Mi amigo Antonio, que luego se llamaría Silva—no, me describió como «ese escritor moreno que venía al jardín con una mujer de ojos verdes». La importancia de la frase no le impidió los errores. Primero, yo no era escritor sino periodista, segundo, yo no iba al jardín sino a El Jardín, un café con terraza. Tercero, ella no tenía los ojos verdes, sino color de cambiante uva, castaños a veces, otras amarillos como el sol: es por eso que los recuerdo la primera vez que la vi de día con ojos dorados, como los de Doc Savage, the golden hero.

Silvano, que había echado a un lado su enorme talento literario para escribir novelas para la radio, al ver mis líos económicos trató de que yo también escribiera para la radio, orquestando una entrevista con los hermanos Cubas, que era como decir con toda Cuba. Por ese tiempo me había cortado el pelo estilo cepillo y la conversación con uno de los Cubas o con los dos terminó en imprevisible desastre porque yo no mendigaba y traté de exponer mi concepto de lo que era la radio y escribir para la radio. El veredicto de los dos Cubas lo expresó uno de los dos diciéndole a Antonio que yo era un cepillo neurótico. Lo que después de todo era la verdad. Pero como ellos eran los fabricantes de Gravi, «la reina de las cremas dentales», me consideraron tener la pasta donde el cepillo no toca —que era por cierto el lema de la crema dental Colgate, producto rival. Así me salvaron de una suerte peor que la muerte.

No recuerdo si abrí la puerta o si ya estaba abierta. Las puertas resisten más a la memoria que los intrusos, pero yo era un experto en vivir de puertas abiertas. En todo caso fue el secreto (revelado) tras la puerta (velada) y si estaba cerrada no debí haberla abierto. Al abrir, al entrar vi que Estela no estaba sola. En el cuarto reducido había otra persona, un hombre. Estela, Estelita, como era su costumbre, estaba sentada en la cama desvestida, vestida ella con muy poca ropa.

—Ah —dijo sin exclamar—, eres tú.

—¿Quién otro si no? —le dije sin preguntar. La única pregunta era ¿quién carajo es este tipo? Pero antes de preguntar ella me dijo:

—¿Te acuerdas de mi tío?

—N o.

—¿No te acuerdas que lo vimos en La Habana Vieja una mañana?

—No recuerdo. Pero ¿qué hace aquí?

—Me vino a visitar, claro. Es mi tío.

—¿Cómo supo dónde vivías?

—Yo lo llamé. Por teléfono.

—Tenías su número.

—No, lo busqué en la guía. Él es electricista.

Se calló. Obviamente, las interrupciones eran debidas a las perforaciones de mi estilo. Fue entonces que el hombre (el visitante, su tío, lo que fuera) se puso de pie. Se veía más alto: obviamente, lo recordaba más bajito. Parecía un guajiro: un rústico. —Si molesto, me voy.

Y rudo y, esperaba, raudo. Me encantan las aliteraciones significativas, pero más me gustaría que se fuera. Se fue. No sin antes despedirse de ella y no de mí. Rudo y raudo.

Hay en los celos un sexo, sexto sentido que nos hace penetrar la trama más espesa. La tiniebla de la noche se hacía claros como si mis sospechas fueran mi linterna trágica. No hay Yago traidor sin Otelo traicionado.

Ella era incapaz de decir una mentira pero era obvio que no me decía la verdad, que me estaba engañando, que era falsa y traicionera. ¿Cómo explicarlo?