XIII

Michkin, muy inquieto mientras subía la escalera, se esforzaba en infundirse valor.

«Lo peor que puede pasar —pensaba— es que no me reciban, o que me juzguen mal, o que sólo me permitan la entrada para reírse en mis barbas. Pero ¿qué importa?».

Aquella posibilidad no era, en efecto, lo más temible de todo, ya que Michkin se preguntaba también: «¿Qué voy a hacer? ¿Por qué visito esta casa?». Y no hallaba respuesta satisfactoria a su pregunta. Podía lograr, en un aparte, decir a Nastasia Filipovna: «No se case con Gania, porque ese hombre haría la desgracia de usted. No la ama, sólo quiere su dinero; él mismo me lo ha dicho y Aglaya Epanchina me ha hablado en el mismo sentido. He venido para advertírselo». Pero aun admitiendo que lograse esto ¿podría considerar correcta su actitud en algún sentido? La contestación era asaz dudosa. Aún faltaba resolver otra cuestión, tan importante que el príncipe no quería pensar en ella, ni aun osaba planearla. Cada vez que acudía a su mente, el rostro de Michkin enrojecía y su cuerpo temblaba. Pero, pese a todas sus vacilaciones e inquietudes, acabó subiendo y preguntando por Nastasia Filipovna.

Ésta vivía en un piso realmente magnífico, aunque no muy grande, alquilado cinco años antes, a su llegada a San Petersburgo. En tal sentido, Totsky se atenía a la joven. Él aún confiaba entonces en recuperar su amor y había querido fascinarla a fuerza, principalmente, de lujo y comodidades, sabiendo lo fácilmente que se adquieren costumbres suntuarias y lo difícil que es prescindir de ellas después, una vez que el lujo se convierte en necesidad. En tal sentido, Totsky se atenía a la buena tradición antigua, sin tratar de modificarla en modo alguno. Nastasia Filipovna no rehusaba el lujo y hasta la satisfacía; pero, por extraño que pareciera, jamás se dejaba esclavizar por él. Incluso dijérase que estaba dispuesta a prescindir en cualquier momento de aquellas comodidades, lo que se tomó la molestia de participar a Totsky, no sin viva confusión de éste. Había muchas cosas en Nastasia Filipovna que a él le incitaban a desagrado y desprecio. Aparte la benignidad de Nastasia Filipovna con las gentes vulgares que se complacía en tratar, mostraba otras extrañas tendencias, como, por ejemplo, la de manifestar agrado en poseer el conocimiento de cosas que una persona refinada y de buena educación no podía ni siquiera admitir como existente. Si Nastasia Filipovna hubiese acreditado una elegante y encantadora ignorancia del hecho de que las mujeres campesinas no podían adquirir las ropas de batista que ella gastaba, Totsky se hubiese sentido muy halagado. Todo el plan de la educación de la joven había sido concebido desde el principio con miras a tal finalidad por el propio Totsky, hombre muy entendido en aquellos respectos. Pero lo logrado era desconcertante, porque Nastasia Filipovna conservaba, pese a todo, un modo de ser peculiar que en tiempos había fascinado a Atanasio Ivanovich y que aun ahora, ya olvidados todos sus ulteriores proyectos sobre ella, le atraía vivamente.

Michkin fue recibido por una doncella (pues Nastasia Filipovna sólo tenía mujeres a su servicio), que oyó el nombre del joven sin manifestar sorpresa alguna, no sin bastante extrañeza por parte de él. La sirvienta no vaciló un solo segundo ante las sucias botas de Michkin, ni ante su sombrero de anchas alas, ni ante su capote sin mangas, ni ante su aspecto turbado. Después de ayudarle a quitarse el abrigo, hízole pasar a una salita de espera y entró a anunciarle.

Nastasia Filipovna estaba rodeada sólo por los concurrentes más habituales de su casa. Los invitados eran en relación a los que, de ordinario, se reunían con ella en la misma fecha, en años anteriores. Señalemos en primer término la presencia de Atanasio Ivanovich Totsky y de Ivan Fedorovich Epanchin. Los dos se mostraban muy amables, pero disimulaban mal la inquietud que les producía la espera de la decisión de la suerte de Gania. Éste se encontraba allí también, muy sombrío e inquieto, sin preocuparse de exteriorizar gentileza alguna, casi constantemente apartado de los demás y silencioso. No había logrado hacerse acompañar de su hermana, mas Nastasia Filipovna no pareció reparar en ello siquiera. En compensación, una vez cambiados con Gania los naturales saludos, se apresuró a mencionar la escena, sucedida poco antes entre él y Michkin. El general, ignorante de todo, quiso informarse más y Gania, seca y discretamente, pero con plena franqueza, relató el incidente de la mañana, añadiendo que había ido a pedir perdón al príncipe y exponiendo, en términos categóricos, su firme creencia de que constituía un error juzgar a Michkin un idiota, ya que él por su parte, le tenía por hombre harto sagaz.

Nastasia Filipovna escuchaba con curiosidad semejante opinión, sin separar los ojos de Gania. La conversación no tardó en recaer sobre Rogochin, que tan considerable parte tomara en el episodio. Totsky y Epanchin se sintieron muy interesados al oírlo. Ptitzin se hallaba en condiciones de proporcionar amplias noticias sobre Parfen Semenovich, puesto que éste le había hostigado hasta las nueve de la noche con insistentes requerimientos para que el prestamista le facilitara cien mil rublos.

—Cierto que Rogochin estaba bebido —comentó Ptitzin—, pero, aunque cien mil rublos no se encuentran así como así a la vuelta de una esquina, creo firmemente que se los podrán procurar, si bien dudo de que los consiga hoy íntegramente. Lo probable es que haya de contentarse con parte de la suma, para recibir lo demás mañana. Hay varios individuos realizando la gestión: Kinder, Trepalov y Biskup. Rogochin está dispuesto a pagar cualquier interés que sea. Como está ebrio y acaba de heredar… —concluyó Ptitzin.

Estos informes fueron una preocupación. Nastasia no exteriorizaba sus pensamientos. Lo mismo le ocurría a Gania. El general Epanchin era quizá, en su interior, el más inquieto de todos: las perlas ofrecidas como regalo por la mañana habían sido aceptadas con fría amabilidad, casi rayana en la ironía. Ferdychenko, el único invitado realmente alegre entre toda la reunión era escuchado con interés. A veces estallaba en carcajadas extemporáneas, sin otro motivo que el de conservar su reputación bufonesca. Totsky mismo parecía algo violento y, aun cuando era un brillante conversador y de costumbre llevaba en aquellas veladas el timón de las pláticas, hoy distaba mucho de acreditar espontaneidad y buen humor. Los demás invitados, además de pocos en número, eran positivamente incapaces, no ya de sostener una conversación animada, sino casi de decir alguna cosa. Figuraban entre ellos un anciano profesor, invitado Dios sabía por qué, y un desconocido muy joven a quien su timidez condenaba a constante silencio, así como una desenvuelta dama de cuarenta años, probablemente actriz, y una joven extraordinariamente bella, extraordinariamente bien vestida y de una taciturnidad no menos extraordinaria.

Así, pues, la aparición del príncipe fue muy oportuna. El anuncio de su visita produjo viva sorpresa. Cuando el rostro algo extrañado de Nastasia Filipovna hizo comprender que no había invitado a Michkin se produjeron varias sonrisas muy expresivas. Pero la dueña de la casa, después de su asombro, exteriorizó repentinamente tanta satisfacción, que la mayoría de los asistentes se dispusieron a recibir con regocijo al visitante inesperado.

—Aunque su presencia es atribuible a su ingenuidad —dijo Epanchin—, y aunque podría resultar peligroso alentar tales inclinaciones, en este caso el príncipe ha hecho bien en venir, por original que sea su modo de presentarse. Si la idea que me he formado de él no es equivocada, es incluso posible que nos divierta bastante.

—Tanto más cuanto que se ha invitado a sí mismo —acrecentó Ferdychenko.

—¿Qué quiere usted decir con su observación? —preguntó secamente el general, que sentía fuerte antipatía por el desagradable personaje.

—Que debe pagar su entrada —explicó el último. El general no pudo contenerse y respondió:

—En todo caso, sepa que el príncipe Michkin no es un Ferdychenko.

El hallar a Ferdychenko en un salón y verle colocado en pie de igualdad con él era cosa a la que el general no había podido acostumbrarse aún.

—Vamos, general, deje en paz a Ferdychenko —sonrió su interlocutor—. A mí me asisten derechos especiales.

—¿Cuáles son?

—Ya tuve el honor de exponerlos con claridad, en la pasada reunión, a los presentes. Hoy volveré a hacerlo para informar a Vuestra Excelencia. Escuche, general: todos tienen ingenio y yo no tengo ninguno. De modo que me está permitido decir la verdad, porque todos saben que sólo dicen la verdad los que carecen de ingenio. Soporto pacientemente todas las ofensas, hasta la primera desgracia de mi ofensor. En cuanto sufre algún fracaso, lo aprovecho para vengarme. Entonces le doy de coces, como dice Ivan Petrovich Ptitzin, advirtiendo que desde luego, nunca cocea a nadie. ¿Conoce usted, Excelencia, esa fábula de Krilov que se titula «El león y el asno»? Pues esos somos usted y yo; la fábula parece escrita para nosotros.

—Creo que empieza usted a decir tonterías, Ferdychenko —declaró el general, excitándose un tanto.

—¿Por qué, Excelencia? Tranquilícese, sé que no debo salirme de mi lugar. Si he dicho que usted y yo éramos el león y el asno de Krilov ha sido, desde luego, atribuyéndome el papel de asno. Vuecencia es el león que menciona la fábula.

«Un potente león, espanto de las selvas,

por la vejez privado de sus fuerzas antiguas…».

En cuanto a mí, Excelencia, yo soy el asno.

—En lo último concuerdo —dijo Ivan Fedorovich, conteniendo su enojo.

Todo aquello era de mal gusto y premeditado, sin duda, pero a Ferdychenko se le consentía siempre desempeñar a su albedrío el papel de bufón.

—Si se me deja entrar aquí y se me tolera —había explicado una vez— es únicamente porque hablo de este modo. Porque, ¿acaso sería posible, de lo contrario, recibir a un hombre como yo? ¡Me hago perfecto cargo de ello! ¿Acaso es lógico que yo, un Ferdychenko, me siente al lado de un caballero tan distinguido como Atanasio Ivanovich? Eso sólo tiene una explicación posible: la de que se me sienta a su lado precisamente porque se trata de una cosa inaudita.

Aunque groseras y a veces hasta ofensivas, o quizá por ello, semejantes ocurrencias parecían complacer a Nastasia Filipovna. Los que deseaban frecuentar su salón habían de aceptarlo con la añadidura de Ferdychenko. Quizá éste acertara suponiendo que sólo se le recibía por molestar a Totsky, quien, desde el principio, había sentido por Ferdychenko viva repulsión. En cuanto a Gania, era blanco frecuente también de los sarcasmos de aquel hombre, el cual sabía que con sus ataques al joven se granjeaba la benevolencia de Nastasia Filipovna.

—Propongo que el príncipe comience por cantar una canción de moda —dijo Ferdychenko mirando a la dueña de la casa para compulsar su opinión.

—Pues yo no pienso lo mismo, Ferdychenko. Y le ruego que se contenga —dijo ella con sequedad.

—Desde el momento en que usted dispensa al príncipe su particular protección, yo seré discreto con él.

La joven, sin atenderle, se levantó para recibir en persona al visitante.

—Lamento haber olvidado invitarle esta mañana, en la precipitación de mi marcha —dijo al verle—. Celebro que me haya dado usted ocasión de agradecer y aplaudir su visita.

Y al hablar examinaba a Michkin, proponiéndose leer en su expresión el motivo de su presencia allí.

De haberse sentido menos turbado, el príncipe habría correspondido tal vez a aquellas frases amables, pero en su enorme confusión no acertó a proferir palabra, lo que Nastasia Filipovna observó con placer. Aquella noche, la joven, vestida de fiesta, producía un efecto extraordinario. Tomando el brazo del príncipe, le condujo al salón. Michkin se detuvo en el umbral y murmuró, agitadísimo:

—En usted todo es perfecto: incluso su delgadez y su color pálido. Resultaría imposible imaginarla de otro modo. Usted perdonará que… ¡Sentía unos deseos tan vivos de verla!

—No se disculpe —repuso ella, riendo—. Eso quitaría a su visita la originalidad que tiene. Aciertan los que dicen que es usted un hombre extraño. ¿De modo que me considera usted una perfección?

—Sí.

—Pues a pesar de su sagacidad, se equivoca usted. Hoy mismo lo verá.

Y presentó el príncipe a sus invitados, la mitad de los cuales ya le conocían. Totsky articuló algunas palabras corteses en honor del recién llegado. La conversación, que empezaba a languidecer, tendió a animarse mucho. Todas las lenguas se soltaron, todos empezaron a reír. Nastasia Filipovna hizo que Michkin se sentase a su lado.

Ferdychenko, con voz que dominó las de los demás, exclamó:

—Al fin y al cabo, ¿qué hay de extraño en la visita del príncipe? ¡Si se explica por sí sola!

—En efecto, la visita es muy comprensible y se explica por sí sola —intervino repentinamente Gania, hasta entonces silencioso—. Casi todo el día he tenido la constante oportunidad de observar al príncipe desde que el retrato de Nastasia Filipovna atrajo su atención por primera vez en el despacho de Ivan Fedorovich. Recuerdo bien que ya entonces se me ocurrió una idea, que ahora es firme convicción, confirmada por las declaraciones que el príncipe tuvo a bien hacerme.

Gania no parecía bromear. Muy al contrario, se mostraba tan sombrío, que todos quedaron extrañados.

—No le he declarado nada —rectificó el príncipe, ruborizándose—. Me limité a contestar a sus preguntas.

—¡Bravo, bravo! —gritó Ferdychenko—. ¡Esa sí que es sinceridad! El príncipe es a la vez tímido y sincero.

Una explosión de risa coreó aquellas palabras.

—No chille tanto, Ferdychenko —dijo Ptitzin, con disgusto.

—No esperaba tales hazañas en usted, príncipe —manifestó Ivan Fedorovich—. Le había tomado por un hombre muy diferente, casi por un filósofo. Pero ya veo que es usted muy despejado.

—Viendo enrojecer al príncipe ante esa broma inofensiva, como pudiera hacerlo una jovencita inocente, concluyo que es un joven muy noble, cuyo corazón alberga las intenciones más loables —observó inesperadamente el anciano profesor.

Tratábase de un septuagenario que, por falta de dientes, padecía de un acusado defecto de pronunciación. No había dicho palabra en toda la noche, ni nadie esperaba que la dijese. Todos, pues, estallaron en risas, y el profesor, considerando tales carcajadas como un homenaje rendido a su ingenio, se asoció a ellas animadamente, lo que le produjo un fuerte acceso de tos.

Nastasia Filipovna, que gustaba de aquellos viejos y viejas excéntricos, sin exceptuar siquiera a los fanáticos incultos, dedicó sus cuidados al buen hombre, besóle y pidió otra taza de té para él. Encargó a la doncella que se la trajo que le llevase un chal, se envolvió en él y mandó poner más leña en la chimenea. Luego preguntó qué hora era y alguien le dijo que las diez y media.

—¿Quieren champaña, señores? —preguntó Nastasia Filipovna—. Lo hay en casa. Tal vez eso les ponga de buen humor y les alegre un poco. No gasten cumplidos, se lo ruego.

La invitación, hecha con naturalidad, pareció bastante extraña en una mujer que siempre que recibía se mostraba rígida observadora de ciertas conveniencias. La reunión comenzaba a animarse, pero no se asemejaba a las de costumbre. Mas la oferta de vino no fue rechazada. El primero en aceptarla fue el general, seguido inmediatamente por la dama desenvuelta, luego por el anciano, a continuación por Ferdychenko y finalmente por todos los demás. Totsky siguió el ejemplo común, si bien para disimular lo atrevido de tal proposición trató de darle aspecto de una broma amistosa. Únicamente Gania no quiso beber. Nastasia Filipovna declaró que acompañaría a sus invitados, y que pensaba beber hasta tres copas de champaña. Aquellas súbitas y extrañas ocurrencias desorientaban a todos. En ocasiones la veían pensativa, taciturna, incluso hosca, y momentos más tarde les maravillaba entregándose a accesos de risa histérica sin causa justificada. Algunos sospechaban que tenía fiebre. Y al cabo repararon en que la joven miraba el reloj con frecuencia, y parecía nerviosa y preocupada.

—Creo —dijo la señora desenvuelta— que tienes algo de calentura.

—Algo no: mejor dirías mucho —repuso Nastasia Filipovna, más pálida cada vez y temblando de pies a cabeza—. Por eso he pedido este chal.

Entre los visitantes surgió un movimiento de inquietud.

—Quizá conviniera que la dejásemos descansar —dijo Totsky mirando a Epanchin.

—Nada de eso, señores. Les ruego que se sienten. Hoy necesito muy particularmente su presencia —rebatió Nastasia Filipovna, con acento apremiante y significativo.

Como casi todos los presentes sabían que aquella noche la joven debía adoptar una resolución muy importante, sus palabras causaron honda sensación. El general y Totsky volvieron a cambiar una mirada. Gania se agitaba convulsivamente.

—No estaría mal que organizásemos un petit-jeu —sugirió la señora desenvuelta.

—Yo conozco un petit-jeu nuevo y magnífico —declaró Ferdychenko—. Sólo se ha ensayado una vez, y además fracasó.

—¿En qué consiste? —preguntó la señora desenvuelta.

—Un día yo estaba en una reunión donde todo el mundo se sentía aburrido. De pronto no sé quién formuló la siguiente propuesta: que los presentes relatasen la acción que su alma y su conciencia juzgaran más malvada de toda su vida. Pero había que ser sinceros: la primera condición era la veracidad. No valía mentir.

—¡Extravagante idea! —dijo el general.

—Precisamente, Excelencia. En esa extravagancia radica su encanto.

—La idea es grotesca —dijo Totsky— y, como bien se comprende, puede constituir un pretexto para que cada uno se jacte de lo que quiera.

—Lo cual acaso sea lo que nos propongamos, Atanasio Ivanovich.

—Pero con un petit-jeu de ese estilo vamos a acabar llorando en vez de riendo —observó la señora desenvuelta.

—Es una cosa imposible y absurda —opinó Ptitzin.

—¿Y tuvo éxito la idea? —preguntó Nastasia Filipovna.

—No. Fue un fracaso completo. Cada uno refirió una anécdota, y todos dijeron la verdad, algunos incluso con placer; pero a continuación todos se sintieron avergonzados y no pudieron disimularlo. En cualquier caso, resultó muy divertido… en cierto modo.

—¡Sería agradable! —exclamó, con súbita animación, Nastasia Filipovna—. Ensayemos, señores. La verdad es que no parecemos divertirnos mucho esta noche. Si cada uno de nosotros consintiera en contar algo… de esa clase. Entendido que sólo si quiere. Con plena libertad, ¿eh? Acaso resultase bien. Originalidad, por lo menos, no le falta a la idea.

—¡Cómo que es genial! —proclamó Ferdychenko—. Además, las señoras quedan excluidas. Sólo hablarán los hombres, echando a suertes, como la otra vez. Por supuesto, no se obliga a nadie. ¡Naturalmente! Quien quiera abstenerse, que lo haga, aunque no mostrará así gran amabilidad. Escriba cada uno de ustedes su nombre en un trozo de papel, échenlos en mi sombrero y el príncipe los sacará. El juego no ofrece complicaciones. Relatar la peor acción de uno es cosa muy fácil. ¡Ya lo verán! Si a alguien le falla la memoria, yo me encargo de refrescar sus recuerdos.

La extravagante proposición no satisfizo a casi nadie. Unos arrugaban el entrecejo, otros sonreían vagamente. No faltó quien protestara, pero sin energía. Entre éstos se distinguió Ivan Fedorovich, que, si bien enemigo de la idea, no osaba oponerse abiertamente a un deseo de la dueña de la casa. Cuando Nastasia Filipovna expresaba su voluntad era imposible contrariarla, por insensata y perjudicial para ella misma que pudiera ser. A la sazón la joven reía de modo nervioso y convulsivo, estremeciéndose como en un acceso de histeria, en especial cuando Totsky, inquieto, le hacía alguna observación. Los ojos sombríos de Nastasia Filipovna lucían como brasas y en sus mejillas pálidas brillaban dos manchas rojas. Acaso su capricho se exasperase ante las fisonomías contrariadas de los invitados; acaso aquella idea la sedujese por su brutal cinismo. No faltaba quien supusiera que, al aceptarla, la dueña de la casa lo hacía con alguna intención precisa. Todos, en fin, dieron su asentimiento. La verdad era que lo sugerido era curioso y para algunos incluso atractivo. Ferdychenko se distinguía por su entusiasmo.

—Pero si se trata de algo imposible de referir ante señoras… —indicó con timidez el joven silencioso.

—Entonces se cuenta otra cosa —atajó Ferdychenko—. ¿Acaso son maldades las que nos faltan? ¡Bien se ve que tiene usted pocos años!

—Realmente, yo no sé cuál de mis acciones debo considerar como más mala —dijo a su vez la dama desenvuelta.

—Las señoras no están obligadas a confesar nada, aunque tampoco se les prohíbe. Si alguna quiere contar sus malas acciones, se lo agradeceremos. También los hombres quedan en libertad de no hablar, si ello les resulta desagradable.

—Pero ¿cómo probar que no se miente? —sugirió Gania—. Porque, de mentir, el juego pierde toda la gracia que pueda tener. Es bien seguro que nadie va a decir la verdad.

—También es divertido ver mentir a la gente. Y en lo que te afecta, puedes estar tranquilo, Gania, porque todos conocemos cuál es la peor de tus acciones sin que nos la digas. ¡Piensen, señores —exclamó Ferdychenko en un arranque de entusiasmo—, cómo nos miraremos los unos a los otros después de contar estas anécdotas!

—¿Es posible que esto vaya en serio, Nastasia Filipovna? —dijo Totsky, con dignidad.

—El que tema al lobo, que no vaya al bosque —repuso ella, sonriendo.

—Permítame preguntarle, señor Ferdychenko —insistió Atanasio Ivanovich, aún más alarmado— si tal ocurrencia puede ser considerada como un petit-jeu. Le aseguro que cosa así nunca resultará bien. Usted mismo dice que ya en otra ocasión salió mal.

—¿Cómo que salió mal? La otra vez yo mismo confesé cómo había robado tres rublos.

—Bien; pero no es posible que contase tal cosa de forma que le concedieran crédito. Según muy acertadamente ha expuesto hace un instante Gabriel Ardalionovich, la menor apariencia de falsedad basta para convertir el juego en una cosa insípida. En el caso que usted cita, la sinceridad no se comprende sino como una broma de mal gusto, que aquí estaría totalmente fuera de lugar.

—¡Qué refinado es usted, Atanasio Ivanovich! —exclamó Ferdychenko Además, me sorprende mucho que diga que no pude contar mi robo de modo que fuera considerado verosímil. Atanasio Ivanovich quiere dar a entender muy ingeniosamente, que él considera imposible (porque sería incorrecto opinar lo contrario) que yo cometa un robo en realidad, y, sin embargo, en su interior está bien convencido de que Ferdychenko ha podido muy bien ser un ladrón. ¡Al asunto, señores, al asunto! Tengo los nombres de todos, Atanasio Ivanovich. También usted ha dado el suyo. Por lo tanto, nadie rehúsa. Saque, príncipe.

El príncipe, silencioso, hundió la mano en el sombrero. El primer nombre que salió fue el de Ferdychenko, el segundo el de Ptitzin, luego el del general, el de Atanasio Ivanovich, el de Michkin, el de Gania, y así sucesivamente. Las damas se abstuvieron de participar.

—¡Santo Dios, qué desgracia! —quejóse Ferdychenko—. ¡Yo que contaba que el príncipe sería el primero y a continuación el general! Pero, gracias a Dios, Ivan Petrovich habrá de hacer su relato después de mí, y esto es siempre un consuelo. El caso, señores, es que yo debiera dar un ejemplo grandioso, pero lamento no tener en el momento presente ninguna cosa importante que contar, así como ser tan poca cosa como soy y no poseer siquiera una categoría notable. En consecuencia, ¿qué interés puede tener para nadie el saber que Ferdychenko ha cometido una granujada? Y, aparte eso, ¿cuál es la más mala de mis acciones? Me encuentro ante un verdadero embarras de richesse. ¿Contaré otra vez mi robo para probar a Atanasio Ivanovich que se puede robar sin ser un ladrón?

—Sólo me probaría usted, señor Ferdychenko, que cabe encontrar un placer en contar cosas vergonzosas, incluso sin que nadie le invite a ello a uno… Por otra parte… En fin, dispénseme, señor Ferdychenko.

—Empiece, Ferdychenko. No hace usted más que fanfarronear en vano. Así no acabaremos nunca dijo, airada e impaciente, Nastasia Filipovna.

Todos notaron que su alegría febril había dejado lugar, de pronto, a un humor descontento, irritado e irascible. Mas la joven persistía en su extraño capricho. Atanasio Ivanovich se sentía muy inquieto. Le indignaba ver la calma de Ivan Fedorovich, quien, paladeando, calmoso, su champaña como si todo aquello careciese de trascendencia, se preparaba probablemente a hilvanar también un relato.