surgiendo del Atlántico para enamorarse. En todo caso me pasó a mí y nada más salir la luna del mar le cogí a ella una mano, se la dejó coger. O al menos no opuso resistencia.

El sol no se puso sino que cayó con violencia de equinoccio. Ahora, de pronto, estábamos entre dos luces y luego en la oscuridad que permitía hacer faros de los autos en el Malecón y el alumbrado público fulgía allá arriba y más arriba, enfrente, las ventanas iluminadas desde los apartamentos altos y más altos que los edificios las innúmeras estrellas: noche que se desmaya sobre La Habana, noche tropical.

—¡Cuántas estrellas!

—Ésa —apunté a una estrella solitaria— es Venus.

—¿Sabes de astrología?

Me sonreí, hijo de puta que soy.

—Sí —le dije—, no soy astrólogo, pero soy colega del profesor Carbell, astrólogo oficial de Carteles.

—Mi madre lo lee mucho.

—Al profesor Carbell, nacido Carballo, no hay que leerlo, hay que consultarlo.

—Eso hace ella. No hace nada importante si las estrellas no le son favorables.

—El profesor dice que las estrellas inclinan pero no obligan.

—Díselo a mi madre.

—En cuanto la vea, aunque no prometo nada. No soy la voz de la profecía.

Más allá del Malecón y del horizonte, una bola color naranja, con unas nubes que colgaban de ella. La luna de los caribes. Ella la miró para decir:

—Parece un sol.

—Un sol que brilla a medianoche.

Ella se tensó alarmada.

—¿Es ya medianoche?

—Es temprano. Era una cita.

—No lo hagas más que me asustas.

—La noche es bella —dije—. ¿No te gusta?

—Me da miedo.

—Siempre amanece.

—Me veo muerta de noche.

—Tú eres inmortal.

—Dame un beso —pidió ella.

La besé. Nos besamos, con los labios apretados, cerrados, sellados. Si le hubiera abierto los labios con mi lengua obscena tal vez no le gustaría. Besarse es más complicado de lo que parece. Besos que educan, besos que caducan.

Era una noche sofocada por la luna. Todo alrededor era nocturno y yo era nocherniego más que noctámbulo ahora porque estaba sentado en la yerba y no tenía ninguna gana de vagar. Es mi turno nocturno. Ambulaba noctívago muchas veces mientras abría las puertas de la noche. Pero ahora estaba junto a ella. Ah, esta Estela.

La luna es un afrodisíaco ambulante, cité al verla sobre las irreales torres del hotel convertidas por el pálido fuego de su luz, en las torres del Ilium. «O lente, lente currite noctis equi», casi declamé.

—¿Qué cosa?

—¿Qué qué?

—Qué dijiste.

—Lentos, lentos, corran oh caballos de la noche.

—¿Qué cosa es eso?

—Un verso.

—¿Tú haces versos?

—Yo no. Un amigo mío que se llama Ovidio. —¿Ovillo? ¿Qué clase de nombre es ése? —Es un nombre latino.

—¿Latinoamericano?

—No diría tanto.

La luna estaba ahí arriba iluminando los jardines como si fuera un día noche: la yerba plateada, las flores eran todas azules, los cañones se veían lívidos. Fue entonces que ella dijo oyendo yo su voz de tiple por primera vez. Ya aprendería que hablaba así, casi con un hilo de voz, cuando estaba emocionada —o alterada.

—¿Te gusto?

—Me gustas.

—Júralo.

—Te lo juro.

—¿Por quién?

—Por ti, por todo. —Y sin tener que señalar con un índice al cielo, le dije—: Te lo juro por la luna.

—No, no jures por la luna.

Fue entonces que comencé a citar «Swear not by the moon».

—¿Qué es eso? Yo no sé una palabra de inglés. —Shakespeare, Romeo y Julieta.

—¿Tú sabes que conocí a un hombre llamado Romeo? Cómico nombre.

—También trágico nombre. Conocí a unos gemelos, hembra y hombre, que se llamaban Romeo y Julieta. Eran inseparables. Murieron los dos casi al mismo tiempo.

—¿Se envenenaron?

—No, de tuberculosis, la enfermedad romántica.

—Mejor que murieran envenenados.

—Mejor que no murieran porque eran jóvenes, ilusos y bellos.

—Entonces fue muy bien que murieran. Me tendí a todo lo largo pero puse mi cabeza en su regazo.

—¿Qué haces?

—Convierto el césped en mi cama. Serás mi almohada.

—¿Estás loco?

—Desde aquí se ven mejor las estrellas.

—Levántate por favor.

—Y la luna de noche.

—Please!

—No hablar inglés.

—¡Por favor!

Quité mi cabeza para ponerla en la yerba. Mi cama. Como Auden, poeta pederasta.

—Haces las cosas más locas.

—Locas todas por ti.

Entonces y del otro lado de la bahía, de la fortaleza de La Cabaña, partió un fogonazo que se hizo pronto un fragor, un ruido que avanzó por el Malecón hasta este otro bastión.

—¿Oíste eso?

Claro que había oído.

—Ese estruendo.

—Es mi corazón que late.

—No, no. Era el cañonazo de las nueve. Ya son las nueve.

—Es temprano.

—No, es tarde. Es muy tarde para mí.

Los polvos Paramí.

—Es tarde y tengo que regresar a la casa antes que mi madre. Si no, me mata. —A menos que...

—¿A menos que?

—Nada, nada. Es una frase para llenar el espacio vacío.

—Tienes una mente caliente —dijo ella.

—Se dice mente calenturienta.

—¿Me estás poniendo en mi sitio?

—Gramatical solamente. Aunque tu sitio real está en otra parte, en la ribera del Almendares.

—Dices las cosas más raras.

—Es el amor.

—¿Cómo puedes hablar de amor si apenas me conoces?

—Así es el amor. Ciego como Bach, sordo como Beethoven, muengo como Van Gogh.

—Uy. Tanta gente.

—Voy a explicarte. Bach era marido de Anna Magdalena, Beethoven se volvía loco con su sobrino, Van Gogh se hizo el loco por Gauguin.

—¡Dios mío! Me matas con tu agrupación. ¿Cómo dijiste que te llamabas?

¡Las mujeres! Ni siquiera recordaba mi nombre diez minutos después de haberme conocido. Se lo dije.

—Es un nombre largo. Te advierto que no soy muy buena con nombres.

—Eso me pareció.

—¿No tienes otro nombre más corto?

—Puedes llamarme G, como me llaman algunas mujeres. Otras me llaman Gecito. Escoge tú que yo respondo.

—¿Qué cosa eres?

—Crítico de cine.

—¿Y eso qué cosa es?

—Un oficio del siglo veinte.

—¿Cómo, cómo?

—Nada, nada. No es más que un título. Menos que eso. En todo caso no es duque ni es conde.

—No te entiendo una palabra.

—No tiene la menor importancia. Como decía Arturo de Córdova. Y por favor no me preguntes quién es ése.

—¿No es un actor?

—No es tan tarde. Ya ves.

—Tienes el reloj del anuncio, ¿no?

—¿Cuál anuncio?

—Ese del barbudo en el Polo. Es ése, ¿no? —Es un explorador en el Ártico que no se afeita pero tiene la hora.

—¿Por eso lo compraste?

—¿Tú me ves con barba entre las nieves perpetuas?

—No te veo con barba en ninguna parte. —Soy imberbe.

—¡Cómo usas palabras raras!

Pero no creo en Barba. Jacob o no.

—Dime, ¿tú vivirías en otra época?

—¿Cómo así?

—En otro tiempo.

—No creo. ¿Y tú?

—No —dijo ella enfática.

—¿Por qué no?

—Porque si hubiera nacido antes ya estaría muerta.

—Capito.

—¿Qué cosa?

—Kaputt.

—Ay Dios.

—Considérame un políglota. Quiero decir alguien que habla lenguas.

—Dios mío.

Me miró. Nos miramos.

—Ahora sí es tarde.

—Es más temprano de lo que parece. ¿No oyes la intensidad del tránsito? —Oigo un silencio.

—Oye más. Se puede oír el viento moviendo las aspas de las palmeras, el tráfico en la calle 23, las bullas de los autos en el Malecón.

—¿Oyes todas esas cosas?

—Se oye más. Se oye el tranvía rodeando el promontorio.

—¿Cuál promontorio?

—Éste.

—¿Cuál tranvía? Ya no hay tranvías.

—Pero queda el recuerdo. Si oyes lo bastante los oirás chirriar sobre las líneas y el chasquido del trole arriba.

—No, en serio. Es muy tarde.

—No para el amor. Es temprano para los dioses.

—¿Qué cosas dices?

—¿Cómo vas a irte ahora cuando todo empieza?

—Es muy tarde. Mi madre.

—La noble anciana.

—No es nada anciana.

—Noble es entonces.

—No es nada de eso, pero no quiero confrontarla.

—Afrontarla.

—Eso. Como se diga. Es una verdadera harpía.

—¿Toca el arpa?

—¿No se dice así?

—Se dice pero sin hache.

—Entonces eso es ella. Una arpía. Además de no ser mi madre en realidad.

Era su primera revelación.

—Yo soy su hijastra.

—Ella entonces es la madrastra de Blancanieves.

—Eso es. Es mala, mala. Es peor.

—Pero es.

—Ella se pone frente al espejo no para preguntar sino para decir que es la más bella de la casa.

—Una vez conocí a un hombre llamado de la Bella Casa.

—¿Y eso a qué viene?

—A nada. Es una digresión.

—¿Una qué?

—Digresión, lo que se dice al margen.

—Me apabullas con tu vocabulario.

—Del bocaburlero. ¿Qué me dices de tu madre?

—Que no quiero encontrarme con ella a mi regreso. Me tengo que ir ahora. Ella estaba ahora casi erguida.

—Tengo que irme. De veras.

Se iba.

—¿Cuándo te volveré a ver?

Hay preguntas que suenan a boleros. Lo que no es grave. Lo grave es cuando también las respuestas suenan a boleros.

—No lo sé —menos mal—. ¿Mañana? —mucho mejor—. ¿Por qué no me acompañas hasta casa? —¿Dónde queda eso?

En Marianao. En Las Playitas. Detrás de los perros que corren.

Ella quería decir el cinódromo, el canódromo, los galgos que corren tras una liebre de mentira. —El cinódromo.

—Eso es.

—Queda lejos.

—Queda lejísimos. Pero si no quieres...

—Quiero estar contigo. —Sólo faltaba decir mi bien para completar otro verso de boleros.

—¿Nos vamos entonces?

—Nos vamos —ése era Branly hablando por mi boca.

Antes de levantarme saqué mi peine. No es fácil hacerlo en la oscuridad. Pero ¿y la luz de la luna? No es tan buena para peinarse como la luna de un espejo. Del bolsillo delantero de mi camisa extraje una cajetilla de LM no sin antes ofrecerle uno a ella.

—No fumo —me dijo firme.

—Allí fumé —le dije. Pero era muy tarde para el verso pero no para el beso. Me acerqué a ella y la besé. Pero entre ella y yo se interpusieron mis espejuelos, gafas o lentes. Me los quité. Desde entonces no vi más que sus ojos extrañamente abiertos.

—¿Por qué haces eso? —me preguntó casi sin preguntarme.

—La cigarra sólo vive un verano, pero menos el cigarro. De acuerdo con la etimología. Entomología.

—Me apabullas con tu vocabulario. ¿Nos vamos? Arriba las palmeras de la guardarraya del hotel se agitaban como banderas verdes que daban paso al amor. En la acera de enfrente, por la calle O, los faros de los automóviles a través de los árboles y después de dejar las ramas impresas reptaban por las paredes como lagartos de luz. Al otro lado, el hotel, enorme en su armonía, se veía elegante y remoto. Sólo las palmeras eran reales. Al revés de las fábulas, cuento este cuento sin la esperanza de una moraleja. Recordé a Diderot cuando dijo, adelantado, «Ceci n'est pas un conte». Esta novela no es una novela y la posible moraleja se aleja, se aleja. Clemente la noche era fresca, pero yo, más fresco, fui inclemente. Le solté de pronto:

—¿Nunca usas ajustador?

Ella abrió sus ojos que de grandes se hicieron enormes: sólo la pregunta había sido una sorpresa:

—¿Cómo lo sabes?

En vez de preguntarme debió insultarme, irse. Pero todo lo que hizo fue preguntarme a mí cómo sabía yo lo evidente. Que se quedara a mi lado, que no me abofeteara, que sólo me hiciera esa pregunta era muestra de que podía avanzar sin la máscara del eufemismo: larvato, larvato. Era, qué duda cabe, una frescura. Prodeo.

—Lo sé —le dije.

—¿Se me nota mucho?

—A veces.

La historia del amor es la biografía de dos o tres muchachas a la moda. Ninguna mujer respetada o respetable entonces dejaba de usar sostén. De las que conocí por este tiempo sólo Estela dejaba sus senos al aire bajo la camisa, visiblemente. Fue lo que de veras me sorprendió al encontrarla, antes de conocernos. Lo vi enseguida: tengo los ojos adiestrados para estas miradas, me interesa más lo mirable que lo admirable.

Volvía a caminar la calle limpia y bien alumbrada, cruzada de calles en sombra. Ella iba a mi lado. Ella era Estela Morris. Ella era, creía, el amor. Yo era el objeto de la nueva y eterna experiencia. Bajamos por la calle O hasta 2.3, la esquina marcada por una exhibición de autos ingleses: Austin Healy, MG (las iniciales son inolvidables), etcétera. Caminamos por 23 arriba para pasar por delante del edificio Alaska y enfrente, cruzando la calle, estaba la vidriera de Chryslers y Cadillacs. Seguimos por el costado del edificio Radio—centro, esa ballena varada en la costa. Allí, en la esquina, estaba como todas las noches el Artista Cubano, que no era más que un pobre atarantado que hacía música, o eso creía él, con un pedazo de papel de seda sobre un peine viejo, y la especie de trompeta china que producía escalas apenas pentatónicas era un chirrido constante, mientras el músico, de alguna manera hay que llamarlo, decía y repetía: «¡Cooperen con el Artista Cubano!», entre zumbidos de su trompetilla modificada.

Cruzamos por el semáforo de 23 para atravesar la calle y esperar esa guagua de la ruta 32. que nos llevara hasta lo que me parecía entonces nuestro destino. La guagua, un flamante ómnibus GM, no tardó en venir y entramos por fin en ella. Todo el trayecto no hice más que mirar su perfil, a veces interrumpido por su mirada lánguida. Le cogí una mano y ella se dejó. De veras que quedaba lejos su casa pero yo estaba encantado con el viaje. Se había hecho tarde y yo debiera haber comido. Pero el amor —¿era de veras el amor?— quita el hambre. No tenía una gota de hambre. La guagua finalmente nos dejó a la entrada del camino de Santa Fe.

La luz de los arcos voltaicos era como un nimbo para la profusión de alaridos que venían del cinódromo. Su casa quedaba a un costado. Entre otras casas. Bungalows más bien o más bunga que low como diría Branly y yo repito con mi manía de repetir lo que dicen mis amigos. Ella, Estela, Estelita, era tierna como la noche y cuando abrió la puerta entró antes que ella la luz de la luna. Ella encendió la luz de la sala. Me dijo que pasara y me sentara, ella volvería en un instante. Me senté y frente a mí quedó un retrato central sobre una mesa baja. Era de una especie de piloto porque mostraba sus alas en las solapas. Cuando regresó a la sala me dio un hambre súbita. Me puse en pie.

—Vengo enseguida.

—¿Adónde vas?

Ya vengo.

Salí a la calle. Me sentía muy bajo y a la vez extrañamente exaltado. No soy tonto pero me enamoro como un bobo. Ahora ella me había convertido en un asno. Mi metamorfosis era completa. El amor es una poción Jekyll, Jacout. Ahora cruzando la Avenida de Santa Fe, yendo hacia el picking chicken al otro lado del reparto, caminando por las aceras nuevas me sentí alto y fuerte y lleno de un valor que crecía con la noche. ¡Vengan tipos! ¡Quiero partirles esas caras extrañas! Afortunadamente, no vino nadie, ningún carro se enfrentó a mí y los molinos de viento de la noche no se convirtieron en gigantes. Cuando llegué al picking chicken compré dos pollitos fritos en sendas cajitas de cartón. Volví caminando sobre la bola de los pies. Era un caminado casi atlético. Me sentía bien. Tal vez demasiado bien. Cuando llegué a la puerta estaba cerrado. Toqué, primero suave, después duro. Una voz dijo desde dentro:

—¿Quién es?

Era ella.

—Yo —le dije con mi temor de siempre a identificarme por mi nombre.

—Ah.

Sonaron cerrojos, cerraduras y pestillos y finalmente apareció su cara por la misma rendija de la puerta. Por fin abrió la puerta. Ella estaba vestida ahora con un bobito transparente, también llamado baby doll por culpa de la película del mismo nombre de Carroll Baker —a la que no se parecía nada.

—¿Qué pasó?

—Compré estos pollos.

—Creí que te habías ido.

—Como ves, vengo.

—Entra, entra.

—¿Y tu madre?

—No está todavía, pero más miedo les tengo a los vecinos.

Entré y me senté frente al retrato del piloto.

—¿Quién es ése?

—Mi novio.

—Buen tipo —le dije. No me iba a dejar arrollar por una fotografía.

—Buen comemierda —dijo ella con énfasis. —¿Ah, sí?

—Es el novio de mi madre, pero tanto me lo metió por los ojos. Es lo que se llama un buen partido.

—¿De veras?

—No es el novio de mi madre, pero se supone que sea mi novio.

—Buen tipo —eso era lo que salía de mi boca. —Es, te digo, además, aviador. De Cubana.

—¿De veras?

—Su hermano también es aviador.

—Deben ser los genes.

En vez de contarme su vida me puso en las manos lo que era un álbum con fotos de familia, que siempre son un museo privado. Comenzaba el paseo por una galería de fotos con un espectáculo matrimonial y terminaba con un fin de fiesta por toda la compañía.

—¿Ésta es tu madre?

—Sí y no.

—¿Cómo se come eso?

—Es mi madre pero no es mi madre. Ya te dije.

Los errores son terrores cuando no los olvidas. Por supuesto no le dije eso sino que comía despacio y miraba raudo sus muslitos sorprendidos.

En la sala, central, había un espejo prominente, de estilo —¿victoriano, eduardiano, modernista?—ornamental con el marco dorado. Me asombró verlo sin verme porque en casa el espejo estaba en el baño o en un cuarto, escondido dentro de un armario, de tres cuartos.

—Es la joya de esta casa —dijo Estelita—. Después de esta segura servidora.

—¿Y ahora qué?

—Ahora te vas, que mi madre está al regresar.

—¿Cuándo nos volveremos a ver?

—Mañana, aquí en la playa, a las tres.

—Está bien.

Me iba.

—Me dio un beso. Sabía más a canela que a pollo frito.

En el césped ahí al lado una regadera mecánica daba vueltas tratando de imitar la lluvia. La yerba, de doméstica que era, parecía convencida de que la lluvia simulada caía del cielo. En otro lugar, por debajo o por encima del murmullo del agua, sonaba un piano con alguna melodía tardía y un letrero luminoso, rojo y blanco, anunciaba una casa con nombre de río: Quibú. Nunca me pareció que iba a ser más una señal que la noche. In hoc signo.

La noche no era cíclica pero sí el surtidor. Noche en los jardines de Estela: parco Edén, poca noche.

Debía de haber algún letrero, pero no había ni siquiera una admonición ritual de NO PISAR EL CÉSPED. No vi nada. La noche insular hace no sólo todos los jardines invisibles, hasta su aviso es invisible.

De regreso a la calzada era más tarde de lo que creía. No pasaban ya los autobuses ni había un taxi a la vista. Sólo vendría ahora la guagua como ánima sola, cada hora. Cuando llegó no hubo que esperar a que abriera la puerta que estaba a esa hora siempre abierta. Al subir, el chofer me recibió con una certidumbre habanera, a esa hora.

—Te cogió la confronta, asere.

Me dijo y tuve que decirle: «Así parece», agradecido porque este personaje popular de la madrugada no había hecho la menor referencia al perseguido y su víctima. Pero dijo algo que era más memorable que la madrugada:

—Envaina tu espada, ecobio, no sea que te la llene de orín el rocío de la noche.

—Fue entonces que advertí que era negro. Otro Otelo, sin duda.