II

Hacía cinco días que Hipólito se había trasladado a casa de Ptitzin. Ello se produjo naturalmente, sin explicaciones, sin disputas entre Michkin y su huésped, y la separación, al menos en apariencia, fue amistosa. Gabriel Ardalionovich, tan mal dispuesto hacia Hipólito el día del cumpleaños del príncipe, había ido a visitar al muchacho por la mañana, sin duda obedeciendo a una súbita inspiración. También Rogochin visitó al enfermo. Al principio, el propio Michkin opinó que valía más para Hipólito el trasladarse. Cuando Hipólito se marchó de casa del príncipe, hizo saber que iba a aprovechar la amable oferta de Ptitzin y no mencionó a Gania para nada, aun cuando había sido éste quien insistiera en que su cuñado le admitiese. Gania consideró la omisión harto extraña para no ser intencionada y se sintió muy ofendido. No había faltado a la verdad al hablar a su hermana del alivio del doliente. Hipólito, en efecto, parecía mejor que antes. Bastaba una mirada para notarlo.

Hipólito entró en la habitación en pos de los demás. Una sonrisa malévola contraía sus labios. Nina Alejandrovna aparentaba un tremendo espanto. En aquellos meses había cambiado mucho, y estaba harto más delgada. Desde que vivía en casa de Ptitzin no se mezclaba jamás, al menos ostensiblemente, en los asuntos de sus hijos. Kolia parecía preocupado e inquieto. Ignorante de las causas reales de aquella nueva tempestad doméstica, no comprendía en qué pudiera consistir lo que allí se llamaba «la locura del general»; pero asistía a las terribles escenas que su padre provocaba continuamente. Y estaba seguro de que en su progenitor se había operado un cambio profundo. Otra cosa inquietaba al muchacho. Hacía tres días que su padre había dejado de beber y por ende se había querellado con Lebediev y con Michkin. Kolia acababa de entrar en casa llevando media botella de vodka que había comprado con su dinero.

Maman —había asegurado a Nina Alejandrovna antes de bajar a la sala—, vale más que beba. Hace tres días que no prueba una gota y se siente excitado, naturalmente. Le conviene un poco de vodka. Cuando estaba en la cárcel le sentaba muy bien.

El general, cruzando la puerta, detúvose en el umbral y se dirigió, impetuoso, a Ptitzin.

—Señor —gritó con voz tonante—, si es cierto que ha resuelto usted sacrificar en favor de un boquirrubio y un ateo a un anciano respetable, padre de usted o al menos de su mujer, a un hombre que ha servido a su emperador, estoy resuelto a abandonar esta casa inmediatamente. Elija, señor, elija inmediatamente: o yo, o este… tornillo… ¡Sí: tornillo! Lo he dicho sin pensarlo, pero es verdad, porque se hunde en mi alma como un tornillo, lacerándola sin el menor respeto.

—¿No querrá usted decir como un sacacorchos? —sugirió Hipólito.

—No: un tornillo; porque yo para ti soy un general y no una botella. Yo poseo condecoraciones, distinciones honoríficas, y tú no tienes ninguna. ¡O él o yo! ¡Elija, señor, y pronto! —añadió furiosamente dirigiéndose a Ptitzin.

Kolia acercó una silla a su padre, quien se dejó caer en ella como abrumado de cansancio. Ptitzin, anonadado, balbució:

—Valdría más que… que se acostase.

—¡El viejo aún se permite amenazar! —dijo Gania a su hermana, en un cuchicheo.

—¡Acostarme! —rugió Ivolguin—. Me insulta usted, señor; no estoy beodo. Ya veo —continuó, levantándose— que aquí todos se ponen en contra mía. Todos y todo. Me voy… Pero antes, señor, sepa…

No le dejaron acabar y le hicieron sentarse, suplicándole que se calmara. Gania, furioso, se apartó a un rincón. Nina Alejandrovna sollozaba convulsivamente.

—Pero ¿qué le he hecho yo? ¿De qué se queja? —inquirió Hipólito, riendo.

—¿Todavía lo pregunta? —exclamó vivamente Nina Alejandrovna—. Debería darle vergüenza. Es inhumano atormentar así a un viejo… y más aún en la situación en que usted se halla.

—Ante todo, ¿a qué situación se refiere usted, señora? Siento hacia usted un profundo respeto particular, pero…

—¡Es un tornillo! —clamó el general—. Un tornillo que me penetra en el alma y en el corazón. ¡Se empeña en convertirme al ateísmo! Entérate, boquirrubio, de que antes que tú nacieses ya estaba yo colmado de honores. No eres más que un gusano roído por la envidia, aplastado, muerto de tos, chorreando por todas partes perversión e impiedad. ¿Por qué te ha traído Gania aquí? Todos están contra mí: los extraños, mis hijos…

—Déjese de ponerse trágico —intervino Gania—. Más valdría que no nos hubiese deshonrado ante toda la ciudad.

—¿Qué te deshonro, boquirrubio? ¿A ti? Lo único que podré hacer en todo caso es honrarte.

Y el general se levantó de un brinco. Era imposible contenerle. Gania estaba también fuera de sí.

—¡Aún habla de honra! —exclamó el joven con amargura.

—¿Qué dices? —exclamó el general, palideciendo y dando un paso hacia su hijo.

—Me bastaría abrir la boca para… —comenzó Gania con tono que no cedía en violencia al de su padre. Pero se interrumpió. Los dos, frente a frente, ardían de cólera.

—¿Qué haces, Gania? —gritó Nina Alejandrovna, los ojos en lágrimas, lanzándose hacia delante para contener a su hijo.

—Tan absurdo es el uno como el otro —declaró Varia, indignada—. Déjalos, mamá —añadió pasando el brazo por el talle de Nina Alejandrovna.

—¡Me callo por respeto a mi madre! —exclamó Gania con dramático acento.

—¡Habla! —tronó el general, frenético—. ¡Habla, so pena de la maldición paterna! ¡Habla!

—Me tiene sin cuidado su maldición. ¿Quién tiene la culpa de que esté usted como un loco desde hace ocho días? Ocho: sé bien la fecha en que eso ha empezado. Ándese con cuidado y no me excite, porque lo diré todo. ¿Qué fue a hacer ayer en casa de Epanchin? ¡Usted, un viejo, un hombre de cabellos blancos, un padre de familia! ¡Parece mentira!

—¡Cállate, Gania! —gritó Kolia—. ¡Cállate, imbécil!

—¿De qué me acusa? ¿Es que le he faltado? —preguntó Hipólito con tono de zumba—. ¿Por qué me califica de tornillo? Es él quien me busca, él quien ha ido a hablarme hace un rato para relatarme ciertas cosas a propósito de un tal capitán Eropiegov. Yo no me intereso por las personas de su clase, general. Hasta la fecha, he procurado rehuir su trato. ¿Qué me importa el capitán Eropiegov? ¡Compréndalo! No he venido aquí para hablar del capitán Eropiegov. Y me he limitado a expresar mi opinión, a saber: que acaso ese capitán no haya existido nunca. Y entonces el general se ha puesto como un loco.

—Cierto: no ha existido nunca tal Eropiegov —concordó enérgicamente Gania.

El general, desconcertado por un momento, paseó en torno suyo una mirada perpleja. En su estupor no supo ni siquiera rechazar el mentís formal de su hijo.

—¿Lo oye? —exclamó Hipólito, triunfante—. Su propio hijo dice que no ha existido jamás el capitán Eropiegov.

Ivolguin intentó recuperar la palabra y dijo, trabajosamente:

—No he hablado del capitán Eropiegov, sino de Kapitón Eropiegov, un oficial retirado. Kapitón Eropiegov.

—¡No ha existido tal Kapitón! —repuso Gania, exasperado.

—¿Por qué no? —contestó el general, sonrojándose.

—Basta, basta —repetían Varia y su marido.

—¡Cállate, Gania! —insistió Kolia.

Al verse apoyado por otros, el general recobró parte de sus ánimos y dijo amenazadoramente a su hijo mayor:

—¿Cómo que no ha existido? ¿Por qué no?

—Porque no ha existido y nada más. Concluya esta comedia.

—¡Qué lo diga mi hijo, mi propio hijo, a quien yo…! ¡Dios mío! ¡Decir que no ha existido Erochka Eropiegov!

—¿No era Kapitochka? —mofóse Hipólito—. ¿Cómo es Erochka ahora?

—Kapitochka, señor, Kapitochka… Kapitón Alexievich, oficial retirado… que se casó con María… María Petrovna… Su… ¡Mi amigo y camarada! María Petrovna Sutugov… Ingresamos juntos en el ejército… Un compañero ante quien puse el pecho para salvarle. Y me hice herir… me hice matar. ¡Qué no ha existido Kapitochka Eropiegov! ¡Qué no ha existido!

La ira del general parecía poco proporcionada a la insignificancia que la había motivado. En otra ocasión, el indicarle que Kapitón Eropiegov no había existido nunca no hubiese despertado en él tan inmensa cólera. Habría, sí, dado una escena, gritando y alborotando, y concluido por irse a acostar. Pero ahora, por una de esas rarezas propias del corazón humano, una mera duda concerniente a la existencia de Eropiegov había hecho desbordar el vaso. El viejo se puso rojo como la púrpura y, alzando los brazos, gritó:

—¡Basta! ¡Os maldigo! ¡Me voy de esta casa! Trae mi maleta, Nicolás. Me voy…

Y salió de la sala, furioso. Nina Alejandrovna, Kolia y Ptitzin se precipitaron tras él.

—¡La has hecho buena! —dijo Varia a su hermano—. Ahora se irá de verdad y nos pondrá en ridículo.

—¡Más le valía no robar! —replicó el joven, con voz sofocada por la ira. Pero en aquel momento miró a Hipólito y se estremeció—. En cuanto a usted, señor —le dijo—, podía haber recordado que no estaba en su casa, en vez de abusar de la hospitalidad que le conceden, para irritar a un anciano que está loco sin duda alguna.

El rostro de Hipólito se contrajo. Pero supo dominar en el acto su emoción.

—No soy de su opinión respecto a la pretendida locura de su padre —respondió con calma—. Por el contrario, entiendo que, lejos de haber experimentado disminución, su inteligencia es más despejada desde hace algún tiempo. ¿No le parece? Se ha vuelto muy circunspecto, muy desconfiado, lo medita todo, lo pondera todo… Al hablarme de ese Kapitochka perseguía un fin, porque quería llevarme a tratar de…

—¿Y qué me importa lo que quisiera llevarle a tratar? —interrumpió Gania, airado—. No bromee conmigo, ¿me oye? Si conoce usted la causa real de que el viejo se encuentre en ese estado (y debe saberlo, puesto que lleva cinco días aquí ejerciendo de espía), no habría debido irritar a… un desgraciado, y disgustar de ese modo a mi madre exagerando las cosas, porque todo eso en resumen no significa nada; es una simple historia de borrachos y nada más. Ni siquiera está demostrada y no le doy más valor que el que tiene. Pero necesitaba usted espiar y ofender porque es usted un… un…

—¡Un tornillo! —acabó Hipólito, sonriendo.

—¡Un ser abyecto! Usted, señor, ha pasado media hora desempeñando una farsa y haciendo creer a la gente que iba a suicidarse con una pistola descargada. Es usted un embustero, un saco de bilis ambulante, un tipo que no sabe ni suicidarse sin mentir. Yo le he dado hospitalidad, ha engordado usted, se le ha quitado la tos, y, en recompensa…

—Permítame sólo dos palabras. En primer lugar estoy en casa de Bárbara Ardalionovna y no en la suya. Usted, pues, no me ha concedido su hospitalidad y, si no me equivoco, es, como yo, huésped del señor Ptitzin. Hace cuatro días he pedido a mi madre que buscase un alojamiento en Pavlovsk y se trasladase aquí, porque, en efecto, me siento mejor, aunque no haya engordado y siga tosiendo. Ayer noche mi madre me informó que la casa estaba dispuesta y por mi parte me apresuro a comunicarles que hoy mismo, después de dar las gracias a su mamá y hermana, me iré a mi casa, a lo que ya estaba decidido desde ayer. Pero perdóneme: le he interrumpido y creo que aún tenía usted muchas cosas que decirme.

—Sí, es así —principió Gania, agitado.

—Sí es así, me permitirá usted que me siente, ¿verdad? Al fin y al cabo soy un enfermo —dijo Hipólito, tranquilamente, ocupando la silla que había dejado libre el general—. Ahora ya estoy en disposición de escucharle, tanto más cuanto que ésta es nuestra última conversación y casi de seguro nuestra última entrevista.

Gania se sintió avergonzado.

—Puede estar seguro —dijo— de que no me rebajaré exigiéndole explicaciones, y si usted…

—Hace mal en ponerse así —atajó Hipólito—. Por mi parte, yo, el mismo día de mi llegada a esta casa, decidí decirle todas las verdades con absoluta franqueza. Y me propongo darme esa satisfacción, una vez que usted haya hablado, por supuesto.

—Y yo le ruego que salga de esta habitación.

—Vale más que hable usted. Si no, lamentará luego no haber dicho lo que sentía.

—Basta, Hipólito —dijo Varia—. Basta, se lo suplico. Todo esto es vergonzoso. El enfermo se levantó.

—Por respeto a una dama —dijo, sonriendo— consentiré, Bárbara Ardalionovna, en ser conciso; pero no puedo acceder a más, pues urge cierta explicación entre su hermano y yo. No habrá fuerza en el mundo capaz de hacerme marchar antes de exponer ciertas cosas tal como son.

—¡O sea —vociferó Gania— que no es usted otra cosa que un chismoso y se empeña, a toda costa, en contar chismes antes de marcharse!

—¿Ve? —observó Hipólito con frialdad—. Ya está usted fuera de sí. Le repito que si no dice todo lo que guarda en el corazón se arrepentirá después de su silencio. Vuelvo a cederle la palabra; espero.

Gania calló y a su semblante asomó una expresión de menosprecio.

—Veo que no quiere hablar y que está resuelto a sostener su papel hasta el fin. Como guste. Por mi parte seré lo más breve que pueda. Hoy me ha echado en cara dos o tres veces su hospitalidad, y eso no es justo. Al invitarme a venir a su casa, quería usted que yo contribuyese a su juego, juzgando que yo debía vengarme del príncipe. Además, usted ha oído decir que Aglaya Ivanovna ha testimoniado cierto interés por mí y ha leído mi «explicación». Pensando, pues, que yo iba a hacer causa común con usted, esperaba encontrar un aliado en mí. No necesito entrar en explicaciones más detalladas. Además, no exijo que confirme ni reconozca la verdad de mis palabras. Me basta dejarle frente a frente con su conciencia y saber que ahora hemos llegado a comprendernos mutuamente muy bien.

—¡Dios mío, qué conclusiones saca usted de las cosas más triviales! —exclamó Varia.

—Ya te he dicho que es un chismoso y un chicuelo —observó Gania.

—Permítame continuar, Bárbara Adalionovna. Naturalmente, yo no puedo querer ni respetar al príncipe, pero reconozco que es un hombre esencialmente bueno… aunque un poco ridículo. En todo caso, no tengo razones concretas para odiarle. Cuando su hermano me instigaba contra él, yo guardaba silencio, esperando ser el último en reír al desenlazarse todo. Estaba seguro de que Gabriel Ardalionovich, al hablar conmigo, no sabría refrenar su lengua y me haría las más imprudentes confesiones. Y así ha sucedido… Callaré ciertas cosas… sólo por respeto a usted, Bárbara Ardalionovna. Una vez explicado cómo no fue fácil hacerme caer en una trampa, le diré por qué he engañado a su hermano. No vacilo en confesar que lo he hecho por odio. Al morir (porque voy a morir, a pesar de haber engordado, según ustedes), al morir me parece que ascenderé más tranquilo al Paraíso si logro antes poner en ridículo al menos a uno de los representantes de esa numerosísima clase de hombres que me ha hecho imposible siempre la existencia, a los que he aborrecido durante toda mi vida, y de los que su muy estimado hermano encarna maravillosamente el tipo. Le odio, Gabriel Ardalionovich, aun cuando le parezca asombroso, únicamente porque es usted el modelo, encarnación, personificación y cúspide de la vulgaridad más insolente, más pagada de sí misma, más trivial y más repugnante. Simboliza usted la vulgaridad pomposa, la vulgaridad que no duda de nada y se siente dueña de sí en su olímpica serenidad. ¡Representa usted la quintaesencia de la vulgaridad! Está usted predestinado a que nunca, ni en su cerebro ni en su corazón, nazca una sola idea o un solo sentimiento personal. Y por ello es usted envidioso. Aun teniendo la firme convicción de que es usted un genio, la duda acude a su ánimo en ciertos momentos sombríos y entonces siente usted una cólera y una envidia inconmensurables. En su horizonte hay todavía puntos oscuros, pero desaparecerán cuando se convierta usted en un necio completo, lo que no tardará en ocurrir. En todo caso, se presenta ante usted un camino largo y variado, aun cuando no puedo decir que alegre, lo cual me complace mucho. En primer lugar, no conseguirá a cierta persona…

—¡Esto es insoportable! —protestó Varia—. ¿Cuándo va usted a callar, lengua de víbora?

Gania, pálido y tembloroso, no profirió una palabra. Hipólito calló, miróle largo rato con jubiloso aspecto y luego, volviendo la mirada a Varia, saludó, sonrió y se fue sin añadir más.

Gania, al parecer, tenía justos motivos en aquel momento para quejarse de la suerte. Durante varios minutos paseó por el salón a largas zancadas. Varia no osaba hablar ni mirarle. Al fin el joven se asomó a una ventana, volviendo la espalda a Bárbara Ardalionovna. Arriba volvió a sentirse tumulto. Varia se levantó.

—¿Te vas? —preguntó Gania, volviéndose bruscamente hacia ella—. Mira esto primero.

Y arrojó ante ella, en una silla, un papelito plegado como una carta.

—¡Dios mío! —exclamó Varia, golpeándose las manos.

La nota sólo contenía siete líneas:

«Gabriel Ardalionovich: Segura de los buenos sentimientos que tiene hacia mí, me decido a pedirle consejo en un asunto muy importante. Quisiera verle mañana por la mañana, a las siete en punto, en el banco verde. No está lejos de nuestra casa. Bárbara Ardalionovna, que es necesario que le acompañe, conoce bien el sitio. —A. I. E.».

—¡Cualquiera la entiende! —comentó Varia alzando los brazos.

Por poco jactancioso que se sintiera Gania en aquel momento, no pudo reprimir una sonrisa de triunfo ante aquella circunstancia que parecía desmentir las sombrías predicciones de Hipólito. La misma Bárbara Ardaliovna correspondió con un aspecto radiante a la expresión de orgullo de su hermano.

—¡Y el día de la presentación oficial del novio! ¿Quién entiende esto?

—¿De qué querrá hablarme mañana? —preguntó Gania.

—Eso no importa. Lo esencial es que, por primera vez desde hace seis meses, Aglaya manifiesta deseos de hablarte. Escucha, Gania: pase lo que pase, pónganse las cosas como se pongan, lo esencial es eso. ¡Muy esencial! No vuelvas a cometer fanfarronadas ni disparates, no repitas las necedades anteriores; pero, aparte eso, no temas, no vaciles… ¡Mucho cuidado! ¿Podía ella dejar de adivinar por qué he estado visitándola estos seis meses? Y, sin embargo, hoy no me ha dicho una sola palabra. Estaba como si tal cosa… Me han recibido a escondidas de la vieja, que, si llega a verme, es capaz de ponerme en la puerta. Pero me he expuesto a ese riesgo porque, costase lo que costara, quería saber…

Oyéronse nuevos gritos en el piso superior, seguidos de las pisadas de varias personas que descendían la escalera. El espanto se adueñó de Varia.

—¡No podemos dejarle irse ahora por nada del mundo! —gritó—. Hemos de impedir hasta una sombra de escándalo. ¡Vete a pedirle perdón!

Pero el general estaba ya en la calle, seguido de Kolia, que llevaba su maleta. Nina Alejandrovna, en pie en lo alto de la escalera, lloraba y quería precipitarse hacia su marido. Ptitzin la retenía.

—No serviría sino para excitarlo más —aseguraba el esposo de Varia—. No tiene ningún sitio adonde ir y de aquí a media hora le traeremos a casa… Yo he hablado a Kolia y… Déjele llevar adelante su locura.

—¿Qué tonterías hace usted? ¿Adónde va? —gritó Gania por la ventana—. Bien sabe que no tiene adónde…

—Vuélvase, papá —suplicó Varia—. ¿No ve que los vecinos…?

El general se detuvo, dio media vuelta y extendió los brazos.

—¡Mi maldición sobre esa casa!

—¡Siempre teatral! —rezongó Gania, cerrando la ventana con violencia.

Los vecinos, en efecto, vigilaban la escena. Varia salió precipitadamente de la habitación. Ya solo, Gania se llevó la carta a los labios, produjo un chasquido con la lengua y dio una cabriola.