III
Aquel escándalo había casi colmado de terror a la generala y sus hijas. Lisaveta Prokofievna, inquieta y alarmada, volvió a casa con las jóvenes a paso de carrera. De acuerdo con sus nociones e ideas, había pasado algo tan grave y héchose luz sobre tantas cosas, que su cerebro, aun en su turbación, empezaba a formular ciertos pensamientos muy definidos. Las jóvenes comprendían, como su madre, que había ocurrido un hecho importante y que, acaso por fortuna, estaba a punto de descubrirse un grave secreto. Pese a todas las afirmaciones del príncipe Ch., Eugenio Pavlovich, ahora, había sido desenmascarado, y quedado públicamente convicto de mantener relaciones con aquella mujer. Así pensaban la generala y sus hijas mayores. Pero ello no aclaraba cosa alguna. Aunque ambas estuviesen un tanto indignadas contra su madre por aquella marcha, tan precipitada que se asemejaba a una huída, no osaron exteriorizar su disgusto, en la turbación de los primeros momentos. Por otra parte, parecíales que su hermana Aglaya estaba mucho más al corriente de la razón de lo ocurrido que todas ellas, incluso su madre. El príncipe Ch., sombrío como la noche, parecía absorto en profundos pensamientos. Durante todo el trayecto Lisaveta Prokofievna no le dirigió palabra, sin que él reparase, aparentemente, en el silencio de la generala. Adelaida quiso hacerle hablar.
—¿Qué tío es ese del que hablaban y qué ha sucedido en San Petersburgo?
Pero él, con rostro enojado, contestó vagamente que urgía hacer averiguaciones y que todo ello debían de ser cosas absurdas.
—Sin duda —repuso Adelaida, desistiendo de interrogar a su prometido.
Aglaya conservaba toda su serenidad. Mientras volvían hizo observar que no era necesario correr tanto. Volviendo la cabeza descubrió a Michkin, que se esforzaba en alcanzarlos. Viendo su precipitación, la joven sonrió con burla y no tornó más la cabeza para mirarle. Cerca ya de la casa, encontraron al general que, llegando de San Petersburgo y no hallando a su familia, había salido a su encuentro. Lo primero que hizo el general fue pedir noticias de Eugenio Pavlovich. Lisaveta Prokofievna, cuyo rostro había adquirido una expresión amenazadora, pasó junto a su marido sin dignarse responderle ni aun mirarle. El aspecto de sus hijas y del príncipe Ch., hicieron comprender al general que corrían tiempos tempestuosos. Él mismo parecía víctima de una agitación insólita. Tomó vivamente por un brazo al príncipe Ch. y le retuvo un momento a la puerta de la casa. Los dos hombres conversaron un momento a media voz y cuando aparecieron en la terraza y se acercaron a Lisaveta Prokofievna, los rostros de ambos delataban que habían recibido alguna noticia extraordinaria. Gradualmente todos fueron subiendo al gabinete de la generala, y sólo quedó en la terraza Michkin, quien, sentado en un rincón, parecía esperar no se sabía qué. Pero él mismo no sabía lo que esperaba, ni por qué permanecía allí, ni siquiera por qué no se retiraba en vista del trastorno que cundía en la familia. Era como si, olvidando el universo entero, estuviese dispuesto a echar raíces en cualquier lugar para continuar allí dos años seguidos sin moverse. Llegaban desde arriba los ecos de una animada conversación. ¿Cuánto tiempo pasó a solas? Él mismo no habría sabido decirlo. Pero era tarde ya y obscurecía cuando Aglaya compareció en la terraza. La joven parecía tranquila, aunque un tanto pálida. Viendo a Michkin, a quien evidentemente no esperaba hallar en una silla en un rincón de la terraza, sonrió, con cierta perplejidad.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó acercándose a él.
El príncipe, confuso, tartamudeó una turbada respuesta y se incorporó precipitadamente. Pero Aglaya se sentó a su lado y él volvió a instalarse en la silla. Después de contemplarle con atención, la joven miró distraídamente hacia la ventana y volvió a fijar la vista en Michkin.
«Acaso quiera burlarse de mí —pensó el príncipe—. Pero no: lo había hecho ya».
—¿Quiere que pida té? —dijo ella tras un silencio.
—No… No sé.
—¿Cómo puede no saberlo? Oiga otra cosa: si alguien le provocase a un desafío, ¿qué haría usted? Quería preguntárselo antes, pero…
—Si… si, nadie va a desafiarme.
—Supongamos que le desafía. ¿Qué haría usted? ¿Asustarse?
—Creo que sí. Tendría miedo…
—¿En serio? ¿Es usted cobarde?
—No, acaso eso fuera decir demasiado —repuso el príncipe. Y tras un momento de reflexión añadió, sonriendo—: El cobarde es quien tiene miedo y huye; pero quien tiene miedo y no huye no es un cobarde.
—¿Y usted no huiría?
—Tal vez no —repuso él, jovial.
Las preguntas de Aglaya terminaron por hacerle reír.
—Yo, aunque soy una mujer, creo que no huiría —comentó ella, con talante casi ofendido—. Pero, como de costumbre, usted se burla de mí y hace muecas, como suele, para parecer más interesante. Dígame, ¿no es verdad que lo corriente es batirse a doce pasos, e incluso a diez? Siendo así, necesariamente tiene que resultar uno de los dos muerto o herido.
—Opino que la gente muere pocas veces en duelo.
—¿Sí? ¿Y Puchkin?
—Tal vez una casualidad…
—Nada de eso. Era un duelo a muerte y murió uno de los duelistas.
—La bala le hirió muy bajo y sin duda Dantes apuntó hacia arriba. Nadie dispara en otra forma. Por consecuencia, lo más probable es que Puchkin fuese herido por casualidad. Lógicamente no debió haber sido tocado. Así me lo han dicho personas competentes.
—Pues a mí, un soldado con quien hablé una vez, me dijo que, según las ordenanzas militares, cuando se despliega en guerrilla hay que apuntar a medio cuerpo. Así me lo dijo: «a medio cuerpo». No al pecho ni a la cabeza. Luego pregunté a un oficial y me confirmó lo dicho por el soldado.
—Pero eso es debido, probablemente, a que en la guerra se dispara a mucha distancia.
—¿Sabe usted tirar?
—No he tirado nunca.
—Y a lo mejor no sabe usted ni cargar una pistola.
—En efecto, no lo sé. Es decir, me hago cargo de cómo se hace, pero no he probado jamás.
—Entonces es como si no supiese, porque lo esencial es la práctica. Escúcheme, pues, y entérese: en primer lugar compre buena pólvora, no húmeda, sino muy seca, que es la mejor, según dicen. Pídala fina, pólvora de pistola y no de la que se emplea para cargar cañones. Las balas creo que las preparan los mismos armeros. ¿Tiene usted pistolas?
—No, ni las necesito —rio el príncipe.
—¡Qué tontería! No deje de comprarlas. Elíjalas francesas o inglesas que, según dicen, son las mejores. Luego coja un dedal de pólvora, o acaso dos, y póngala en la pistola. Más vale que ponga un poco más. Atáquela con pelote (el pelote es necesario según dicen, aunque no sé por qué). Puede encontrarlo en cualquier sitio y, en caso necesario, sacarlo de un colchón. También hay puertas que tienen los burletes de pelote. Una vez introducido el pelote, mete la bala. ¿Entiende? La pólvora primero, la bala después. Si no, no dispara. ¿Por qué se ríe? Deseo que se ejercite diariamente en el manejo de las armas de fuego y aprenda a tirar bien. ¿Lo hará?
El príncipe comenzó a reír. Aglaya, enojada, golpeó el suelo con el pie. La gravedad con que hablaba la joven sorprendió a Michkin. Pensaba confusamente que debía informarse, preguntar y, en todo caso, hablar de cosas más serias que del modo de cargar una pistola. Pero todo había huido de su mente. No sabía sino que Aglaya se encontraba sentada ante él y que ambos se miraban. Dijérale ella lo que le dijese, al príncipe le era poco más o menos lo mismo.
Apareció en la terraza Ivan Fedorovich, que salía con rostro grave, anheloso y resuelto.
—¡Ah! ¿Eres tú, León Nicolaievich? ¿Adónde vas? —preguntó, aunque Michkin no daba la menor señal de proponerse cambiar de sitio—. Ven conmigo. Quiero hablarte dos palabras.
—Hasta la vista —dijo Aglaya, tendiendo la mano a Michkin.
La oscuridad que invadía la terraza ocultaba la expresión del rostro de la joven. Un minuto después, fuera ya de la casa y en compañía del general, Michkin se ruborizó de repente y apretó con fuerza su propio puño derecho.
Al parecer, Epanchin llevaba el mismo camino que él. Pese a lo avanzado de la hora, parecía tener prisa y necesidad de ir a discutir algún asunto con alguien. Se puso a hablar a Michkin con mucha volubilidad y no poca incoherencia, mencionando frecuentemente el nombre de Lisaveta Prokofievna. De haber prestado Michkin más atención, habríale parecido que el general se proponía sondearle o hablarle francamente acerca de alguna cosa, pero que, no atreviéndose, daba rodeos en torno al tema. Desgraciadamente, el príncipe estaba tan absorto que al principio no entendió siquiera las palabras del general y cuando éste, parándose ante su interlocutor, le dirigió una pregunta a boca de jarro, Michkin hubo de reconocer que no había comprendido lo que se le decía.
El general se encogió de hombros.
—¡Qué personas tan raras son todos ustedes! —comenzó—. No puedo entender los terrores y las ideas de Lisaveta Prokofievna. Sufre ataques de nervios, llora, dice que hemos sido deshonrados y puestos en ridículo… ¿Por quién? ¿Cómo? ¿Cuándo y por qué? Confieso que yo puedo ser censurado en algún sentido, pero, en el caso peor, es fácil poner coto a las insolencias de esa mujer, recurriendo en último extremo a la policía. Uno de estos días me propongo hablar con alguien que… Espero, además, que todo se arregle por las buenas, sin violencias ni escándalos. Convengo también en que se presentan muchas posibilidades oscuras para el porvenir y que tampoco faltan complicaciones en el presente; que hay una intriga en todo esto… Y el caso es que si aquí no se sabe nada, y allí tampoco, y si ni tú, ni yo, ni un tercero, ni un cuarto, ni un quinto, conocemos una palabra acerca de todo esto, ¿a quién preguntarlo? ¿Quieres decírmelo? A no ser que la mitad de ello sea fantástico, irreal, reflejo, como, por ejemplo, la luz de la luna, u otra cosa por el estilo…
—Está loca —murmuró Michkin, recordando con pena la escena de antes.
—Si te refieres a esa mujer, te diré que yo he tenido la misma idea poco más o menos, y que eso no me quita el sueño ciertamente. Pero ahora creo que tu apreciación es justa y no insensata. Es una mujer sin sentido común, cierto; pero no una loca. Lo que ha dicho hoy sobre Kapiton Alexievich lo acredita. Cierto que lo ha contado, con malignidad, tendiendo a miras particulares…
—¿Quién es Kapiton Alexievich?
—¡Dios mío, León Nicolaievich! ¡No te enteras de lo que digo! Te he estado hablando de Kapiton Alexievich hace un momento. ¡Estoy tan conmovido, que aun me tiemblan los brazos y las piernas! Por eso he venido tan tarde de San Petersburgo. Kapiton Alexievich Radomski, el tío de Eugenio Pavlovich…
—¿Qué? —preguntó el príncipe.
—Se ha matado a las siete de esta mañana. Un anciano, un hombre considerado, un septuagenario, un epicúreo… Y lo que ella ha dicho es muy verdadero: el suicida deja un fuerte desfalco en la caja pública que tenía a su cargo.
—¿Y cómo ella…?
—¿Lo sabe? ¡Ja, ja! ¿No ves que desde su llegada tiene en torno todo un estado mayor de admiradores? ¡Si supieras los personajes que la visitan y piden el «honor» de serle presentados! Y esos visitantes, naturalmente, han podido informarla, porque a estas horas todo San Petersburgo conoce lo ocurrido, y la mitad de Pavlovsk, si no todo también, está al cabo de la calle. Y ¡con qué sagacidad ha sabido insinuar que Eugenio Pavlovich había dejado el servicio previendo esto! ¡Qué diabólica sugestión! Eso no es muestra de locura. Claro que me niego a creer que Eugenio Pavlovich supiese de antemano que tal día, a las siete… Pero ha podido presentirlo. Y yo, y todos nosotros, y el príncipe Ch., esperábamos que Eugenio Pavlovich heredase una fortuna. ¡Es horrible! Desde luego, no acuso de nada a Eugenio Pavlovich, pero, de todos modos, parece sospechoso… El príncipe Ch. ha quedado impresionadísimo. ¡Una cosa tan extraña!
—¿Qué encuentra usted de sospechoso en Eugenio Pavlovich?
—Nada. Su conducta es muy honorable. No aludo a nada. Creo que su fortuna está intacta. Pero mi esposa no quiere ni oír hablar de él… Lo malo son todas estas catástrofes domésticas, estas menudencias o como las queramos llamar… Tú, León Nicolaievich, eres un amigo de la familia, en toda la extensión de la palabra, y se te puede explicar… ¡Figúrate que, según parece, y a lo que acabamos de averiguar, Eugenio Pavlovich se declaró hace un mes a Aglaya y fue rechazado!
—¡Es imposible! —exclamó. Michkin con vehemencia.
El general, en su asombro, quedó de pronto como clavado en el suelo.
—¿Es que sabes algo? —preguntó—. Acaso, amigo mío, haya hecho mal en hablarte con esta franqueza, pero ha sido porque tú… como eres un hombre tan excepcional… Dime, ¿sabes algo?
—No sé nada respecto a Eugenio Pavlovich —balbució el príncipe.
—Tampoco yo. En cuanto a mí, hijo mío, parece que todos quisieran verme muerto y enterrado. Nadie piensa que una situación así es insoportable para cualquier hombre. Hace un momento ha habido una escena espantosa. Te hablo como a un hijo. Lo más grave es que Aglaya se burla literalmente de su madre. Como acabo de decirte, hace un mes que tuvo una explicación con Eugenio Pavlovich y le rechazó abiertamente… Al menos eso han dicho sus hermanas, y, si bien lo exponen a título de conjetura, creo que han acertado. Aglaya es la mujer más fantástica y despótica que puedes imaginarte. Concedo que posee grandeza de alma e inmejorables cualidades de espíritu y de corazón; pero además es caprichosa, se burla de todos y, en una palabra, tiene un carácter infernal y también lleno de fantasías. Se ha mofado hace poco, en las barbas de todos, de su madre, de sus hermanas, del príncipe Ch… Ya no hablo de mí, porque rara vez me perdona en sus burlas… Pero, en fin, la quiero mucho y me gusta casi más cuando me toma el pelo. Y creo que es por eso por lo que esa diablilla me quiere más que a los otros. Apuesto a que también se ha mofado de ti. Acabo de encontraros juntos, después de la tempestad que hemos tenido arriba, y estaba tan serena como si no hubiese sucedido nada.
Michkin más ruborizado todavía, apretó el puño con fuerza otra vez, no dijo una sola palabra.
—Mi querido y bondadoso León Nicolaievich —continuó, Epanchin en un repentino arranque de sensibilidad—, yo… Y también Lisaveta Prokofievna, que te ha devuelto toda su estimación y que me estima más a mí a causa tuya, aunque yo no comprenda el motivo… En resumen, ella y yo, te queremos y estimamos sinceramente, pese a todas las apariencias. Pero reconocerás, querido amigo, que lo que ahora se plantea… Figúrate que hace un momento esa muchacha ha dicho fríamente… Estaba en pie ante su madre con aspecto de no conceder el menor valor a nuestras preguntas. Y sobre todo a las mías, porque, ¡el diablo me lleve!, se me ocurrió hablarle con tono severo, como cabeza de familia… ¡Qué necedad! Pues, como te digo, esa brujilla, con la sonrisa en los labios, nos ha dirigido esta insólita tirada: «Esa loca… (Me extraña que haya coincidido en esto contigo. Y lo peor es que luego agregó: “¿Cómo no os habíais dado cuenta hasta ahora de que lo está?”) esa loca se propone casarme, cueste lo que cueste, con el príncipe León Nicolaievich». No ha dicho más, no ha explicado más, y se ha puesto a reír. Y mientras nosotros quedábamos con la boca abierta, ha salido dando un portazo. Luego he sido informado de lo que antes pasó entre vosotros dos y… Escucha, príncipe, yo… yo creo que tú eres hombre poco susceptible y muy razonable. Bien: pues me ha parecido… no te ofendas… Me ha parecido que Aglaya se burla de ti. No hay que tomárselo a mal, porque lo hace inocentemente, como una niña; pero es así; se burla de ti como de todos nosotros. En fin, adiós… Tú ya sabes nuestros sentimientos, nuestros sinceros sentimientos respecto a ti, ¿verdad? Son invariables y nada podrá modificarlos… nunca. Ea: tengo que dejarte. ¡Hasta la vista! Nunca he estado tan sobre ascuas (¿se dice así?) como ahora… ¡Y luego se elogian los encantos del veraneo! ¡Vaya un día!
Una vez solo, el príncipe miró en torno suyo, atravesó rápidamente la calle y se acercó a una casa que tenía la ventana iluminada. Entonces desdobló un trozo de papel que había apretado en la mano derecha durante toda su conversación con el general y, a la débil luz, leyó:
«Mañana, a las siete de la mañana, estaré en el banco verde, en el parque, y le esperaré. Tengo que hablarle de una cosa muy importante y que le concierne directamente.
P. S. Espero que no enseñe usted esta nota a nadie. Me cuesta mucho trabajo hacerle esta recomendación, pero no me parece superfluo, dado su absurdo carácter, que me llena de rubor mientras escribo estas líneas.
P. P. S. El banco verde a que me refiero es el que antes le indiqué. Debía caérsele la cara de vergüenza viendo que tengo necesidad de estas explicaciones».
La nota había sido escrita precipitadamente y plegada de cualquier modo, sin duda un momento antes de que Aglaya bajase a la terraza. Michkin, presa de una agitación inexpresable, casi temerosa, se apartó de la ventana como un ladrón al verse descubierto. Y en su brusco movimiento de retroceso tropezó con un hombre que estaba tras él.
—He venido siguiéndole, príncipe —dijo aquel hombre.
—¿Es usted, Keller? —repuso, sorprendido y algo alarmado, Michkin.
—Le buscaba, príncipe. Le esperé junto a la casa de Epanchin, donde yo, naturalmente, no puedo entrar. Y le he seguido cuando salió con el general. Disponga como quiera de Keller, príncipe. Estoy a sus órdenes y dispuesto a sacrificarme y a morir por usted.
—¿Morir? ¿Por qué?
—Porque puede usted tener la certeza de ser desafiado. El teniente Molovtzov, a quién conozco muy bien… Personalmente no, pero… En fin, no es hombre que soporte una injuria. Respecto a Rogochin y a mí es posible que nos considere gente baja, y acaso no le falte razón, y, por lo tanto, usted es el único que puede responderle de la ofensa. Usted tendrá que pagar los vidrios rotos, príncipe. He oído decir que Molovtzov ha tomado informes sobre usted, y es seguro que mañana enviará a su casa algún amigo… si es que éste no está esperándole ya en ella. Si me honra usted eligiéndome como testigo, estoy dispuesto a correr el riesgo de ser enviado a servir como soldado raso. Y para decírselo le buscaba, príncipe.
—¿También usted viene a hablarme de duelos? —exclamó el príncipe.
Y, con gran sorpresa de Keller rompió a reír. El boxeador, incierto aún de si su oferta sería aceptada, sentíase muy excitado y casi le ofendió aquella risa.
—Usted ha cogido a ese oficial por los brazos, príncipe. Un hombre de honor difícilmente puede tolerar ser ofendido así en público.
—En cambio él me ha dado un golpe en el pecho —rio Michkin— y ésa no es razón para que nos batamos. Yo me excusaré y todo concluido. Pero si no hay más remedio que batirse, me batiré. ¡Casi prefiero que me lleven al terreno! ¡Ja, ja! Ahora ya sé cargar una pistola. ¿Sabe usted cargarlas, Keller? Ante todo hay que comprar pólvora, y elegirla seca y fina, es decir, diferente a la que se emplea para cargar cañones. Se pone la pólvora en la pistola, se saca pelote del burlete de una puerta y después se introduce la bala, teniendo cuidado de poner la pólvora antes de la bala, porque si, no, no sale el disparo. ¿Oye, Keller? ¿Sabe usted que siento deseos de abrazarle, Keller? ¡Ja, ja, ja! ¡De qué modo tan repentino ha aparecido usted hace un momento a mis espaldas! ¡Ande, venga a beber champaña conmigo! ¡Nos embriagaremos todos! ¿No sabe que tengo doce botellas de champaña en la bodega de Lebediev? Me las vendió anteayer. Llegaron a sus manos no sé de qué manera y se las adquirí todas. Voy a reunir un grupo de amigos. ¿Piensa usted dormir esta noche?
—Como siempre, príncipe.
—Pues le deseo sueños felices. ¡Ja, ja, ja!
Michkin atravesó la calle y se perdió en el parque, dejando muy intrigado a Keller. El boxeador no había visto nunca al príncipe en un estado tan raro y no le cabía imaginarle bajo aquel aspecto.
«Acaso tenga fiebre, ya que es muy nervioso y todas estas cosas le han impresionado; pero no siente miedo. Esta gente no suele ser cobarde —pensaba Keller ¡Hum! ¡Champaña! Doce botellas… No está mal… ¡Una docenita! Apuesto a que a Lebediev se las han regalado. Realmente este príncipe es muy amable. Me gusta la gente así. En fin, no hay que perder tiempo: si se trata de tomar champaña, el momento es éste».
Michkin, que, en efecto, estaba febril, erró largo tiempo a través del parque y al fin «se encontró» caminando a lo largo de un paseo de árboles. Más tarde recordó haber paseado unas treinta o cuarenta veces desde el banco de la cita de Aglaya a un elevado y añoso árbol situado cien pasos más lejos. Pero jamás hubiese podido, por mucho que se lo propusiera, recordar lo que pensó durante aquel paseo de una hora como mínimo. Además se descubrió dando mentalmente vueltas a una idea que provocó de repente su hilaridad, aunque la idea en sí no tuviese nada de cómica. Mas él experimentaba deseos de reír. Decíase que la suposición de un duelo no había podido surgir sola, de la mente de Keller, y que la charla sobre el modo de cargar las pistolas podía no ser a su vez meramente casual. Después otra idea atravesó su mente, como un rayo de luz: «Antes, Aglaya ha bajado a la terraza donde yo estaba sentado en un rincón y se ha mostrado muy sorprendida al verme allá. Luego se rio, preguntándome si quería té… Pero ya llevaba esta nota en la mano, de modo que sabía que yo estaba en la terraza. ¿A qué vino su sorpresa? ¡Ja, ja, ja!».
Sacó el papel del bolsillo y lo besó, pero un momento después se tornó pensativo. «¡Es extraño!», díjose tristemente al cabo de un minuto. En sus momentos de alegría intensa experimentaba siempre una tristeza inexplicable. Miró atentamente en torno suyo y se preguntó cómo había llegado hasta allí. Sintiéndose muy cansado se acercó al banco para sentarse. Reinaba en torno profundo silencio. Ya no tocaba la música. Quizá no hubiese nadie en el parque: debían de ser sobre las once y media. Era una de esas noches claras, tibias, serenas, no raras en San Petersburgo a primeros de junio; pero en la avenida de umbrosos árboles donde Michkin se había sentado reinaba una oscuridad profunda.
Si alguien en aquel momento le hubiese dicho que estaba enamorado, apasionadamente enamorado, habríase sorprendido ante la idea, rechazándola con indignación. Y si se le dijera que la carta de Aglaya contenía una cita de amor, Michkin se habría ruborizado oyendo tal lenguaje y acaso hubiera desafiado a quien lo empleara. Todo esto era perfectamente sincero. Respecto a ello no experimentaba duda alguna; no admitía ni la más mínima idea «mixta» acerca de la posibilidad de un amor entre Aglaya Ivanovna y él. Semejante pensamiento, la hipótesis de que «un hombre como él» pudiese ser amado, se le antojaba monstruosa. De haber algo en aquello debía de ser, según imaginaba, una broma de la joven, no obstante lo cual aceptaba la idea con perfecta indiferencia, como cosa absolutamente normal. Lo que le preocupaba era cuestión muy distinta. Antes el general, en su agitación, había dejado escapar la apreciación de que Aglaya se mofaba de todos y de Michkin en particular. Y Michkin admitía esta opinión y no se sentía lastimado por ello: así debía ser, a su juicio. Pero lo importante era que mañana la vería, se sentaría en el banco, a su lado, la contemplaría, oiríale contar cómo se carga una pistola. No deseaba otra cosa. Una o dos veces se preguntó también cuál sería aquel importante asunto que ella deseaba comunicarle y que le concernía tan directamente. No dudó un solo momento de la existencia real de semejante asunto; pero no pensó en él para nada, ni siquiera sintió el deseo de pensar.
Un rumor de pasos rápidos en la arena le hizo levantar la cabeza. Un hombre, cuyo rostro resultaba impreciso en la oscuridad, llegó al banco y se sentó junto a Michkin. Éste se acercó en brusco movimiento al recién llegado y reconoció el rostro pálido de Parfen Semenovich.
—Hace tiempo que te buscaba. Ya sabía yo que andarías vagando por algún sitio así —dijo Rogochin, entre dientes.
Era la primera vez que se hallaban cara a cara después de su encuentro en el corredor del hotel. Sorprendido por aquella aparición imprevista, Michkin permaneció unos instantes sin poder coordinar sus ideas, mientras una sensación cruel despertaba en su corazón. Rogochin adivinó sin duda el efecto que producía su presencia y, aunque desconcertado al principio, adoptó en seguida un aire desenvuelto que Michkin estimó artificial. Pero pronto notó que no lo era, y que Rogochin no experimentaba realmente embarazo alguno al hablar. Si en sus gritos y palabras había cierta turbación, ésta no pasaba de la superficie. Aquel hombre no cambiaba jamás.
—¿Cómo me has… encontrado aquí? —preguntó el príncipe, por decir algo.
—He ido a tu casa, Keller me ha dicho que estabas paseando por el parque y pensé: «Bien; lo encontraré allí».
Estas palabras inquietaron a Michkin.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con voz alarmada.
Rogochin se sonrojó, pero no agregó explicaciones…
—Recibí tu carta, León Nicolaievich… Todo es inútil… Tiempo perdido… Pero ahora vengo a buscarte de parte de ella. Quiere hablarte por encima de todo; necesita decirte una cosa urgente. Y me ha ordenado que fuese a tu casa esta noche misma.
—Iré a verla mañana. Ahora me vuelvo a casa. ¿Quieres venir?
—¿Para qué? Ya te he dicho todo lo que tenía que decirte. Adiós.
—¿Por qué no vienes? —preguntó el príncipe con dulzura.
—Eres un hombre asombroso, León Nicolaievich.
Es imposible no admirarte de verdad —repuso Rogochin con amarga sonrisa.
—¿Por qué? ¿Qué motivos tienes ahora para odiarme así? —replicó Michkin con entristecido acento—. Bien sabes ahora que tus suposiciones son falsas. Desde luego, yo sabía que continuabas odiándome. ¿Y sabes por qué? Precisamente porque quisiste atentar contra mi vida. Pero te aseguro que el único Parfen Semenovich a quien recuerdo es aquel con quien he fraternizado una vez cambiando nuestras cruces. Ya te decía en mi carta de ayer que no pensases en aquel delirio, y no eludieses mi presencia. ¿Por qué te apartas de mí? ¿Por qué retiras la mano? Te repito que todo aquello es un delirio para mí. Me consta en qué estado te encontrabas aquel día. Lo que te imaginas no existió ni puede existir. ¿Por qué ha de persistir nuestra enemistad?
—¿Qué enemistad puede tenerse contigo? —contestó Rogochin, pagando con una risotada las afectuosas palabras del príncipe.
Y hablando así, se había retirado, en efecto, dos pasos y mantenía las manos escondidas. Añadió pausadamente, con grave acento:
—Es imposible que yo vaya ahora a tu casa.
—¿Tanto me aborreces?
—No te quiero, León Nicolaievich, ésa es la verdad. ¿Para qué, pues, voy a ir a tu casa? Pareces, príncipe, un niño encaprichado con un juguete… Pero no te haces cargo de las cosas. Lo que me dices, ya lo manifestabas en tu carta. ¿Y juzgas que no te creo? Creo en todas tus palabras, sé que no me has engañado ni me engañarás nunca, y a pesar de todo no te quiero. Me decías que todo está olvidado, que no recuerdas otro Rogochin sino aquel con quien fraternizaste y no el que alzó un cuchillo sobre ti. Pero —y Rogochin sonrió de nuevo—, ¿qué sabes tú lo que siento yo? Acaso yo no me he arrepentido nunca de lo que he hecho y tú en cambio me envías tu perdón fraternal. Bien puede ser que hoy mismo yo pensara de otro modo y que…
—¡Lo hayas olvidado! —atajó Michkin—. Estoy seguro. Apuesto a que te apresuraste a tomar el tren de Pavlovsk, que en cuanto llegaste fuiste al lugar de la música y que buscaste a Nastasia Filipovna por todas partes, entre la gente, exactamente lo mismo que hoy. ¡Y crees asombrarme diciéndome…! Pero yo estoy seguro de que, de no hallarte en un estado que no te permitía pensar en otra cosa, no hubieses alzado el puñal sobre mí. Aquel día, por la mañana, mirándote, lo presentí. ¡No sabes el estado en que te encontrabas! Acaso la idea empezara a agitarse en mi cerebro cuando cambiamos nuestras cruces. ¿Por qué me llevaste a ver a tu madre? Era una precaución que tomabas contra ti mismo, ¿verdad? Lo hiciste sin darte cuenta, por una especie de instinto, como yo dudé de ti por instinto también. Los dos sentimos la misma impresión en aquel momento. Si tú no hubieses alzado la mano (que Dios detuvo) sobre mí, yo habría sido muy culpable al haber sospechado en la forma que sospeché. No arrugues el entrecejo. ¿Por qué te ríes? Dices que no estás arrepentido. Pero es que no lo estarías aunque quisieras, porque me odias. Y aun suponiendo que yo procediese contigo tan ingenuamente como un ángel, tú no podrías sufrirme jamás mientras creyeses que ella me prefería en perjuicio tuyo. Todo eso no son más que celos. Mas yo, Parfen Semenovich, voy a decirte la opinión que me he formado durante estos ocho días: que ella te ama quizá como a nadie. ¿No lo sabías? Incluso te diré que cuanto más te tortura, más te ama. No te lo dice, pero se adivina. ¿Por qué, en resumen, quiere casarse contigo? Alguna vez te lo dirá ella misma. Hay mujeres que gustan de ser amadas así, y ella es una. Deben de impresionarle mucho tu carácter y tu pasión por ella. ¿No sabes que una mujer es capaz de atormentar cruelmente a un hombre, de someterle a crueles sarcasmos, sin experimentar un solo remordimiento de conciencia, sólo porque se dice para sí: «Es verdad que le hago sufrir lo indecible; pero más tarde le compensaré con mi amor»?
Rogochin, tras escuchar a Michkin hasta el final, rompió a reír.
—¿Acaso has encontrado una mujer semejante, príncipe? He oído algo por el estilo, pero no quería creerlo.
—¿Cómo? ¿Qué has oído decir? —exclamó Michkin, turbado y estremecido.
Rogochin seguía riendo. Había escuchado a su interlocutor con cierta curiosidad, quizá no exenta de satisfacción, porque había sido una sorpresa y un consuelo para él oír las palabras cálidas, afectuosas, persuasivas, de Michkin.
—No he oído gran cosa —dijo—, pero ahora veo que era verdad. Si no, ¿cuándo has hablado como acabas de hacerlo? Es un lenguaje muy poco corriente en tu boca… De no haber sabido algo semejante sobre ti, no habría salido a buscarte ni me hallaría en el parque a estas horas.
—No te comprendo, Parfen Semenovich.
—Hace tiempo que Nastasia Filipovna me ha hablado de eso, y hoy he podido observarlo personalmente cuando te vi sentado junto a aquella mujer, ante la orquesta. Ayer y hoy Nastasia Filipovna me ha asegurado que estás enamorado como un loco de Aglaya Ivanovna Epanchina. Pero eso no me importa, príncipe. Si tú no estás enamorado ya de…, ella lo sigue estando de ti. Bien sabes que está empeñada en casarte con la Epanchina. Se ha jurado conseguir ese matrimonio. ¡Ja, ja! Me ha dicho: «No nos casaremos hasta que ellos no hayan ido a la iglesia antes». No lo comprendo: si te ama… y te ama con un amor infinito…, ¿por qué quiere que te cases con otra? Siempre me dice: «Deseo verle feliz». Y, por consiguiente, te ama.
—Ya te he dicho y escrito que Nastasia Filipovna tiene… tiene el cerebro perturbado —repuso el príncipe, que sufría cruelmente oyendo las palabras de Rogochin.
—¡Dios sabe! Acaso seas tú el que te equivoques. En fin, hoy, cuando me la llevé después del escándalo, me fijó el día de la boda: de aquí a tres semanas, y acaso antes, me ha asegurado que la conduciré a la iglesia. Lo ha jurado besando un icono. Así que todo depende de ti, príncipe. ¡Ja, ja, ja!
—¡Qué insensatez! En cuanto a lo que se refiere a mí, lo que dices no sucederá nunca. Mañana iré a veros, y…
—¿Dices que está loca? —interrumpió Rogochin—. Entonces, ¿por qué todos la juzgan normal y sólo tú la miras como una alienada? ¿Y sus escritos? De estar loca, se notaría en sus cartas.
—¿Qué cartas? —preguntó Michkin, anheloso.
—Las que escribe a Aglaya Ivanovna. ¿No lo sabías? Pues ya lo averiguarás: te las enseñará ella misma.
—¡Es imposible! —exclamó el príncipe.
—¡Vamos, León Nicolaievich! Ya veo que sólo estás empezando a recorrer tu sendero. Pero cuando te adentres más acabarás teniendo vigilantes a sueldo, pasarás en vela noche y día, espiarás cuanto suceda en torno a la que quieres y…
—¡No me hables más de eso! —interrumpió vivamente Michkin—. Escucha, Parfen: poco antes de tu llegada, yo paseaba solo y de pronto me puse a reír. ¿De qué? No lo sé; sólo he recordado que mañana es mi cumpleaños precisamente. Y ahora es casi medianoche. Ven a mi casa para esperar, juntos, la llegada del día. Tengo vino: beberemos y tú desearás para mí lo que yo no sé desear personalmente. Yo, en cambio, haré votos por tu dicha. Si no quieres, devuélveme mi cruz. ¡No me la enviaste al día siguiente de aquello! ¿La llevas aún sobre ti?
—Sí —respondió Rogochin.
—Bueno. Acompáñame. Quiero que asistas al principio de mi nueva vida. ¡Porque voy a inaugurar una existencia nueva! ¿No sabes, Parfen, que hoy ha empezado una vida nueva para mí?
—Lo veo y advierto que ha comenzado. No dejaré de decírselo a ella. No te hallas en tu estado normal, León Nicolaievich…