Ella parecía bilingüe, pero su bilingüismo residía en su tono de voz. Hablaba con una voz normal, más bien apagada, pero de pronto remitía más que emitía una frase o media frase a un falsete tan agudo que parecía pertenecer a otra voz, a otra persona. Recordaba una sesión espiritista en que la médium hablaba con diferentes voces. A veces era divertido, otras veces inquietante, como si hablara con dos personas diferentes ante una sola presencia verdadera.

Si acaso Estela era una natural. Era natural. Conocí mujeres y aun muchachas que se pasaban la vida ensayando un papel que nunca llegarían a representar. La vida era una escena en tiempo de ensayos. Pero no era que fueran falsas: eran actrices sin papel que ensayaban el personaje de su vida. No conocí persona más sincera que Estela, pero su sinceridad, como todas, creaba a su alrededor un corro de hipócritas. Estela era la antiactriz, y como Estelita habría falsete en su voz pero no una sola nota falsa.

Ella era, qué duda cabe, una presencia con un cuerpo. Si ella no hubiera muerto y leyera estas páginas, de seguro que me diría, con su mejor tono despectivo: «No editorialices, querido», y la misma palabra «querido» no sería menos irónica en su voz. Pero ella, hay que decirlo, era una mujer sin máscara. Ni siquiera usaba maquillaje. No creo ni que se untara los labios con creyón. La belleza es de la juventud y ella era bella porque era muy joven. Nunca la vi envejecer y me alegro porque debió perder todo lo que la hacía deseable. Creía, antes, que el amor la hacía bella, pero era solamente una vanidad mía, mi vanidad de creer que ella estaba enamorada de mí. No estaba enamorada de nadie, ni siquiera de ella misma. Sobre todo no de ella misma.