7. «Tacto de codos»: los enfrentamientos por el control y la defensa del espacio político durante la «primavera caliente» de 1937

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«Tacto de codos»: los enfrentamientos por el control y la defensa del espacio político durante la «primavera caliente» de 1937

COMO SE SEÑALÓ ANTERIORMENTE, el desmoronamiento del Estado republicano y la pugna de los poderes locales y de organizaciones políticas y sindicales por ocupar un lugar de influencia marcó todo el periodo inicial de la guerra civil. Togliatti definió más tarde el comportamiento de cada fuerza en aquella situación como un ejercicio de «tacto de codos»[1], concepto con el que quiso referirse tanto a la habilidad para abrirse espacio como al empleo de la fuerza para conservar el adquirido.

Hubo una modalidad de violencia que agitó la retaguardia republicana prácticamente durante casi todo el primer año de guerra. Fue la que enfrentó entre sí a las organizaciones políticas y sindicales del arco antifascista. La literatura posterior apenas ha hecho referencia a los episodios que jalonaron aquella «primavera caliente» de 1937, desplazando todo el foco de atención a los enfrentamientos de Barcelona en el mes de mayo. Anarquistas y poumistas lograron imponer una lectura de los acontecimientos en clave de confrontación entre los custodios del proceso revolucionario (ellos mismos) y los advenedizos comunistas, cuyo carácter contrarrevolucionario encontró la ocasión para mermar la influencia del anarcosindicalismo y liquidar la supuesta amenaza trotskista en el fracaso del movimiento desencadenado a raíz de la reacción a la toma de la Telefónica barcelonesa[2].

Se ha acrisolado el feliz hallazgo terminológico de «la guerra civil dentro de la guerra civil» para caracterizar a este episodio, y Beevor no tiene ninguna duda en arrancar su descripción de los hechos de mayo en los días 24 y 25 de abril de 1937, con los atentados —frustrado el primero, consumado el segundo— contra Eusebio Rodríguez Salas (consejero de Orden Público de la Generalitat) y Roldán Cortada, destacados miembros del PSUC[3]. Peirats, por su parte, en su prolijo estudio sobre la CNT pasa de puntillas por los acontecimientos anteriores a mayo, interpretando pro domo sua alguno de los pocos hechos que tiene a bien citar, como los de La Fatarella[4].

Los hechos de mayo no constituyeron una reacción episódica en la que se jugó a una carta el destino de la revolución y la guerra. Es preciso ponerlos en relación con todo un rosario de incidentes que tuvieron lugar a lo largo y ancho de todo el territorio leal durante el primer semestre de la guerra. Las tensiones que motivaron estos enfrentamientos obedecieron a tres causas: las disputas por el control del orden en la retaguardia, la pugna por el dominio a escala local —en la que cobró enorme importancia la resistencia a la imposición del modelo colectivista de propiedad de la tierra— y las luchas por la hegemonía a todos los niveles. A ello hay que añadir que en los primeros y confusos días de la guerra y la revolución se saldaron viejas cuentas acumuladas durante los conflictos de los meses —e incluso años— anteriores[5].

VIEJOS DESCONCHONES EN LA MAL SOLDADA UNIDAD ANTIFASCISTA

El 14 de octubre, el cónsul soviético en Barcelona, Antonov-Ovseenko, informó a Krestinski, responsable del NKID, que el Comité Central del PSUC recibía a diario multitud de denuncias sobre los excesos de los anarquistas, que habían derivado en choques armados. Citó casos como el de un pueblo de Huesca, cercano a Barbastro, donde veinticinco miembros de la UGT fueron asesinados por los anarquistas «en un ataque por sorpresa provocado por razones desconocidas». O el de los trabajadores de una fábrica textil de Molins de Rei, que dejaron de trabajar como protesta contra unos despidos arbitrarios y enviaron a Barcelona a una numerosa delegación para transmitir sus quejas. A pesar de que los libertarios sacaron del tren a una parte de esta delegación, cincuenta trabajadores consiguieron llegar y enviar sus quejas al gobierno central, pero ahora temían regresar, recelando una venganza anarquista[6].

En Pueblo Nuevo, cerca de Barcelona —siguió relatando el cónsul—, los anarquistas situaron a un hombre armado a las puertas de cada una de las tiendas de alimentación «y si no se tiene un cupón de alimentos de la CNT no se puede comprar nada. Toda la población de ese pequeño pueblo está muy excitada». Este almacén debía ser uno de los trece pertenecientes a los comités de abastos que, bajo control de la CNT, eran responsables efectivos de la distribución de productos alimenticios en Barcelona. La pugna entre estos comités y la Consejería de Abastos de la Generalitat, presidida por Joan Comorera, secretario general del PSUC, no tardó en estallar. Que se empleara el abastecimiento como una palanca de influencia política no era una exageración de Antonov-Ovseenko: en el caldeado ambiente de comienzos del año siguiente, la prensa de Barcelona publicó reiteradamente noticias acerca del descontento provocado por prácticas abusivas y enfrentamientos motivados por disposiciones inmediatamente contestadas. El PSUC movilizó a sus bases, especialmente femeninas: entre el 27 de diciembre de 1936 y el 25 de febrero de 1937 La Vanguardia dio cuenta de una sucesión de manifestaciones de mujeres opuestas a los comités y demandantes de una acción gubernamental decidida[7]. La de febrero, por ejemplo, tuvo lugar a consecuencia de los incidentes ocurridos en algunas tahonas de la Barceloneta. Alrededor de las cuatro y media de la tarde se formó un cortejo de mujeres que se dirigió a la Plaza de la República con objeto de hacer pública su protesta ante el Ejecutivo de la Generalitat. La manifestación exhibía una pancarta en la que se leía: «No queremos Comités. Queremos un solo Gobierno». Una delegación de las manifestantes logró entrevistarse con el subsecretario de la Presidencia, Martín Rouret, al que trasladaron sus quejas por el hecho «de que se les obligara, en determinados hornos, a firmar un documento de naturaleza política». En relación con este hecho fue denunciado un panadero de la calle de la Maquinista, quien a todos los que iban a comprar pan les pedía que le firmasen un documento en el que se exigía la dimisión de determinado consejero de la Generalitat —Comorera, de Abastos—. A los que firmaban dicho documento les vendía dos panes, y a los que no querían firmarlo solo les vendía uno[8]. El asunto se saldó —no sin el rechazo de la CNT— con la imposición del racionamiento de pan en toda Cataluña (250 gramos por persona y día) el 27 de febrero de 1937.

Las disputas violentas proliferaron entre los miembros de los sindicatos. Parte de ellas hundían sus raíces en conflictos pasados. Uno de los casos más destacados fue el asesinato del presidente de la Federación de Entidades Obreras (UGT) del puerto de Barcelona, Desiderio Trillas Mainé, tiroteado el 31 de julio cuando circulaba en un vehículo por la capital catalana junto con otros tres compañeros del sindicato, de los cuales resultaron también muertos Manuel Catés y Miguel Nerón. Todos ellos eran también militantes del PSUC.

En su monumental trilogía sobre la CNT en la revolución española, José Peirats relacionó la muerte de Desiderio Trillas con la marea de ajusticiamientos que tuvieron lugar durante los primeros días a consecuencia de arreglos de cuentas a costa de los conflictos sociales acaecidos en los años anteriores. Peirats citó algunos casos, como los de la liquidación de los antiguos pistoleros del Sindicato Libre, Ramón Sales e Inocencio Faced[9]. En este contexto incluye, asimismo, la muerte de Trillas, del que no dudó en afirmar que «fue durante años el cacique de la contrata de la mano de obra portuaria, animador de favoritismos y de disidencias, de despidos y del pacto del hambre impuesto a muchas familias». Sin embargo, el asesinato de Trillas parece obedecer más a otra tipología, la de la competencia intersindical que había teñido de violencia las relaciones entre las organizaciones del movimiento obrero desde la dictadura de Primo de Rivera y los primeros tiempos de la República. El perfil biográfico de Desiderio Trillas no se correspondía precisamente con el de un sicario de Martínez Anido: entre 1921 y 1926 fue detenido y procesado en cuatro ocasiones por terrorismo, tenencia de explosivos, sedición, propaganda ilegal y presidir ilegalmente comités de huelga del ramo de transportes. En 1927 abandonó el sindicalismo revolucionario e ingresó en la UGT, siendo elegido vocal obrero del Comité paritario del puerto de Barcelona. Al constituirse la República fue convocado a declarar ante la comisión parlamentaria de responsabilidades acerca del origen del pistolerismo. Durante el primer bienio colaboró con la UGT y el PSOE mediante la participación en diversos actos, siendo designado en diciembre de 1933 candidato al Ayuntamiento de Barcelona en las elecciones municipales, en una candidatura conjunta de los socialistas con el Bloque Obrero y Campesino (BOC) de Joaquín Maurín[10]. A comienzos de 1934, los anarcosindicalistas desencadenaron una larga huelga que fue aplastada por el gobierno y Esquerra, y durante la que entraron en colisión con el Sindicato de Transporte de la UGT, presidido por Trillas. Los rescoldos se reavivaron cuando en julio de 1936, con el pretexto de vengarse de los esquiroles, la CNT mató a más de ochenta hombres, miembros del sindicato socialista[11]. También se vieron afectados los socialistas, que en febrero del año siguiente perdieron en Valencia a Florentino Prieto, antiguo luchador asturiano de octubre del 34, «a manos de quienes incapaces de ser héroes en el frente, lo son, a su manera, en la retaguardia»[12].

El sepelio de Trillas y sus compañeros se convirtió en una impresionante manifestación, en la que, según Marty, participaron cincuenta mil personas, dando lugar a que la CNT se viera obligada a transmitir por radio que ellos no tenían nada que ver con los asesinos. Aunque se intentara rebajar unos cuantos grados la tensión con los grupos anarquistas, los hechos trascendieron al exterior. En un informe leído ante la Comintern el 19 de septiembre, Thorez aludió a la situación en Barcelona en estos términos: «Los anarquistas se han apoderado de casi todas las armas en Cataluña y las guardan… contra las otras fracciones de la clase obrera. Desde el comienzo de la insurrección ellos han asesinado a varios de nuestros militantes comunistas y sindicalistas, y llevan a cabo bestialidades en nombre de un pretendido comunismo libertario»[13]. Marty refirió otros incidentes en los que los anarquistas llegaron a arrestar al comisario político del Quinto Regimiento, «que se salvó de la muerte solo por la llegada de nuestra unidad militar» y a uno de los comandantes de la misma unidad, «reteniéndolo durante media hora para mostrarlo a sus pistoleros»[14]. Igualmente, el proceso de colectivización de la industria y los servicios suscitó roces. Como ha señalado Casanova, hubo serios enfrentamientos entre los sectores manuales, donde predominaba el anarcosindicalismo, y los grupos de trabajadores de las oficinas afiliados a UGT y al CADCI[15]. La atmósfera estaba tan cargada que incluso había quien se extrañaba de que no estallase un movimiento de respuesta. En una entrevista mantenida con el escritor Ilya Ehrenburg el 18 de septiembre, el presidente Companys reprochó al PSUC que «no estuviera respondiendo al terror de los anarquistas con la misma moneda»[16].

No tardó mucho tiempo en abonarse esta cuenta pendiente. Los incidentes más graves tuvieron como escenario Valencia, y como motivo los enfrentamientos entre unidades anarquistas —la Columna de Hierro— y dotaciones locales de la policía y fuerzas del PC. La actuación de la polémica Columna de Hierro, integrada por los sectores más radicales del anarquismo levantino[17], fue objeto de controversia, particularmente por la incorporación a sus filas de una gran parte de los presos comunes del penal de San Miguel de los Reyes, puestos en libertad en aplicación del principio de que había que «acabar con el régimen burgués, y que aquella gente que había allí eran víctimas de la Sociedad [sic] y que había que ofrecerles una oportunidad»[18].

Uno de sus integrantes, Tiburcio Ariza González, delegado de centuria apareció muerto en Valencia a finales de octubre. Las versiones difieren: los anarquistas atribuyeron el asesinato, a tiros, a agentes de la Guardia Popular Antifascista (GPA). Jesús Hernández, por su parte, adujo que había perecido «colgado por el pueblo en un pino del Saler»[19]. Su sepelio, el 30 de octubre, se convirtió en una manifestación a la que decidieron acudir, bajando desde sus posiciones en el frente de Teruel, integrantes de la propia Columna de Hierro, de la Torres-Benedito y de la CNT 13, con el pretexto de «asistir al entierro del camarada caído» y la intención confesa de «exigir responsabilidades a los autores de su muerte». Las autoridades valencianas y el PCE recelaron de inmediato sobre la posibilidad de un asalto armado a sus sedes, dado que el cortejo pasaría ante el Gobierno Civil y el local del partido, en la plaza de Tetuán. La tensión podía mascarse y acabó por estallar. De nuevo las interpretaciones divergen: los comunistas alegaron que respondieron al fuego que pretendió hacerse desde un blindado que precedía al armón sobre el que reposaba el féretro, señal convenida para el inicio del asalto; los anarquistas, que quienes primero dispararon con una ametralladora fueron los comunistas desde el interior de su sede. En cualquier caso, el suceso se saldó con un indeterminado —pero seguramente muy elevado— número de muertos y heridos[20]. Los manifestantes de la Columna se dispersaron, y aunque se manejó la posibilidad de una venganza en toda regla, fueron aplacados y devueltos al frente por la actuación de los comités de la Confederación en pos de no ahondar en los enfrentamientos y de la preservación de la unidad antifascista.

Una preocupación que, desde los primeros días, estaba presente en el ánimo de la Comintern, ya que según recogen Elorza y Bizcarrondo, un documento con el sello «Estrictamente confidencial» fechado el 28 de agosto en el que se consigna el envío de «Pedro» Gerö a Barcelona fijó como objetivo principal «conseguir la consolidación del Frente Popular y el cese de la lucha que comienza a desarrollarse entre las organizaciones que forman parte del mismo (anarquistas, comunistas, socialistas de izquierda, republicanos), lucha que amenaza con desagregar las fuerzas de la revolución y puede ayudar a los fascistas a obtener la victoria»[21].

ENTRE LAS MILICIAS Y EL VACÍO

La extensión de la revolución por las zonas rurales al compás del avance de las columnas que habían sofocado la insurrección en las zonas urbanas comportó un desigual control del territorio, dependiente tanto de factores locales (la distribución original de fuerzas en cada lugar) como de factores exógenos (la ideología de la columna armada que irrumpiera en él). De esta manera, no fueron pocos los sitios donde se dieron enfrentamientos entre las propias organizaciones obreras y republicanas. Uno de los motivos más reiterados durante el primer año de guerra fue la oposición, llevada a cabo por los denominados campesinos «individualistas», al colectivismo impuesto por los anarcosindicalistas en algunas comarcas del país. Tuvo que ver con ello que la geografía política de la lealtad a la República no coincidiera, en buena parte del este y el Levante peninsular, con la geografía socioeconómica del desigual acceso a la propiedad o a la explotación autónoma de la tierra[22].

La organización comarcal de Monzón de la CNT recogió en sus actas el caso de la localidad de Esplús (Huesca), dividida desde el principio del conflicto entre colectivistas e individualistas. Estos últimos, procedentes en su mayoría de Izquierda Republicana, procedieron a organizar la UGT de nueva planta después del 19 de julio, hecho que aprovecharon los anarquistas para negarles la participación en el Comité local y la distribución de armamento aduciendo que solo podían intervenir y armarse las organizaciones constituidas previamente a esa fecha. Las reticencias ácratas provenían de la idea de que en algunos lugares de las comarcas pirenaicas del Alto Aragón los antiguos caciques estaban intentando preservar sus redes de influencia y reconvertir sus antiguas clientelas injertándolas en un sindicato rival a la CNT[23]. Los nuevos ugetistas de Esplús recurrieron, sin éxito, a los comités superiores. Persistieron en sus demandas a Barbastro, Lérida y Madrid hasta finales de septiembre de 1936, sin ningún éxito. Por ello, «llegaron al acuerdo de manifestarse, todos ellos, delante del comité, hombres, mujeres y jóvenes, mostrando su desacuerdo con éste y su estructura». De Barbastro hicieron venir una delegación de cuatro miembros del Comité Provincial del PC. La concentración comenzó a las tres de la tarde del 8 de octubre. Mientras tanto, los colectivistas, en previsión de hostilidades, se infiltraron entre los manifestantes. El griterío hostil de los manifestantes obligó al presidente de la Ejecutiva de la UGT a salir al balcón para calmar los ánimos. Al verle, algunos jóvenes manifestantes pretendieron asaltar el edificio y lograron desarmar a uno de los hombres que montaban guardia. Otro, que logró refugiarse en la armería, hizo fuego, alcanzando mortalmente al presidente de la UGT. Varios más resultaron muertos por disparos. La multitud se dispersó y los delegados comunistas fueron desarmados, aunque posteriormente se les puso en libertad.

Lo peor estaba por venir. En menos de dos horas llegaron a Esplús fuerzas al mando de un delegado de Investigación provincial. Varios responsables de la manifestación fueron detenidos y ejecutados pocas horas más tarde. Uno de los rebeldes «se hizo justicia por su propia cuenta» antes de ser detenido. Otras víctimas fueron cazadas por las patrullas de control cuando se encontraban ya lejos del pueblo. Asimismo murió una pareja «por haber atentado con arma blanca contra uno de los guardias provinciales al entrar este en su casa para un registro sin importancia». Los registros y detenciones duraron hasta la mañana siguiente, terminando cuando sobre las once se presentó un camión de guardias de Asalto procedentes de Lérida, cuyo teniente se dirigió al pueblo instando al restablecimiento de la tranquilidad. La limpia había conseguido su objetivo de amedrentar a los «individualistas». Como se ufanó el Comité, «a las 48 horas… todos los vecinos del pueblo, las pueblas de Torregrosa, Rafales, Vencillón, Partida del Pilar y torres adyacentes se presentaban al Comité diciendo que su deseo era trabajar comúnmente con la colectividad…»[24].

No todos los anarquistas vieron con buenos ojos este tipo de actuación. En los papeles del dirigente del PSUC y de la Columna Carlos Marx, José del Barrio Navarro, se conserva el acta de una reunión celebrada en Sariñena el 13 de octubre, y en la que Durruti y él intervinieron sobre el asunto de los conflictos en retaguardia[25]. Durruti comenzó afirmando que era una tragedia que allí no se hubiera tomado en serio la guerra, y que no hubiese más que noticias de «que aquel pueblo se ha levantado, que aquel otro pueblo también»[26].

A mí me sorprende —continuó— las pocas veces que salgo del frente, salgo para Lérida cuando me dicen: Durruti, esto no puede seguir así. Estamos preparados y vamos a andar a tiros. ¿Qué es esto? ¿Es posible que la retaguardia vaya a andar a tiros? ¿Que nosotros tengamos que dejar en los pueblos compañeros de confianza que velen por los intereses?… Inmediatamente creo que hay que crear ese Estado Mayor, que sea de confianza, no del Gobierno de la Generalidad y del frente, sino de toda Cataluña y Aragón, para que en un momento dado, que se necesiten tres o cuatro mil hombres, pueda yo decir: Arriba todos los fusiles y al frente, y que Fraga y Lérida y todas las poblaciones respondan a la consigna del Estado Mayor y que allí no haya intervención ni de tendencias socialistas, comunistas, etc., y esos 10 000 fusiles que están en los pueblos —que hoy guardan allí por el temor—… tienen que estar hoy en el frente y cuando vengan más fusiles estableceremos nuestros Comités y nuestra vigilancia en la retaguardia, pero de momento todo el mundo al frente.

Del Barrio tomó la palabra para dar cuenta de que, en ausencia del coronel Villalba y como miembro del Comité de Guerra, había tomado la decisión de enviar fuerzas de carabineros a Graus, con orden de detener a todo el Comité del Pueblo. «Si no hubiéramos mandado los veinticinco carabineros a Graus, los compañeros de la CNT nos fusilan a diecisiete hombres, que no eran todos socialistas, que eran republicanos en mayoría», aseguró. Y tuvo la precaución de no enviar a la Guardia Nacional Republicana, el cuerpo de seguridad que había sustituido a la Guardia Civil, para no suscitar amargos recuerdos de las luchas de esta contra el pueblo.

En Selgua «los compañeros de la CNT han fusilado al presidente de la UGT». Fue necesario mandar una compañía a Barbastro por petición del Comité local, y después de ello llegaron comisiones con demandas de socorro de Fraga y «de cinco o seis pueblos de la parte de abajo». Del Barrio concluyó tajantemente: «O se hace la vida normal y todas las armas van al frente y servirán para luchar contra el fascismo, o por el contrario, tendremos que seguir mandando gente a los sitios para que no se enfrenten con la Guardia Nacional los que se empeñan en luchar contra nosotros».

Sin embargo, la violencia en el ámbito local no corría en una sola dirección. En las provincias de Cuenca y Toledo, los alcaldes de Villamayor y de Villanueva de Alcardete formaron una checa que actuó bajo la denominación de «Comité fantasma», denunciado por la prensa anarquista por la comisión de violaciones, robos y secuestros que culminaron en el asesinato de un aparejador afiliado a la UGT, el 26 de agosto de 1936, y de su madre y hermana el 2 de septiembre[27]. En marzo de 1937 se les atribuyó el asesinato de dieciséis militantes de la CNT en Villanueva de Alcardete. Castilla Libre, órgano libertario de Madrid, anunció que el Comité Regional del Centro estaba realizando activas gestiones «para que se haga estricta justicia» y amenazó con tomar medidas drásticas. El otro portavoz anarcosindicalista en la capital, CNT, lanzó en sus páginas un duro ataque directo contra el PCE, que Mundo Obrero reprodujo:

Tú, partido u organización antifascista, que nos consta que tienes a tus militantes en todos los frentes; que sabemos que haces grandes esfuerzos por mantener la unidad de todas las fuerzas antifascistas; tú, organización proletaria, ¿por qué mandas asesinar a trabajadores?

La respuesta fue inmediata y airada: estaba demostrado que los crímenes eran siempre resultado de la infiltración de la quinta columna. Por tanto, «nosotros nos guardaríamos muy bien de acusar a la CNT ni a nadie por hechos dolorosos acaecidos en Valencia, en Barcelona o en cualquier otro lugar»[28].

Se abrió una investigación para aclarar las responsabilidades[29]. En Madrid se reunió el Comité de Enlace de las organizaciones obreras, y la representación del PC propuso que se nombrara una comisión del Frente Popular que elaborara sobre el terreno un informe sobre los sucesos ocurridos. Todos los representantes se mostraron de acuerdo. Los de la CNT prometieron proponer a su organización la aceptación de este acuerdo del Comité de Enlace[30]. Intervinieron los tribunales populares y de la causa subsiguiente se dedujeron cinco condenas de muerte y ocho de prisión[31].

A pesar de la confidencialidad con que se trataron los enfrentamientos interpartidarios, no se pudo evitar que muchos casos salieran a la luz. Tras los duros enfrentamientos en Madrid que se derivaron del tiroteo del que fue víctima el consejero de Abastos de la Junta de Defensa de Madrid, el comunista Pablo Yagüe, a finales de diciembre de 1936, la CNT y el PCE decidieron hacer pública una declaración conjunta para evitar nuevos enfrentamientos[32]. Se acordaron tres puntos: 1) no romper el frente de lucha antifascista; 2) que las críticas mutuas no se apartasen de la cordialidad y la objetividad; y 3) que se cortasen de inmediato los incidentes que surgieran, y si era necesario, que se acudiera a los órganos superiores de cada organización.

No fue un acuerdo muy efectivo ni duradero: el 20 de enero la prensa publicó un nuevo llamamiento, incluyendo esta vez a la CNT, la FAI, la UGT y el PSUC para evitar enfrentamientos fratricidas. El motivo era, una vez más, la muerte en Barcelona de un trabajador por disparos de otro[33].

LA RESISTENCIA A LA COLECTIVIZACIÓN

En las comarcas catalanas y en tierras aragonesas se sucedieron durante los meses anteriores a los «hechos de mayo» distintos episodios que obedecieron a una dinámica de enfrentamiento entre colectivistas y partidarios de la explotación individual, donde se entremezcló una multiplicidad de factores: el impulso de una profunda revolución social, transformadora tanto de las estructuras sociales como del concepto de propiedad, a menudo importada por los trabajadores urbanos que llegaban con las columnas procedentes de las capitales industriales, frente a los usos, las inercias y los intereses propios de un campesinado apegado a una mentalidad consuetudinaria sobre el trabajo y el disfrute de la tierra; las iniciativas de reconfiguración total de la economía y la distribución de bienes a escala local frente a la necesidad de la subordinación de la producción agrícola a las necesidades de una economía de guerra centralizada; y la pugna por el control de la retaguardia entre una CNT-FAI que procuró mantenerlo allí donde había impuesto su dominio por las armas durante las jornadas posteriores al aplastamiento de la sublevación y otras fuerzas políticas, en particular el PCE-PSUC, que se lo disputaron en pos del fortalecimiento del aparato gubernamental.

Las divergencias entre partidarios y adversarios de la colectivización surgieron en la zona republicana casi al mismo tiempo en que el aplastamiento del levantamiento militar fragmentó el territorio, pulverizó las viejas relaciones sociales y los regímenes de propiedad, y volatilizó las antiguas jerarquías locales. Las columnas milicianas acamparon sobre los escombros de este derruido edificio social, que ellas mismas contribuyeron a barrer, primero con la eliminación de los representantes del viejo orden de cosas; después, con la incautación de tierras y propiedades con las que abastecer sus necesidades.

La solución colectivista no era la única posible. Por supuesto, fue la preferida por el estrato más pobre del campesinado, el que carecía de tierras. La colectivización le permitió, por primera vez, acceder a la capacidad de gestionar en plano de igualdad un bien común y, en última instancia, otorgó a los otrora jornaleros la dignidad que les habían negado décadas de explotación extrema, sojuzgamiento social y marginación política. Pero otros sectores del campesinado, igualmente pobres aunque dispusiesen de una pequeña propiedad o un arrendamiento (en ocasiones enfitéutico), tenían sus propias opciones, desde la secular reivindicación del reparto a las fórmulas arbitradas por las nuevas autoridades de la República en guerra. El Ministerio de Agricultura, bajo el mandato del ministro comunista, Uribe, fue la herramienta para impulsar la profunda transformación agraria que los comunistas creían que correspondía a aquella coyuntura histórica. Aunque teóricamente los dirigentes comunistas no dejaban de mostrar su admiración por los logros alcanzados por la agricultura colectivista en la Unión Soviética, no creyeron adecuada su traslación al caso español debido a los bajísimos niveles de mecanización de las tareas y de capacitación técnica del campesinado. Apostaron, en su lugar, por el fomento de la producción cooperativista, por el favorecimiento de la creación de unidades de producción, consumo, venta y distribución de carácter mixto, en las que pudieran integrarse los campesinos que hubieran optado por mantenerse al margen de los experimentos colectivistas[34]. Con ello se pretendió, en definitiva, alcanzar dos objetivos fundamentales en tiempos de guerra: mantener el flujo del abastecimiento de víveres desde la retaguardia a los mercados urbanos (lo que, a juicio de los comunistas, garantizaba mejor la iniciativa cooperativa que la vocación cuasiautárquica de las colectividades locales); y fomentar la adhesión del pequeño campesinado a la República, una opción que estaba mucho más emparentada con la política jacobina de la Revolución que con la influencia soviética.

El reparto fue desestimado como una manifestación propia de quienes estaban «más interesados en aumentar sus posesiones que en la creación de una nueva sociedad»[35]. La opción por la colectivización tampoco se ajustó a interpretaciones unívocas —hubo divergencias acerca de quién debería ostentar la dirección, si los comités revolucionarios, la propia colectividad o el sindicato— y variaciones polifacéticas de fenómenos colectivistas —colectividades ricas que acabaron explotando a colectividades pobres; colectividades con salario familiar igualitario y colectividades con diferenciaciones retributivas de acuerdo a la «contribución social» de técnicos y no especialistas; colectividades antiautoritarias o sometidas al férreo control de un comité[36]…—. Asimismo, constituye un error muy extendido afirmar que el PCE se opuso por sistema a las colectividades. Diversos estudios han demostrado que no fue así, y que, de hecho, un significativo porcentaje de este tipo de explotación operó bajo el control de la UGT, o incluso en combinación con la CNT, en varias regiones de la zona republicana[37].

La clave de la adopción de uno u otro modelo estuvo, en los primeros tiempos de la guerra, en la capacidad para ejercer la coerción armada para contener o eliminar a los partidarios del modelo alternativo. En Aragón y las comarcas del interior catalán, esa fuerza cayó del lado del colectivismo propiciado por las columnas libertarias, cuyos integrantes, trabajadores de la ciudad, poseían un ideal apologético acerca del campo y de la colectividad[38], y una contraimagen peyorativa del pequeño propietario asimilado mentalmente a la figura del pequeño burgués, por pobre que fuera[39].

En Cataluña, las tensiones fueron in crescendo cuando la Generalitat estableció el ingreso obligatorio de los campesinos en la Federación de Sindicatos Agrícolas de Cataluña (FSAC) —federación única de cooperativas agrarias dirigida por la Unió de Rabassaires—. Como respuesta, algunos sectores anarquistas intensificaron su programa de colectivización forzosa. El resultado fue la proliferación de protestas contra los Comités (Riudarenes y La Garriga entre noviembre de 1936 y enero de 1937) que desembocaron en hechos luctuosos en Cervià de les Garrigues el 23 de octubre de 1936 y en Palau d’Anglesola el 9 de febrero de 1937, con un balance de varios muertos. También se produjeron atentados mortales contra dirigentes de la FSAC (como el de la comarca de la Selva, vinculado al PSUC) y fusilamientos de acreditados dirigentes locales republicanos (en Ginestar el 21 de noviembre y en Garcia, el 3 de diciembre). En todos los casos intervinieron fuerzas foráneas bajo el mandato de significados dirigentes de la FAI, como Dionisio Eroles, jefe de los servicios de policía de Barcelona[40]. En el Alto Aragón, zona de irradiación de las tensiones catalanas, vecinos de San Esteban de Litera, en la comarca de Tamarite (Huesca), denunciaron el fusilamiento de cuatro de sus vecinos en octubre del año anterior: un carpintero con taller propio, socialista; y un albañil y dos labradores, apolíticos. Como se deja intuir en la denuncia dirigida al ministro de la Gobernación el 31 de mayo de 1937 (en pleno reflujo de la influencia anarquista tras los choques de Barcelona), en el origen de los asesinatos se encontró la resistencia contra la colectivización del pueblo y la intervención de patrullas forasteras[41].

El irrespirable clima de desorden público en Cataluña llevó el 3 de enero al recién designado comisario general del ramo de la Generalitat, Eusebio Rodríguez Salas, a declarar a la prensa que los actos «de terrorismo realizados por gentes incontroladas no persiguen otra finalidad que producir un estado de alarma entre las personas pacíficas y honradas [proporcionando] con semejante proceder una ayuda eficaz a los negros designios del fascismo». Refirió incidentes en Vilanova i la Geltrú, donde un hombre fue asesinado por diferencias laborales, apareciendo el cadáver carbonizado en una carretera del pueblo. Diversos grupos de sujetos, haciéndose pasar por policías, efectuaron registros amedrentadores en locales de organizaciones rivales, como tuvo que sufrir el Casal Nacionalista; en otro caso se condujo detenidos a comisaría a unos muchachos afiliados al POUM, desapareciendo de inmediato sus apresadores sin dar explicaciones. Por último, refirió la desaparición de unos obreros que trabajaban en la fábrica Hispano-Suiza y de los que se ignoraba su paradero, a pesar de las activas gestiones que se estaban realizando para descubrirlo. Rodríguez Salas terminó su intervención ante los periodistas diciendo que en Cataluña no debía haber más detenciones que las oficiales y que no debían actuar más tribunales que los tribunales populares[42].

El puñetazo en la mesa de Salas apenas cambió las cosas en las semanas siguientes, durante las que tuvieron lugar los hechos más lamentables, previos al estallido final de mayo. El 6 de febrero, José Pérez Pérez, secretario provincial de la FTTE (Federación de Trabajadores de la Tierra de España) de Huesca envió una patética queja a Ricardo Zabalza, secretario general de esa Federación y en ese momento gobernador civil de Valencia. En ella relató la detención de dos campesinos y sus familiares en el lugar de Almazara tras entrevistarse con él para quejarse de las amenazas del comité del pueblo. El apresamiento fue llevado a cabo por un Comité de Investigación de la CNT. El ambiente de desesperación y la tensión acumulada auguraban la tormenta que rompería unos meses más tarde:

Aquí estamos como los condenados a muerte: esperando que se cumpla la sentencia. Vivir en Aragón casi constituye una vergüenza, ya que cuantas barbaridades cometen los que se llaman cenetistas, hacen la vista gorda los responsables de esa organización. Y en cuanto al Gobierno de la República, ni hablar. No se ve su autoridad por ninguna parte. Hoy tenemos un lío formidable, pues publicamos un periódico y amenazan con asaltarlo. Nosotros queremos evitar el choque, pero creo que no será posible[43].

El 19 de febrero, en el pueblo de Centelles, en la comarca de Osona, se produjo un grave enfrentamiento entre vecinos y miembros de las Juventudes Libertarias, resultando muertos cinco hombres, cuatro habitantes de la localidad y un forastero de las Juventudes. El motivo, según alegaron algunos de los implicados que resultaron detenidos, fue que cundió en el pueblo la alarma de que había ladrones, en vista de lo cual salieron con sus armas y se defendieron de los supuestos malhechores. Veinte vecinos se entregaron voluntariamente a la policía y fueron trasladados a Barcelona para la realización de las pesquisas.

Los sucesos de Centelles fueron un eslabón más en la cadena de choques entre adversarios y partidarios de la colectivización. Los muertos eran afiliados veteranos del Sindicato Agrícola Cooperativo de Centelles, vinculado a la Unió de Rabassaires, hasta el punto de que varios de ellos habían tomado parte en la revuelta del 6 de octubre de 1934. Su entierro se convirtió en una manifestación de duelo general, quizás la última ocasión en la que comparecieron públicamente representaciones de todas las fuerzas políticas y sindicales catalanas (ERC, JSU, CNT, UGT, POUM y Ateneo Obrero). Solidaridad Obrera se sintió obligada a publicar una nota en la que, bajo el titular «Hechos reprobables», el Comité Regional de la CNT hizo constar su más enérgica protesta contra estos y otros hechos que se venían sucediendo en ciertas comarcas de Cataluña, imputándolos a provocaciones, por una parte, y a la inevitable llegada a sus filas de «elementos cuya concepción ética de las cosas deja bastante que desear»[44].

Durante el sepelio, el portavoz del Consejo Central de la Unió de Rabassaires de Cataluña subrayó que «los compañeros vilmente asesinados habían luchado siempre por la revolución, no pudiendo sospechar que sería precisamente en nombre de ella que serían, primero, perseguidos y luego expoliados y hasta asesinados». Terminó pidiendo a las autoridades, y en particular al presidente de la Generalitat, que recogieran el espíritu de aquella comarca, que no pedía venganza, sino justicia, y que se liberase a los detenidos[45].

Los días 25 y 26 de enero de 1937 tuvieron lugar los gravísimos hechos de La Fatarella, en las tierras del Ebro de Tarragona. En sus campos convivían, de forma cada vez más irritada, pequeños campesinos y jornaleros partidarios de la colectivización. Las condiciones de vida de ambos eran muy precarias. Como ha descrito brillantemente Josep Termes, quienes quisieron imponer la utopía colectivista eran gente precipitada en la miseria que se enfrentó a campesinos y arrendatarios sumidos en la pobreza[46]. El caso era parecido al de Gandesa, donde los vecinos denunciaron una situación insostenible y generadora de tensión:

La llamada colectividad que patrocinaban los cenetistas había acaparado, además de la tierra de los elementos facciosos, la de una cantidad considerable de pequeños propietarios y arrendatarios, la que siéndoles imposible trabajar toda esta tierra colectivizada [sic] trajeron forasteros al pueblo, so pretexto de ayudarles a labrarla, pero que en realidad eran los matones del pueblo, ya que la tierra continúa sin cultivar, y ellos se pasean con el fusil al hombro. No teniendo en cuenta que nuestros camaradas vecinos del pueblo se encontraban, y se encuentran aún, sin trabajo[47].

El ambiente de hostilidad entre los campesinos y la minoría colectivizadora fue en aumento hasta estallar el día 25 de enero. Tras una concentración en la plaza del pueblo, los vecinos invadieron los terrenos de la colectividad y se apropiaron de su sede y armamento. Alertados los anarquistas de los pueblos vecinos y solicitado el auxilio de las patrullas de control de Barcelona, se entabló combate entre los forasteros y los habitantes de La Fatarella, que les hicieron frente con escopetas de caza, causando tres muertos entre los atacantes. Enfurecidos, los miembros de la FAI y las patrullas acabaron irrumpiendo en el lugar, donde pasaron por las armas a treinta y cuatro personas.

La prensa anarquista quiso hacer pasar el caso de La Fatarella por un levantamiento de la quinta columna[48]. Hasta se sacó a relucir una bandera monárquica escondida en un domicilio particular y al inevitable cura emboscado. Pero ni la Generalitat ni el resto de fuerzas políticas tragaron el anzuelo.

El goteo de incidentes prosiguió y comenzó a motivar las primeras decisiones en firme para cortarlo. El 9 de febrero fuerzas de la Columna Durruti detuvieron y fusilaron al maestro de Utrilla (Teruel) y a seis individuos más, sin formación de causa. Los hechos fueron denunciados al ministro de la Gobernación, el socialista Ángel Galarza, por la agrupación socialista, las juventudes y el sindicato minero de la localidad, quienes añadían que «varios compañeros directivos de las organizaciones» mencionadas tuvieron que huir del pueblo. Galarza dio traslado de la denuncia al delegado del gobierno en Aragón, Francisco Ascaso, sin obtener respuesta[49].

El 26 de febrero, con motivo de nuevos sucesos en Manresa que aumentaron la lista de víctimas ocurridas durante los últimos días, el Comisariado de Orden Público de las comarcas tarraconenses dio a conocer a los alcaldes y presidentes de organizaciones políticas y sindicales una nota en la que culpabilizó de los conflictos a individuos que pertenecían antes del 19 de julio a partidos de derechas. De esa idea —en cierta medida, reconfortante— participaban todas las organizaciones. El ministro Galarza advirtió por aquellas mismas fechas que si estas no se autodepuraban, lo haría el gobierno[50]. Conviene retener esta percepción, porque la muy extendida sospecha sobre la infiltración fascista en las filas del adversario alimentó no solo la paranoia antitrotskista del PCE, sino el resquemor permanente de todos hacia todos durante buena parte de la guerra, y en especial, en las trágicas jornadas que se avecinaban. Cuando en Chirivella fueron abatidos a tiros dos afiliados a Unión Republicana, se achacó la responsabilidad a los miembros de la ex Derecha Regional, camuflados como «izquierdistas de nuevo cuño, dueños de la gestora municipal y del Comité de guerra»[51].

El comisario de Orden Público de Tarragona afirmó con rotundidad que había que terminar con las irregularidades y las imposiciones:

Ni las colectivizaciones, ni las incautaciones, ni las detenciones, ni las ejecuciones deben hacerse por capricho o arbitrariamente… Quien perturbe nuestro trabajo para ganar la guerra y la revolución, demostrará que es un fascista emboscado con un carnet, ya sea de la CNT, UGT, Esquerra o POUM, y como a tales los trataremos.

La Comisaría de Orden Público de Tarragona, por medio de los consejeros de Seguridad Interior de los respectivos pueblos de estas comarcas, se mostró dispuesta a garantizar el nuevo orden revolucionario, asegurando que solo ellos estaban autorizados para efectuar detenciones y registros, siendo detenido quien se extralimitase en unas funciones que no le fueran propias, «pues la Policía, Guardia de Asalto, Guardia Nacional y compañeros de Investigación, adscritos por las organizaciones a las Comisarías de O[rden] P[úblico], son los únicos que pueden efectuar servicios de Seguridad Interior en la retaguardia». Por tanto, «tienen que desaparecer inmediatamente los grupos de tal o cual organización, que, por el pánico de las armas, imponen modalidades de costumbre y tradición, y conmueven la vida tranquila y modesta de los pacíficos ciudadanos de los pueblos»[52].

En marzo fue en Granollers donde estallaron tumultos por asuntos de colectivización[53]. Pero el epicentro de los sucesos motivados por esta causa se trasladó a Levante, dando como resultado la adopción de las medidas más drásticas hasta aquel momento. El 13 de marzo la prensa publicó una enérgica «nota del ministro de la Gobernación para acabar con los perturbadores y con los emboscados». El departamento puso en conocimiento de la opinión pública —dentro de los márgenes razonables de censura— los sucesos acaecidos en la provincia de Valencia y que se habían iniciado en el pueblo de Vinadesa. La nota relató que la fuerza pública hubo de actuar para impedir que «una minoría tratara de imponerse a una gran parte del pueblo» por procedimientos violentos. Cuando el incidente se consideraba prácticamente resuelto, sin apenas choques, la fuerza pública fue agredida, teniendo necesidad de ser reforzada. Al mismo tiempo, desde determinadas organizaciones se ordenó una movilización general que afectó a unos cuantos pueblos de la provincia, cortando comunicaciones e impidiendo el tránsito por carretera. Hubo que vencer la resistencia haciendo uso de la fuerza, lo que causó un número indeterminado de bajas. Entre los detenidos, destacó la nota ministerial, como siempre ocurría en esta clase de sucesos, se encontraban «enemigos de la causa republicana»[54].

El informe que expuso Mariano Vázquez a los responsables de la CNT ofrece mucha más información que la nota pública, y revela que los choques de marzo en Levante fueron el prólogo más extenso y violento de los hechos que tendrían lugar dos meses después en Barcelona. Los enfrentamientos comenzaron el 8 de marzo por la negativa de los miembros de la CNT de Vinadesa a dejar un local, que ellos consideraban propio y otros que era del pueblo, para la realización del funeral de un militante socialista caído en el frente. Los familiares y compañeros de este se empeñaron en llevarlo a cabo, y los anarquistas, con escasa sensibilidad, disolvieron el duelo a tiros. A partir de ahí, comenzó una espiral absurda: se detuvo por los disparos a tres cenetistas, y en represalia los anarquistas empezaron a capturar socialistas. Gobernación mandó de inmediato una camioneta de guardias de Asalto que no llegaron a intervenir, porque a su llegada todos los detenidos habían sido liberados por sus captores.

Pero cuando los guardias se retiraban a Valencia, se vieron rodeados por confederales llegados de los pueblos de la comarca —probablemente alertados desde Vinadesa— que atacaron la camioneta. Los choques entre anarquistas y guardias se extendieron a Moncada, y en Gandía se levantaron barricadas y fuerzas de la CNT emplazaron ametralladoras, a fin de impedir la circulación de fuerzas que marchaban de Alicante a Valencia. Vázquez describió plásticamente el ambiente del momento:

En otras localidades habían [sic] conatos de sublevación, los choques iban a recrudecerse. Los teléfonos, manejados por camaradas de Valencia, con buena fe, pero irreflexivamente, alarmaban a la región. Órdenes de movilización. Preparativos. Excitación. Todo anunciaba una guerra en retaguardia, que nos hundía definitivamente. Y cuando esto sucedía el enemigo iniciaba el ataque en masa sobre Guadalajara, y nuestras milicias eran arrolladas, o hundidas. Kilómetros y kilómetros conquistaba el enemigo con facilidad. Por otra parte se rumoreaba insistentemente que el enemigo iba a atacar por el sector de enlace, entre Aragón y Valencia. Ataque que de llevarse a efecto, fácilmente podía cortar las comunicaciones entre Valencia y Cataluña, cortando por Castellón[55].

En la comarca de Utiel se cursaron órdenes de huelga general. Nadie sabía quién la convocaba. Los anarcosindicalistas responsabilizaron a los republicanos. En Burriana, donde funcionaba una fábrica de munición controlada por la CNT para su propio abastecimiento, se presentó el día 3 una compañía de guardias de Asalto para incautarse de la producción y la maquinaria. Al día siguiente los cenetistas locales se lanzaron a la recuperación del material, enfrentándose a tiros a la fuerza pública. Los combates se prolongaron todo el día, y al atardecer llegó al pueblo un grupo de integrantes de la Columna de Hierro para reforzar a los anarquistas. Solo la intervención del Comité Nacional de la CNT detuvo los enfrentamientos, a cambio de que la fuerza pública devolviese la maquinaria al Comité local. Un grupo de ácratas de Almazora detuvo una camioneta de guardias que se retiraban, a los que desarmaron, y a punto estuvo de ocurrir una tragedia si los responsables de Burriana no les llegan a decir que los pusiesen en libertad con devolución de su impedimenta[56].

El balance de los enfrentamientos fue de cuatro cenetistas y once guardias muertos en los choques de Vinadesa y Moncada. No hay cifras de Burriana. La gota parecía colmar el vaso. La CNT apareció como un grupo incapaz de controlar a sus bases, donde los meros comités comarcales desobedecían a los comités regional y nacional, que instaban al fin de la lucha. «De esta forma —reconocía Vázquez— se nos restaba fuerza moral, ya que en Gobernación conocían “el caso que nos hacía la Organización cuando le aconsejábamos que cesara en su actitud”». Por otra parte, se otorgaban bazas al argumentario comunista, que únicamente tenía que poner en paralelo la coincidencia de los levantamientos de retaguardia con el desarrollo de ofensivas por el enemigo fascista para extender la sospecha de la relación entre lo uno y lo otro[57].

Ante la gravedad de los acontecimientos, Gobernación dio, como primera providencia, orden de recogida de armas largas pertenecientes a particulares. Con fecha del 12 de marzo el ministro dirigió al director general de Seguridad y a los gobernadores civiles la siguiente orden, que apareció en la Gaceta el día 13:

En el momento que reciba esta orden, publicará VE un bando en el que se indique que se concede un plazo de 48 horas a todos los ciudadanos para entregar en la DGS, Gobiernos Civiles y Alcaldías las armas largas que tuviesen en su poder, así como los explosivos y materias explosivas. Pasado dicho plazo, la fuerza pública hará registros en aquellos lugares en que se sospeche que pueden existir armas largas y procederá a la recogida de las mismas y detención de las personas que las hubiesen ocultado, las cuales serán entregadas a los Tribunales de Justicia para que sean juzgadas con arreglo a las leyes y al bando que en la Gaceta de la República se publicará el día 13 del corriente. En cuanto a las armas cortas, se concederá también un plazo de 48 horas a todos los partidos políticos y organizaciones que hubiesen concedido tarjetas para la tenencia de dichas armas cortas para que envíen relación nominal de las concedidas, que serán inmediatamente revisadas con arreglo a mis disposiciones anteriores[58].

A pesar de la aparente contundencia de la anterior disposición, la consigna de desarmar a la retaguardia no llegó a materializarse. El citado informe de Mariano Vázquez en nombre del Comité Nacional de CNT reveló que Galarza mantenía un doble juego[59]. Mientras hacía públicamente manifestación de restaurar el principio de autoridad gubernativo, por debajo llegó a un acuerdo con los anarquistas. Por una parte, ante el delicado problema de la intervención de la fuerza pública en algunos pueblos, con los conflictos subsiguientes, convino en la designación de doce delegados por cada sindicato (CNT y UGT) que acudieran allí donde se produjera un problema y evaluaran la forma de solucionarlo, no pudiendo intervenir las fuerzas del orden hasta que los delegados considerasen precisa su actuación. Por otra, de las palabras de Vázquez se deduce que se había llegado a un pacto con Gobernación sobre el espinoso asunto de las armas:

Otro aspecto ofrecía la recogida y control de armas. También en circular anterior os informábamos de lo que había que hacer, y cómo habíamos llegado a un acuerdo con Galarza. Omitimos pues la repetición de lo que ya conoce la organización[60].

Lejos de resolverse el problema de la seguridad en la retaguardia, los incidentes siguieron sucediéndose. Patrullas adscritas al denominado Cuerpo de Investigación y Vigilancia del Consejo de Aragón interrumpieron un encuentro entre el jefe de la 22 Brigada Mixta, el comunista Francisco Galán, y vecinos del pueblo de Aguilar de Alfambra. Seis individuos armados con fusiles Máuser le dijeron que tenían orden de prohibirle todo contacto con la población civil. Tras un diálogo muy tenso, «escudados ellos en su superioridad material», Galán logró que le permitieran continuar. Más tarde elevó su queja por lo ocurrido a Largo Caballero en persona[61].

En Bellver, a mediados de abril, se produjo un levantamiento libertario. A raíz de ello, miembros de la CNT-FAI ocuparon la central de teléfonos, que no abandonaron en las semanas siguientes a pesar de las protestas de UGT y Rabassaires. Al mismo tiempo, procedieron al almacenamiento de armas pesadas en previsión de lo que pudiera ocurrir[62]. Entre el 3 y el 16 de abril se remitieron varios informes al Ministerio de la Gobernación por parte del Servicio de Información del Departamento de Guerra informando de los controles existentes en Mora de Rubielos, cortando la carretera entre Teruel y Valencia. Sus integrantes fueron señalados como milicianos confederales por los informantes, que añadieron descripciones sobre el trato, los registros e incluso robos a que fueron sometidos los vehículos detenidos, y las vejaciones a sus ocupantes aun después de identificarse como oficiales del Ejército Popular[63]. Las armas seguían en manos de quienes no debían.

El 7 de abril fue asesinado un guardia nacional republicano, afiliado al PSUC, en Olesa de Montserrat[64]. Fueron detenidos tres jóvenes y un hombre por tenencia ilícita de armas, en virtud de la nueva norma de Gobernación, suplantación de autoridad y llamamientos a la insubordinación. El entierro se convirtió en una nueva manifestación de duelo y de demostración de fuerza. El órgano anarcosindicalista condenó el asesinato, pero al mismo tiempo comenzó a denunciar que su organización estaba siendo perseguida y acorralada[65]. En algunos lugares, la población comenzó a protestar airadamente contra los comités. No se trataba ya de que ciertas concepciones económicas, como la de la sustitución del dinero por vales o la extinción del salario individual, indispusieran a los pequeños comerciantes, paralizaran los intercambios o desincentivaran el trabajo. Los experimentos de ingeniería socioeconómica amenazaban ya incluso con poner en riesgo las tareas de defensa, y estaban creando en la retaguardia nuevas y odiosas formas de exclusión social, teniendo como víctimas a los refractarios a la colectivización. Y la conjugación de ambos factores, inoperancia y desmoralización, no podía sino debilitar el esfuerzo de guerra gubernamental.

Un ejemplo de lo primero se dio en Ejulve, donde se estaban ejecutando las obras de fortificación del Maestrazgo. Dado que el pueblo vivía en régimen de colectividad, los jornales devengados por los paisanos no eran percibidos por ellos, sino por la propia colectividad. El problema vino cuando vecinos evacuados de otros pueblos y que no eran colectivistas, cobraron directamente su salario, generando un clima de desigualdad que ponía en riesgo la ejecución de las construcciones defensivas, paralizadas en el sector de Alcorisa, máxime si se tiene en cuenta que existía una enorme escasez de mano de obra en la comarca[66].

En otros casos, la población local pasó a la acción contra los dirigentes colectivistas. El 30 de abril, cuando volvían de efectuar un trueque de trapos y zapatillas viejas por víveres y cemento, el camión en que viajaban los responsables de la colectividad de Mosqueruela, en la raya de Teruel con Castellón, fue interceptado en el monte y tiroteado por un grupo de medio centenar de hombres armados con escopetas de caza y cartuchos de postas. Murieron tres de los ocupantes del vehículo: Antonio Bella, secretario administrativo de la colectividad; Pablo Alcón, presidente del Consejo Municipal, y Victoriano Montero, guarda forestal. Los tres pertenecían a la CNT. Tras los hechos y la correspondiente investigación, se detuvo a treinta y cinco vecinos de Mosqueruela, mientras que unos setenta hombres de las masías de los alrededores desaparecieron de la comarca, refugiándose en Villafranca del Cid. En el transcurso de la instrucción los vecinos del lugar firmaron una solicitud colectiva en la que dieron su testimonio de descargo. Todos se proclamaban antifascistas y miembros de una antigua cooperativa agrícola progresista, y por ello opuestos a la colectivización que les fue impuesta. Los colectivistas desarmaron a los elementos de izquierda, trajeron a simpatizantes de otros pueblos, recogieron el dinero bajo amenaza de fusilar en la plaza al que ocultase moneda y se incautaron de todos los comestibles que había en las casas. No reconocían autoridad alguna y ejercían la censura postal para evitar que los descontentos del pueblo solicitaran ayuda de fuera[67].

El día 29 de abril, movidos por la necesidad de proveerse de alimentos y tabaco, géneros que les eran negados por la colectividad al haberse negado a entrar en ella, salieron algunos individualistas a Villafranca. Como quiera que el presidente del Consejo, Alcón, les había amenazado con fusilarlos por rebeldía si abandonaban el término municipal, llevados del miedo y sabiendo que sus explotadores retornaban en un camión, les tendieron la emboscada y huyeron[68].

Los inculpados por los hechos de Mosqueruela ingresaron en prisión el 9 de mayo. Cincuenta y dos vecinos pasaron a disposición del Tribunal Popular en Alcañiz, pero conforme las investigaciones fueron progresando, los inculpados (todos menos dos) fueron puestos gradualmente en libertad[69]. Los acontecimientos de Barcelona, cuyo resultado prefiguraba el destino del Consejo de Aragón, pusieron el broche final a un convulso periodo.

LA PUGNA POR EL PODER LOCAL

En zonas del interior el problema radicó en el ejercicio del control del poder local, en el que se empleó todo tipo de argumentos descalificadores para desautorizar a los nuevos dueños de la situación. El 1 de febrero de 1937 la Sociedad de Trabajadores de la Tierra (UGT) de Montalvo remitió al gobernador civil de Cuenca una comunicación con motivo de la constitución del Consejo local. Los ugetistas se mostraron en desacuerdo con tener que convivir con elementos de la CNT que habían «pertenecido hasta hace muy pocos días a un partido de derechas ligado a los [caciques locales] antiguos correligionarios del conde de San Luis, el verdugo que tenía esta provincia para martirizar a los defensores de la República y de la clase social». Los solicitantes se mostraron dispuestos a evitar que individuos que «se han introducido en la CNT con careta derechista, los que han dado vivas a la religión» tomaran parte en el Consejo local[70]. En otros lugares las cosas llegaron a más. El 10 del mismo mes el gobernador respondió a la Sociedad Obrera de Trabajadores de la Tierra de Altarejos que iba a enviar a algunos miembros de la Brigada Social para imponer tranquilidad mientras que el Juzgado de Instrucción trabajaba sobre las denuncias acerca del problema «de los afiliados “modernos” a la CNT», que no era solo de esa localidad. El 9 de febrero, la Agrupación Socialista Madrileña informó de que en el pueblo de Barajas de Melo estallaron incidentes entre los elementos de la CNT y UGT, «habiendo habido incluso víctimas»[71].

Tener en las manos los resortes del poder local no era cuestión baladí. Suponía asegurar los recursos disponibles para los afiliados propios con preferencia a los adversarios, y ello determinaba, en ocasiones, la diferencia entre la supervivencia y la desesperación. El siguiente caso lo ilustra. La Sociedad de Trabajadores de la Tierra de Traiguera, en Castellón, remitió al gobernador civil una comunicación en la que daba cuenta de que en dicho pueblo se estaba construyendo una carretera local por cuenta del Estado, en la que solo trabajaban vecinos de la localidad. El problema era que la CNT del pueblo se oponía a que se contratasen afiliados a la UGT en las obras, «causándoles los consiguientes perjuicios por la provocación de obtener sus salarios con el producto de su trabajo y que se trata sólo de pobres jornaleros que al verse en esa opresión ilegal equivale a decir que se les hace imposible su subsistencia».

Por parte de la organización sindical socialista se hicieron las gestiones pertinentes, tanto a nivel local como con las direcciones provinciales, sin resultado positivo. Para empeorar las cosas, la asamblea general de afiliados a la CNT en el pueblo de Traiguera tomó el acuerdo «de no dar trabajo a ningún jornalero afiliado a la UGT, y que si alguien se presentara para ello, sería fusilado en el mismo camino en construcción». Por todo lo expuesto, a los ugetistas locales no les quedó más remedio que dar traslado del problema al Comité Ejecutivo Nacional[72].

Los incidentes ocurridos en Yebra (Guadalajara) reunieron en su etiología todos los ingredientes anteriores. Con fecha del 11 de febrero Pascual Tomás comunicó al gobernador de Guadalajara que la Federación de la Industria de la Edificación había enviado una carta al sindicato en la que se referían los sucesos acaecidos en el pueblo de Yebra. Según los informantes, los elementos «titulados de la CNT» se habían llevado al alcalde y al secretario del ayuntamiento, afiliados a la UGT, sin que hasta la fecha se supiera su paradero. Dado que el gobernador había desarmado a los elementos de izquierda, y aprovechándose de ello, forasteros pertenecientes a la CNT, algunos de Madrid, acudieron al pueblo y mataron «a un compañero de la Juventud Socialista, quedándose en el pueblo [estos] elementos e imponiendo su poder por el terror». Dos semanas después, el gobernador dio respuesta, con más información y matices.

«Como ocurre en la mayoría de los casos —comenzaba su misiva— la realidad no se ajusta a la versión que los elementos de los pueblos hacen de las cosas». El gobernador refirió unos sucesos previos de los que no dejaba constancia la queja sindical, y que él atribuyó al alcalde del pueblo, quien

según información de carácter particular y que no ha podido ser concretada recabó una noche del pasado diciembre el concurso de unas milicias comunistas de la provincia de Madrid, las que hicieron desaparecer a algunos individuos del pueblo de carácter más o menos reaccionario pero que se encontraban bajo la disciplina de la CNT. Este alcalde, que pertenece a la UGT y al Partido Socialista, en su irresponsabilidad de conducta, recurriendo en esa época tan avanzada de la revolución a tales procedimientos, que tanto daño pueden hacer en el terreno internacional, es indudable que encendió con ello la tea de la discordia en extremo violenta.

En respuesta, la CNT desplazó al lugar uno o más coches «y sin previo aviso hicieron fuego contra uno de los muchachos que en aquella época hacían guardia a la entrada del pueblo, afiliado a la Juventud, matándolo». El gobernador, que acababa de tomar posesión, desplazó inmediatamente fuerza pública al pueblo, pero cuando llegaron no había ya coches ni personal extraño, y aunque se intentó darles caza por las diversas carreteras, nada se consiguió.

Mientras llegaba el juez especial que se solicitó para la investigación de los hechos, el gobernador ordenó el desarme del pueblo —a excepción de «los elementos de izquierda y de cargo responsable»— y dejó acuartelado un pelotón de Asalto. La detención del alcalde y de otros elementos fue realizada por agentes de policía. Los detenidos fueron conducidos a la Comisaría de Buenavista de Madrid, y puestos en libertad dos días después. El gobernador se encargó de enfatizar que «en ningún momento ha intervenido la CNT para ninguna detención, ni en ese pueblo ni en ninguno de la provincia desde mi toma de posesión, ya que persigo con el mayor desvelo que no se produzcan estos hechos». A pesar de ello, el clima de temor era tan intenso en la provincia que cuando, días después, el Juzgado de Pastrana reclamó la detención y comparecencia del alcalde y otros ciudadanos con motivo de la investigación —lo que efectuó un pelotón de guardias de Asalto—, desde Yebra llamaron al Gobierno Civil «manifestándome que había ido la CNT a detener y esa CNT fantasma eran los Guardias de Asalto uniformados. Ese detalle le dará por sí solo idea de la fantasía de ese pueblo»[73].

Cuando comenzó el mes de abril, la atmósfera estaba cargada de tensión y, aunque no quisiera reconocerse, la pugna entre los dos modelos de gestión de la seguridad y la organización económica de la retaguardia, el comunista —de ámbito estatalista y centralizado— y el anarquista —local y autogestionario—, se había generalizado y presagiaba en lo inmediato una confrontación definitiva[74].

¿QUIÉN CONTROLA LA RETAGUARDIA?

Como ya se ha comprobado, las disputas por la imposición de un cierto modelo de control de la retaguardia se encontraban tras los sucesos que ensombrecieron las relaciones entre las organizaciones populares durante los primeros meses de la guerra. Lo que se ha visto hasta ahora son los choques entre las bases. Lo que se abordará a continuación son las polémicas entre las cúpulas acerca de la severidad y eficacia en las tareas de vigilancia, que condujo a nuevos reproches que ahondaron la grieta abierta en el consenso antifascista.

El antecedente más remoto de este fenómeno fue el que se derivó del ataque al delegado de Abastecimiento de la Junta de Defensa de Madrid, Pablo Yagüe, el 23 de diciembre de 1936[75]. Fue en los convulsos días del asedio a la capital y en medio de la concurrencia de mecanismos de control de la retaguardia excitados por el combate contra la quinta columna. El episodio se produjo tras la negativa de Yagüe a detenerse por más tiempo en un control de la CNT que estaba procediendo a su identificación. Al intentar proseguir su marcha, fue tiroteado por los integrantes de la patrulla, resultando herido de gravedad.

Los comunistas, a través de su secretario provincial, Francisco Antón, desplegaron una campaña a lo largo de la semana siguiente, reclamando «más autoridad, más unidad y más disciplina» para luchar contra lo que consideraban una provocación[76]. Se abrió una agria polémica sobre los denominados «incontrolables», en la que todos se acusaron mutuamente de albergar en sus filas a elementos sospechosos. El PC cargó con toda su fuerza contra los anarquistas, de los que pensaba que su particular idiosincrasia les hacía particularmente proclives a la infiltración y a la indisciplina[77].

La primera consecuencia de los hechos fue que la Junta Delegada de Defensa de Madrid dispuso que la vigilancia en las calles y carreteras la ejercieran únicamente las fuerzas de Órden Público del gobierno. Cualquier otro que persistiera en ejercer tareas de vigilancia sin autorización, pasaría a ser considerado como faccioso y tratado como tal. Sin embargo, los comunistas no obtuvieron la satisfacción de ver condenados a los imputados, contemplando con consternación cómo eran absueltos por un tribunal popular[78], al que los comunistas acusaron de dejarse intimidar por la presencia de hombres armados de la FAI. Ello dio pie a un manifiesto del Comité Provincial de Madrid del PC redactado en términos muy duros:

Aseguramos que este es el último atentado que se comete. Que nadie se crea que este veredicto concede patente de corso para repetir nuevos atentados o para hacer lo que le venga en gana. Quien en adelante vierta nuestra sangre obrera tendrá que purgar su culpa.

El Comité Provincial terminó haciendo un llamamiento a la CNT para que expulsara de sus filas a los incontrolados y a rehacer la unidad antifascista[79].

Como ya se señaló anteriormente, el Comité Central del PCE y el Comité Nacional de CNT intentaron templar los ánimos con un comunicado conjunto[80]. Pero a nivel de Madrid la organización y la prensa anarquistas no eran proclives al acercamiento. No habían pasado dos semanas cuando de nuevo circularon rumores alarmantes según los cuales se preparaba un ataque armado contra las organizaciones de la CNT, atribuyéndose el origen al miembro del Comité Provincial del PC de Madrid, Juan Alcántara, agregado a la Dirección General de Seguridad[81]. Ello llevó a los comunistas a reiterar públicamente su voluntad de mantener relaciones cordiales con la CNT[82].

Sin embargo, estaban a punto de estallar los incidentes más graves en torno a la cuestión de la vigilancia en retaguardia, en los que también se vio implicado periféricamente el Partido Socialista. El 20 de abril afloró en la prensa confederal el «escándalo Cazorla»[83]. José Cazorla Maure era el consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid desde diciembre, sucediendo en el cargo a Santiago Carrillo y, como él, procedente de la JSU. El delegado especial de prisiones, el anarquista Melchor Rodríguez, le acusó de mantener una checa clandestina en el número 7 de la calle Fernández de la Hoz, a la que eran conducidos individuos puestos en libertad por los tribunales ordinarios, por falta de pruebas, pero sobre los que se seguían albergando sospechas de quintacolumnismo. El caso saltó a partir de las pesquisas de Rodríguez sobre el paradero de un joven, Ricardo Pintado Fe, afiliado al partido y soldado del Quinto Regimiento, sobrino del subsecretario de Justicia Mariano Sánchez-Roca. A pesar de sus credenciales, y pese a no haber cargos contra él, permaneció sesenta y ocho días preso en el local de Fernández de la Hoz[84].

El asunto marcó las discusiones de los últimos días de existencia de la Junta de Defensa madrileña, que se disolvió el 23 de abril[85]. Aunque Cazorla cesó como consejero, no cejó en su afán de saneamiento de la retaguardia allá donde fue destinado durante la guerra. Y tras él, le siguió la polémica por sus métodos. Designado gobernador civil de Albacete el 18 de julio de 1937, en sustitución del también comunista Jesús Monzón, apenas había pasado un mes en su nueva plaza cuando fue objeto de una queja conjunta firmada por todas las organizaciones del Frente Popular de la provincia (a excepción del PC). El motivo fue el despliegue de registros domiciliarios y detenciones que se llevaron a cabo por orden suya en las que, subestimando el recurso a agentes del cuerpo de policía, se emplearon a fondo miembros del Comité Provincial del Partido Comunista. Requerido por las fuerzas del Frente Popular a explicar su actitud, Cazorla respondió que, habiendo estimado insuficiente la plantilla de policía para la envergadura de la operación necesaria contra la quinta columna local, «había requerido el auxilio de elementos de su confianza, que resultaron ser del Partido Comunista». Las organizaciones frentepopulistas objetaron que, si precisaba ayuda, debería haberse dirigido a la totalidad del Frente Popular y nunca a un solo sector, pues en caso contrario «resultaría que el Gobernador no era de una provincia, sino de un sector político de la provincia en que actúe»[86].

No fue el único caso de esta naturaleza. Un nuevo abuso de esta índole fue denunciado en Murcia el 14 de abril, en este caso por el PSOE[87]. En tal fecha se dio a la prensa una nota de protesta de la Agrupación Socialista de Murcia por los excesos cometidos en la supuesta represión de la quinta columna. El motivo inmediato fueron las quejas elevadas a la Federación Provincial del PS por miembros de la Policía Gubernativa, que se quejaron de la comisión de irregularidades que dañaban «el prestigio del Cuerpo y de la España antifascista». Tras la sublevación militar, se efectuó en la provincia una profunda depuración de las fuerzas de seguridad y una reorganización a base de «elementos procedentes de los partidos y organizaciones del FP, todos avalados» por sus grupos. La armonía reinante duró hasta que al tomar posesión del cargo el exgobernador comunista Luis Cabo Giorla trajo consigo a dos elementos, Ramón Torrecillas Guijarro y Domingo Ranchal, «que iniciaron ciertas gestiones policiacas al margen de las actividades que desarrollaba la comisaría». Al mismo tiempo surgieron en Murcia brigadas de policía que actuaban exclusivamente por su cuenta, llegando incluso a establecerse en un local distinto al de la comisaría. Los componentes de estas brigadas se dedicaron a repetir registros domiciliarios sobre los que ya habían efectuado los agentes de la plantilla de Murcia y a detener a individuos puestos en libertad después de juzgados por los tribunales competentes, e incluso a personas de absoluta confianza y lealtad. La única colaboración que solicitaron de la policía de la ciudad fue que «les hicieran de simples cicerones ya que para ellos era totalmente desconocida esta población».

La actuación que levantó más polémica fue la de Ramón Torrecilla Guijarro, quien a su llegada se atribuyó una completa independencia alegando que era un delegado de la Dirección General de Seguridad. Los asuntos de policía quedaron desde entonces totalmente en sus manos, hasta el punto de que el comisario jefe de Murcia despachaba con él directamente. Posteriormente retiró de la comisaría a un número considerable de agentes para ponerlos a sus órdenes directas. Estos agentes, calificados como de confianza, fueron presentados al nuevo gobernador civil, Antonio Pretel (de la UGT pero también comunista).

Torrecilla fue acusado de emplear métodos brutales con los detenidos, y de llevarlos a cabo en locales no oficiales. Los detenidos fueron apaleados, a consecuencia de lo cual algunos tuvieron que ser hospitalizados. Otros, tras sufrir los malos tratos, fueron finalmente puestos en libertad por resultar inocentes. Torrecilla se defendió de las quejas de los agentes disconformes, amenazándoles: constantemente se vanagloriaba de «que a él, que había dado 160 paseos a agentes de los antiguos, no le asustaría hacer lo mismo con alguno que le fallara, pues él era capaz de mandar a un agente a un servicio y que éste no volviera»[88]. Para redondear el cuadro, se sospechaba igualmente que pudiera haber irregularidades en la requisa de cantidades en metálico y alhajas.

Los socialistas manejaron el conflicto recurriendo a dos vías: por una parte, propusieron al PC una reunión conjunta con UGT y la JSU para publicar una nota en la que se rechazaran los abusos y a sus autores, a los que se negaba cualquier apoyo; por otra, movilizaron al ministro de la Gobernación. El director general de Seguridad, Wenceslao Carrillo, llamó al comisario de policía de Valencia, verificando la información de la denuncia y significándole que no estaba dispuesto a tolerarlo. Mientras tanto, Torrecilla cometió un error fatal: sus hombres realizaron dos docenas de detenciones, y entre los apresados se encontraba el cuñado de un destacado socialista murciano. Las averiguaciones pertinentes llevaron a concluir que estos presos se hallaban en una casa de la calle de la Frenería donde eran objeto de malos tratos y donde al parecer se les tenía encerrados en un habitáculo reducido.

La Agrupación Socialista de Murcia puso el grito en el cielo y decidió, tirando por elevación, convertir el escándalo en un motivo para forzar el desplazamiento del gobernador civil. En una reunión con el PC que se celebró el día 5, los socialistas transmitieron su malestar por las detenciones y, en general, por el mantenimiento de una comisaría clandestina al servicio particular de este partido. Sugirieron que se tomaran medidas antes de que el asunto saliera envenenado a la opinión pública. La misma protesta se elevó al gobernador Pretel por parte de Fernando Piñuela, secretario general del PS murciano[89]. Aquella misma noche el presidente de la Casa del Pueblo aconsejó a Pretel la dimisión para evitar males mayores.

El día 6, cumpliendo las órdenes del director general de Seguridad, se liberó a los detenidos encerrados en la calle de Frenería trasladándolos a comisaría. Las evidencias de maltrato que mostraban los presos acentuaron la hostilidad de la población contra el gobernador, a quien se consideró políticamente responsable. Pretel puso tierra por medio momentáneamente, mientras que el órgano de la CNT comenzó una campaña contra él con profusión de aspectos truculentos[90]. Durante el día 6 de abril, Piñuela sugirió dos veces al PC el sacrificio de Pretel, sin que los comunistas accedieran a lo propuesto. El día 9 se reunió el Frente Popular, acordando solicitar del fiscal la depuración de los hechos. En esta ocasión, los socialistas y la UGT decidieron no forzar públicamente la situación frente al PC en aras de «la armonía de ambos partidos». Pero en privado, en una reunión conjunta nocturna, manifestaron su decisión de lanzar una nota de prensa rompiendo toda solidaridad con el gobernador, que había regresado ese día, si no declinaba el cargo. La JSU, de mayoría socialista, ya tenía redactada una nota análoga y subordinaba su publicación a que de la reunión saliera la dimisión de Pretel.

Los comunistas dijeron que tenían que consultar. De madrugada manifestaron que Pretel se marchaba, y que se disimularía su dimisión diciendo que había sido llamado por el ministro de la Gobernación. El día 10, Piñuela marchó a Alicante para dar cuenta a Lamoneda y a Llopis de la delicada situación política, y el 11 se acordó solicitar a Galarza un gobernador socialista. El ministro se comprometió a que en el siguiente Consejo de Ministros se haría la propuesta de un gobernador socialista para Murcia y uno comunista para Jaén. Se manejaron los nombres de Lamoneda y Pascual Tomás. Mientras tanto, el vicepresidente del Consejo Provincial, Norberto Pérez Sánchez, encargado interinamente del Gobierno Civil, ya había cortado la campaña de prensa anarquista que, por los tintes que había adquirido, estaba contribuyendo al «desprestigio de las organizaciones antifascistas de la capital y al envalentonamiento de la quinta columna».

Para sorpresa de todos y con profunda indignación de los socialistas murcianos, el día 13 por la noche volvió Pretel a la ciudad. Piñuela declinó toda responsabilidad ante Galarza, convocó al PC y anunció que publicaría la nota de condena que no se había publicado con anterioridad. En última instancia, Pretel continuó en el cargo hasta su sustitución por el socialista Vicente Sarmiento Ruiz, el 13 de julio de 1937[91].

Las polémicas en torno a los casos Cazorla y Pretel compartieron unas mismas bases: una, de carácter estratégico, giró en torno a las concepciones contrapuestas acerca de cómo debía funcionar la justicia en tiempos de guerra. El Socialista expresó su postura en un editorial:

Los delincuentes deben y pueden ser juzgados exclusivamente por los Tribunales adecuados. Y el fallo que los Tribunales dicten es el único que debe regir. No se nos acobarda el ánimo a la idea de que pueda dictarse una sentencia de muerte. Nos asusta, en cambio, pensar que unos cuantos facinerosos, se llamen como se llamen, constituidos en Comité de Salud Pública, se dediquen por su cuenta a aplicar sanciones que ningún organismo oficial ha refrendado. Ni admitimos la posibilidad de que haya servicios policiacos que funcionen al margen de las autoridades del Gobierno a pretexto —suponemos que el pretexto será ese— de que es menester limpiar la retaguardia[92].

El órgano comunista, por su parte, sostuvo una posición distinta, más próxima a la consideración de una justicia de excepción que la socialista, anclada aún en el legalismo de preguerra:

No llevan razón quienes se lamentan de que se agudice el celo de las autoridades de Orden Público. A nosotros nos parece bien —como ideal— que no haya presos gubernativos. Pero nos parece mejor que no haya un solo fascista en libertad de acción. Cierto que hay Tribunales Populares. Mas no se olvidará que los Tribunales precisan pruebas materiales. Y ya tienen mucho cuidado [los enemigos] de que no existan pruebas para condenarlos. Y cuando existe la convicción de que un individuo es enemigo de nuestra causa, corresponde a las autoridades impedir que desarrolle su actividad. ¿Vigilándolo? La guerra no permite estos lujos. Las leyes de la guerra son otras. O se le detiene o se le envía a batallones de fortificación. Eso es lo que recomienda el Ministro de Gobernación. Eso es lo que hace el Consejero de Orden Público, camarada Cazorla… Son medidas de guerra y, por añadidura, legalidad republicana y revolucionaria[93].

Es cierto que la concepción de la vigilancia sobre la quinta columna sostenida por Cazorla, por ejemplo, excedía los límites garantistas defendidos por los socialistas y por la actitud filantrópica del anarquista Melchor Rodríguez. Pero también lo es que la aplicación de una política persecutoria más estricta acabó con el coladero de fugas hacia la otra zona en que se habían convertido extensas zonas del frente central, uno de cuyos casos emblemáticos fue la de Ramón Serrano Suñer, que pudo escapar a Salamanca, vía Bayona, donde se puso al servicio de la superación del «Estado campamental» reinante en la zona facciosa y sentó las bases de la institucionalización de la dictadura franquista.

El ingrediente de la polémica fue de naturaleza táctica, y pivotó sobre las disputas partidistas acerca de la titularidad de los gobiernos civiles, máxime cuando se agudizaron las diferencias entre los comunistas y los seguidores de Caballero. En los casos de Albacete y Murcia no puede dejar de rastrearse la labor de Martínez Amutio y de Piñuela, que tanto se significarían durante los últimos compases de la contienda en la articulación de una alternativa anticomunista y antinegrinista para la consecución de un armisticio. El caso de Cazorla, de nuevo, ilustraría al final de la contienda el grado de desagregación al que llegaron las fuerzas del Frente Popular, tomando como piedra de escándalo las atribuciones sobre el control del orden público en fecha tan tardía como enero de 1939. Cazorla fue denunciado por las organizaciones integrantes del Frente Popular de Guadalajara, donde fue destinado como gobernador civil, por su política de nombramiento para puestos de responsabilidad de agentes afines y el desplazamiento de elementos incómodos. El incidente fue la excusa para la exclusión de los comunistas del Frente Popular provincial, y el pretexto para la detención del gobernador, a manos de los hombres de Cipriano Mera, en los convulsos momentos iniciales del golpe de Casado[94].

Las tensiones acumuladas durante la «primavera caliente» de 1937 estaban a punto de condensarse en una tormenta de carácter general. Sobre la ineficacia de la gestión gubernamental en la dirección de la guerra, en la centralización de la economía, y en el aseguramiento del orden en la retaguardia se insertó el estallido del levantamiento barcelonés. El 27 de abril cayó acribillado en Molins de Llobregat Roldán Cortada, dirigente de la UGT catalana y del PSUC. Una semana después fueron detenidos por estos hechos ocho miembros de la CNT[95]. Para entonces, en las calles de Barcelona se estaba dirimiendo el episodio que iba a precipitar la caída del gobierno de Largo Caballero, la entrada en una nueva fase de la reconstrucción de la autoridad del Estado republicano y el periodo de apogeo de la presencia comunista.