No habían pasado seis meses del asalto al Palacio Presidencial, que terminó entre sangre y el fracaso. Dos de los actores de una operación paralela —el asalto a la CMQ para radiar una arenga revolucionaria— habían venido a refugiarse en mi casa. Eran Joe Westbrook y su primo el Chino Figueredo. Ahora Joe estaba muerto, asesinado por la policía (en su último refugio de la calle Humboldt), y el Chino estaba fugitivo sabe Dios dónde. Había pasado tan poco tiempo y todo parecía haber pasado el siglo pasado. Ni siquiera podía recordar la cara de Joe con quien compartí semanas conversando en un cuarto en casa de mi cuñada Sara en el mismo edificio, hablando bajo, conspirando como siempre desde que lo conocí en una reunión clandestina en una oficina de la Manzana de Gómez. Ahora Olga Andreu quiso saber mi opinión política. Nos invitó a su casa, a su apartamento, a Branly y a mí. Olga Andreu ya apareció en otro libro mío como una especie de quinceañera con pretensiones culturales que le servían a Branly de cebo y sebo para los peces de colores que ella guardaba en su líquido estuche. Entonces tenía dieciséis años. Ahora era una suerte de Apasionada. Hablaba por encima del disco del Concierto de Bartok al que yo no le aguantaba Vela (o Bela) porque no era más que una rapsodia húngara para orquesta. Olga conocía mis opiniones musicales pero ahora quería hablar de política. Estaba sentada descalza en una africana, por lo que sus rodillas quedaban más cerca de su cara que del suelo, y comenzó a hurgar con una mano uno de sus pies. Sabía lo que seguiría: en un momento en que la labor se hizo difícil subió la pierna y el pie le quedó junto a la cara —y tranquilamente comenzó a comerse una de las uñas. Lo extraordinario es que la uña que se comía era la del dedo gordo del pie. Hay que decir que Olga era muy limpia pero lo de comerse las uñas de los pies era, ¿cómo diría?, un gesto in extremis. Cosa curiosa, Olga no daba asco: al contrario, era muy sexy, aunque esa palabra fuera nueva en mi vocabulario. Era atractiva considerándola de un modo sexual. Era también una especie de musa paradisíaca. Pero no para mí, no para mí. Ahora, entre uñas que quedaron en su boca, me habló persuasiva.
—¿Qué crees que va a pasar?
—No tengo la menor idea.
—¿Qué se dice en Carteles?
—No se dice nada. Nadie habla nada. La censura es benévola pero firme. También es, como toda censura, amenazante.
—Pero estamos en estado de guerra —dijo Olga vehemente—. Es una guerra en todo el país.
—No en el mío.
—¿Qué quieres decir?
—Estoy hablando de una guerra privada.
—Más bien una guerrilla sentimental —interpeló Branly, que hasta entonces no había dicho palabra. —¿Es verdad? —me preguntó Olga con su acostumbrada sinceridad visible en sus ojos, reflejada en los míos.
—Es lástima que es verdad que es lástima.
—¡Ah, Hamlet! —dijo Branly—, donde la venganza hace su obra maestra.
—Sin citas —me volvió a preguntar Olga—. ¿Es verdad?
—El problema es que no sé si es verdad o es ficción. Pero sí, es una guerra.
—Sorda —dijo Branly—. Pero no muenga. No es Van Gogh, es Beethoven. Bebe tragos y antitragos en el vestíbulo, pero para curarse de su sublime obsesión tendrá que hacer cocimientos de oreja de monje, curiosamente llamado ombligo de Venus.
—Estoy metido en una guerra civil de uno solo.
—Entonces son dos: tú y Titón. Pensé que se refería a algún amante.
—Tú y éste (Titón) entonces. Éste no hace más que hacer esos dibujitos dementes. Dibujitos, dibujitos —dijo en voz cada vez más alta.
Pero Titón no se movió de su mesa. Ni siquiera levantó la cara para salvarla. No hacía más que meterse dentro de la hoja casi, dibujando. De vez en cuando levantaba la cabeza para llevarse a los labios el cigarrito que era perfecto cilindro. ¿Cómo lo hacía? Titón siempre fue muy hábil con sus manos: el piano primero, los dibujos ahora y entre tanta habilidad manual escribió un libro de poemas exquisitos que imprimió él mismo con éxtasis entonces. No hace mucho había recogido todos los ejemplares uno a uno.
—Y a mí —dijo Branly—, ¿no me consideras? Tengo muy buena puntería con mi tiraflechas. Tú apunta que yo disparo.
Branly y yo nos fuimos al balcón, a mirar la avenida y los carros que iban y venían calle abajo. De pronto, Branly me agarró por el cuello. Resistí pero no era posible resistir a seis pisos sobre el suelo. Tan súbitamente como me agarró, me soltó diciendo:
—Te estrangularía.
—¿Qué te pasa?
Branly tenía un costado irracional que se había hecho visible en el balcón.
—¿Por qué andas diciendo esas cosas de mí? —¿Qué cosas?
Todo eso de mi carencia. Lo que te contó la vieja esa de mierda.
Ah, era eso.
—No le he dicho nada a nadie. Créeme. —¿Y cómo llegó hasta mí?
—No tengo la menor idea.
—¿Y sabes lo que quiero decir? Te quedarás sin mi amistad.
—Siempre seremos amigos. Siempre.
—Siempre también quiere decir nunca.
—Tan siempre que me voy a olvidar que trataste de matarme.
—Estrangularte.
—Es lo mismo.
Es una pena que Branly esté muerto porque era de las personas más ingeniosas que he conocido. Además era generoso. No lamento algunas cosas que le dije en vida y otras cosas que dije de él. Chistes, chascarrillos, pero de haberlos oído le habrían dolido.
No debiera estar escribiendo (diciendo, contando) estas cosas, repitiendo lo que la encargada dijo, porque Roberto era mi amigo. En otra ocasión podría hacerle daño, pero nada puede hacerle daño ya a Branly porque está ahora muerto y cualquier cosa que yo diga o repita no le hará la más mínima mella.