Podría hablar de sexo. O mejor, no podría. El sexo nunca fue principal en nuestra relación. Tampoco podría hablar de amor porque nunca de veras hubo alguno. Pero podría, puedo, hablar de obsesión: ésa fue la pasión dominante en nuestra breve vida juntos. Hablé de relación más arriba pero apenas puedo usar esta palabra en el sentido que tiene en el diccionario. Cualquier diccionario.

Llegué a la conclusión de que no le interesaba el sexo, ningún sexo, a través precisamente del sexo. Tampoco le interesaba el mero amor. La frase viene dictada por la experiencia: la mía y la de ella. Era, lo creo ahora, patológicamente incapaz de ningún afecto. Era una versión femenina de Meursault. Tal vez fuera el demasiado sol que crea cortinas en la moral. Pero yo también padecía el sol entero y sufría de unas culpas que más que un complejo eran un reflejo. Pero ella era valiente, generosa y leal a lo que creía —si es que creía en algo. Antes escribí: «y leal a su persona». Pero creo ahora que ella no creía ni en ella. Su cuerpo, ese cuerpo humano, demasiado humano, se ha convertido en divino. No por adoración sino porque es ahora lo opuesto a lo que fue: intocable.

Durante el tiempo que duró su aventura y mi ventura, ella estuvo virtualmente secuestrada por mí. Pero yo no era su secuestrador sino toda la compañía que pude tener.

Ella rechazaba no tácitamente, que implica consentir, sino de pleno ser un personaje, tanto como yo me empeño ahora en hacer su personaje. Era la mujer (y yo no hablo de una mujer en tres dimensiones si no he tenido antes una suerte de intimidad con ella) más intrigante y menos dada a la intriga. Pero su franqueza la perdió para mí. Como soy yo el que escribe estas páginas (y obviamente no ella) es que trato de recobrarla. No sólo en la memoria (no he dejado de recordarla nunca) sino en mis memorias. Ella es un cuerpo divino pero también un fantasma que ronda mis recuerdos.