VIII

Aquella mañana comenzó también para Michkin bajo la influencia de sentimientos penosos, que se podían atribuir, desde luego, a su estado de enfermedad. Pero, ello aparte, sentía una vaga tristeza que le inquietaba más que ninguna otra cosa.

No le faltaban, ciertamente, motivos de disgusto en el terreno de los hechos positivos; pero todas las circunstancias dolorosas que su memoria podía recordar, no alcanzaban a explicar lo infinito de su melancolía. Su ataque de la víspera había sido leve, y no le quedaban de él otras reliquias que una hipocondría acentuada. Alguna pesadez en la cabeza y cierto dolor en los músculos. Poco a poco arraigó en él la convicción de que aquel mismo día iba a producirse un algo indefinible que sería decisivo en su existencia. Observaba la imposibilidad de recuperar su calma por sí solo. Pero, aparte la congoja de su alma, su cerebro trabajaba con lucidez. Levantóse tarde y evocó en seguida la noche anterior. Sus recuerdos eran claros, aunque incompletos; pero no había olvidado que sobre media hora después del ataque le condujeron a su casa. Supo que los Epanchin habían enviado ya a preguntar por él. A las once y media llegó un nuevo emisario y Michkin se sintió contento de aquel interés. Una de las primeras visitas que recibió fue la de Vera Lebedievna, que acudía a ofrecerle sus servicios. Cuando le vio, la joven rompió a llorar. El príncipe se esforzó en consolarla y de improviso, afectado por la pena de la joven, tomó su mano y se la besó. Vera se puso muy encendida.

—¿Qué hace usted, qué hace? —exclamó, asustada, retirando vivamente la mano.

Y se alejó a toda prisa, con extraña turbación. En el curso de su breve visita, Vera había tenido tiempo de contar al príncipe que Lebediev, a primera hora de la mañana, había corrido a casa del «difunto», como llamaba al general, para informarse de si había fallecido durante la noche. La joven añadió que los médicos suponían a Ivolguin poco tiempo de vida. Poco antes del mediodía, Lebediev regresó a su casa y entró en las habitaciones de Michkin, «pero sólo un momento, para informarse de su preciosa salud», etc. Quería también dirigir una ojeada a su «armario». El príncipe se apresuró a permitirle marchar, pero, aun así, Lebediev, antes de irse, le interrogó acerca del ataque de la víspera, aunque debía conocer el asunto detalladamente. Luego llegó Kolia, también por un instante, y en su caso con razón. Estaba muy inquieto y sombrío. Sus primeras palabras fueron para conjurar a Michkin a que le revelase cuanto le ocultaba. Además, añadió, lo había sabido casi todo el día antes.

Michkin relató la historia con la mayor exactitud posible, aunque intercalando en su relato la expresión de su profunda simpatía. Kolia, herido como un rayo, no pudo contener silenciosas lágrimas. El pobre mozo acababa de experimentar una de esas impresiones que no se olvidan jamás y señalan una época en la vida. Michkin, comprendiéndolo, se esforzó en hacer resaltar ante su joven amigo la forma en que él enjuiciaba el episodio.

—Según creo —manifestó—, el ataque que ha puesto en peligro la vida del general procede sobre todo del terror que le ha causado su falta, lo cual acredita en verdad un alma poco vulgar.

Los ojos de Kolia relampaguearon.

—Gania, Varia y Ptitzin son unos malvados. No pienso reñir con ellos, pero desde ahora ellos y yo seguiremos caminos diferentes. ¡Qué sensaciones he experimentado desde ayer, príncipe! ¡Qué lección para mí! Ahora me hago cargo de que estoy obligado a mantener a mi madre. Es verdad que Varia le da casa y comida, pero…

Acordóse de que le esperaban, se levantó, pidió apresuradamente a Michkin informes sobre su salud, y cuando los hubo conocido dijo bruscamente:

—¿No hay más? He oído decir que ayer… Pero no tengo el derecho de… De todos modos, si necesita usted en cualquier caso un servidor leal, aquí lo tiene. Ninguno de los dos somos felices, príncipe… ¿verdad que no? No le pregunto, dispense… No quiero preguntarle…

Cuando Kolia se fue, Michkin se absorbió por completo en sus reflexiones. En torno suyo sólo advertía anuncios de desgracia: todos extraían conclusiones, todos parecían saber alguna cosa que él ignoraba. Lebediev inquiría, Kolia osaba alusiones directas, Vera lloraba… Al cabo agitó el brazo, con enojo, como para repeler aquellas ideas. «¡Al demonio estas malditas sensibilidad y desconfianza!», Y su semblante se iluminó cuando, pasada una hora, vio entrar a las Epanchinas. Venían, según dijeron, «por un minuto», y en efecto permanecieron allí muy poco tiempo.

Después de comer, la generala se había levantado declarando que iban a salir a dar un paseo. Aquella proposición, formulada tan seca, decisiva y perentoriamente, equivalía a una orden. Así, pues, salieron todos, es decir, la madre, las hijas y el príncipe Ch. Lisaveta Prokofievna inició la marcha en dirección opuesta a la usual. Sus hijas comprendieron de qué se trataba, pero se abstuvieron de comentarlo, por no irritar a su madre. Ésta, como para substraerse a reproches u objeciones, caminaba delante de todos sin volver la cabeza. Al fin Adelaida se permitió un comentario:

—Éste no es un paso de paseo. Maman va demasiado de prisa; es imposible seguirla.

—Ahora pasamos delante de su casa —dijo Lisaveta Prokofievna, volviéndose con vivo movimiento—. Piense lo que piense Aglaya, pase lo que pase después, el príncipe no es un extraño para nosotros. Además, ahora está enfermo y se siente desgraciado. Voy a pasar un momento a visitarle. Quien quiera, que venga. Los demás pueden seguir su camino.

Como era de esperar, todos la siguieron. Michkin se deshizo en excusas por lo del jarrón y por la escena en general.

—No tiene importancia —dijo la Epanchina—. No lo siento por el jarrón; lo siento por ti. Tú mismo reconoces que has dado un escándalo. Por algo se dice que «la mañana es más razonable que la noche». Pero no importa: todos se hacen cargo de que no se puede ser exigente contigo. Ea, hasta la vista… Pasea un rato, si te sientes con fuerzas y acuéstate pronto: es el mejor consejo que puedo darte. Y si el corazón te lo dicta, vuelve a casa como antes. Quiero que sepas, de una vez para siempre, que, pase lo que pase, tú serás siempre el amigo de nuestra familia, o al menos mío. De mí, respondo.

Las jóvenes asintieron calurosamente a las palabras de su madre. Pero en aquella afectuosa solicitud no dejaba de existir un matiz cruel en el que la generala no había reparado. En la invitación a visitarlas «como antes» y en aquel «al menos mío», se encerraba una especie de advertencia profética. Michkin reflexionó en la actitud de Aglaya durante la visita. Al entrar y al salir, la joven le había dirigido una sonrisa encantadora, pero sin pronunciar una palabra, ni aun cuando su madre y hermanas hacían protestas de amistad. No obstante, le había mirado dos veces con mucha atención. El rostro de Aglaya, más pálido que otras veces, delataba una noche de insomnio. Michkin resolvió visitarlas por la tarde, «como antes», y miró febrilmente el reloj. Tres minutos justos después de la marcha de las Epanchinas entró Vera.

—León Nicolaievich: Aglaya Ivanovna me ha dado en secreto un recado para usted.

—¿Una nota? —preguntó el príncipe, temblando.

—No, un encargo de palabra. No ha tenido tiempo para más. Le ruega que esté usted en su casa durante todo el día y que no se mueva de aquí hasta las siete de la tarde… o hasta las nueve… No estoy segura de la hora.

—¿Y qué significa eso?

—No lo sé. Sólo puedo decirle que me ha ordenado formalmente darle este encargo.

—¿Se ha expresado así? ¿Ha dicho «formalmente»?

—No, no ha empleado esa palabra. Apenas si tuvo tiempo de llamarme aparte para darme el recado. Pero yo me dirigí en seguida hacia ella y… Se notaba en su cara que me daba una orden formal. Me miró de un modo que me hizo sentir dolor en el corazón.

Michkin hizo algunas otras preguntas a Vera, pero no pudo saber más, y ello aumentó su inquietud. Ya solo, tendióse en el diván y meditó. «Quizás esperan a alguien —se dijo— y no quieren que yo vaya antes de las nueve para que no vuelva a hacer absurdos en público». Y tras este pensamiento se consagró a esperar la noche y mirar el reloj. La explicación del misterio se produjo mucho antes de lo que él pensaba, pero planteó un enigma aún más inquietante que el primero.

Media hora después de que marcharan las Epanchinas, se presentó Hipólito, tan extenuado y rendido que, antes de proferir una palabra, se dejó caer literalmente en un sillón, como si le faltase el conocimiento. Luego sufrió un violento acceso de tos, acompañado de esputos de sangre. Sus ojos brillaban; manchas rojas encendían sus mejillas. Michkin balbució algunas palabras que el enfermo dejó sin contestación, limitándose a agitar un brazo durante largo tiempo, como pidiendo que se le dejara tranquilo. Al fin la tos cedió.

—Me voy —murmuró al fin, con ronca voz.

—Yo le acompañaré, si quiere —ofrecióle el príncipe. Y esbozó un movimiento para levantarse; pero inmediatamente recordó que se le había prohibido salir. Hipólito rio.

—No me voy de su casa —repuso con voz jadeante—. Por el contrario, he querido venir a verle, y a propósito de una cosa importante. De lo contrario, no le hubiera molestado. Quiero decir que me voy en definitiva. Esta vez creo que es de verdad, cosa hecha… Créame que no se lo digo para excitar su compasión. Hoy me acosté a las diez con el propósito de esperar en la cama «el momento», pero luego cambié de idea y me levanté para venir a verle. Lo cual significa que se trata de una cosa importante.

—Me duele verle así. Debió usted mandarme llamar en vez de venir en persona.

—Déjese de eso. Usted me compadece y, por lo tanto, ya cumple con las exigencias de la cortesía mundana. ¡Ah, me olvidaba! ¿Cómo está usted?

—Bien. Ayer tuve… Pero fue poca cosa.

—Ya lo había oído decir. Rompió usted un jarrón de China. ¡Cuánto siento no haber estado presente! Pero ¡voy a lo mío! En primer lugar le diré que he tenido el gusto de asistir a una entrevista de Aglaya Ivanovna y Gabriel Ardalionovich en el banco verde. Y he comprobado con admiración el aspecto absurdo que puede tener un hombre en esos casos. Así se lo he hecho observar a Aglaya Ivanovna personalmente después que él se marchó. Veo, príncipe, que no se asombra usted de nada —añadió, examinando con desconfianza el rostro sereno de su interlocutor—. Se dice que el no asombrarse de nada es prueba de gran inteligencia, pero, a mi juicio, puede también ser prueba de gran estupidez. Dispénseme… Pero no me refiero a usted. Tengo poca fortuna hoy en mis expresiones.

—Ayer yo sabía ya que Gabriel Ardalionovich… —articuló Michkin, con visible turbación, pese a que Hipólito se sintiese molesto por la poca sorpresa que su interlocutor manifestaba.

—¡Lo sabía! ¡Magnífica noticia! Pero no le preguntaré cómo lo ha sabido… ¿Y no ha sido testigo de la entrevista de hoy?

—Puesto que estaba usted allí, le consta que yo no me hallaba presente.

—Podía haberse ocultado detrás de un matorral… En todo caso, el desenlace de esto me fue muy agradable, pensando en usted. Yo me había figurado que Gabriel Ardalionovich iba a llevarse el gato al agua.

—Le ruego que no me hable de eso, Hipólito, y menos en esa forma.

—Tanto más cuanto que ya lo sabe todo.

—No es cierto. No sé casi nada y Aglaya Ivanovna supone que no sé nada. Incluso he ignorado hasta ahora esa entrevista de la que me habla usted… Pero dejemos eso…

—¿Sabía usted o no sabía?… ¿En qué quedamos? ¡Deje eso! No sea usted tan confiado. Sobre todo, si no sabe nada. ¿Sabe usted, o sospecha al menos, lo que se proponían aquellos dos hermanos? Bien, prescindo de comentarlo —dijo al advertir en Michkin un gesto de impaciencia—. Yo he venido acerca de un asunto particular… y quiero… explicarme sobre él. Es preciso explicarse antes de morir. ¡El diablo me lleve si no tengo muchas explicaciones que dar! ¿Quiere usted oírme?

—Hable; le escucho.

—Vaya, otra vez he cambiado de idea. Empezaré por Gania. ¿Querrá usted creer, príncipe, que también yo había recibido una cita para hoy en el banco verde? No quiero mentir: yo mismo había solicitado la entrevista, ofreciendo, en cambio, revelar un secreto. No sé si llegué muy pronto o no, pero el caso es que cuando acababa de sentarme junto a Aglaya Ivanovna vi llegar a Gania del brazo de su hermana. Andaban con naturalidad como si fuesen de paseo. Creo que se extrañaron mucho al verme allí. No lo esperaban, y el hallarme les hizo perder la serenidad. Aglaya Ivanovna se inmutó y, aun cuando usted no lo crea, le aseguro que se ruborizó vivamente. ¿Se debería ello a mi presencia o al efecto que le produjo la belleza de Gabriel Ardalionovich? Lo cierto es que se puso muy encarnada y que todo concluyó en un instante y de una manera bastante absurda. Se levantó a medias, y después de corresponder al saludo del hermano y a la sonrisa lisonjera de la hermana les dijo: «Sólo quería expresarles personalmente la satisfacción que me causan sus sentimientos sinceros y amistosos, y decirles que, si se presenta la ocasión de recurrir a ellos, pueden estar seguros de que…». Y con esto les hizo una reverencia, y ellos se fueron. No sé si anonadados o triunfantes. Gania se sentía aniquilado, de seguro. No se daba cuenta de nada y estaba rojo como una langosta. ¡Qué cara tan especial ponía a veces! Pero Bárbara Ardalionovna debió de comprender que convenía marcharse en seguida, y que tal entrevista en sí representaba mucho ya en Aglaya Ivanovna. Sin duda fue consolando a su hermano por el camino. Es más inteligente que Gania y tengo la certeza de que se siente triunfante. En cuanto a mí, había acudido con objeto de estipular las condiciones de una entrevista entre Aglaya Ivanovna y Nastasia Filipovna.

—¡Y Nastasia Filipovna! —exclamó Michkin.

—Veo que pierde usted su flema y empieza a extrañarse. Compruebo con placer que tiene usted sentimientos de hombre. Le recompensaré diciéndole una cosa que le divertirá. ¿Quiere creer (¡lo que es prestar servicios a estas señoritas de alma elevada!) que me ha asestado hoy mismo un bofetón?

—¿Mo… moral? —preguntó Michkin.

—Sí; no físico. No creo que haya nadie capaz de levantar la mano sobre mí. En mi estado, ni una mujer, ni Gania siquiera, serían, según me parece, capaces de golpearme. No obstante, ayer hubo un momento en que temí que Gania me agrediera… ¿Apuesta algo a que sé lo que está usted pensando? Pues sé que usted se dice ahora: «Cierto, no se le puede pegar; pero sí ahogarle mientras duerme con una almohada o con un lienzo mojado… Y no se puede, sino que se debe…». Lo leo en su cara…

—¡Jamás he pensado tal cosa! —protestó el príncipe, indignado de semejante sospecha.

—No sé… Esta noche he soñado que me ahogaban con un lienzo húmedo… Y el hombre era Rogochin. ¿Qué le parece? ¿Será posible ahogar a una persona con un lienzo mojado?

—Lo ignoro.

—He oído decir que se puede. Pero dejemos eso. ¿Por qué me considerarían un chismoso? ¿Por qué me ha acusado hoy de serlo Aglaya Ivanovna? Pero (¡lo que son las mujeres!) le advierto que me ha dirigido esa acusación después de escucharme atentamente todo lo que le dije y hasta de haberme preguntado. Y ha sido por quien he entrado en relación con el interesante Rogochin, como también por complacerla le he arreglado una entrevista con Nastasia Filipovna. ¿Se habrá ofendido porque le dije que se conformaba con las «sobras» de Nastasia Filipovna? Confieso que nunca he dejado de presentarle la cosa así, pero ha sido en su propio interés. Le he escrito dos veces en tal sentido, y en la entrevista de hoy me he expresado igual. Empecé por decirle que eso era humillante para ella… La palabra «sobras» no es mía: me he limitado a repetir lo que en casa de Gania se dice a cada momento. La misma Aglaya Ivanovna lo ha reconocido. Luego, ¿por qué soy un chismoso ante sus ojos? Ya veo que se hace usted cruces viéndome y apuesto a que me aplica esos estúpidos versos: «Acaso brille aún, en mi última hora —su sonrisa de amor, en adiós postrimero…». ¡Ja, ja, ja!

Hipólito rio nerviosamente, un violento acceso de tos cortó su hilaridad. Con voz que brotaba de su garganta a muy duras penas, continuó:

—Note que Gania resulta muy gracioso al hablar de «sobras», porque ¿a qué otra cosa aspira ahora él?

Michkin guardó silencio largo rato. Estaba asustado. Al fin murmuró:

—¿Hablaba usted de una entrevista con Nastasia Filipovna?

—Pero ¿ignora usted realmente que ella y Aglaya Ivanovna van a verse hoy? Nastasia Filipovna ha venido adrede de San Petersburgo. A través de Rogochin, he hecho que llegase a ella la invitación de Aglaya Ivanovna. En el momento presente se encuentra con Rogochin, no muy lejos de aquí, en casa de Daría Alexievna, una señora que por cierto me parece bastante equívoca… Y es en esa casa equívoca donde Aglaya Ivanovna se avistará hoy con Nastasia Filipovna para resolver diversos problemas. Quieren ocuparse en Aritmética. ¿No lo sabía? ¡Palabra de honor!

—¡Es inverosímil!

—Todo lo inverosímil que usted quiera. Realmente, no tenía usted motivos para haberlo averiguado. Pero es un sitio tan pequeño éste, donde ni una mosca puede volar sin que todos lo sepan… De todos modos, le he advertido. Debía usted darme las gracias. Hasta la vista… que será probablemente en el otro mundo… Una cosa más: he obrado, respecto a usted, de un modo canallesco, porque… Aunque, en fin de cuentas, ¿por qué habría yo de perjudicarme, quiere decírmelo? En beneficio suyo, ¿no? Bien: he dedicado mi «explicación» a Aglaya Ivanovna (¿No lo sabía usted tampoco?), y hay que ver cómo la ha recibido. ¡Ja, ja, ja! Pero con ella no he procedido canallescamente; no tengo nada de qué reprocharme, no, y ella, en cambio, me ha vilipendiado y ofendido… En realidad tampoco tengo nada de qué reprocharme con usted, porque si he hablado de esas «sobras» a Aglaya Ivanovna a fin de hacerla sentirse avergonzada de su amor, en cambio le revelo a usted ahora el día, lugar y hora de esa cita, y le descubro todo el misterio. Claro que lo hago con mala intención y no por magnanimidad. En fin: estoy hablando tanto como un charlatán… O como un tísico. Y ahora escúcheme: si quiere merecer el apelativo de hombre, tome sus medidas sin perder un minuto. La entrevista está marcada para esta tarde.

Hipólito se dirigió a la puerta, pero oyendo al príncipe llamarle, se detuvo en el umbral. Michkin le preguntó:

—¿Dice que Aglaya Ivanovna se verá con Nastasia Filipovna en casa de Daría Alexievna?

En las mejillas y la frente del príncipe aparecían vivas manchas rojas. Hipólito volvió la cabeza y repuso:

—No lo sé con certidumbre; pero es probable. No puede ser de otro modo. Nastasia Filipovna no puede ir a casa del general Epanchin. Ni tampoco les cabe verse en casa de Gania, porque hay un muerto…

—Eso mismo prueba que la cosa es imposible —dijo Michkin—. ¿Cómo va a salir Aglaya Ivanovna, aun suponiendo que se lo proponga? No conoce usted… las costumbres de su casa. No puede ir sola a ver a Nastasia Filipovna. Es absurdo.

—Escúcheme, príncipe. No es corriente saltar por las ventanas, pero si sobreviene un incendio el caballero más correcto y la dama más recatada saltan por una ventana, ¿verdad? La necesidad es ley, y por tanto esa señorita irá hoy a casa de Nastasia Filipovna. ¿Acaso en esa familia no permiten moverse a las muchachas?

—No quiero decir eso…

—Pues si no quiere decir eso, ella no necesita más que bajar la escalera e irse… y puede, si quiere, no volver a su casa más. Hay veces en que uno quema sus navíos y resuelve no volver a casa de sus padres. Los almuerzos, las comidas y los príncipes Ch. no son toda la vida. Creo que toma usted a Aglaya Ivanovna por una chiquilla de un colegio. Así se lo he dicho, y ella es de mi opinión. Espere a las siete o a las ocho. En el caso de usted yo estaría de centinela allí hasta que la viese bajar los escalones. Por lo menos encargue a Kolia que lo haga. Lo realizará con gusto, tratándose de usted… Todo es relativo… ¡ja, ja, ja!

Hipólito salió. Michkin no tenía precisión de hacer espiar a Aglaya, aun cuando hubiese sido capaz de semejante cosa. Ahora se explicaba por qué la joven le había ordenado quedarse en casa. Tal vez quisiera irle a ver después, o impedirle intervenir en el paso que proyectaba dar. Esta última conjetura era tan verosímil como la primera. Michkin sintió vértigo: la estancia parecía girar en torno suyo. Tendióse en un diván y cerró los ojos. En todo caso, Aglaya había tomado una decisión definitiva. No, el príncipe no la consideraba una colegiala. Comprendía ahora que llevaba mucho tiempo inquieta y aguardando algo por el estilo. Pero ¿por qué quería Aglaya ver a la otra? Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Michkin. Tenía fiebre otra vez.

¡No la consideraba una niña, no! Últimamente ciertas palabras y miradas de la joven le habían espantado. A veces le parecía notar que ella era demasiado dueña de sí misma, y recordaba ahora que el percibirlo le había asustado en más de una ocasión. Cierto que en los últimos días se había esforzado en olvidar aquello, en alejar todos los pensamientos penosos, pero a la sazón había de preguntarse qué era lo que ocultaba aquel alma. A pesar de la credulidad de su amor, aquella pregunta le atormentaba hacía tiempo. Y he aquí que ahora se disipaban todas las dudas, se desvanecían todas las incertidumbres. ¡Terrible idea! Y luego «aquella mujer…». ¿Por qué imaginaba siempre Michkin que ella aparecía en el último momento para destrozar su existencia como si fuese un hilo pasado? Pese a su semidelirio, casi se sentía inclinado a creer que había pensado siempre lo mismo. Si últimamente había tratado de olvidar a Nastasia Filipovna, era únicamente porque la temía. Pero ¿la odiaba o la amaba? Ni una sola vez se lo preguntó durante aquel día: su corazón estaba puro. Sabía que la amaba… Aquella entrevista singular, cuyas causas le eran desconocidas y cuyo desenlace no podía prever, no era lo que más le asustaba. No, temía a Nastasia Filipovna por sí misma. Más adelante, pasados varios días, recordó que en aquellas horas febriles no había cesado ni un solo momento de figurarse los ojos, la mirada, las palabras de aquella mujer. Incluso creía oírla proferir extrañas frases. Pero tales horas de fiebre y angustia dejaron escasas huellas en su memoria. Apenas evocó luego que Vera le había llevado algo de comer. Sólo le constaba que durante la tarde no tuvo otra impresión neta sino la de que Aglaya había, en un momento dado, aparecido en la terraza. El príncipe, que se hallaba tendido en un diván, se levantó y atravesó la estancia para ir al encuentro de la joven. Eran las siete y cuarto. Aglaya vestía con sencillez y al parecer se había arreglado de prisa. Su rostro estaba pálido y sus ojos relucían con brillo vivo y seco, mostrando una expresión desconocida para Michkin. Le miró atentamente.

—Veo que está usted preparado, vestido para salir y con el sombrero al alcance de la mano. ¿Quién le ha prevenido? ¿Hipólito?

—Sí —balbució el príncipe, más muerto que vivo—. Me indicó…

—Vamos. Ya sabe usted que preciso su compañía. Supongo que estará en condiciones de salir…

—Sí, pero ¿es posible…?

Se interrumpió y no supo decir más. No hizo nuevas tentativas para convencer a la insensata joven y la siguió como un esclavo. Pese a la confusión de sus ideas el príncipe comprendía que, de no acompañarla, ella acudiría sola a la cita, y por consecuencia su deber consistía en ir con ella. No osó luchar contra una decisión que juzgaba irrevocable. Apenas cambiaron una palabra mientras andaban. Michkin advirtió que su compañera conocía bien el camino. Cuando le proponía seguir una calle menos frecuentada, ella respondía con sequedad: «No importa».

Al acercarse a casa de Daría Alexievna, que era un edificio de madera viejo y grande, salían de ella una dama elegante y una muchacha joven. Ante la puerta esperaba un coche magnífico. Las dos mujeres subieron a él, riendo y hablando en voz muy alta, sin mirar siquiera a los que se acercaban, como si no los viesen. Cuando el carruaje se fue, la puerta se abrió. Michkin y Aglaya fueron recibidos por Rogochin, quien esperaba ya su llegada. Una vez dentro, Rogochin cerró apresuradamente la puerta.

—Estamos solos los cuatro en la casa —dijo, mirando a Michkin con extraña expresión.

En la primera estancia los aguardaba Nastasia Filipovna, muy sencillamente ataviada, con un vestido negro. Se levantó al entrar los visitantes, pero sin sonreír ni siquiera tender la mano a Michkin. Su mirada fija e inquieta se posó en Aglaya. Ambas se acomodaron a cierta distancia una de otra. Aglaya en un diván del rincón, Nastasia Filipovna junto a la ventana. Los dos hombres quedaron en pie; nadie los invitó a sentarse. Michkin fijó en Rogochin una mirada perpleja y angustiada. Parfen Semenovich conservaba su extraña sonrisa. El silencio se prolongó algunos instantes.

De pronto, los rasgos del semblante de Nastasia Filipovna adquirieron una expresión siniestra. Sus ojos, ahora tenaces, rencorosos y duros, parecían clavarse en el rostro de Aglaya. Ésta se hallaba confusa, sin duda, pero no intimidada. Al entrar no miró apenas a su rival y, al sentarse, inclinó la vista y así permaneció, como si no supiese decidirse a empezar. Dos veces, involuntariamente al parecer, miró en torno suyo y su rostro manifestó un disgusto muy intenso, como si temiese contaminarse allí. Arreglóse el vestido con ademán maquinal y en un momento determinado incluso cambió de postura y se apartó más en el diván. Probablemente todo aquello era más inconsciente que meditado, pero esa misma inconsciencia lo hacía más ofensivo. Al fin contempló con resolución a Nastasia Filipovna y en el acto leyó claramente cuanto expresaban los ojos ardientes de su rival. La mujer comprendía a la mujer. Aglaya se estremeció.

—Sabe usted seguramente… por qué la he invitado… a esta entrevista, ¿verdad? —comenzó en voz baja e insegura. Incluso se interrumpió dos veces antes de concluir tan breve frase.

—No sé nada —respondió Nastasia Filipovna con voz seca.

Aglaya se ruborizó. Quizás el hecho de encontrarse con «aquella mujer» en la casa de «aquella otra mujer» le pareciera de improviso tan extraño, tan inverosímil, que necesitase, por decirlo así, la respuesta de su interlocutora. Apenas su antagonista abrió la boca, un estremecimiento recorrió el cuerpo de la visitante. «Aquella mujer» lo notó perfectamente.

—Usted lo comprende todo, aunque finge a propósito no comprenderlo —dijo Aglaya, bajando la voz todavía más y mirando al suelo con aire sombrío.

—¿Por qué había yo de hacer semejante cosa? —repuso Nastasia Filipovna, con leve sonrisa.

La contestación de Aglaya fue torpe y por demás grotesca.

—Quiere usted abusar de mi situación, de mi presencia en su casa…

—Si se halla en tal situación, la culpa es suya y no mía —respondió con violencia Nastasia Filipovna. No soy yo quien ha solicitado esta entrevista, sino usted. Y hasta ahora ignoro con qué objeto.

Aglaya alzó la cabeza y adoptó un talante altivo.

—Refrene la lengua. Usted sabe manejar esa arma mejor que yo y no me propongo mantener con usted un combate de ese género.

—Pero en todo caso, por lo que dice parece que viene a entablar un combate. Yo creía que usted era más… espiritual.

Miráronse con enemistad recíproca y ya franca. Una de aquellas mujeres era la misma que poco atrás había escrito a la otra las cartas que conoce el lector. Y he aquí que, en su primer encuentro, a las palabras iniciales que cambiaron, todos sus sentimientos se desvanecían. Sin embargo, ninguno de los allí reunidos pareció considerarlo extraño. La víspera, Michkin hubiera juzgado imposible y absurda semejante escena, y ahora, empero, estaba allí, mirando y escuchando con el aire de un hombre que ve realizarse un antiguo presentimiento. El sueño más disparatado habíase convertido de repente en la más tangible realidad. Una de aquellas mujeres despreciaba a la cara de tal modo, y deseaba decírselo con tanto afán (acaso no hubiese acudido más que para eso, como opinó Rogochin al día siguiente), que la otra, a pesar de su carácter extravagante, su espíritu descarriado y su alma enferma, hubo de prescindir de toda idea que pudiese haber concebido de antemano, al hallarse con el amargo desprecio, genuinamente, de su rival. Michkin tenía la certeza de que Nastasia Filipovna no hablaría de las cartas, y hubiera dado la mitad de su vida porque Aglaya hiciese lo mismo.

La joven pareció recobrar su aplomo.

—No me ha entendido usted. No he venido aquí para que disputemos, aunque reconozco que no la estimo. He venido para… para que hablemos como seres humanos. Cuando le pedí la entrevista, había decidido ya de qué le hablaría y lo que había de decir aun cuando usted no me comprendiese en absoluto. Ello será peor para usted, no para mí. Deseo contestarle en persona a lo que me decía en sus cartas, porque me parece más adecuado hacerlo así. Escuche, pues, mi contestación: yo empecé por compadecer al príncipe León Nicolaievich desde el mismo día en que le conocí, y más aún cuando supe lo que había sucedido en casa de usted. Le compadecí porque es un hombre muy cándido y en su ingenuidad creyó posible ser feliz con… una mujer de semejante carácter. Lo que yo temía ha sucedido: usted no ha podido amarle, le ha hecho sufrir y al fin le ha abandonado. Y no puede amarle porque es usted demasiado orgullosa… Me engaño: no orgullosa, sino vanidosa… Y también esta expresión resulta inexacta. Es usted egoísta hasta la locura, y las cartas que me ha escrito lo demuestran. Ni le es posible amar a un hombre tan inocente como éste. Acaso, en el fondo, le desprecie y se burle de él. Usted no ama más que a su oprobio, la constante idea de que está usted deshonrada y de que hay una persona que tiene la culpa. Si su deshonra no fuera tan grande o se sintiera usted de pronto libre de ella, sería más infeliz.

Aglaya se complacía en sus palabras y hablaba con extrema volubilidad. Cuanto decía habíalo preparado de antemano, incluso, antes de que soñara siquiera en semejante cita. Sus ojos seguían, ávidos y aviesos, el efecto, que tales frases producían en la interpelada. Ésta oyéndola, había cambiado de expresión.

—¿Recuerda usted —continuó Aglaya— que el príncipe me escribió cuando vivía con usted? Según él dice, usted conoce la carta. Al recibirla, lo comprendí todo muy bien. Y hace poco él me ha confirmado, palabra por palabra, lo que acabo de decir. Después de la carta, esperé. Yo adivinaba que usted volvería, porque no puede prescindir de San Petersburgo. Es usted demasiado joven y bella para vivir en provincias. Esta expresión no es propia —dijo Aglaya ruborizándose, sin que tornara ya a recobrar sus colores naturales durante toda la conversación—. Cuando volví a ver al príncipe participé de todo corazón en su dolor y ofensa. No se ría, no se ría: es usted indigna de comprender esto. —Bien ve que no me río— contestó Nastasia Filipovna con acento severo y entristecido.

—De todos modos, no me importa. Puede reír cuanto quiera. Cuando interrogué al príncipe me dijo que no la amaba hacía tiempo, que incluso el recordarla le era penoso, pero que se compadecía de usted y al recordarla sentía el corazón desgarrado. Debo añadir que este hombre es el más noble, ingenuo y confiado que he conocido jamás. Desde que le vi adiviné que era capaz de ser engañado por el primero que le hablara, y además capaz de perdonar a todo el que le engaña. Por eso le he amado…

Aglaya se interrumpió por un momento, preguntándose con asombro cómo había emitido semejante palabra. Pero a la vez un infinito orgullo resplandecía en su mirada. Parecía tenerle sin cuidado que «aquella mujer» se mofase de la confesión que acababa de escapársele.

—Ya he dicho cuanto deseaba decir. ¿Ha comprendido lo que espero de usted?

—Acaso —repuso Nastasia Filipovna—. Pero no obstante, dígalo.

Aglaya, con el rostro inflamado por la ira, pronunció con tono firme, recalcando mucho las palabras:

—Quiero preguntarle con qué derecho interviene usted en mis sentimientos, con qué derecho se permite escribirme, con qué derecho declara usted a cada instante al príncipe y a mí, que le ama, después de haberle abandonado de manera tan ofensiva e innoble.

—No le he dicho ni a él ni a usted que le amo —repuso con esfuerzo Nastasia Filipovna—… y es cierto que le he abandonado —añadió con voz casi ininteligible.

—¿Cómo que no? ¿Y sus cartas? —replicó Aglaya con violencia—. ¿Quién le ha pedido que se mezcle en nuestros asuntos? ¿Por qué me excita a casarme con él? ¿Por qué se obstina en imponernos su mediación? Al principio pensé que usted, entrometiéndose así, deseaba hacer que yo le odiase y rompiera con él. Pero luego he comprendido la verdad. Usted se figura que con todas esas extravagancias realiza usted una buena acción. Dígame: ¿puede acaso amar a un hombre cuando ama tanto su propia vanidad? ¿Por qué no se ha marchado usted tranquilamente en vez de escribirme esas cartas ridículas? ¿Por qué no se casa usted con el hombre magnánimo que tanto la ama y le ha hecho el honor de pedir su mano? La respuesta es muy sencilla: una vez casada con Rogochin, dejaría de ser usted una mujer envilecida e incluso alcanzaría una posición honrosa en la sociedad. Eugenio Pavlovich dice que usted ha leído mucha poesía y que es «demasiado instruida para su situación». Él la considera una víctima de las lecturas y de la ociosidad. Añada a eso su vanidad, y todo queda claro.

—Y usted, ¿no es una ociosa?

Como se ve, la explicación entre las rivales degeneraba inopinadamente en violenta disputa. Decimos inopinadamente porque Nastasia Filipovna, al dirigirse a Pavlovsk, acariciaba todavía ciertos sueños aun cuando, ello aparte, más bien recelase una entrevista tormentosa que lo contrario. Pero Aglaya se había dejado arrastrar por la impetuosidad de su carácter y no supo negarse a la satisfacción de dar expresión a sus sentimientos. La propia Nastasia Filipovna se extrañó al ver el arrebato de la joven. Mirábala no queriendo creer en lo que sucedía e incluso se sintió llena de desconcierto. Fuese que hubiera leído demasiada poesía como juzgaba Radomsky, o que estuviese loca, según estimaba el príncipe, aquella mujer, a veces tan cínica e insolente en sus maneras, era en el fondo, mucho más púdica, tierna y confiada de lo que pudiera suponerse a primera vista. Cierto que existían en ella aspectos fantásticos, quiméricos y novelescos; pero poseía también energía y profundidad de carácter. Michkin, comprendiéndolo, no pudo ocultar el sufrimiento que le embargaba. Aglaya se estremeció de cólera al advertirlo.

—¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo? —dijo con infinito desdén contestando a la observación de Nastasia Filipovna.

—Debe haberme entendido mal —repuso Nastasia Filipovna, sorprendida—. ¿De qué modo le he hablado?

—Si era usted una mujer honrada, ¿por qué no abandonó a su seductor con sencillez y sin escenas teatrales? —preguntó Aglaya bruscamente.

—¿Y quién es usted ni qué sabe de mí para juzgar de mi situación? —replicó Nastasia Filipovna, pálida y temblorosa.

—Sé que no abandonó a Totsky para ponerse a trabajar, sino que fue con el opulento Rogochin para adoptar aires de ángel caído. ¡No me hubiera extrañado que Totsky hubiese sido hasta capaz de suicidarse para huir de semejante ángel caído!

—¡Basta! —atajó Nastasia Filipovna con voz dolorida y disgustada—. Usted me mira como si fuese… la doncella de Daría Alexievna, que ha ido a reclamar ante el jurado contra su novio… Pero esa misma mujer me comprendería mejor que usted.

—Que yo sepa, quien usted dice es una muchacha honrada y vive de su trabajo. ¿Por qué considera a una doncella con ese desprecio?

—Mi desprecio no se refiere al trabajo, sino a usted cuando habla del trabajo.

—Si usted hubiese querido ser honrada, se habría dedicado a lavandera.

Las dos se levantaron y se miraron cara a cara. Estaban palidísimas.

—¡Cállese, Aglaya! ¡Es usted muy injusta! —exclamó Michkin, fuera de sí.

Rogochin no sonreía ya. Escucliaba atentamente apretando los labios, con los brazos cruzados.

—¡Miren, miren qué señorita! —dijo Nastasia Filipovna, estremeciéndose de ira—. ¡Y yo que la tenía por un ángel! ¿Ha venido usted sin institutriz, Aglaya Ivanovna? ¿Quiere usted que le diga, en el acto y sin rodeos, por qué ha venido aquí? Pues ha venido porque tiene miedo…

—¿Miedo de usted? —repuso la joven, profunda e ingenuamente extrañada al oír a su interlocutora hablarle con tal atrevimiento.

—Sí, de mí. Cuando se ha decidido a visitarme, es porque me teme. A quien se teme no se le desprecia. ¡Y pensar en lo mucho que la he apreciado hasta hace un momento! ¿Sabe usted por qué me teme y cuál es ahora su finalidad principal? Usted ha querido saber en persona cuál de nosotras dos ama más al príncipe, porque está usted horriblemente celosa…

—Él mismo me ha dicho que la odiaba… —articuló Aglaya con dificultad.

—Es posible… Quizá yo no merezca… Pero creo que miente usted. ¡Él no ha podido decir semejante cosa! De todos modos, teniendo en cuenta… su situación, estoy dispuesta a perdonarla. Sólo que tenía mejor opinión de usted; le aseguro que le creía más inteligente… e incluso más hermosa. Ea, llévese su tesoro. Ahí le tiene, mirándole embobado. Lléveselo, pero con una condición: que se vaya de aquí inmediatamente. ¡En el acto!

Dejóse caer en una butaca y estalló en llanto. De improviso una nueva llama se encendió en sus ojos. Levantóse y clavó en Aglaya una mirada obstinadamente fija.

—¿Quieres que le dé una orden? ¿Oyes? Me bastará mandárselo y se quede conmigo para siempre. Basta que se lo mande para que nos casemos. ¡Y tú volverás sola a tu casa! ¿Quieres verlo, quieres? —gritó enloquecida, trémula y desencajada.

Era posible que ni ella misma se hubiese juzgado capaz de semejante lenguaje. Aglaya, aterrorizada, corrió hacia la puerta. Pero se detuvo en el umbral, inmóvil como clavada en tierra, y escuchó.

—¿Quieres ver cómo echo de aquí a Rogochin? Creías que ya me había casado con él para complacerte, ¿eh? Pues voy a ordenar a Rogochin que se vaya y luego diré al príncipe: «Acuérdate de lo que me has prometido». ¡Dios mío! ¿Por qué me ha humillado de este modo ante esta gente? ¿No me has dicho, príncipe, que te casarías conmigo, que no te importaría nada de nada, que no me abandonarías jamás, que me amabas, que me lo perdonabas todo y que me esti… me esti…? ¡Sí, lo has dicho! No huí de tu lado sino para devolverte tu libertad. ¡Pero ahora no quiero dejarte libre! ¿Quién es esa mujer para tratarme como a una perdida? ¡Pregunta a Rogochin si soy una perdida! ¿Serás capaz, León Nicolaievich, ahora que esa mujer me ha puesto como un trapo delante de ti, de salir del brazo de ella? ¡Maldito seas si lo haces! Porque eres el único hombre en quien he creído… ¡Vete, Rogochin, no te necesito! —gritó casi inconsciente.

Las palabras surgían con trabajo de su garganta, su rostro estaba descompuesto, sus labios ardían. Era notorio que no creía ni por asomo en lo que decía, pero se obstinaba en engañarse y prolongar su ilusión por un segundo más. Michkin tuvo la impresión de que aquel arrebato tan violento podía incluso costar la vida a Nastasia Filipovna.

—¡Mírale! —gritó ella a Aglaya, señalando al príncipe con el dedo—. Si no me prefiere en el acto, si no opta por mí… llévatelo, te lo cedo.

Las dos mujeres esperaban, fijando en Michkin las miradas de sus ojos extraviados. Es probable, e incluso seguro, que él no comprendiese toda la emoción de aquella llamada. Sólo reparó en el ser loco y desesperado que tan dolorosa impresión le produjera siempre, como había dicho una vez Aglaya. No pudo contenerse más y dirigiéndose a la joven dijo, mostrándole a Nastasia Filipovna:

—¿Es posible? ¡Con una mujer tan desgraciada!

No pudo continuar. Enmudeció bajo la tremenda mirada de Aglaya, cuyos ojos mostraban una expresión de inmenso sufrimiento y de odio infinito. Michkin se golpeó las manos, lanzó un grito y se precipitó hacia Aglaya. Pero ésta había percibido el momento de vacilación del príncipe y semejante vacilación fue más de lo que se sentía capaz de soportar.

—¡Dios mío! —gritó.

Y huyó de la habitación, cubriéndose el rostro con las manos. Rogochin se apresuró a seguirla para abrirle la puerta. Michkin quiso salir también en pos de Aglaya, pero al ir a cruzar el umbral se sintió sujeto por los brazos de Nastasia Filipovna. El rostro dolorido y convulso de la joven le contempló fijamente. Sus labios exangües murmuraron:

—¿Te vas con ella? ¿Con ella?

Y la pobre mujer cayó desmayada en los brazos de Michkin. Él la sostuvo, la llevó a un sillón y permaneció inclinado hacia ella, sin saber a qué decidirse. Rogochin volvió, tomó un vaso de agua de sobre una mesilla y arrojó su contenido al rostro de la desmayada. Ella abrió los ojos. Por unos instantes pareció desconcertada, sin darse cuenta de lo que ocurría. De pronto miró en torno suyo, se estremeció, emitió un grito y se precipitó hacia Michkin.

—¡Es mío! ¡Mío! —gritó—. ¿Se ha ido esa chiquilla orgullosa?

Y prorrumpió en una risa histérica.

—¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! ¿Yo se lo había dicho a esa mujer? ¿Por qué razón? ¡Loca de mí! ¡Vete, Rogochin! ¡Ja, ja, ja!

Rogochin los miró atentamente, cogió su sombrero y salió sin pronunciar una palabra. Diez minutos más tarde, Michkin, sentado junto a Nastasia Filipovna, la miraba sin cesar, acariciando su cabeza y su rostro como a una niña. Reía viéndola reír y cuando ella lloraba sentíase a punto de romper en llanto. Escuchaba en silencio, probablemente sin comprenderlas, pero con una dulce sonrisa en los labios, las palabras entrecortadas, entusiastas e incoherentes que pronunciaba la joven. Y tan pronto como imaginaba que ella le dirigiría algún reproche o que recaía en su dolor, le prodigaba nuevas caricias y palabras tiernas como a un niño desconsolado.