Tengo que hacerles una confesión que Chéjov objetaría y Dostoyevski aprobaría: Estelita era virgen cuando entró en la posada y había dejado de serlo cuando salió: entrar, salir y perder lo que jamás volvería a recuperar.

Esa noche única sufrí, mientras ella dormía a mi lado, insomnio, luego somnia con terrores mágicos, miracula, fugas, nocturnos lemures, porten—tasque: como si hubiera leído El monje anoche, ella era la ambrosía, yo Ambrosio. Difícil separar el cuerpo de Estelita del alma de Estela. Era, había que verlo, una flor del trópico, esa zona franca llena de extrañas rosas con perfumes sutiles. Una tierra donde las mujeres suelen ser casi perfectas. Allá, en la isla, hay un juego eterno entre engaño y desengaño. Bella y fatal fue para la que fui a mi vez un agente vengador más que el ángel exterminador: un Frank Buck que la trajo viva de la selva del id —llena de monstruos, bestias y flores como ella. Eran todas luminosas y perfumadas y perfectamente ponzoñosas.