Sabía que no debía venir en guagua, pero ¿qué quieren? Un taxi hasta Las Playitas me hubiera costado, como se dice, un huevo y parte del otro. Pero ahí estaban bajándose por la puerta delantera, inevitables, el compositor Luzguardo Martí y su mujer Marina con dos niños, obviamente sus hijos: todos conformaban una grotesca familia por lo feos que eran. Martí tiene una cabeza de hidrocéfalo compensado que de perfil recuerda a la cabeza de Debussy. Tal vez por eso quiere ser compositor. Luzguardo, que es muy bajo, aspira a las notas altas de la música oculta o culta. Él afecta esa pronunciación de los muchachos, muchachotes en realidad, del Vedado Tennis y del Habana Yacht Club, que hablaban como guagüeros de oro, como gente baja que sabían que eran de veras alta clase. Afectaban, por ejemplo, las consonantes dobles como en dottor y decían asurdo por absurdo y parecían, si cerraba los ojos, mulatones de San Isidro y Paula, pero hablaban puro del Vedado o de Miramar: gente rica, snobs invertidos, pero ninguno, cosa curiosa, era invertido. No me quedó más remedio que saludar: me habían visto.

—Muchacho —dijo ella, tan popular de casa rica como era—. ¿Qué haces por aquí a estas horas? —Hola, Marina. ¿Es que me han reservado horas para la playa?

Luzguardo, compositor laureado de música tan seria como él, intervino:

—Marina quiere decir... —y ella lo interrumpió: —Luz, yo digo lo que quiero decir.

Luz (nunca había oído ese nombre en un hombre), sin duda iluminado, se acercó a mí y me preguntó:

—¿Qué haces por aquí? Tú no eres hombre de playas.

—La verdad, vengo a ver una beldad.

Luzguardo se acercó más a mí, del costado de mi oreja, Van Gogh que soy, su gran cabeza con bigote martiano adjunto, para susurrarme:

—Cabroncito.

Así eran los compositores de música seria, pero nada serios. Siguieron los dos, camino de la playa arrastrando a su prole. Dime, espejo, la verdad, ¿no es sin par su gran fealdad?

La carretera nueva se había convertido en el viejo camino de Santa Fe, el que yo recorría con mi hermano para ir, en la misma calle, al cine Alcázar, al Majestic, al Verdún, cantando todo el tramo que íbamos por el camino de Santa Fe. Ahora la nueva carretera era como un camino de oro a la geometría del amor... Iba yo por un camino por medio de la carretera sin prestar atención al tráfico porque, sencillamente, el camino estaba solo y vacío, la carretera tan nueva parecía recién estrenada o no estrenada todavía. Como Estelita tan nueva parecía recién estrenada o no estrenada todavía. Como Estelita.

El barrio, el reparto, el suburbio era tan nuevo que no había árboles por ninguna parte, sino unos arbustos que eran arbolitos escuálidos que querían anunciar la intención jardinera de plantar para el futuro, de aquí a veinte años: hoy una postura, mañana una alameda.

Atravesé la calle y de seguida me dirigí en busca del amor, de mi amor, tan cerca de la playa ahora, mi Stella Maris.

Miré el mar y lo vi como si lo viera por primera vez: un mar antiguo, un mar moderno. Luego surgió ella, que me pareció, primero, insoportablemente moderna, y luego tan antigua como el mar. Era la mujer, mejor la muchacha, que originó este libro. Pero no era Venus surgiendo de las ondas, porque el mar se veía chato ahora, y ella surgía como apareciendo entre bambalinas que eran las grandes puertas del edificio, más mármol que mar. Reía el mar, escribió Gorki. Imbécil.

¿Salió del mar sonriente o del sonriente mar salió?

Se parecía, lo juro, a Brigitte Bardot. Pero ese año, recuerden, todas las muchachas modernas se parecían a Brigitte Bardot. Era una cruza de Mylène Demongeot, que copiaba a Brigitte Bardot, y Françoise Arnoul, que parecía no querer parecerse a nadie. Aunque la Arnoul tenía la cabeza y los ojos negros y Estelita lo tenía todo color de miel: pelo, pupilas, piel.

Tenía las manos, mejor manitas, rosadas, lavadas. Así me gustan a mí las muchachas, con las manos limpias. Pero se comía las uñas. Una vez leí en Selecciones del Reader's Digest que las mujeres que se comían las uñas eran infelices, desgraciadas. Dejé de mirar sus manos aunque ya hacía rato que no leía Selecciones. ¿Qué tal sus brazos? Eran cortos y redondos pero no nevados, sino bronceados, de color de oro más bien. Una pelusa dorada le cubría los brazos hasta el codo. En los brazos, en los codos. Piel de melocotón se llama esa pelusa aunque no crecían melocotones en Cuba. Era mejor llamarlos de miel. En todo caso, miel eran. Miel al ojo. Miel de cara, que es la última que destila el azúcar. Miel virgen. Pero recordé que no se hizo la miel para la boca del asno. En todo caso Virgen era.

Ahora fue que vi que no tenía piernas bellas. Eran cortas y gordas hasta la rodilla y con muy poco tobillo. Aunque sus muslos, también cortos, eran agradables, no era ella Cyd Charisse. Pero ella era Estela de veras, perfumada como una dama de noche, cálida, próxima, proclive como el mar. ¡Ah, Stella Maris!

—¿Qué nombre me pones? ¿Mata Haris?

—Oh, no, Stella Maris, que quiere decir estrella del mar.

—Prefiero que me des mi nombre.

—Está bien.

—«Estrella del mar.» ¡Mira tú, si ni siquiera sé nadar!

Amar quiere decir, según el bolero, encontrar su diosa. Amar es algo sin nombre que encadena a un hombre con una mujer. Es decir, elevar lo divino a través de ella. Amar es el plan de la vida, amor esa cosa divina. Ardor aumentado: pubertad nueva, adoración de nuevo.

Sentí un pánico nuevo, una angustia. En lugar de estómago tenía un vacío, un obstinado abismo. No hay duda, me había enamorado, estaba enamorado y el amor era como una luna invisible allí donde la luna es más visible. Dios mío, ¿era esto después de todo el amor?

La besé.

—¿Por qué hiciste eso?

Porque te amo. El amor, ya sabes, da derecho aunque parezca torcido.

Parecía que iba a abofetearme y fue lo que hizo: ¡Sas! Sonó a zas con zeta.

—¿Por qué hiciste eso?

—Porque creo que te quiero y no quiero.

Se acercó a mí y, créanlo o no, me besó. Me separé de ella.

—Entonces, ¿por qué me besas?

—Porque quiero.

Me sonrió.

—Quiero y no quiero. Ése es el problema. —Pero por primera vez me callé a tiempo y, como una suerte de recompensa por mi silencio, me volvió a besar. Ella en silencio también. Sólo se oían los besos.

—Cobarde —le susurré.

—¿Cobarde? ¿Yo? ¡Ja! Déjame que me ría. —Eres cobarde.

Pero no se rió.

—Déjame decirte —dijo— que anoche te he salvado la vida.

—¿Ah, sí?

—Ah, no. Óyelo bien —era una de sus frases favoritas sacadas del espíritu de nación que ella encarnaba tan bien—. Que soy menor.

Si hay inversiones en su discurso es porque esto que están leyendo es una versión, no una diversión. Ella salió de lo vernáculo para espetarme una pregunta que era una respuesta.

—¿Quién es cobarde ahora?

Ella me miró de abajo arriba como si me mirara de arriba abajo.

—O tú eres un tonto. O te haces el tonto, que es peor. ¿No te das cuenta de que no tengo dieciséis?

Dios mío. Dieciséis años es el límite del consentimiento en las mujeres. Ella era una menor y nunca me lo había dicho hasta ahora. ¡Ella no tenía dieciséis años! Estupor, estupro. Eso quiere decir un año, ocho meses y veintiún días en la cárcel más cercana. ¿Cómo no me había enterado? ¿Cómo ella no me lo había dicho antes? ¿Cómo lo declaraba ahora y se quedaba tan tranquila? Estupro, estupor.

—No te asustes —dijo ella en la misma voz altisonante—, nadie se va a enterar.

—¿De veras? ¿Qué hacer?

—No hay que hacer nada porque nada hemos hecho.

—Eres tan adulta...

—Pero no para la policía.

¿Habría una policía del sexo?

—¿La policía?

El juez, lo que sea. Tú irás a la cárcel pero yo voy al correccional y de ahí a Aldecoa hasta que cumpla dieciséis —lo dijo como si dijera «Hasta que la muerte nos separe», pero no era, por supuesto, ni un matrimonio morganático, no le había hecho ningún regalo ni había habido consumación alguna.

—¿Por qué Aldecoa?

—La cárcel de mujeres delincuentes, de niñas extraviadas.

—¿Cómo tú sabes tanto de eso?

—Mi padre es juez.

—Juez?

—Era. Murió este año. Por eso buscaba trabajo. Busco todavía. ¿Tú sabes de alguno?

—En teoría no, pero tal vez en la práctica. —¿Qué quieres decir? ¿Por qué hablas tan raro? Contesta esta pregunta primero. Tú eres casado —no pongo la frase en interrogaciones ahora porque de alguna manera no era una pregunta.

—Casado y mal casado.

—Razón tenía mi madre.

Hizo una pausa en la que podía oír su falsete. —Que me pronosticó que me enamoraría de un hombre prieto, bajito, que fumaba tabacos y que estaba casado. ¿Tú fumas tabacos por casualidad?

—No. Solamente cigarrillos.

—Cigarros.

—Sí, cigarros, cigarrillos.

—Menos mal. Me molestaría que mi madre fuera adivina, además. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Cómo que qué vamos a hacer? Lo que estamos haciendo, ¿no? Siempre podernos tener un pasado. Juntos, los dos, que nos juraremos amor hasta la muerte o el olvido. Lo que venga primero.

El amor es como si te pusieran algo que te quitaran y nunca estuvo allí.

—Háblame de ti.

—Hmm.

—Quiero saberlo todo.

—Hmm.

—De ti.

—Hmm.

—¿Qué significa?

—¿Qué cosa?

—Ese hmm.

—Ah, eso.

—Sí, eso.

—Significa hmm. O séase, que no quiero hablar de mí. ¿Está bien?

—No se dice o séase, se dice o sea.

—¿O sea?

—Pensándolo bien, es mejor tu o séase que mi o sea, que parece una invocación al mar en inglés. Oh sea!

—No entiendo. Te juro que no te entiendo. Se te ocurren las más extrañas ocasiones y las más raras conversaciones.

—Universo.

—¿Qué universo?

—Un verso. Estás hablando en verso.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Sigues rimando. No se debe rimar cuando se habla en prosa.

—¿Hablo yo en prosa?

—Lo has estado haciendo toda tu vida.

—¿Quién dice?

—Moliére.

—En la vida. No lo he conocido nunca en la vida. ¿Quién es?

—Un teatrista amigo mío.

—Tú y tus amigos.

La luz creaba ahora una aureola, un efecto deslumbrante en su cara.

La muchacha de oro, the golden girl, es un mito de Occidente: Helena la de la manzana, Isolda, las Venus de Tiziano, que vuelven con Marilyn Monroe, «Los átomos fatales repetirán la urgente Afrodita de oro», dijo el Argentino, y yo, aquí, frente a ella, tenía a la rubita, a mi versión de la rubia de oro. Mi ánima versión.