Conclusiones
Conclusiones
ESTE ESTUDIO SE HA propuesto poner de relieve la necesidad de releer la historia del PCE durante la guerra civil prescindiendo de los prejuicios, estereotipos e interpretaciones sesgadas que fueron introducidos en la segunda mitad del siglo pasado como pretextos de una batalla ideológica y geoestratégica. Un enfoque que hasta ahora ha tenido un enorme peso en la historiografía, basado en la literatura memorialística de posguerra y en las interpretaciones subjetivas de los protagonistas de los hechos, laceradas por la derrota y el interminable exilio.
No hay ninguna justificación para que los investigadores del siglo XXI permanezcan prisioneros del esquema interpretativo que ha atenazado durante décadas cualquier tentativa de interpretación del papel desempeñado por el Partido Comunista de España durante el crucial periodo de la guerra civil. La evidencia documental relevante, accesible hoy en día a cualquiera que acuda a los archivos españoles y extranjeros, permite profundizar, a partir de fuentes directas, en el análisis de una realidad mucho más compleja que la que sugirieron las simplificaciones maniqueas de la Guerra Fría.
Las fuentes en que se basa este trabajo permiten realizar una nueva lectura acerca de algunas ideas que hasta ahora han operado como lugares comunes en la historia del comunismo español.
El PCE fue una fuerza política que ocupó un lugar periférico y marginal en el sistema de partidos mientras mantuvo un discurso esencialista, radical y sectario. En las condiciones de legalidad otorgadas por la República, apenas incrementó sus filas durante el periodo en que siguió al pie de la letra la ortodoxa línea cominterniana del tercer periodo, consistente en ataques al «socialfascismo» esterilizadores de cualquier posibilidad de entente con otras organizaciones proletarias. La dimisión de la responsabilidad por los hechos de octubre de 1934 por parte de la izquierda socialista, las eficaces campañas de solidaridad —interiores y exteriores— con los represaliados de Asturias, y el giro estratégico adoptado por el VII Congreso de la IC en 1935, facultaron una mayor visibilidad del PCE y su posicionamiento en el origen de la ola unitaria que culminó en el pacto del Frente Popular y la subsiguiente victoria en las elecciones de febrero de 1936.
Al enarbolar la bandera del antifascismo, el PCE fue capaz de asentarse en un espacio político y social nutrido de las tradiciones del ideario republicano de izquierdas de entre siglos, cuyos ingredientes fundamentales eran los conceptos de justicia y reforma sociales, progreso, libertades, laicismo, e instrucción popular. Un espacio semivacante por efecto del desplazamiento del discurso ideológico de las organizaciones veteranas del movimiento obrero (socialistas de izquierda y CNT) hacia la exaltación de la revolución social, y por la ingénita debilidad organizativa de los partidos republicanos burgueses. El frentepopulismo sustituyó el objetivo revolucionario de clase por un proyecto interclasista para la defensa de la democracia burguesa, cuya revolución consideraba inconclusa y cuya existencia estimaba amenazada por el ascenso rampante del fascismo, con grave riesgo para todos. Para congregar al pueblo tras esta bandera, el PCE revitalizó el repertorio ideológico de la vieja cultura radical, dotándola de nuevos contenidos y referentes, como el de la modernidad asociada a la imagen de la joven Unión Soviética, e imágenes adoptadas del panorama iconográfico bolchevique, difundidas mediante novedosas técnicas de agitación y propaganda.
A medida que la guerra se prolongó y se hicieron más evidentes los intereses extranjeros implicados en su resolución, el PCE imprimió a su propaganda un tono patriótico que eclipsó las referencias revolucionarias, incluso aquellas que hacían referencia a términos de la inconclusa revolución burguesa. Fue la impregnación definitiva del discurso comunista español por el ideario patriótico, cuajado de mitos y referencias pertenecientes a la cultura política del progresismo liberal decimonónico, que alumbró el republicanismo popular de entre siglos. La clave del éxito del PCE fue conjugar la defensa de este ideario de izquierdas de amplio espectro, en el que podían reconocerse amplias capas del pueblo republicano, con la capacidad organizativa propia de un partido de masas y la explotación de los instrumentos adecuados para una movilización intensiva en el contexto de una guerra total.
Merced a este giro, el PCE pasó a ocupar progresivamente un lugar de centralidad en la política del momento. Tuvo la habilidad de desplegar en torno suyo un conglomerado de organizaciones (la «galaxia PCE»: Socorro Rojo, Amigos de la Unión Soviética, Mujeres Antifascistas) que ampliaron la base del frentepopulismo y extendieron su mensaje a otros sectores de la izquierda no necesariamente vinculados orgánicamente con el partido. El principal logro de estos frentes de masas fue el de alimentar la percepción del PCE como un partido-providencia, capaz de suministrar estímulo moral y ayuda material tanto a los combatientes como a la retaguardia, estableciendo entre ellos un vínculo de apoyo mutuo que dotaba plenamente de sentido a la lucha global contra la reacción y el fascismo.
El PCE fue una organización cuyas dimensiones fueron magnificadas interesadamente por la propia propaganda, pero también por sus adversarios, que pretendieron justificar sus errores por la supuesta aplastante superioridad de los comunistas. Fue un partido cuya militancia creció de forma acelerada —durante la primera mitad de la guerra—, pero que, en un plazo tan breve, nunca pudo dar el salto cualitativo de convertir la cantidad en calidad, es decir, de controlar y encuadrar con eficacia a todos los que solicitaron su carnet, y de transformar a una masa de simpatizantes y afiliados en un organizado contingente de activistas.
Las exageraciones propias y ajenas dotaron al PCE de una entidad mucho mayor de la que en realidad tuvo. La extensión de su organización fue bastante irregular, no logrando cuajar estructuras sólidas más allá de las grandes áreas urbanas, como Madrid, Valencia o Cataluña —en el caso del PSUC—, y algunos de sus territorios limítrofes. Es cierto que en el interior de algunos resortes del Estado (ejército, fuerzas de seguridad) ocupó inicialmente posiciones influyentes, pero no logró mantenerlas todo el tiempo —y mucho menos, incrementarlas hasta obtener una presunta hegemonía—, disfrutando de una suerte de poder difuso, basado en el control de distintas piezas del mecanismo estatal, pero entre las que faltó una trabazón sólida y eficaz. Frente a la tesis tradicional que la dibujó como el efecto de una máquina todopoderosa, capaz de ejercer presiones insostenibles para sus adversarios y provocar a voluntad caídas y desgracias políticas, la actuación del PCE resultó limitada, e incluso impedida, cuando las autoridades o el conjunto de las fuerzas rivales pudieron oponerle una acción decidida o concertada. Es posible asegurar, incluso, que el éxito de la propaganda del PCE tuvo efectos contraproducentes para el propio partido, pues al amplificar su presencia pública mucho más allá del límite efectivo del poder que estaba en condiciones de ejercer, le llevó a ser percibido como un aparato amenazador dotado de una influencia avasalladora.
El PCE no fue un competidor del PSOE o de la CNT por la absorción de clientela con el carnet de ambas organizaciones. Las reiteradas acusaciones de «proselitismo» en predios ajenos efectuadas contra los comunistas decaen a la luz de los datos de reclutamiento. El activo del PCE se nutrió fundamentalmente de gente sin experiencia previa, de las cohortes más jóvenes de la población, numerosas en la sociedad española de la década de 1930 e impelidas a la acción política debido al contexto de radicalización de la época; y entre ellas, a medida que avanzó la guerra, de mujeres que vislumbraron en el compromiso partidario una puerta de acceso a la modernidad.
Respecto a los socialistas, la praxis de la agitación, la propaganda y la captación de nuevos miembros por parte del PCE se mostró muy eficaz en un contexto en el que primaba la urgencia de la movilización, y en el que los tiempos políticos estaban marcados por la emergente respuesta inmediata a las necesidades bélicas. La vieja estrategia socialista de la persuasión paciente y de la consecución del apoyo diferido para cuando llegase «el gran día» —o, más modestamente, las próximas elecciones—, unida a una vanidad organizativa propia de la aristocracia obrera, puntillosa respecto a la calidad requerida a los aspirantes a integrar sus filas, se revelaron obsoletas en tiempos que exigían resolución y respuesta urgente.
El PCE ganó por la mano a los socialistas merced a su disciplina interna, su unidad de criterio, el prestigio de la invocación al sostén de la URSS al esfuerzo de guerra republicano —en agudo contraste con la retracción de la socialdemocracia europea y sus organizaciones— y, por supuesto, también a su capacidad para ofrecer a los neófitos puestos de relevancia en aquellos aparatos de la administración o del ejército donde ejercían influencia. Ofertas de promoción y palanca para la obtención de relevancia pública fueron recursos constantes de la dinámica de relación, propia de los vasos comunicantes, entre ambas corrientes de la izquierda a lo largo de la historia reciente. Al fin y a la postre, lo que le hizo el PCE al PSOE durante la guerra civil fue algo parecido a lo que el PSOE le hizo al PCE durante la década de los años ochenta del siglo XX. Nihil novum sub sole. Pero, en cualquier caso, el mayor éxito del PCE fue la captación del flujo afluente de la juventud a través de la fagocitosis de la dirección de la JSU. Esta, y no la absorción del partido adulto, habría sido, de culminar la guerra de otra forma, la principal amenaza para el relevo generacional en las filas del Partido Socialista.
Respecto a los anarquistas, que pretendieron materializar de forma inmediata la revolución desde una perspectiva micro (transformaciones radicales de la economía, la sociedad y las relaciones de producción a escala local), los comunistas opusieron el enfoque macro, su lectura de la guerra como una lucha agónica total, para lo que propusieron la articulación de los recursos e instrumentos necesarios para afrontarla. Pero, más allá de las visiones enfrentadas acerca de la naturaleza de la guerra (revolucionaria o primordialmente antifascista), de la prioridad al impulso de la revolución igualitaria en el marco de una confederación de comunas locales o de la centralización estatal en pos de la maximización del esfuerzo de guerra, entre la CNT y el PCE se dio la más aguda disputa por el liderazgo del movimiento obrero durante la República en guerra. Los anarquistas, que habían ejercido una hegemonía indiscutida en amplios sectores y extensas áreas territoriales durante los primeros tiempos de la contienda, se vieron enfrentados a la necesidad de pasar de una cultura antipolítica y eminentemente resistencialista a desarrollar un programa de gestión del poder.
En este trance se vieron acometidos por la expansión de la influencia comunista, que les disputó el espacio retórico de la revolución frente al reformismo —tradicional banderín de enganche del anarcosindicalismo en los años previos—, al tiempo que logró incorporar a su base social a un amplio espectro de clases trabajadoras englobadas en la categoría de «pueblo laborioso», que no se encontraban cómodas en el campo de las experiencias revolucionarias de los libertarios y que, hasta entonces, habían integrado buena parte del pósito de reclutamiento del viejo partido socialista. La pugna por el control de las clientelas y el liderazgo del proceso desencadenado por la guerra se convirtió para los anarquistas, a partir de mayo de 1937, en una lucha por la supervivencia organizativa ante la evidencia de la reconstitución, bajo la pretendida hegemonía comunista, de los dos leviatanes —Estado y Ejército— contra los que tanto había combatido el movimiento libertario, mientras entonaban en todos los tonos posibles su frustración por la revolución traicionada y perdida.
Frente a lo sostenido reiteradamente por las interpretaciones tradicionales, el PCE albergó en su interior una representación a escala del pueblo laborioso antifascista, con un predominio de los asalariados y una reproducción, ponderada al alza en lo relativo a los trabajadores manuales (campesinos y obreros industriales), de la estructura laboral de la sociedad española de su época. Fruto del crecimiento desordenado, en el PCE convivieron adherentes con escasa formación junto con activistas formados en culturas políticas distintas y contextos diversos. El diferente entusiasmo militante de unos u otros no anuló del todo posibles contradicciones coyunturales con la línea oficial del partido. Aquellos (funcionarios y militares) que se aproximaron al partido como refugio o plataforma de promoción, manifestaron, como era de esperar, una entrega tibia y una fidelidad declinante al compás del avance de la perspectiva de la derrota. Por otro lado, la dirección tuvo que contener los impulsos de algunos de sus sectores radicalizados, aquellos llegados al compromiso militante por el poderoso influjo del mito soviético, entre quienes destacaron los combatientes de primera línea. De ello resultó un equilibrio complejo de sostener entre las dos corrientes que alentaron en el seno del PC durante todo este periodo, la pragmática y la radical. El partido se vio abocado a gestionar las tensiones derivadas de, simultáneamente, sostener al gobierno, disputarse el espacio de la izquierda con otras fuerzas concurrentes y contener —al tiempo de no desalentar, porque era necesario para galvanizar el espíritu de resistencia— el aliento revolucionario de sus militantes.
El PCE fue un partido que formaba parte de una estructura internacional indisociablemente ligada a la defensa de la URSS y sus intereses pero, al mismo tiempo, tuvo que enfrentarse a una situación extremadamente dinámica como fue la guerra civil, ante la que urgía dar respuestas que obedecían a condiciones nacionales. La necesidad de reaccionar ante situaciones cambiantes situó al partido en determinadas circunstancias ante un tempo político y una táctica que podían no resultar coincidentes con los que convenían a la estrategia soviética. Tal ocurrió con la entrada en el gobierno encabezado por Largo Caballero, en septiembre de 1936, y con la participación en su caída, en mayo de 1937; con las reticencias ante la directriz de impulsar la celebración de elecciones en el otoño de 1937, y la resistencia a la de abandonar el gobierno antes de la crisis de abril de 1938, que culminó con la salida de Prieto. En todos estos casos se incumplió, o se fue más allá, del alcance previsto originalmente por Moscú.
En esta tarea de guiar la línea del PCE y ajustarla a la sintonía modulada por la batuta soviética se emplearon los tutores designados al efecto por la Comintern, con diversa suerte. Unos, como Vitorio Codovilla («Luis»), apenas fueron capaces de ajustar su estilo de dirección, marcado por el más tosco sectarismo, la pertinaz resistencia al reconocimiento de los propios errores y la tendencia al desbordamiento de posiciones, a la nueva estrategia elaborada por el VII Congreso de la IC. Los efectos se apreciaron reiteradamente en el triunfalismo infundado de los análisis referentes a los primeros compases de la guerra, el uso instrumental del concepto de Frente Popular y la desaforada lectura del panorama abierto tras la salida del gobierno de Caballero. Estos inconvenientes, muy peligrosos en las dinámicas condiciones de la guerra civil, se intentaron corregir por parte de la IC mediante el envío en misión de nuevos delegados. El primero de ellos, el búlgaro Stoian Minev («Stepanov» o «Moreno»), imbuido de la ortodoxia que en Moscú estaba sirviendo de carburante para alimentar la monstruosa maquinaria de las purgas, reincidió en buena parte en los errores de Codovilla. Su apuesta por el principio de que nunca se era demasiado radical a ojos de Stalin le condujo a desbordar ampliamente los objetivos planteados en la crisis de gobierno de mayo de 1937, y al planteamiento de metas maximalistas. Ello hizo necesario el envío de una especie de tutor de tutores, el italiano Palmiro Togliatti («Ercoli» o «Alfredo»), no menos estalinista que los anteriores, pero sostenedor de una visión mucho más pragmática y coherente, tanto con la estrategia frentepopulista de la Comintern como con las orientaciones de la diplomacia del Kremlin.
«Stepanov» y «Alfredo» encarnaron las dos corrientes coexistentes en el seno de la dirección del PCE: el primero, antiguo profesor de la Escuela Leninista de Moscú, recibió el apoyo de la mayor parte del núcleo dirigente, en particular de Dolores Ibárruri, que no pocas veces se hizo portavoz de sus directrices. Togliatti, sin embargo, a pesar de no contar con la simpatía de importantes figuras del Buró Político español (en particular, fue franca su enemistad con Jesús Hernández y padeció la animadversión de gran parte de los mandos militares, como José del Barrio), supo imponer su orientación de manera interpuesta mediante su influencia sobre el secretario general, José Díaz, y de forma directa sobre el máximo responsable de la cantera juvenil, Santiago Carrillo. En cualquier caso, los roces entre ambas corrientes se manifestaron siempre en el plano de las discusiones internas acerca de los problemas tácticos planteados por la evolución de la situación política derivada de la guerra, y apenas se traslucieron hacia el exterior hasta los últimos compases de la contienda. Habría que esperar a la derrota para que los desgarros ocasionados por sus consecuencias abrieran grietas en la hasta entonces monolítica dirección comunista española.
El apoyo político y logístico de la Unión Soviética, con la llegada de armas y voluntarios reclutados por la Comintern en los decisivos momentos de la batalla de Madrid, fue usufructuado por el PCE, que se benefició de la oleada de simpatía generada por ello en la sociedad republicana. En contrapartida, el partido se implicó en las campañas contra el trotskismo y su organización de supuestos agentes en España, el POUM. La cruzada antitrotskista, que hasta la guerra no había pasado de ser una querella familiar en el seno del comunismo español, se insertó virulentamente en la política republicana como resultado de un factor exógeno, la lucha de tendencias en el interior del PC de la URSS proyectada a todo el movimiento comunista internacional. Más allá de lo absurdo de la mayoría de las imputaciones vertidas sobre el POUM, la percepción de los comunistas españoles sobre el trotskismo prescindió del inextricable debate teórico para explicarse a la luz de los dogmas impuestos por Moscú y de la experiencia vivencial de los dirigentes nativos. El trato en tiempos pasados con gentes como Jacques Doriot, cuya deriva hacia el fascismo parecía convalidar a ojos de los convencidos de antemano los asertos estalinianos sobre las taimadas intenciones de Trotsky y sus secuaces, se unió a la lectura de la actualidad en la que confluían los desbordamientos en la retaguardia con las ofensivas enemigas en el frente. El secretario de la CNT lo advirtió en su momento. Semejante magma no tenía ninguna dificultad en consolidarse como el sustrato explicativo sobre el que floreciese una teoría de la conspiración.
Como instrumento amplificador, el PCE consiguió algunos de los objetivos que se le prescribieron: logró explotar con eficacia el fracaso de la insurrección de retaguardia de Barcelona en mayo de 1937 y endosar su responsabilidad prácticamente en exclusiva al POUM, en pos de su ilegalización y de la persecución de sus líderes y militantes. Pero fracasó en otros, y de manera particular en la conversión del sumario contra la cúpula del POUM en un juicio simbólico contra el trotskismo en España, a semejanza de los procesos impulsados en la URSS por Yezhov y Vichinski: a pesar de ciertas interpretaciones sesgadas, en 1938 Barcelona no fue Moscú.
El PCE fue, por último, un partido con vocación de poder —lógicamente—, pero que, al tiempo, hubo de retraerse de acometer su conquista por el imperativo de las consignas de Moscú, apostando en cambio por el mantenimiento del pluralismo frentepopulista. El PCE tuvo que hacer equilibrios complejos: consciente de que, a partir de un momento determinado, fue la fuerza fundamental para el sostenimiento del gobierno de Juan Negrín, compartió con él, y en su estela, la política de resistencia y la animadversión creciente que llevaron a su caída en marzo de 1939. No hubo un plan coherente del PCE para la toma del poder, porque este objetivo nunca se planteó en firme. La influencia comunista, muy importante en algunos momentos, pero variable en el tiempo, territorialmente inconexa y nunca hegemónica, se ejerció siempre en concurrencia con otras fuerzas políticas y sindicales que nunca fueron tan débiles como para dejarse absorber o aplastar por ella.
El PCE fue, no cabe duda, una de las columnas maestras de la movilización de masas para afrontar el esfuerzo bélico en la era de la guerra total. Se erigió en un puntal básico del sostenimiento del esfuerzo de guerra republicano, contribuyendo a hacer posible lo que ninguna otra nación europea había llevado a cabo con anterioridad: resistir con las armas la imposición del yugo fascista. Mantuvo la lealtad hasta el final al gobierno Negrín, que se propuso llevar a término la contienda salvaguardando la dignidad nacional y las vidas de los combatientes comprometidos. Pero el deterioro de la situación bélica, la endeblez política de una militancia que, habiendo llegado en forma de aluvión, se escurrió en caudales crecientes al compás de los reveses militares, y la identificación de su línea de actuación como la de un partido interesado en la prolongación de la guerra y, por tanto, del sufrimiento a beneficio de los intereses de una potencia extranjera, acabaron convirtiendo al PCE en un gigante varado, que acabó desintegrándose por la acción combinada de fuerzas externas y de una acelerada descomposición interior.
Aun con todo ello, el PCE dejó un legado a las generaciones de militantes clandestinos, que, penosa y arriesgadamente, lograron articular unas estructuras de oposición interior a la dictadura franquista, mil veces golpeadas y otras tantas reconstruidas. Un legado consistente en un imaginario épico forjado en los hitos del combate contra el fascismo (Madrid, Guadalajara, Brunete, el Ebro…), capaz de alimentar la esperanza en la reconquista de la libertad. Imaginario y esperanza que, durante décadas, quedaron simbolizados en el indicativo —los primeros compases del Himno de Riego— de la principal plataforma propagandística contra el franquismo, significativamente bautizada como Radio España Independiente.