Pero esa mañana yo pensaba en la tarde, en que ella me esperaba. «A las tres es la cita», había escrito yo una vez y ahora esa frase se hacía verdadera. Procuré llegar temprano, pero eran las tres y ella no estaba, decidí entrar al cine Atlantic que me invitaba con su aire acondicionado. A las tres y media tampoco estaba. ¿Vendría o no vendría? Cuando aseguró que lo haría, había una franca decisión en su voz. Por fin, a la tercera salida a las cuatro, ella estaba enfrente, a la sombra del edificio Woolworth. Esperándome. ¿A quién otro si no?
La existencia de las mariposas parece estar ordenada por un código de belleza. Las mariposas y las mariposas nocturnas semejan ser insectos diferentes. Dice la Encyclopcedia Britannica: «Pocos idiomas hacen siquiera distinción entre ellas». Aunque algunas especies se llaman alevillas o falenas y también polillas: mariposas nocturnas que en inglés son sólo moths. Todas las mariposas emprenden un largo viaje mágico pero inmóvil del huevo al insecto perfecto. Muchos huevos exhiben hermosas estructuras en forma de celdillas. La larva suele tener paticas como garras en el tórax, otras tantas le salen del vientre y son cortas aunque llevan ganchos en su superficie simétrica. La cabeza es una cápsula con seis ojos a cada lado y un par de antenas cortas. Es increíble que un prototipo tan horrible, que siempre recuerda a los atroces marcianos del cine, se desarrolle hasta ser un insecto perfecto que vive entre flores.
Si el clítoris es el pene más pequeño, el clielo es una breve silla de montar los gusanos cuando se acoplan. Una suerte de secreción los cementa y luego ayuda a formar el capullo. Un aspecto extraordinario de este insecto extraordinario acaba de ser descubierto por científicos japoneses. En la mariposa que lleva el sonoro nombre de Papilio Xuthus tiene el macho una linterna erótica. El insecto perfecto no usa su instrumento para alumbrarse por el camino de toda carne, sino para localizar la entrada a la genitalia femenina como ojos en la noche del sexo. Ésta es la primera vez que se ha demostrado cómo funciona este órgano íntimo, hasta ahora secreto.
Antes de llegar a su esplendor, la mariposa debe permanecer inmóvil por un tiempo hasta romper la ninfa. Algunas larvas convertidas en crisálidas usan sus mandíbulas para romper el capullo y salir volando como una extraordinaria criatura del jardín —o de la selva. Esta belleza con alas es un regalo de la naturaleza.
Pero la enorme mariposa del trópico conocida como tatagua es considerada una visita de mal agüero. La mariposa tiene, como el español, un nombre extravagante en diversos idiomas: butterfly, papillon, y en italiano, como una gloriosa criatura de la noche, farfalla.
Las mariposas se alimentan del néctar que recogen, como dice el bolero, «libando de flor en flor». Los aparentes adornos de las alas atraen o repelen a sus enemigos y son un efectivo camuflaje natural. Algunas especies de apariencia encantadora se alimentan de carroña. La más numerosa especie pertenece a la familia de las ninfas. Todas las mariposas suelen vivir vidas cortas.
Estela era pequeña. Era muy pequeña. Si hubiera sido una estrella del cine silente hubiera sido normal. Pero ella no era una estrella del cine silente y, además, no era normal. (Aunque yo, entonces, no lo creía.) Estela parecía, de veras, una niña. Aún sus ojos, capaces de crear una mirada entre perversa y perdida, eran los ojos de una niña, donde la cara se hace toda ojos. Con su cabeza grande y su cuello largo parecía una muñeca y era mona. De hecho era más bella que mona. No era una gema pero parecía genuina, con más carácter que carates. Ya sé, ya sé: se dice quilates, que rima con dislate. Pero ¿quién quiere corrección en una lengua cuando puede hablar dos? Bípedo, bífido.
La vi ahora como la vería otra vez en el futuro o en ese extraño fruto del futuro, la nostalgia. Su vestido, que no existirá ya más, le quedaba corto. Tan corto era que terminaba donde comenzaban sus muslos. Un atrevimiento, una audacia que no muchas mujeres se permitían entonces: la falda a la medida moral. Tal vez ella, por parecer una niña, se salía con la saya en todas partes: su casa, la guagua, esa esquina ahí de 12 y 23 eternamente poblada por puntos: guajiros, filipinos y cairoas que bien podían venir de Egipto a ver desfilar las momias. Arriba, la blusa o lo que debía ser la blusa le quedaba también corta pero esta vez apenas llegaba donde debía y se continuaba en dos finos tirantes que pasaban por sus hombros y su espalda hasta unirse de nuevo al vestido más abajo. Sus tetas por ser teticas se salían también con la suya de atraer y contener. Me la comí con los ojos y le dije no te muevas, porque quería detenerla aunque fuera un instante para siempre. Lo único que temía era que pasara alguien, una señora de edad media (o de clase media) y notara mi turgencia, mi urgencia. Ni siquiera podía, porque no era fotógrafo, decirle: «Mira el pajarito». Disimulos.
Decir que no llevaba ajustador o justillo, o sea sostén, que es una prenda de «ropa interior» para ceñir el pecho conformándolo, o oras, moda americana para comercializar el sostén Maidenform, recortando el brassiére francés que no es ya francés y que ahora se llama en Francia soutien-gorge (y no hay vestido que trate de cubrir un desvestido con tantos nombres), es decir que no llevaba nada para ceñir sus senos y era demasiado: Estelita estaba casi, no casi, sino desnuda debajo.
Mi primera agradable sorpresa fue sustituida por la alarma. Ése era el primer ejemplar de mujer moderna que veía. Pero no era una mujer, era apenas una muchacha, una muchachita vestida como una heroína francesa de las películas que yo tanto había celebrado.
Ella no estaba al sol sino a la sombra del edificio chato y feo. Al acercarme pude ver que toda su cara, de los pómulos a la barbilla, estaba cubierta con un breve vello que vibraba a la vista como si fuera una capa de polvo que brillara al resplandor: parecía un talco estelar, un vello de oro. Pero eran minúsculas escamas que bien podían ser el maquillaje o el mismo vello que fulgía, refulgía y le hacía la cara de un espectro rubio. Su mismo pelo se veía ahora más rubio tal vez por la vaselina.
Llevaba dos ganchitos en el pelo, más ganchos que horquillas a cada lado, que brillaban al sol como el oro. Aunque eran por supuesto de similor le daban al peinado un aspecto de diadema. Pero su cabeza era demasiado grande para su cuerpo, la frente abombada era una comba que partía de sus escasas cejas y se resolvía en el pelo rubio. El efecto debía ser casi cursi pero por alguna razón no lo era. Me acordé de la puta rubia cuya cabeza, casco de oro, le costaba la cabeza a su amante apache. Pero esa rubia fue siempre muy mujer. Estela era Estelita. O así me lo pareció entonces.
Era una mariposa recién salida de su crisálida. Me sentí exactamente como se sentiría un cazador con suerte: extendí mi mano y abrí los dedos y de pronto me creció una larga, leve red. Capú que te vi. Capú que te cogí.
Estaba ahí inolvidable. Es decir, fijada para siempre en el recuerdo en la calle z3 esquina a o, de pie no sobre el segmento del cemento de la acera, sino en la misma entrada del tencén, al que no entraba porque era domingo y la tienda estaba cerrada, avisado por un letrero tautológico que decía «Cerrado» y ni siquiera se veía el aviso que ponían a la entrada del cine Radiocentro: «Las puertas se abren a las tres». Era bueno que apenas hubiera gente en la calle, no mucha en todo caso: todos los cuerpos acogidos al sagrado en la sombra.
Era bueno esta escasa gente porque ella era una tentación con su vestido: casi un refajo de seda estampado con grandes flores coloreadas que desafiaban a la gravedad y la decencia. Aunque estaba, al revés del día que la conocí, muy maquillada (ojos con rímel y sombra, ojeras malva, colorete y creyón de labios). Comprendí que se había pintado parapintado para la guerra. Ella quería batalla pero a mí me pareció una mascaramuza. (Es que no puedo, no puedo evitarlo.)
Sus ojos pardos miraban con una intensidad adulta y todo el conjunto (mirada, inclinación de la cabeza al mirar, lo que surgía del fondo de sus ojos como una sirena que sale a flote) era una invitación al profundo viaje, yo embargado por su más rancio perfume:
—Estela eres una estela —le dije.
—Es mi nombre, ¿no?
—Hablo de tu perfume.
—Es de mi madre.
—¿Dónde dejaste a la noble señora?
—Encerrada en su cuarto.
—¿Vamos entonces?
—¿Adónde?
—Aquí al lado, a 10 y 17. Es un club que se llama el Atelier.
Al Atelier nos fuimos. El club era un night—club que para anunciar su nombre no ponía un letrero sino que desplegaba, en la acera, a la entrada, una paleta de pintor de tales dimensiones que el genio de la botella, si fuera pintor, la encontraría demasiado grande.
—Pero —exclamó ella— ¿qué cosa es esto?
—La casa que construyó Van Gogh. Dentro está la otra oreja.
—¿De veras?
—Es, nena, una hazaña postimpresionista.
—Te juro que la mayor parte del tiempo no te entiendo.
—Los genios somos siempre incomprendidos —ah, adolescencia.
—Muy molesto. ¿No crees que debiéramos entrar?
¡Coño! ¡Icono!, exclamé ante la foto tamaño natural de Peruchín, llamado el Peru con su puro en la mano que acariciaba por igual las teclas blancas y negras de su piano mestizo. Atónito me quedé frente al gran póster que proclamaba su música como «El Gran Bolero del Mundo». Podrán cerrar mis ojos ese postrer reclamo pero no mis oídos, no mis oídos. Ese mismo mar del alma de la música cantan las sirenas con voz de mujer: las D'Aida, al otro extremo de la calle 17, en esa otra parte de la ribera de la música, ellas cantarán, cantan ya y encantan y yo quien como Ulises he hecho este viraje para taparme los timpani con cera, cerote o cerumen.
La frase oscuridad al mediodía, tan traída, tan llevada, parece querer ser una metáfora del infierno, pero ahora pasando de la claridad cenital de la calle 17, sin tranvía ya pero todavía con raíles que brillaban como cromo, entro, entramos, entra ella conmigo del sol a la noche del justamente llamado night—club aún de día. No es una entrada al infierno ésta, sino a uno de los paraísos posibles: «la oscuridad más clara que el pleno día la sostenía» por el brazo. Ese verso y mi mano tibia como el pasaje del día a la niebla, la tiniebla artificial. ¿Quién quiere invocar, convocar a la noche? ¡Yo, yo!
Entre el sol cegador y la ceguera de adentro, con ese night—club más oscuro que un túnel en una mina, mis ojos se convirtieron en una cámara oscura: no veía nada, nada. Nada—nada. Dando tumbos, yo, entramos, mientras ella se deslizó desde la entrada hasta la pista de baile. ¿Veía ella en la oscuridad como un gato o había estado antes allí? Un maitre breve, un petimetre, nos condujo hasta unos asientos en los que me senté al tacto. Espesa tiniebla. No era la oscuridad de un cine al mediodía porque allí siempre aparecía, más tarde o más temprano, un destello blanco que venía de la pantalla. Ahora la oscuridad era perenne. Pero el maitre de noir no tardó en preguntarnos qué íbamos a beber. Cuba libres, ¿qué otra cosa? Era lo más expedito.
Pero ¿y esa música? Venía de algún rincón oscuro todavía más oscuro. Era un piano. Por lo menos el pianista vería las teclas blancas saliendo de las teclas negras como el mismo maitre músico. Se podía ver que era tan negro como el piano con su cola negra, que era el bicornio de un guardia civil en la noche. Charol por todas partes. Jorobado y nocturno, el pianista se aplicaba. Recordé que en la paleta ahí afuera debajo del hueco pulgar y por encima de las manchas de colores, había un nombre y una frase: «Peruchín, el mago del teclado». Ahora pasado de un bolero a otro con un pase de manos.
—Los boleros. Me matan.
Si alguien les dice por ahí afuera que bailo como un trompo, no lo crean, por favor. Ni siquiera soy trompero. Afortunadamente, ella volvió a exclamar:
—¡Me matan!
En todo caso, los boleros serían buenos para el mate. Pero no se lo dije porque eso ocurrió en otro tiempo y además no la conocía todavía. No del todo. No realmente. Mientras, Peruchín estaba tocando un bolero sin ritmo, un medley de melodías que bien podían ser boleros. El hombrín, Peruchín, parodiaba al piano. ¿Eran paráfrasis o parafraxis? No era música para bailar sino para oír. Me reí de contento. Castigat ridendo. Si yo pudiera escribir boleros, no me importaría no escribir libros. En esa oscuridad, ella me miró y dijo:
—¿De qué te ríes?
—¿Te gusta Elvis Presley?
—¿Qué cosa?
Elvis Presley.
—Ni idea.
—¿No te interesa la música?
—Nunca la oigo.
—Me recuerdas a Costello.
—¿A quién?
—A Costello, el socio de Abbot. Abbot y Costello estaban sentados a un lado de una pista de baile. Abbot le pregunta a Costello: «¿Que no te gusta el baile?». «Nah», dice Costello. «¿Qué es el baile después de todo? Una pareja a media luz, con música, abrazados.» «¿Y qué tiene eso de malo?», pregunta Abbot, y contesta Costello: «La música».
—¿Tú quieres bailar?
—Yo quiero estar contigo, abrazados a media luz, y como no te importa la música, a mí también.
Tenía menos sentido del humor que del amor. No era una púber canéfora. (¡Dios, qué oficio!) ¿Me brindaría el acanto acaso?
Pero Peruchín estaba de nuevo amenizando y me puse de pie, adiviné su mano en la oscuridad y la convidé a bailar tirando de su brazo, ya estaba ella bailando, bailamos. Si se puede llamar bailar a lo que hacíamos, ya que apenas nos movíamos: era el bolero más lento. Más que lento. Le plus que lente. Festina lente, que es la fiesta lenta. De pronto me detuve del todo. Ella lloraba. ¿O eran falsas lágrimas de glicerina? Le pregunté por qué, por quién.
—Es la música —me dijo, moviendo el anverso de su mano hasta sus ojos, a su nariz húmeda. ¿Sería alérgica a la música?
—Pensé que no te gustaba la música.
—No es la música, es esa música. No la puedo soportar. Mejor nos sentamos —y regresamos a nuestros mullidos asientos de hierro.
—¿Qué pasa?
—Nada pasa. Vámonos, por favor.
—¿Qué es lo que es?
—Nada. Eso es lo que es.
—Pero estábamos tan bien aquí... Solos los dos. —Es la música.
Peruchín tocaba todavía «Añorado encuentro».
—¿Qué pasa con la música?
—Nada pasa.
—¿No te gusta Peruchín?
—Todo lo contrario. Es que no puedo resistirlo.
—¿Peruchín?
—Peruchín, su piano, ese lugar que se ha convertido en una vitrola. ¿Nos vamos?
Fue cuando supe que no le gustaba la música. Retardado que soy.
—No vamos. Quiero decir ¿nos vamos? —¿Adónde vamos?
—Donde tú quieras pero sin música de fondo. —El Perú sigue tocando «Añorado encuentro».
Buen título para un bolero.
—Es lo que es. Un buen bolero.
En la puerta, bajo el toldo negro y oro, al lado del anuncio que decía Atelier con su paleta multicolor y el pincel dorado, con el atril que ponía «Peruchín y su piano» y la foto de Peruchín sonriendo, con un habano tal vez encendido en la mano pero sin humo y el pelo planchado tan negro como el piano. Minstrel maestro.
—¿Dónde quieres ir ahora?
—Ya me lo preguntaste hace un minuto y te dije y te digo donde tú quieras.
Estaba contento porque la llevaría a ese lugar donde no la llevé el otro día. Un lugar recluido, como cantaba Lola. Es que las mujeres son como los libros: uno siempre tiende a llevarlos a la cama. Los libros que parecen ser vírgenes están encuadernados en rústica. Hay que tener dispuesto el abrelibros. Un cortapapeles es bastante.
La luna, como ella, era de color de miel ahora al salir a la calle vertiginosa, que se dejaba llamar por un número como si fuera un billete de lotería. Calle 17, un uno y un siete: los hados como los dados. Dios jugaba al cubilete con nosotros dos. La suerte más fuerte que la muerte nos reunió. Los hados estaban echados y en su breve carrera me fueron propicios. Hay que imputarle al destino su sórdida manipulación de la esperanza.