2. Una fuerza marginal: los primeros años del PCE (1920-1932)

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Una fuerza marginal: los primeros años del PCE (1920-1932)

LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE de 1917 y la toma del poder por los bolcheviques en Rusia se convirtió en el tema central de debate y en la línea de definición de las posiciones del movimiento socialista en toda Europa a comienzos de los años veinte. A la Internacional Obrera Socialista (IOS) —o Segunda Internacional—, desacreditada por no haber sabido detener la guerra que había conducido a la masacre a la clase trabajadora europea entre 1914 y 1918, se oponía la nueva Internacional Comunista (IC) —la Comintern o Tercera Internacional—, que agrupaba en su seno a los simpatizantes de la revolución soviética. Como otros partidos socialistas europeos, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) se planteó en su congreso de 1919 la decisión sobre la adhesión a la Comintern, aprobando una resolución transaccional en la que, abogando por la existencia de una sola Internacional y el mantenimiento del PSOE dentro de la socialista, se acordó enviar una delegación al siguiente congreso de Ginebra con el mandato de solicitar que se adoptaran medidas para llegar a la fusión de ambas Internacionales. A propuesta del veterano líder Isidoro Acevedo se añadió una enmienda proponiendo que si no se alcanzaba la unificación, el PSOE pediría su ingreso en la Internacional Comunista. La resolución fue aprobada por 14 010 votos contra 12 497.

En 1920 las Juventudes Socialistas decidieron no aguardar más y se constituyeron en Partido Comunista español (PC). Los partidarios de la línea tercerista dentro del PSOE prefirieron esperar a la convocatoria del congreso extraordinario en abril de 1921 que, tomando como base los informes de Daniel Anguiano y Fernando de los Ríos sobre su viaje a la URSS, decidiría sobre la aceptación o no de las veintiuna condiciones de adhesión impuestas por la Comintern, que implicaban la sujeción a la estrategia mundial de la IC, la ruptura total con el reformismo, y la adopción de un modelo de partido de vanguardia, centralizado y sometido a una disciplina cuasimilitar, cuyas filas habrían de ser sometidas a una depuración sistemática y periódica. El congreso extraordinario se clausuró con la derrota de las tesis terceristas por 8808 votos contra 6025[1]. A la vista de ello, la minoría decidió separarse y fundar el Partido Comunista Obrero Español (PCOE). Un año después, y por orden de la Internacional, ambos grupos se fusionaron para crear el Partido Comunista de España (PCE).

Los años iniciales del movimiento comunista estuvieron marcados por el radicalismo izquierdista del nuevo partido. Como recordaba un veterano portugués de aquellos mismos años, eran

sacerdotes de una nueva Orden, impregnados de férreo espíritu sectario [y con un] alto sentido de solidaridad entre nosotros y una marcada tendencia para considerar como enemigos a todos los que no formaran parte de la Orden. Contábamos con certezas indudables, científicas, a largo plazo; los inconvenientes no contaban. La victoria sería nuestra. Porque éramos comunistas, porque éramos jóvenes[2].

Fue esta una época de extensión de la violencia a la práctica cotidiana de las organizaciones políticas y sindicales. Óscar Pérez Solís, atrabiliario personaje de origen militar, pasado al socialismo, primero, y al comunismo después, señaló que la violencia «no era un arma que esgrimiese un solo partido, pues, desde la extrema derecha a la extrema izquierda, no se reparaba en procedimientos de combate cuando las pasiones se encrespaban a impulsos del odio político o del odio de clases»[3]. En torno a Pérez Solís se formó un grupo de jóvenes cuya formación política era tan escasa como intensa su vocación por la acción directa. Su propia biografía revela la deriva de raíz soreliana que teñía la actuación política de una parte importante de esta generación: Solís fue en su juventud capitán de artillería, expulsado del ejército en 1913 tras afiliarse al PSOE en Valladolid. Su conversión al obrerismo se debió a la relación sentimental mantenida con un recluta de su regimiento, un joven anarquista andaluz. Desterrado de Valladolid a causa de sus enfrentamientos con el caciquismo local, Prieto le llevó a Bilbao. Identificado, en principio, con el ala derecha del partido, se opuso inicialmente al ingreso del PSOE en la Tercera Internacional. En el congreso de 1920 condenó abiertamente la decisión adoptada por las Juventudes Socialistas de convertirse en Partido Comunista español. Sin embargo, en el tercer congreso extraordinario (1921) se mostró, de forma sorpresiva, partidario de los terceristas. Su estancia en el País Vasco lo había radicalizado: abandonó la influencia moderada de Prieto y se alineó junto a su adversario en el socialismo vizcaíno, Facundo Perezagua. Su afán de liderazgo se vio colmado al ser encargado de dar lectura al manifiesto de escisión del grupo tercerista fundador del Partido Comunista Obrero Español. La Federación Vizcaína socialista, que le había comisionado para que la encabezara en el congreso, denunció la ruptura de su mandato representativo. Desde entonces el nuevo grupo comunista de Bilbao mantuvo relaciones sumamente hostiles con los socialistas.

En los años siguientes, fusionados ya el PC y el PCOE por orden de la Comintern, Solís fue elevado al puesto de secretario general del Partido Comunista de España en julio de 1923, siendo cooptado como miembro del ejecutivo de la Internacional Comunista en julio de 1924. Su estrategia para compensar la debilidad relativa de los comunistas frente a los socialistas consistió en la creación de un núcleo de «hombres de acción», al estilo anarquista[4].

Cuando el propio Solís volvía la vista hacia aquellos años recordaba que los grupos de jóvenes comunistas se encontraban «contaminados de los métodos sindicalistas», tendían al desencadenamiento de numerosas huelgas inoportunas, frustradas en su logro por el planteamiento de objetivos maximalistas y el desarrollo de comportamientos extremadamente violentos. La aureola con que se rodeaba a los sindicalistas de Barcelona sedujo a los grupos de jóvenes comunistas; los métodos anarcosindicalistas aparecían de hecho ante sus ojos como la manifestación de lo más genuinamente revolucionario, y el ansia de ser más revolucionarios que los anarquistas condujo, en algunos casos, a ir tan lejos como ellos en el empleo de esos métodos, como, por ejemplo, las «expropiaciones» de cajas fuertes en bancos y empresas a punta de pistola. No faltaba para ello el referente justificador de lo que había hecho Stalin durante sus primeros años de militancia para contribuir a las finanzas del partido ruso[5], aunque, años después, al dirigente comunista Vicente Uribe no dejaban de parecerle comportamientos rayanos en la delincuencia común:

Algunos —señalaba Uribe— empezaron a «trabajar» por su cuenta y alardeaban de sus «hazañas» en los barrios altos de Bilbao que tienen la misma significación que los barrios bajos de Madrid. La mayor parte de ellos no trabajaban o trabajaban muy poco y estaban desligados del grueso de la clase obrera a la que esta clase de hazañas le producían muy mal efecto y no las aprobaban[6].

Hasta tal punto habían calado entre los jóvenes comunistas los métodos de los que García Oliver denominaba «los reyes de la pistola obrera» que Bilbao, sede de una de sus organizaciones más importantes, se situó en cabeza en cuanto al número de atentados per cápita —solamente superada en términos absolutos por la capital catalana— en los años previos a la dictadura de Primo de Rivera[7]. Caracterizaba además a los jóvenes comunistas un izquierdismo a ultranza que les llevó, en algunos casos, a poner en cuestión al mismísimo fundador del estado soviético:

El último folleto de Lenin contra los extremistas —sostenía Andrade en agosto de 1920— es abominable… Lenin está dando armas a nuestros enemigos. Con esa obra en la mano [se refería a El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo], si los centristas españoles no fueran tan brutos e incultos, podrían desacreditarnos ante la clase obrera española. Pero menos mal que por ahora ni siquiera saben que se ha publicado. De todo esto el responsable es el intrépido Radek. Pero nosotros no pensamos someternos[8].

La exhibición del radicalismo adquiría toques jocosos de provocación cuando se disponía de auditorios predispuestos a dejarse épater: Merino Gracia dio una conferencia en el Ateneo de Madrid en mayo de 1920, haciendo gala de que no acudía a tan docta casa para convencer a nadie «porque eran inconvencibles», sino a disfrutar de la ocasión de penetrar en el hogar de la ciencia burguesa y aprovecharse «de las bibliotecas que la burguesía inconsciente nos abre para aprender a destruir el actual sistema económico del capitalismo»[9].

El peso del extremismo y el recurso a los métodos violentos de actuación se prolongó durante años y dejó profundas huellas de carácter sectario en la formación de los primeros militantes comunistas. Todavía en los tiempos inaugurales de la República recordó Uribe cómo en su primer contacto con el Comité de Radio de la zona minera, muy importante por el número de afiliados y porque estaba enclavado en pueblos de influencia comunista, asistió a una reunión en la que el secretario, un tal Martín, apodado «Petaca»,

empezó preguntando a los asistentes cómo está la cuestión de las pistolas, cuántas balas tenían en depósito, si ya se habían preparado las bombas de que habían hablado. Es decir, el Comité de Radio se ocupaba en primer lugar y exclusivamente en aquel caso, por lo que me pude enterar después, de hacer la revisión de los pertrechos de guerra. Este era realmente el trabajo principal del Comité de Radio, además de cobrar las cotizaciones. «Petaca» tenía gran autoridad porque había estado algunos años preso en el penal de Burgos a causa de un hecho donde habían hablado las pistolas.

Uribe achacó el aislamiento y la debilidad del partido en estos años al radicalismo infantil de las nuevas generaciones incorporadas a él, cuyas prácticas chocaban, además, con la vieja cultura política de los escasos dirigentes veteranos, formados en la vieja escuela socialista. Frente a la orientación hacia la actividad política de los mayores, los jóvenes que arribaron a comienzos de los años veinte al partido bajo el hechizo del ejemplo bolchevique oponían rasgos tomados del sindicalismo revolucionario: la espontaneidad, la indisciplina, la violencia y un cierto instinto apolítico. El extremismo conducía a casos como el de la agrupación comunista de Sestao, donde

se pasaron varios días discutiendo si aceptaban las condiciones de vida legal del Partido, es decir, las posibilidades de trabajo legal y abierto que se podía realizar durante el régimen monárquico constitucional, porque muchos lo consideraban atentatorio a la dignidad de revolucionario aceptar y aprovecharse de las pocas libertades que concedía la monarquía. No queremos nada concedido por la burguesía, decían, se lo arrancaremos, como si lo poco logrado hasta entonces no fuese también arrancado y logrado después de decenas de años de lucha de la clase obrera y de las fuerzas democráticas españolas.

En cualquier caso, los comunistas participaban de una violencia que, como ya se señaló más arriba, se encontraba presente en el ambiente desde tiempo antes a su irrupción en la vida política. El rasgo peculiar de Vizcaya es que esa violencia no se ejercía preferentemente, como en el caso de Barcelona, contra representantes de la patronal o sicarios parapoliciales, sino que era una violencia interna, de competencia por el dominio sindical entre las distintas ramas del movimiento obrero.

Leandro Carro, que se incorporaría al movimiento comunista en los años veinte, rememoró varios casos de confrontación entre socialistas y anarquistas en los tensos días de 1919 en los que, a raíz del congreso de La Comedia —celebrado en este teatro madrileño por la Confederación Nacional del Trabajo (CNT)—, los anarcosindicalistas pretendieron extender su influencia a Euskadi, disputándole la base social a la Unión General de Trabajadores (UGT). Entre el 15 y el 20 de agosto de 1919, por ejemplo, los anarquistas convocaron una huelga general en la empresa siderometalúrgica de Echevarría, en Bilbao, cuyo sindicato estaba controlado en su mayoría por los socialistas. El motivo esgrimido era protestar contra la represión patronal desencadenada en Barcelona desde el triunfo de la huelga de La Canadiense. El comité del sindicato convocó una asamblea que presidió Leandro Carro, en la que la mayoría socialista acordó volver al trabajo a la mañana del día siguiente. Los anarquistas replicaron que «estaban dispuestos a mantener la huelga ocho días, pues tenían las “pipas” aceitadas». Carro replicó que tuvieran en cuenta que había más «pipas» que las suyas y, al día siguiente, los obreros se presentaron al trabajo bajo la protección de los socialistas, que como Carro se encargaba de subrayar, no iban «descalzos» (esto es, desarmados). Mediaron algunas provocaciones entre partidarios y contrarios a la huelga, que dieron lugar a pequeñas refriegas, pero los trabajadores se incorporaron al trabajo. Los anarquistas intentaron ajustar cuentas con Carro dos meses más tarde, y tomando por él a un tal Alonso, le tirotearon cuando se dirigía al anochecer por la orilla de la ría camino de la Casa del Pueblo. Aquella misma noche, los socialistas batieron las calles de Bilbao al grito de ¡Viva la UGT! y ¡Mueran las provocaciones! en busca de simpatizantes anarquistas, a los que golpearon en represalia.

En otra ocasión, a principios de 1921, y ya militando en el comunismo, el grupo de Carro se enfrentó a otro venido de Barcelona «para imponernos por la fuerza el anarcosindicalismo»:

Nosotros nos enteramos de ello y fuimos a la calle del Gimnasio, donde estaban reunidos. Llamamos, no nos abrieron, y aquí fuimos más anarquistas que todos ellos. Saltamos la cerradura de la puerta a tiros; ellos contestaron cerrados en una habitación que daba a un patio trasero, y nosotros hicimos lo mismo con la segunda puerta; mas el tiempo perdido en la refriega antes de poder estar frente a frente y al descubierto, lo aprovecharon para tirarse al patio y escapar. Así y todo cogimos a tres medio destrozados del golpe que se dieron, les llevamos a un lugar fuera de allí, y de tal medio les cantamos las cuarenta, diciéndoles que estábamos dispuestos a terminar con todos ellos si no se iban a todo correr al lugar de donde vinieron, que al primer tren de la noche salían todos para Barcelona, diciendo que les habían engañado sus compañeros de Bilbao. Después de esto no nos volvieron a molestar más, ni los de fuera ni los de Bilbao, pues comprendieron que las uvas estaban verdes[10].

La pugna entre comunistas y socialistas no fue menos violenta. En abril de 1922 los comunistas convocaron una huelga general de mineros contra la rebaja de los salarios, a la que los socialistas se oponían. José Bullejos, que años más tarde sería secretario general del PCE, dirigió un discurso a los huelguistas desde el balcón de la Casa del Pueblo de Gallarta y, cuando se retiraba camino de Ortuella para coger el tren de regreso a Bilbao, fue tiroteado por cinco individuos que le habían seguido durante todo el día, resultando herido de extrema gravedad, a resultas de lo cual quedó lisiado de una pierna[11]. Los enfrentamientos entre comunistas y socialistas fueron moneda corriente desde los primeros tiempos de la escisión. Ya en el congreso de 1920 los altercados salpicaron las sesiones tormentosas que precedieron a la formación del Partido Comunista. Como rememoraba Juan Andrade en correspondencia con el internacionalista Geers:

Las imprecaciones a Besteiro y Caballero eran estruendosas. Llegamos en algunas ocasiones a las manos. [Fabra] se encaró conmigo y me preguntó: «¿Quién es usted?». Yo le respondí: «El que le dice a usted todas las semanas en El Comunista las verdades, y que le insulta a usted ahora en su cara». Y acompañé los insultos con un puñetazo. Aquello fue Troya… [A Manuel Llaneza, teniente de alcalde en Asturias] Luis Portela, con voz estentórea, le gritó: «¡Deja la vara y vete a la mina!»… Indalecio Prieto nos increpó. Nosotros, al darnos cuenta, le insultamos atrozmente[12]

El choque más sangriento entre ambas corrientes tuvo lugar en noviembre de 1922, con motivo de la reunión en la Casa del Pueblo de Madrid del XV Congreso de la UGT, en el que se iba a discutir la adhesión del sindicato a la Profintern (Internacional Sindical Roja, afecta a la Internacional Comunista). Los debates se desarrollaron en un clima de creciente crispación hasta que en un momento se escucharon disparos y un albañil socialista cayó herido de muerte. Testigos presenciales acusaron a Merino Gracia del crimen, si bien parece que el disparo mortal lo realizó un joven comunista bilbaíno, guardaespaldas de Pérez Solís. En cualquier caso, el desgraciado incidente fue tomado por los socialistas como argumento para la exclusión de la UGT de todos los sindicatos liderados por comunistas, abriéndose así un periodo de duras pugnas por el control de las organizaciones y de las casas del pueblo entre ambas corrientes[13].

En este contexto, para garantizar el reclutamiento de nuevos militantes aguerridos y dispuestos a todo, se recurrió a métodos aberrantes como los que el propio Vicente Uribe denunció años más tarde:

[Hacia 1923] Formado el grupo juvenil en Baracaldo, buscábamos miembros y cuando ya estaban «maduros» les proponíamos matar al jefe de la guardia municipal, que era el tipo más odiado del pueblo. Si aceptaban entraban en la Juventud, si no, dábamos largas al asunto y estudiábamos sus características de supuesta valentía… No hace falta extenderse sobre su repercusión en cuanto al reclutamiento, que era muy escaso. Al proceder a poner las condiciones antedichas queríamos poner a prueba a través de propuestas extravagantes y falsas, si ya estaban duros y dispuestos a todo por la Juventud Comunista.

El prurito revolucionario arrastró a los comunistas a la exteriorización de las actitudes favorables a la violencia o les erigió en audaces dirigentes de conflictos laborales de cierta envergadura, pero incapacitados para arrancar logros de corto alcance mediante la negociación: «El extremismo más extremo —recordaba Uribe— era el considerado como el más revolucionario… Negociar aparecía como una traición, hacer como los socialistas, y esto por nada del mundo se podía hacer entonces».

AÑOS DE PLOMO Y REJAS (1923-1931)

La dictadura de Primo de Rivera, surgida, entre otras razones, con el pretexto de sofocar los efectos del violento enfrentamiento entre patronal y sindicatos, llevó al PCE a la clandestinidad, acentuando sus rasgos de radicalización y sectarismo. En una región tan proletarizada como Vizcaya, el número de afiliados al partido en 1927 era de unos ciento cincuenta, y el de la Juventud Comunista de menos de cien. Las fuerzas eran tan menguadas que el aparato dirigente se encubría clandestinamente como parte integrante de un equipo de fútbol, el Oriente CF[14].

Los comunistas habían adoptado el modelo organizativo de células en fábricas y centros de trabajo. Frente a la organización territorial, propia del socialismo legal —o tolerado— y articulada en torno a la Casa del Pueblo, la célula comunista de empresa estaba pensada para mantener la relación orgánica con los militantes en el lugar de trabajo, al margen de que las autoridades decidiesen clausurar los locales sindicales y los centros obreros. Hernández lo argumentó, años después, en vísperas de los acontecimientos de octubre de 1934:

Si… se organizara a los trabajadores en sus fábricas y en los talleres, en los comercios y en las oficinas… si hubieran estado constituidos los comités de fábrica y de taller… la medida represiva hubiera sido impotente, inútil. Porque es en los lugares de trabajo donde la burguesía asienta su fuerza, su economía, donde nosotros debemos oponerle nuestra fuerza. Y el día que suene la hora de la batalla, el triunfo nos costará poco esfuerzo conseguirlo, porque habremos logrado levantar las barricadas de la revolución en el corazón de las fortalezas del enemigo[15].

Sin embargo, para otros, como Juan Andrade, la sustitución de la agrupación territorial, donde los acuerdos se tomaban por decisión de las asambleas de militantes, por la organización celular fabril fue una consecuencia más del proceso de estalinización y liquidación de la democracia interna del partido.

En cualquier caso, la escasa proyección del partido apenas había permitido ampliar su base desde los primeros tiempos: la casi totalidad de estos militantes, según Uribe, «estaban en él desde el momento de su fundación». El partido carecía prácticamente de plataformas de expresión: su primer órgano oficial, La Antorcha, estaba suspendido, y los pocos números legales que pudieron aparecer del Joven Obrero, editado en Bilbao, fueron retirados por la policía.

Bajo la dirección de José Bullejos, Gabriel León Trilla, Manuel Adame y Etelvino Vega, el PCE se debatía entre el radicalismo, el voluntarismo, las confrontaciones personalistas intestinas y una deficiente praxis conspirativa. La Juventud Comunista operó durante todo este tiempo como el brazo ejecutor de la política más radical del partido. Algunos críticos posteriores de este periodo imputaron a la influencia de Bullejos la apuesta de las Juventudes por el activismo violento y maximalista, pero este no fue un rasgo exclusivo de la organización comunista española.

En aquel periodo inicial, las Juventudes Comunistas no eran aún la mera sección juvenil de los partidos comunistas adultos. Bien al contrario, en muchas ocasiones eran difíciles de controlar ideológicamente, se comportaban como un pequeño partido comunista autónomo, aceptando a regañadientes las directivas de los adultos. Las juventudes cultivaban una identidad propia, con orgullo organizativo fuerte, consustancial a un movimiento que hacía del culto a la juventud una de sus banderas. Como contrapartida, constituían el sector más dinámico de la organización comunista, el más aguerrido y dispuesto a la lucha, se encontraban en la vanguardia del combate político y a ello se debía que aportaran el mayor contingente de detenidos y presos[16]. La mayoría de sus miembros eran jóvenes obreros, aprendices y empleados que se implicaban en un estilo global de vida difícil y peligrosa, portadora del futuro y dispuesta a todo por la revolución. Las juventudes estaban integradas por la primera generación formada ya políticamente en el propio ideario comunista, sin ligaduras a la cultura socialista que aún teñía las mentalidades y las actitudes de los adultos que habían participado en la escisión tercerista. Fue por ello por lo que se convertirían posteriormente en un bastión para la bolchevización y estalinización de los respectivos partidos comunistas, y en una fértil cantera de futuros dirigentes.

En 1927, con motivo del intento de desencadenar una huelga general en Asturias, se produjo la caída más importante del aparato comunista bajo la dictadura de Primo de Rivera[17]. Prácticamente toda la dirección del partido y de las juventudes fue procesada por intento de rebelión contra la seguridad del Estado, ingresando en prisión, donde permaneció hasta la caída del dictador.

El sectarismo y el incremento de la represión policial, que logró en varias ocasiones la caída de las direcciones de la Juventud Comunista y del partido al completo, contribuyeron a que disminuyera el número de militantes de ambas organizaciones, especialmente entre quienes habían militado desde los primeros momentos. El cerco a que era sometida la organización excitaba, por otra parte, los recelos de quienes escapaban a las redadas, incrementando su aislamiento. Muestra de ello y, a la vez, de la fragilidad ante la infiltración que padecía en estos momentos la organización comunista, se deduce del siguiente episodio. Cuando Gabriel León Trilla llegó a España, procedente de París, para hacerse cargo de la dirección del PCE, designó miembro de la dirección de la Juventud a Uribe, quien no dudaba en confesar que entonces «no tenía ni la preparación, ni el conocimiento, ni experiencia para poder tratar de cuestiones importantes con organizaciones del Partido». Aun así, a finales de 1927 fue enviado a Asturias para que la dirección local le informara de la situación en esta importante región. Uribe llegó a Oviedo, se presentó en los lugares apropiados y estableció contacto con el Comité Regional, residente en Turón, tres de cuyos miembros se entrevistaron con él. Trilla no le había dado ninguna credencial que facilitara su reconocimiento, por lo que Uribe, como precaución, se fabricó una como miembro de la dirección de la Juventud, firmada por él mismo. Establecido el contacto, los miembros del Comité Regional de Asturias le llevaron en plena noche al monte Naranco. Allí le acribillaron a preguntas, empezando por exigirle un documento que acreditara su personalidad y el carácter de enviado de la dirección del partido:

Les entregué la [credencial] hecha por mí, me dijeron quién es Mario el firmante de la misma, les dije, un camarada de la dirección de la Juventud. Después de unas horas me dicen, te hemos traído aquí al monte Naranco en plena noche porque teníamos sospechas y si se hubieran confirmado te hubiéramos liquidado aquí mismo, el término que emplearon sin tapujos fue «te matamos». Vuélvete a Vizcaya, no te decimos nada del Partido y dile a Trilla que venga él, que tenemos muchas cosas que arreglar.

Que un perfecto desconocido lograra romper la prevención inicial de todo un Comité Regional mediante la exhibición de una rudimentaria credencial falsificada por él mismo no habla precisamente muy bien de la calidad conspirativa de las organizaciones comunistas en aquel periodo.

«¡ABAJO LA REPÚBLICA BURGUESA

La proclamación de la República sorprendió a Bullejos, Etelvino Vega y Jesús Hernández en Madrid, adonde habían llegado la víspera de las elecciones municipales, procedentes de Valencia tras la realización de una brevísima campaña electoral. El día 14, un reducido grupo de comunistas —que apenas llegaba al centenar— encabezado por los tres dirigentes citados se encaminó hacia el Palacio Real para quitar la bandera monárquica y sustituirla por la roja con la hoz y el martillo, mientras proferían consignas contra la «República burguesa» y a favor de un gobierno de obreros y campesinos, siendo recibidos con hostilidad por la mayoría de los manifestantes que aclamaban enfervorizadamente al nuevo régimen[18].

Pese a todo, la instauración de la República trajo consigo el retorno del PCE a la legalidad, aunque muy menguado en sus fuerzas. En zonas industriales de tradicional implantación comunista en otras épocas, como Vizcaya, los datos eran reveladores: en Baracaldo, por ejemplo, el número de afiliados ascendía a quince; la Juventud Comunista contaba con setenta u ochenta adherentes. Y las perspectivas apuntaban a que el único refuerzo provenía de sectores que ya habían militado anteriormente en las filas del partido, pero no se crecía en nuevos sectores sociales. La mayor parte de los electores que depositaron su voto para las candidaturas comunistas en las elecciones constituyentes, afirmaba Uribe, «eran obreros que habían pasado por el Partido o por la Juventud y que, a través de todas las vicisitudes, se mantenían en una actitud de fidelidad revolucionaria para el Partido». El PCE podía contar entonces con una militancia estimada de 4950 miembros en todo el territorio nacional.

En las elecciones a Cortes Constituyentes del 28 de junio de 1931 los resultados estuvieron en relación con la magnitud del partido. Los sufragios en España oscilaron entre los 53 000 que apunta Javier Tusell y los 190 065 de otros autores, como Comín Colomer, cantidad que puede considerarse desproporcionada sin temor a equivocarse. En cualquier caso, el PCE no obtuvo en este periodo representación parlamentaria.

La recomposición de fuerzas se realizó poco a poco, y en ello ostentaron un papel de liderazgo de nuevo las Juventudes Comunistas. Hacia finales de 1931 el número de afiliados en Vizcaya sumaba casi los setecientos, agrupados la mayor parte en células de empresa; la Juventud tenía más afiliados que el partido y en varias fábricas tenía su propia organización juvenil. En Guipúzcoa rondaban los ciento cincuenta, repartidos en las agrupaciones de San Sebastián, Rentería, Pasajes e Irún. La agrupación de Éibar ostentaba un carácter especial: era la encargada de proporcionar armas, sustraídas de la fábrica, a los militantes de Vizcaya. En Santander había un grupo muy heterogéneo, al que un tal Lorite, «con una bata blanca y delante de un tablero daba lecciones de comunismo». En Reinosa radicaba un fuerte grupo en la fábrica de armas, casi todos jóvenes, y alguno más en Torrelavega. En el Astillero, importante centro industrial, se padeció la ruptura de la organización por las divergencias con los trotskistas. En Navarra y La Rioja la presencia era casi testimonial.

Sin embargo, lo reconstruido tan trabajosamente fue pronto desbaratado por las consecuencias de la crisis económica, cuyos efectos llegaron a España en 1931. Los despidos masivos, que se generalizaron desde octubre de ese año, resultaron muy perjudiciales para la captación de nuevos militantes y para el sostenimiento en las filas del partido y de la Juventud de los veteranos despedidos. Como consecuencia de ellos, el trabajo y la influencia de los comunistas en las fábricas disminuyeron.