VII
»Yo poseía una pistolita de bolsillo, que me procuré de niño, a esa edad absurda en que se deleita uno con historias de duelos y de salteadores y en que uno imagina que puede ser provocado a desafío y se siente dispuesto a afrontarlo con valentía. Examiné la pistola hace un mes, y vi que se hallaba en buen estado. La caja que la guarda contiene dos balas y un cuernecillo de pólvora con cantidad suficiente para tres cargas. Es un arma deleznable, con la que nunca se hace blanco, ni alcanza a más de quince pasos; pero útil, sin duda, para saltarse los sesos si se aplica el cañón a la sien.
»He decidido morir en Pavlovsk, al salir el sol. Para no dar un escándalo aquí, iré a matarme al parque. Mi «explicación» aclarará suficientemente mi muerte a la policía. Los psicólogos, y en general todo el que quiera, pueden sacar de este escrito las conclusiones que gusten. Pero no deseo que sea dado a la publicidad. Ruego al príncipe que haga copia de él y la conserve, y que envíe otra a Aglaya Ivanovna. Tal es mi voluntad. Lego mi esqueleto a la Facultad de Medicina en provecho de la ciencia.
»No reconozco a hombre alguno el derecho a juzgarme y sé que ningún castigo podrá infligírseme. No hace mucho formulé una hipótesis que me divirtió: «Si ahora se me ocurriese matar a alguien, asesinar, por ejemplo, a diez personas, cometer el más horrendo crimen del mundo, ¿qué podría hacer, dada la abolición de la tortura, un tribunal en presencia de un acusado al que sólo quedan dos o tres semanas de vida? Yo moriría cómodamente en el hospital, donde, bien caliente, atendido por un médico celoso, estaría sin duda mejor que en mi casa». No comprendo cómo no se les ocurre esa idea, al menos en calidad de broma, a las personas que se encuentran en mi situación. Pero acaso la piensen. Hay mucha gente de buen humor, incluso en Rusia.
»Mas, aunque ningún tribunal pueda nada contra mí ni yo le reconozca tal derecho, sé que se me juzgará cuando sólo sea un acusado sordo y mudo. No quiero, pues, irme sin pronunciar unas palabras de defensa, de una defensa voluntaria, no forzada, no tendente a justificarme ni a pedir perdón a nadie, sino debida a que deseo exponerla y nada más. Y mi última explicación es ésta: si muero, no es porque me falten energías para soportar otras tres semanas. Me siento bastante fuerte para eso y, de querer, siempre encontraría valor en el sentimiento de la injuria que el destino me hace al forzarme a morir tan joven… Hasta una mosca participa también en el banquete de la vida, concurre al concierto de todas las cosas y es feliz. Sólo yo soy un paria… Pero no quiero consolarme de esa manera. En mi acto encuentro un aspecto más seductor: al limitar mi vida a tres semanas, la naturaleza restringe de tal modo mi esfera de acción que acaso el suicidio sea el único acto que mi voluntad pueda presidir íntegramente, del principio al fin. Y quizá quiera aprovechar esa última posibilidad de acción. A veces una protesta dista mucho de ser un acto minúsculo…
* * *
Había terminado la «explicación». Hipólito se interrumpió.
En ciertos casos excepcionales, un hombre nervioso, irritado, fuera de sí, llega a tal grado de franqueza cínica que no tiene miedo de nada y produce, incluso con satisfacción, el más monstruoso escándalo. Entonces es capaz de precipitarse sobre cualquiera, albergando en su interior la intención vaga, pero firme, de tirarse un momento después desde lo alto de una torre, substrayéndose así a las consecuencias que su loca conducta pudiera originarle. El agotamiento físico es ordinariamente el signo precursor de tal estado. Hipólito había llegado a él bajo el influjo de la sobreexcitación anormal que le sostuviera hasta entonces. Por sí mismo, aquel mozo de dieciocho años, extenuado por la enfermedad, parecía tan débil como la hoja que, estremecida, se desprende de un árbol; pero, aun así, cuando, por primera vez después de una hora, miró uno a uno a los presentes, sus ojos y su sonrisa expresaban el más ofensivo y altanero desprecio. Le urgía provocar a sus oyentes. Éstos, por su parte, ardían de indignación. Todos se levantaron con un arranque tumultuoso y airado al que el vino, el cansancio y la tensión nerviosa infundían una vehemencia maligna.
Hipólito se levantó también, como a impulsos de un resorte.
—¡Ha salido el sol! —gritó viendo las copas de los árboles bañadas en luz y mostrándolas al príncipe, como si fuesen un portento—. ¡Ha salido!
—¿Pensaba usted que no saldría? —dijo Ferdychenko.
—Creo que va a hacer hoy un calor horrible —bostezó Gania, con acento de despectivo enojo, estirándose y cogiendo el sombrero—. ¿Nos vamos, Ptitzin?
Hipólito oyó aquellas palabras con estupefacción profunda. Palideció súbita y profundamente y comenzó a temblar.
—Finge usted indiferencia adrede, para ofenderme —dijo, con los ojos clavados en el rostro de Gania—. ¡Es usted un granuja!
—¡Es el colmo! —gruñó Ferdychenko—. ¡En mi vida he visto cobardía más fenomenal que la de este muchacho!
—Es sencillamente un imbécil —declaró Gania.
Hipólito procuró dominarse.
—Señores —comenzó, temblando como antes e interrumpiéndose casi a cada palabra—, reconozco que merezco su resentimiento personal… y lamento haberlos enojado con esas lucubraciones —y señalaba el manuscrito—… aunque en realidad lo que lamento es no haberlos enojado… más completamente —al decir esto sonrió de un modo estúpido e interpeló a Radomsky—: ¿He sido muy pesado, Eugenio Pavlovich? ¿Sí o no? Dígamelo.
—El escrito era un poco largo, pero…
—¡Dígalo todo! ¡Sea sincero por una vez en su vida! —exigió Hipólito, más tembloroso cada vez.
—Todo ello, a decir verdad, me tiene sin cuidado. Le ruego que me deje en paz —repuso Radomsky, volviéndole la espalda desdeñosamente.
—Buenas noches, príncipe —dijo Ptitzin a Michkin.
—Pero ¿en qué piensan? ¿No ven que va a pegarse un tiro? ¡Mírenle! —gritó Vera. Y llena de inquietud se lanzó hacia Hipólito y le sujetó los brazos—. ¿En qué piensan? ¿No han oído que iba a saltarse los sesos al salir el sol?
—No se los saltará —murmuraron malignamente varias voces, entre ellas la de Gania.
—¡Cuidado señores! —exclamó Kolia, cogiendo también el brazo de Hipólito—. ¡Mírenle, por Dios! ¡Príncipe, príncipe, atiéndale!
Vera, Kolia, Keller y Burdovsky se habían agrupado en torno a Hipólito, sujetándole.
—Tiene el derecho… el derecho… —balbucía Burdovsky, que parecía también fuera de sí.
—Perdóneme, príncipe, pero ¿qué disposiciones va usted a tomar? —dijo Lebediev, muy ebrio ya, con enojo rayano en la insolencia.
—¿Disposiciones?
—Permítame; pero yo soy el dueño de la casa, dicho sea sin faltarle al respeto. Admito que usted también es el amo aquí, pero como propietario de la casa no quiero en ella cosas semejantes. Eso es…
—No se matará. El condenado chico está bromeando —dijo de repente, con indignado aplomo, el general Ivolguin.
—¡Bien, general! —aprobó Ferdychenko.
—Sé que no se matará, general, amado general; pero, no obstante, soy el dueño de la casa, y…
—Escuche, señor Terentiev —dijo Ptitzin, tendiendo la mano a Hipólito, tras despedirse de Michkin—: creo que en su escrito se habla de legar un esqueleto a la Facultad de Medicina. ¿Se trata de su esqueleto? ¿Son sus huesos los que lega?
—Sí, mis huesos.
—Entonces, nada. Temía haberme equivocado. Creo haber oído hablar de otro caso semejante.
—¿Por qué se burla usted de él? —intervino Michkin, vivamente.
—Le ha hecho llorar —añadió Ferdychenko.
Pero Hipólito no lloraba. Hizo un ademán para abandonar su sitio y los cuatro que le rodeaban le sujetaron. Oyéronse risas.
—Ya contaba él con que le impidiesen moverse. Y por eso ha escrito ese mamotreto —comentó Rogochin—. Adiós, príncipe. ¡Me duelen los huesos de tanto estar sentado!
—Si tenía usted en realidad la intención de matarse, Terentiev —dijo Radomsky, riendo—, yo, en su lugar, en vista de semejante acogida, no me mataría, para fastidiar a todos.
—¡Tienen un deseo terrible de ver cómo me agujereo la sien! —repuso Hipólito, amarga y agresivamente—. Y les disgusta que ello no suceda.
—¿Así que cree usted que no sucederá? No hablo para ofenderle: por lo contrario, creo muy posible que se suicide usted. Pero tranquilícese, aquí lo importante es no perder la calma —dijo Eugenio Pavlovich con acento protector.
—Hasta ahora no me había dado cuenta del gran error cometido al leer esa explicación —repuso Hipólito, mirando a Eugenio Pavlovich con expresión franca, como si solicitase consejo a un amigo.
—La situación es absurda; en realidad no sé qué decirle… —declaró Radomsky, sonriendo.
Su interlocutor le examinó severamente, con singular fijeza. Parecía perder de momento en momento toda conciencia de sí mismo.
—¡Qué manera de hacer las cosas! —exclamó Lebediev—. ¡Suicidarse en el parque para no producir escándalo en la casa! ¡Cómo si el matarse a tres pasos de distancia no trajese complicaciones para nadie de aquí!
—Señores… —empezó Michkin.
—Dispénseme, estimado príncipe —interrumpió Lebediev con energía—. Usted mismo ve que no se trata de una broma. La mitad de los presentes piensan como yo: después de las palabras que ese joven ha pronunciado aquí, el honor le obliga a saltarse la tapa de los sesos. Por lo tanto, y como dueño de la casa, declaro ante testigos que requiero la ayuda de usted.
—Estoy dispuesto a ayudarle. ¿Qué quiere que hagamos?
—Primero, quitarle la pistola y las municiones de que nos ha hablado hace poco. Con esta condición, y por respeto a su estado de salud, consiento en que pase la noche aquí, sometido a mi vigilancia, desde luego. Pero mañana, y perdóneme, príncipe, es absolutamente necesario que se vaya. Si se niega a entregarnos su arma, yo le cogeré de un brazo, el general de otro y enviaremos a llamar a la policía, para que se entienda con él. El señor Ferdychenko nos hará un favor de amigo yendo a avisar al puesto policíaco.
Siguió una confusión en la terraza. Lebediev, acalorándose, perdía los estribos, Ferdychenko se disponía a ir en busca de la policía, Gania aseguraba que no había miedo de que nadie se matara, y Eugenio Pavlovich permanecía silencioso.
—¿Se ha tirado usted alguna vez desde lo alto de un campanario, príncipe? —preguntó ingenuamente el interpelado.
—¿Y cree usted que yo no había previsto esta explosión de odio? —prosiguió en el mismo tono de voz, Hipólito, cuyos ojos centelleaban, mirando a Michkin como si realmente aguardase una respuesta. Y dirigiéndose a todos en general, exclamó—: ¡Basta! La culpa es mía más que de nadie. —Y sacando un anillo de acero del que pendían tres o cuatro llavecitas, dijo—: Aquí está la llave, Lebediev. Es la penúltima. Kolia le enseñará. ¡Kolia! ¡Kolia! —su amigo estaba ante él, pero Hipólito no le veía—… ¡Ah, sí! Kolia le enseñará… Él me ayudó a guardar mis cosas. Vete con él, Kolia. En el cuarto del príncipe, debajo de la mesa… Mí maleta… Con esta lleve abres una caja… Está en el fondo… Y en la caja… están mi pistola y un cuerno de pólvora. Kolia me ha hecho la maleta, señor Lebediev; él le enseñará… Pero a condición de que mañana por la mañana, cuando yo regrese a San Petersburgo, me devuelva usted la pistola. ¿Me entiende? Hago esto por el príncipe y por usted.
—Más vale así —repuso Lebediev, con maligna sonrisa, cogiendo la llave y encaminándose al aposento inmediato.
Kolia quiso hacer una observación, pero Lebediev, sin atenderle, le arrastró consigo.
Hipólito miraba a los presentes, que reían. Michkin notó que el enfermo rechinaba los dientes, como si tiritase.
—¡Qué malos son todos! —murmuró Hipólito, exasperado, al oído del príncipe.
Siempre que interpelaba a Michkin bajaba la voz y le hablaba inclinándose hacia él.
—Déjelos… Está usted muy débil.
—Sí: voy a retirarme. En seguida… en seguida. Repentinamente, rodeó con sus brazos el cuerpo de Michkin.
—¿Acaso me cree usted loco? —le preguntó, mirándole y riendo extrañamente.
—No; pero…
—En seguida, en seguida… Ahora cállese, no diga nada… Espere: quiero mirarle a los ojos. Así: quiero mirarle y decir adiós a un hombre…
Y miró, durante diez segundos, inmóvil y silencioso, el rostro de Michkin. El suyo estaba muy pálido; el sudor humedecía sus sienes. Sujetaba reciamente la mano del príncipe, como temeroso de que éste quisiera escapar.
—Hipólito, Hipólito, ¿qué le pasa? —exclamó Michkin.
—En seguida… Basta; voy a descansar. Quiero beber una copa a la salud del sol. Lo quiero, lo quiero… Déjeme.
Cogió una copa de sobre la mesa, abandonó el lugar en que estaba y se dirigió a la entrada de la terraza. Michkin quiso correr hacia el enfermo, pero en aquel instante, coma adrede, Radomsky le tendió la mano para despedirse de él. Transcurrió un segundo. Súbitamente estallaron gritos por todas partes. Siguió un momento de extrema confusión.
Había sucedido lo siguiente: Hipólito, parándose junto a la escalera, con la copa de champaña en la mano izquierda, había hundido la derecha en el bolsillo lateral de su levita. A lo que contó después Keller, el muchacho tenía ya la mano en aquel bolsillo durante su conversación con Michkin, a quien había estrechado con su brazo izquierdo, lo que despertó las primeras ligeras sospechas del boxeador, según éste. Fuese como fuera, una cierta inquietud le hizo correr hacia Hipólito. Pero llegó tarde. Sólo vio brillar un objeto en la mano de Hipólito y en seguida percibió una pistolita de bolsillo aplicada a la sien del joven. Keller quiso asirle la mano, pero Hipólito oprimió el disparador. Oyóse el seco chasquido del gatillo en la cazoleta, mas ninguna detonación lo siguió. Keller cogió a Hipólito entre sus brazos y el muchacho se dejó caer en ellos privado de conocimiento, al parecer. Acaso se creyera muerto. Keller aferró la pistola, e hizo sentar a Hipólito en una silla. Todos se apiñaron en torno, preguntando. Se había oído el chasquido del gatillo, y sin embargo, el suicida estaba vivo, sin un solo arañazo. Hipólito, sin comprender lo que sucedía, miraba, desde su asiento, los rostros de todos, con una expresión absorta. Lebediev y Kolia llegaron corriendo.
—¿Ha fallado el arma? —inquirían algunos.
—¿No estaba cargada? —sugerían otros.
—Lo estaba —repuso Keller, examinando la pistola—, pero…
—¿Cómo ha fallado el tiro entonces?
—Porque no había fulminante —explicó el boxeador.
Sería difícil relatar la lamentable escena que se produjo. Al temor del primer momento sucedieron grandes carcajadas. La hilaridad de algunos revelaba cierta aviesa satisfacción. Hipólito, sollozando como en un ataque de nervios, retorciéndose los puños, iba de un lado a otro, se aproximó incluso a Ferdychenko, le asió las manos y le juró que había olvidado, «olvidado en absoluto», colocar el fulminante; que ello era pura inadvertencia y no deliberación; que tenía (y los mostró a todos) diez fulminantes en el bolsillo de su chaleco; que no lo había colocado antes por temor a que la pistola le estallara en el bolsillo y que había contado poner el detonador en el momento necesario, olvidándose de hacerlo a última hora. El joven dio iguales explicaciones a Michkin y a Radomsky, y pidió a Keller que le devolviese el arma. Quería probar a todos, y en el acto, que «su honor, su honor…». Ahora estaba «deshonrado para siempre».
Finalmente se desmayó. Lleváronle al departamento de Michkin, y Lebediev, ya completamente despejado, envió a buscar un médico, y quedó a la cabecera del paciente con su hija, su hijo, Burdovsky y el general. Cuando condujeron a Hipólito desvanecido, Keller, en pie en medio del cuarto, en un ataque de notoria inspiración, declaró en alta voz para que todos pudieran oírlo, recalcando mucho cada palabra:
—¡Caballeros! Si cualquiera de ustedes se permite insinuar en mi presencia que el fulminante fue olvidado a propósito y que ese desgraciado joven ha querido representar una comedia… el que lo insinúe tendrá que vérselas conmigo.
Pero nadie le contestó. Al cabo todos se retiraron casi a la vez. Gania, Ptitzin y Rogochin se fueron juntos. Michkin se extrañó al ver que Eugenio Pavlovich, que había expresado antes el deseo de explicarse con él, se marchaba sin hablarle.
—¿No quería usted hablar conmigo cuando se fueran los demás? —le preguntó.
—En efecto —repuso Eugenio Pavlovich, tomando una silla y haciendo sentar a Michkin junto a él—. Pero ahora prefiero dejar esa conversación para más adelante. Le confieso que estoy un poco agitado. Y usted lo está también. Tengo un gran desorden mental… Por otra parte, lo que quiero decirle es muy importante para mí y para usted. Una vez en mi vida, príncipe, he querido realizar una cosa completamente honrada, es decir, sin reservas mentales. Pero creo que ahora no me hallo en condición de hacer una cosa completamente honrada… y acaso usted tampoco… Aplacemos la explicación. Si esperamos mi regreso de San Petersburgo, será más clara por ambas partes. Voy a la capital ahora y estaré allí hasta pasado mañana.
Y se levantó, aunque sólo se hubiese sentado un minuto antes. Michkin creyó advertir que su interlocutor estaba insatisfecho e irritado. En su mirada, muy diversa a la de antes, había una expresión hostil.
—Y a propósito, ¿va a ir al lado del enfermo?
—Sí; estoy inquieto por él —dijo Michkin.
—Tranquilícese; vivirá lo menos seis semanas, y hasta puede que recobre la salud aquí. Pero hará usted bien en ponerle en la puerta mañana mismo.
—¿No pudiera ser que yo, con mi silencio, le impulsara a lo que ha hecho, creyendo que yo también dudaba de su decisión? ¿Qué le parece?
—No se preocupe. Es usted demasiado bondadoso. He oído hablar de casos semejantes; pero en la práctica nunca he visto a nadie que se disparase un tiro adrede para obtener elogios o por despecho de no conseguirlos. Nunca hubiera creído que se pudiese manifestar abiertamente semejante flaqueza. De todos modos, despídalo mañana.
—¿Cree que volverá a intentar matarse?
—No; no reincidirá. Pero hay que tener cuidado con estos tipos. Es un asesino en ciernes. Le aseguro que el crimen es con frecuencia la salida de estas nulidades ambiciosas, rebeldes e impotentes.
—¿Le considera así?
—Creo que el mozo es de esa manera, aunque tal vez el destino le haya reservado otra misión. Usted verá si ese señor es, o no, capaz de degollar diez o doce personas, aunque sólo sea por «bromear», como decía antes de su «explicación». Esas palabras van a quitarme el sueño…
—Acaso se inquiete usted demasiado.
—Es usted admirable, príncipe. ¡No creerle capaz de matar diez personas ahora!
—No me atrevo a contestarle. Todo esto es muy extraño, pero…
—Como quiera, como quiera… —repuso Radomsky, con cierta irritación—. Además, es usted un hombre muy valeroso. ¡Con tal de que no sea uno de los diez!
—Lo más probable es que Hipólito no mate a nadie —dijo Michkin, mirando, pensativo, a Eugenio Pavlovich.
Éste rio agriamente.
—Adiós; ya es hora de que me vaya. ¿Ha notado usted que el tipo legaba una copia de su confesión a Aglaya Ivanovna?
—Sí; lo noté, y he pensado en ello.
—Claro: eso da que pensar… Acuérdese de las diez personas —dijo Eugenio Pavlovich, riendo otra vez, y saliendo.
Una hora después, entre tres y cuatro de la madrugada, el príncipe bajó al parque. Había tratado de dormir, pero no lo consiguió. Le latía el corazón con loca fuerza. En la casa todo estaba tranquilo: Hipólito descansaba y el médico que le había visitado dictaminó que el desmayo no era grave. Lebediev, Kolia y Burdovsky se habían acostado en la alcoba del enfermo para vigilarle por turno. No había, pues, nada que temer. Pero, sin embargo, la inquietud del príncipe era cada vez más viva. Paseaba por el parque dirigiendo en torno distraídas miradas, y se sorprendió al llegar a la placita que se abre ante la estación y verse frente a las hileras de sillas y el tablado de la banda. Aquel lugar le desagradó y parecióle terriblemente desolado. Alejóse por el camino que siguiera el día anterior, acompañando a las Epanchinas, y al llegar al banco donde Aglaya le diera cita, se sentó y dejó escapar una risa que le hizo indignarse consigo mismo un minuto después. Su melancolía no le abandonaba: experimentaba el deseo de alejarse, de ir no sabía adónde… En el árbol inmediato cantaba un pajarillo. Michkin le buscó con los ojos. Entonces recordó la frase de Hipólito: «Hasta una mosca que vuela bajo un rayo de sol participa también en el banquete de la vida, concurre al concierto de las cosas, y es feliz; sólo yo soy un paria». Tales palabras, que antes impresionaran mucho a Michkin, le acudieron repentinamente a la memoria. Un recuerdo olvidado hacía mucho comenzó a despertar en él y adquirió repentinamente una forma concreta.
El hecho había sucedido en Suiza, en el primer año —y, más concretamente, en los primeros meses— de su tratamiento. En aquella época él seguía estando todavía absolutamente idiota, costábale trabajo expresarse y a veces ni siquiera entendía lo que le hablaban. Un día de tiempo muy despejado salió a pasear por las montañas y anduvo mucho tiempo, con el corazón oprimido por una sensación penosa, aunque indefinible y vaga. Sobre él se extendía el cielo radiante, espejeaba un lago a sus pies y el paisaje soleado se ensanchaba hasta perderse de vista. Largo trecho estuvo contemplando el panorama con extraña melancolía. Recordaba muy bien que incluso había llorado y tendido los brazos hacia el infinito azul, torturado por la idea de que para él no existía nada de aquello. ¡Oh, aquel festín universal, aquel interminable regocijo que le atraía desde su infancia, y del que siempre había quedado al margen! Cada mañana salía el mismo sol esplendente, cada mañana se pintaban sobre la cascada los colores del arco iris, cada tarde se teñía de púrpura aquella cima nevada que se erguía en los confines del horizonte; todos, hasta las moscas, participaban en el banquete de la vida, en el concierto de todas las cosas. Sí: hasta la menor brizna de hierba vivía y era feliz. Todo ser tenía su camino, lo conocía, lo emprendía y lo concluía cantando con júbilo, mas sólo él no sabía nada, no comprendía nada, ni los hombres, ni su lenguaje. Era extraño a todo, era el desecho de la naturaleza. Cierto que entonces el príncipe no había acertado, sin duda, a expresar todas aquellas palabras y su sufrimiento había sido mudo; pero ahora le parecía haberlas pronunciado textualmente y hasta pensaba que Hipólito había tomado de él su expresión sobre «la mosca». Su corazón latió a este pensamiento… Al fin el sueño le sorprendió en el banco; pero no por eso acudió el reposo a su espíritu. Un momento antes de dormirse recordó que, según Radomsky, Hipólito acabaría matando a diez personas, y sonrió, ante idea tan absurda. En torno suyo reinaban la paz y la serenidad. El rumor de las frondas, único que turbaba el silencio, acrecentaba aquella sensación de calma. Michkin soñó mucho. Todos sus sueños fueron inquietantes; algunos incluso le hicieron estremecerse. Al fin soñó que una mujer avanzaba hacia él. La conocía, la conocía bien… Incluso podía designarla por su nombre. Y, sin embargo, parecíale apreciar en ella un rostro muy diferente al que tenía antes, y Michkin sólo podía aceptar con gran esfuerzo la noción de que era la misma mujer. Viendo la expresión de terror y arrepentimiento que mostraban las facciones de aquella persona, se la creería culpable de algún crimen horroroso, que acababa de cometer. Una lágrima temblaba en su pálida mejilla. Llamó a Michkin con un ademán, y se puso un dedo sobre los labios, como para advertirle que debía acercarse sin ruido. El corazón del príncipe desfallecía. Por nada en el mundo hubiese querido ver en ella a una culpable, pero presentía que iba a suceder un hecho terrible, que afectaría de rechazo a toda su vida. Parecíale que la mujer deseaba mostrarle algún lugar del parque, no lejos de aquel sitio. Michkin se levantó, para acercarse a la mujer. Y entonces resonó una risa argentina y fresca, y una mano rozó la suya. El príncipe asióla, la estrechó con fuerza y despertó. Ante él, riendo con todo su corazón, estaba Aglaya.