Estelita, vine a descubrirlo demasiado tarde para el ser y temprano para mis dioses tutelares, no tenía lo que la gente llama conciencia. Era todo subconciencia: una conciencia sumergida que rara vez salía a flote. No es que Estelita me fuera infiel. Era que le era infiel a todo menos a sí misma. Su mayor infidelidad estaba reservada al sentido común. O mejor dicho, a las conveniencias sociales, a las convenciones.
Su insolencia no era una máscara, como pasa con muchas muchachas muy jóvenes. La insolencia de Estelita era de verdad verdad.
Ella no tenía la menor noción del pecado. Era como si buscando esa palabra en el diccionario no hubiera sido posible encontrarla entre sus páginas. Pero para mí, ella era el pecado y en ese pecado llevaba ahora mi penitencia.
Una cosa era notable en Estelita: llevaba el sexo literalmente a flor de piel. La piel dulce. Con labia en su cuerpo. Grandes labios, breves labios. Su sexo no sólo estaba entre sus piernas, sino que se extendía por todo su cuerpo como una segunda piel —o como su verdadera piel, aquella que revelaba su vestido, pero la piel oculta también. Era, de veras, de lo más perturbador. Nunca toqué la carne de Estela porque siempre se interpuso su piel, su frontera.