IV

Las tres hijas del general Epanchin eran unas jóvenes robustas, saludables, altas, desarrolladas, con magníficos hombros, ancho pecho y brazos fuertes, casi masculinos. De acuerdo con esta sana y vigorosa constitución necesitaban comer bien y no disimulaban el hecho. A veces su madre se mostraba escandalizada de semejante apetito y de la naturalidad con que lo satisfacían, pero aunque sus hijas la escuchaban respetuosamente, algunas de sus opiniones habían dejado de tener la indiscutida autoridad que poseyeran años antes, tanto más cuanto que las tres muchachas, obrando siempre de concierto, formaban un conjunto demasiado fuerte para su madre, y ésta, por salvar su dignidad, había de prescindir de su oposición. Cierto que su carácter le impedía a veces el seguir los dictados del sentido común, porque Lisaveta Prokofievna tenía cada año que pasaba más impaciencia y más caprichos. Incluso cabe decir que se mostraba extravagante. Por fortuna disponía siempre a mano de un marido tolerante y sumiso, sobre quien descargaba sus enojos, con lo que la paz doméstica se restablecía y las cosas tornaban a marchar tan bien como antes.

De otra parte, la señora Epanchin no carecía tampoco de apetito. Por regla general se reunía con sus hijas a las doce y media para participar en un substancioso almuerzo casi equivalente a una comida. Las jóvenes bebían siempre una taza de café en sus lechos, a las diez en punto, cuando despertaban. Les placía esta costumbre y la habían adoptado como definitiva. A las doce y media la mesa estaba servida en un comedorcito próximo a las habitaciones de su madre y a veces el general, cuando tenía tiempo, participaba en el almuerzo de su familia. Además de té, café, queso, miel y manteca, veíanse en la mesa ciertas frituras muy apreciadas por la dueña de la casa, chuletas y sopa espesa y caliente.

La mañana en que empieza nuestra historia, toda la familia, reunida en el comedor, esperaba al general, que había prometido acudir a las doce y media. De haberse retardado un solo instante se le habría enviado a buscar; pero se presentó personalmente. Al acercarse a su mujer para darle los buenos días y besarle la mano notó en su rostro una expresión especial. Ya la noche antes había tenido el presentimiento de que iban a surgir ciertas complicaciones debidas a un determinado «incidente» (tal era su palabra favorita) y en el lecho se había preocupado mucho al propósito. A la sazón se sintió alarmado de nuevo. Las jóvenes acudieron a besar a su padre, y aun cuando no evidenciaran aspereza alguna, él notó también en ellas un algo especial, como en su madre. Desde luego, el general últimamente se sentía en extremo susceptible respecto a las cuestiones familiares. Pero como era un padre y un esposo experimentado y hábil, se había apresurado a tomar las oportunas medidas.

Aun a costa de perjudicar el orden de nuestro relato, creemos conveniente aclararlo mediante algunas explicaciones concretas acerca de la situación de la familia Epanchin al comenzar nuestra historia. Acabamos de decir que aunque el general no fuese hombre de mucha educación, sino, como él decía, un autodidacta, era esposo y padre experto y hábil. Mientras la mayoría de los hombres a quienes el cielo ha concedido una numerosa descendencia femenina sólo piensan en casarla lo antes posibles, Ivan Fedorovich, al contrario, profesaba el sistema de no apremiar a sus hijas para que se casasen. Incluso supo inculcar a su mujer el mismo principio, aunque ello resultara difícil, porque el modo habitual de ser de padres y madres parece acomodarse mal a semejante sistema. Pero los razonamientos del general eran sólidos y se apoyaban en hechos palpables. Dejadas a su libre decisión e iniciativa, las jóvenes se sentirían inevitablemente inclinadas a comprometerse en el momento oportuno y entonces todo resultaría más fácil, porque ellas mismas procurarían allanar las cosas prescindiendo de excesivos caprichos y pretensiones. El papel de los padres se limitaría, así, a ejercer una suave y en lo posible poco notoria vigilancia para evitar una elección desastrosa o un afecto inconveniente, y a intervenir en el momento adecuado con todo su apoyo e influjo a fin de llevar a cabo las cosas. Y, además, el mero hecho de que la fortuna paterna, y en consecuencia la posición social de la familia, crecían de año en año en progresión geométrica, hacía que el valor de las muchachas aumentase cada vez más en el mercado matrimonial.

Pero todos estos argumentos indiscutibles fueron contrarrestados de improviso por otro. La hija mayor, Alejandra, alcanzó, súbita e inesperadamente, como siempre ocurre, su vigésimo quinto año de edad. Casi al mismo tiempo, Atanasio Ivanovich Totsky, persona de la mejor sociedad, de elevadísimas relaciones y extraordinariamente rico, tornó a sentir un deseo acariciado mucho tiempo atrás: el de casarse. Totsky era un hombre de cincuenta y cinco años, de temperamento artístico y gran refinamiento. Deseaba hacer un buen matrimonio y era muy admirador de la belleza femenina. Como mantenía estrecha amistad con Ivan Fedorovich, especialmente desde que ambos estaban asociados en varias empresas financieras, hablóle en solicitud de su amistoso consejo y orientación. ¿Podría ser estudiada con interés una propuesta de matrimonio de Totsky con una de las hijas de su amigo? Esto representaba, o podía representar, una inminente alteración en el curso, hasta entonces plácido y feliz, de la vida de la familia del general.

Ya dijimos que la beldad de la casa era incuestionablemente Aglaya, la más joven de las tres hijas. Pero Totsky, aunque hombre de ilimitado egoísmo, juzgó inútil dirigirse en aquel sentido, comprendiendo que Aglaya no sería para él. Acaso el ciego amor y el extraordinario afecto de las hermanas exagerase la nota; mas el caso era que, de un modo u otro, habían convenido entre sí que el destino de Aglaya no sería un destino vulgar y que habría de alcanzar uno excepcionalmente brillante, el más alto ideal posible de la felicidad terrena. El futuro esposo de Aglaya debía ser un dechado de perfecciones además de poseer una vasta riqueza. Las dos hermanas mayores habían convenido, casi sin palabras, que en caso necesario harían por Aglaya todos los sacrificios posibles. De este modo, la dote de la menor sería colosal, inaudita. Los padres conocían este pacto de las hermanas mayores y, por lo tanto, cuando Totsky pidió consejo, creyeron poder obtener con certeza el asenso de Alejandra o de Adelaida, tanto más cuanto que el opulento Atanasio Ivanovich no sería muy exigente en materia de dote. El general, dado su profundo conocimiento de la vida, concedió desde el primer instante todo su valor a las proposiciones de su amigo. Como éste, en virtud de ciertas circunstancias especiales, había aventurado su indicación con suma cautela, limitándose, por decirlo así, a explorar el terreno, los Epanchin no hablaron del asunto a sus hijas sino en el sentido de una posibilidad remota. Recibieron como respuesta una satisfactoria aunque algo vaga seguridad de que Alejandra, llegado el caso, no se negaría al enlace. La mayor era una muchacha de buen carácter y fácil de convencer, sin que ello significase que no tuviera voluntad propia. Era de creer que estuviese dispuesta a casarse con Totsky, y que, si daba su palabra, la mantuviera fielmente. No le gustaba la vida ostentosa, y así, en vez de perturbar y trastornar la vida de su marido, llevaría a ella dulzura y paz. Alejandra era muy hermosa, aunque no absolutamente deslumbrante. ¿Qué más podía pedir Totsky?

Y, sin embargo, el proyecto permanecía aún en grado de tentativa. Totsky y el general habían convenido, mutua y amistosamente, que de momento no se daría paso ni habría arreglo alguno de carácter irrevocable. Los padres no habían comenzado aún a hablar abiertamente del asunto a sus hijas, ya que existían signos de discordia entre ambos. Lisaveta Prokofievna, la madre, sentíase descontenta por algún motivo —y un motivo, por cierto, muy importante—. Mediaba un serio obstáculo, un complicado y molesto factor que podía echar a perder todo el asunto.

Este complicado y molesto «factor», como el propio Totsky solía decir, había comenzado su existencia dieciocho años antes.

Atanasio Ivanovich poseía entonces una de las más ricas propiedades de cierta provincia del centro de Rusia. Su más cercano vecino, dueño de una pequeña y pobre finca, se distinguía por su notoria y continua mala fortuna. Era un oficial retirado, de buena familia —mejor, en realidad, que la del propio Totsky— y se llamaba Felipe Alejandrovich Barachkov. Agobiado de deudas e hipotecas, logró, tras trabajar rudamente casi como un labriego, poner sus fincas un poco en orden. El más pequeño éxito le infundía inmensa confianza. Radiante de entusiasmo se dirigió, pues, a la pequeña población cabeza de distrito para intentar un arreglo con uno de sus principales acreedores. Llevaba dos días en la población cuando el estarosta de su aldea llegó a rienda suelta, con la barba abrasada y el rostro lleno de quemaduras, y le informó de que el lugar había ardido la víspera a mediodía y que «la barina había tenido el honor de perecer, pero las niñas estaban sanas y salvas». El golpe fue excesivo para Barachkov, por acostumbrado que se hallase a los embates de la mala suerte. Volvióse loco y murió un mes más tarde en pleno delirio. Su arruinada propiedad, con sus andrajosos campesinos, fueron vendidos para pagar sus deudas. En cuanto a sus hijas —dos niñas de seis y siete años respectivamente— fueron atendidas gracias al generoso corazón de Atanasio Ivanovich, quien las hizo educar en compañía de las de su mayordomo, un alemán, antiguo empleado público y padre de numerosa familia. La niña menor murió de tos ferina y sólo quedó con vida la pequeña Nastasia. Totsky vivía entonces en el extranjero y no tardó en olvidar hasta la existencia de la pequeña. Pero cinco años después ocurriósele ir a inspeccionar sus propiedades y vio en casa de su mayordomo una encantadora muchachita de doce años, inteligente, retozona, dulce y prometedora de una gran belleza. En tal sentido, Atanasio Ivanovich era un gran conocedor. Aunque sólo pasó unos días en la finca, adoptó disposiciones tendentes a producir un gran cambio en la educación de la niña, que fue confiada a una respetable y culta institutriz suiza, de bastante edad, muy experta en su profesión y que durante los cuatro años que dedicó a su alumna, le enseñó, francés y las diversas cosas necesarias a una señorita.

La suiza instalóse en la casa de campo de Totsky y la pequeña Nastasia comenzó a recibir una amplia educación. A los cuatro años, ésta se dio por concluida y otra mujer vino de otra finca de Totsky, situada en una remota provincia, para hacerse cargo de la joven, quien se acomodó en dicha finca, en una casita de madera recientemente construida, muy elegantemente amueblada y provista, y que se llamaba, con nombre apropiado, «La Placentera». La encargada de Nastasia llevó a la joven allí y, como era una viuda sin hijos y residía habitualmente a poco más de una versta de distancia, se fue a vivir con ella en la casita. Como servidumbre, Nastasia dispuso de una anciana ama de llaves y de una joven y diligente doncella. En la casa encontró instrumentos musicales, una escogida biblioteca de libros adecuados a su edad y sexo, lienzos, grabados, lápices, pinceles, pintura y un perrillo faldero… Y quince días después apareció Atanasio Ivanovich… Desde entonces pareció volverse particularmente amante de aquella remota propiedad perdida en las estepas y pasaba allí dos o tres meses todos los veranos. Así transcurrieron cuatro años, tranquilos y felices, en un ambiente lleno de elegancia y buen gusto.

Cierta vez, a principios de invierno, cuatro meses después de una de las visitas estivales de Totsky, que en esta ocasión sólo se detuvo quince días, llegó hasta Nastasia Filipovna el rumor de que Atanasio Ivanovich iba a casarse en San Petersburgo con una bella heredera de buena familia. Tratábase de un enlace brillante y conveniente. El rumor no era cierto en todos sus detalles, ya que el casamiento que se daba por hecho no pasaba de ser un proyecto vago; pero supuso un cambio radical en la vida de Nastasia Filipovna. La joven mostró entonces gran determinación y una inesperada fuerza de voluntad. Sin vacilar, abandonó en seguida su casita de madera y se presentó, sola, en San Petersburgo, dirigiéndose inmediatamente a la residencia de Totsky. Él, muy confuso, tan pronto como principió a hablarle, comprendió que debía prescindir de todo lenguaje, entonación y lógica de las agradables y refinadas conversaciones que con tanto éxito desplegara antes. Todo era inútil. La que veía sentada ante él era una mujer completamente distinta a la que en julio anterior había dejado en su casita provinciana.

Ante todo, esta nueva mujer mostraba saber y entender muchas cosas, tantas, que él se preguntaba, asombrado, dónde podía haber adquirido tal conocimiento y llegado a tan definidas ideas. Seguramente no en su biblioteca de muchacha. Además, ella enfocaba también las cosas desde el punto de vista legal y mostraba, si no conocimiento del mundo, sí de cómo ciertas cosas se hacen en el mundo. Tampoco su carácter era el mismo de antes. No quedaba nada de su timidez, de su inseguridad de colegiala, de esos sentimientos tan fascinadores en su original naturalidad, de sus melancolías y sus sueños, de sus asombros, sus desconfianzas, sus lágrimas, sus inquietudes…

Sí: era una nueva y desconcertante criatura la que Totsky veía ante sí riéndose de él en su cara y abrumándole con malignos sarcasmos mientras le aseveraba rotundamente no haber albergado jamás por él otro sentimiento que el del asco y desprecio más profundos, desprecio y asco que la habían invadido tan pronto como pasó el momento de la primera sorpresa. Esta nueva mujer anunció en seguida que la tenía completamente sin cuidado que Totsky se casase cuando y con quien quisiera, pero que había venido para impedirle aquel matrimonio, no por maldad, sino simplemente porque se le antojaba hacerlo así, y así lo haría. «Tengo ganas —dijo— de reírme de ti a mi vez, y me ha llegado la hora».

Tal era al menos lo que decía, aunque bien pudiera ser que pensase de otro modo. Mientras la nueva Nastasia Filipovna reía y se expresaba así, Atanasio Ivanovich reflexionaba procurando poner en orden sus trastornadas ideas. Tal meditación le llevó tiempo, ya que pasó quince días ponderando las cosas. Al fin de la quincena, llegó a una decisión.

Atanasio Ivanovich, hombre entonces de cincuenta años, tenía un carácter concreto y unas costumbres formadas. Su posición en el mundo y en la sociedad estaba asentada desde hacía largo tiempo sobre cimientos seguros. No amaba ni apreciaba otra cosa que su propia persona, su paz y su comodidad por encima de todo en el mundo, como corresponde a un hombre de alta educación. Ningún elemento destructivo ni dudoso podía ser admitido en aquel espléndido edificio de su vida. Por otra parte, su experiencia y perspicacia le hicieron ver en seguida claramente que tenía que vérselas con una persona fuera de lo ordinario, una persona que no sólo amenazaría, sino que obraría, sin que nada la detuviera, en virtud de que nada amaba en la vida ni nada la tentaba. Evidentemente hallábanse en ella síntomas de una febril agitación mental y espiritual, una especie de indignación romántica —¡Dios sabía por qué y contra quién!—, un insaciable y exagerado sentimiento de desprecio que rebasaba toda medida. Algo, en resumen, muy ridículo e inadmisible entre la buena sociedad y bastante para incomodar gravemente a un hombre bien educado. Desde luego, la riqueza e influencia de Totsky le permitían desembarazarse de aquel estorbo mediante cualquier perdonable maniobra un tanto pícara. En otro sentido, el legal, por ejemplo, era palmario que Nastasia Filipovna no podía causarle apenas perjuicio. Ni aun le podría dar un escándalo de bulto, puesto que sería fácil ahogarlo. Mas todo esto era aplicable al caso de que Nastasia Filipovna se comportara como suelen comportarse en tales casos las demás personas, sin salirse gran cosa del cauce habitual. Y esta consideración no podía tranquilizar a un espíritu tan sagaz como el de Atanasio Ivanovich, quien había podido ver muy bien en los ojos relampagueantes de la joven que ella se daba buena cuenta de su impotencia en el terreno jurídico y acariciaba en su mente un proyecto diverso. Como no concedía importancia a nada, y a sí misma menos que a nada (y había falta mucha inteligencia y perspicacia para que un cínico mundano como Totsky hubiese adivinado entonces que ella no se cuidaba de sí misma, y además para creer en la sinceridad de tal sentimiento), Nastasia Filipovna, con tal de satisfacer su odio, con tal de humillar al hombre por quien sentía tan extraordinaria aversión, era capaz de afrontar la ruina de su vida, la prisión y el destierro en Siberia. Totsky no solía ocultar el hecho de que era cobarde, o más bien de que poseía en grado extremo el instinto conservador. Si hubiese sabido que se iba a atentar, por ejemplo, contra su vida en medio de la ceremonia nupcial, o a golpearle en público, o cosa por el estilo, igualmente inaudita, ridícula e intolerable en sociedad, se habría sentido alarmado, sin duda, pero no tanto de resultar muerto, afrentado o herido, como de la forma vulgar e ilógica de la ofensa. Y con una cosa así era con lo que Nastasia Filipovna amenazaba, aunque no lo dijese. Totsky comprendió que ella le había estudiado, que conocía su carácter y que sabía cuál era el mejor modo de herirle. Y como el matrimonio de que se hablaba era un mero proyecto, Atanasio Ivanovich desistió de él.

Otra circunstancia influyó en su determinación. Hacíase difícil imaginar cuán poco se parecía físicamente esta Nastasia Filipovna a la que él conociera. Antes era sólo una muchacha bonita, pero ahora… Totsky se reprochaba no haber sabido durante cuatro años leer en su rostro. Mucho de su aspecto de ahora se debía sí, a su cambio; mas él, por otra parte, recordaba que ya en ciertos momentos habíanle asaltado extrañas ideas mirando los ojos de la joven. Aparecía en ellos, en cierto modo, una oscuridad profunda y misteriosa, como la proposición de un enigma. Durante los dos años últimos le había extrañado a menudo el cambio que se operaba en el rostro de Nastasia Filipovna, el cual se volvía poco a poco más pálido, y, por extraño que pareciera, más bello en su palidez. Totsky, como todos los vividores, consideraba hasta entonces con desprecio lo barato que le había costado el conseguir aquella alma virginal; pero últimamente este sentimiento perdía firmeza. La primavera anterior había pensado en que acaso conviniese dar una buena dote a Nastasia Filipovna a fin de casarla con algún sujeto inteligente y correcto que sirviese en alguna otra provincia. (¡Oh, qué horrible y maliciosamente la nueva Nastasia Filipovna se burlaba ahora de la idea!). Pero al presente, Atanasio Ivanovich, fascinado por la novedad de aquella mujer, pensaba que podía serle útil aún. Decidió, pues, instalarla en San Petersburgo y rodearla de lujos y comodidades. Con ella aun podía satisfacer su vanidad y ganar cierta reputación —que Atanasio Ivanovich estimaba mucho— en determinados círculos.

Desde entonces pasaron cinco años y en su curso se aclararon muchas cosas. La situación de Totsky no era envidiable. Habiéndose dejado intimidar una vez, no lograba recuperar la confianza en sí mismo. Temía no sabía qué, aunque en realidad sólo temía a Nastasia Filipovna. Durante los dos primeros años supuso que ella deseaba casarse con él y que, a causa de su extraordinario orgullo, nada decía, esperando que él se lo ofreciese. La idea podía parecer extraña; pero Totsky se había vuelto muy suspicaz. Su rostro ensombrecíase a menudo y su mente se entregaba a penosas meditaciones. Grande y desagradable (el corazón humano es así) fue la sorpresa que experimentó cuando tuvo la convicción de que incluso si él hiciese una oferta de matrimonio a su protegida, no le sería aceptada. Pasó largo tiempo antes de que pudiese comprender el motivo. Sólo cabía una explicación: la de que aquella mujer, «ofendida y fantástica» hubiese extremado su orgullo hasta el punto de expresarle su desprecio definitivo negándose a casarse con él, prefiriendo esta venganza al hecho de asegurar su futura posición y elevarse a casi inaccesibles alturas de grandeza. Para colmo, Nastasia Filipovna mostrábase superior a él de un modo muy molesto. No influían en ella consideraciones venales, por importantes que fuesen, y, aunque aceptando el lujo que él le ofrecía, vivía muy modestamente y apenas se preocupó de guardar dinero en aquellos cinco años. Totsky inició sutiles tácticas para romper sus cadenas, procurando tentar a la joven con los más idealísticos métodos de tentación. Pero los ideales en forma de príncipes, húsares, secretarios de embajada, novelistas, poetas y hasta socialistas no ejercieron la menor influencia sobre Nastasia Filipovna. Dijérase que escondía una piedra en lugar de corazón y que todos sus sentimientos se habían agotado. Llevaba una existencia retirada, leía, estudiaba y le gustaba la música. Tenía pocas amistades: tratábase con pobres y grotescas mujeres de empleados, con dos actrices y con varias ancianas. También la unía muy buena amistad con la numerosa familia de un respetable profesor, todos los miembros de la cual la querían mucho y la recibían calurosamente en su casa. A menudo la visitaban durante las veladas cinco o seis amigos. Totsky iba a verla asidua y regularmente. El general Epanchin, tras algunas dificultades, había logrado conocimiento con ella desde algún tiempo atrás. Y a la vez un joven empleado público llamado Ferdychenko, hombre mal educado y beodo, con pretensiones de gracioso, pero un bufón en realidad, había conseguido sin trabajo alguno ser admitido en la casa. Otro miembro del círculo de Nastasia Filipovna era un extraño joven llamado Ptitzin, modesto, correcto, de corteses maneras, que, elevándose desde la pobreza, se había convertido en prestamista. Finalmente, Gabriel Ardalionovich fue presentado a la joven… Nastasia Filipovna acabó granjeándose una curiosa reputación. Todos hablaban de su belleza y nada más. Ninguno podía jactarse de haber conseguido sus favores, ninguno podía decir nada contra ella.

Esta fama, la buena educación y el talento y elegancia de modales de la joven, acabaron confirmando a Totsky en el plan que ya bosquejaba. Por entonces el general Epanchin comenzó a tomar parte activa en el asunto.

Cuando Totsky, discretamente, se confió a él pidiéndole un consejo de amigo respecto a declararse a una de sus hijas, le hizo una noble y sincera confesión general. Declaróle que estaba dispuesto a no retroceder ante medio alguno para recuperar su libertad; que no se sentiría tranquilo ni aun si Nastasia Filipovna le ofreciese dejarle tranquilo en el porvenir, y que, como las palabras significaban poco, él deseaba garantías positivas. Hablaron largamente y determinaron obrar de concierto. Se resolvió primero apelar a las buenas y tocar, por así decirlo, «las cuerdas más nobles del corazón» de Nastasia Filipovna. Fueron juntos a verla y Totsky le expuso la miseria moral de su situación. Achacóse todas las culpas y añadió que no podía arrepentirse de lo hecho porque era un desenfrenado epicúreo y no sabía dominarse; pero que ahora, deseando contraer un matrimonio honroso, todo dependía de ella y en ella ponía todas sus esperanzas. El general Epanchin, en su calidad de padre de la futura desposada, comenzó a hablar y habló razonablemente, evitando todo sentimentalismo, y limitándose a decir que reconocía el derecho de Nastasia Filipovna a resolver sobre el porvenir de Totsky. Luego, adoptando inteligentemente un aire de humildad, declaró que la suerte de una de sus hijas, y acaso la de las otras dos, dependía de la resolución de Nastasia Filipovna.

Ésta les preguntó qué deseaban de ella y Totsky respondió con la franqueza que mostrara desde el principio de la conversación. Nastasia Filipovna habíale asustado de modo tal cinco años antes, que ahora nunca se sentiría completamente seguro de su actitud mientras ella no se casase. Apresuróse a añadir que semejante propuesta sería absurda de su parte a no tener algún fundamento en que apoyarla. Pero había observado y le constaba que un joven bien nacido y de distinguida familia, Gabriel Ardalionovich Ivolguin, a quien ella acogía con gusto en su casa, la amaba apasionadamente y daría con gusto la mitad de su vida sólo por la esperanza de conseguir su afecto. Gabriel Ardalionovich le había confiado su amor a él largo tiempo atrás, en el secreto de la amistad y con toda la sencillez de su puro corazón juvenil, e Ivan Fedorovich, protector del joven, conocía ese amor también. Finalmente, Totsky añadió que si él no estaba equivocado, Nastasia Filipovna debía, desde tiempo atrás, haber reparado en la pasión del joven y hasta no parecía mirarle con malos ojos. Desde luego, agregó Totsky, hablar de semejante cosa le era muy duro, más que a nadie; pero si Nastasia Filipovna creía que él albergaba al menos algún buen deseo hacia ella, además de pensar en su propio y egoísta interés, debía comprender que no la veía sin disgusto llevar una existencia solitaria, únicamente debida a su indefinible depresión y a su creencia de que no le era posible comenzar una nueva vida que podía hacerla conocer las nuevas satisfacciones del amor conyugal. Destruir sistemáticamente capacidades que acaso fuesen de las más brillantes, a cambio de entregarse a un sombrío pensar en la ofensa sufrida, constituía, en verdad, una especie de sentimentalismo indigno del buen sentido y el noble corazón de Nastasia Filipovna. Siempre repitiendo que le era más duro que a nadie hablar de aquel tema, acabó declarando su confianza en que ella no le contestase con el desprecio si, con el sincero deseo de asegurar su porvenir, le ofrecía una suma de setenta y cinco mil rublos. Añadió, como explicación, que, de todos modos, tal suma le estaba ya asignada a la joven en su testamento y que no se trataba de compensación alguna… Aunque, después de todo, ¿por qué no reconocer y admitir y perdonar en él un muy humano deseo de tranquilizar algo su conciencia? Y así continuó discurriendo, y alegando cuanto se suele en análogas circunstancias. Atanasio Ivanovich habló mucho y con elocuencia. De paso deslizó la interesante noticia de que nadie, ni aun Ivan Fedorovich, allí presente, conocía lo de las setenta y cinco mil rublos.

La contestación de Nastasia Filipovna sorprendió a los dos amigos. No mostró ni trazas de su anterior ironía, hostilidad y aversión, ni de aquella risa cuyo solo recuerdo hacía estremecerse a Totsky. Por el contrario, la joven parecía contenta de poder hablar al fin amistosa y francamente con alguien. Reconoció que durante largo tiempo había estado deseando un consejo leal, aunque su orgullo le impidiera pedirlo; pero roto el hielo, ella se alegraba de poder escucharles. Con sonrisa triste al principio y que al cabo se trocó en risa abierta y alegre, afirmó que no volvería a producirse una tempestad como antaño, que desde hacía algún tiempo miraba las cosas de otro modo y que, si bien su corazón no había cambiado en nada, creía conveniente aceptar ciertas cosas como hechos consumados. Lo hecho, hecho estaba; lo pasado, pasado. No comprendía, pues, la continua inquietud de Atanasio Ivanovich. Luego, volviéndose con deferencia a Ivan Fedorovich, díjole que hacía tiempo conocía de oídas a sus hijas y albergaba por ellas estima sincera y profunda. Se sentía, pues, orgullosa y feliz en poder serles útil en algo. También era verdad que se notaba deprimida y triste: Atanasio Ivanovich había adivinado en esto, como también en que ella hubiese querido renacer, ya que no en el amor, al menos en el cariño de los hijos y la vida del hogar. Respecto a Gabriel Ardalionovich, apenas podía decir nada. Juzgaba, en efecto, que él la quería y parecíale que, de creer en la verdad de su afecto, ella podría corresponderle; pero, aun de ser Gabriel Ardalionovich sincero, ella vacilaba por verle tan joven. Lo que más le agradaba en él era saber que trabajaba y sostenía a su familia sin auxilio de nadie. Había oído comentar que era hombre enérgico, altivo, resuelto a abrirse camino y hacer carrera. Constábale que su madre, Nina Alejandrovna, era mujer excelente y respetada, así como Bárbara Ardalionovna, su hermana, era muchacha notable por su recio carácter. Ptitzin le había hablado mucho de la última. Conocía que toda la familia Ivolguin soportaba su mala fortuna con entereza y con gusto hubiese estrechado sus relaciones con ellos; pero faltaba saber si la acogerían o no. En resumen, Nastasia Filipovna no objetaba contra aquella propuesta de matrimonio; si bien quería reflexionar y que no la apremiasen. Respecto a los setenta y cinco mil rublos, Atanasio Ivanovich no necesitaba esforzarse en convencerla de que los aceptara. Ella sabía apreciar el valor del dinero y por tanto los tomaría. Agradecía a Totsky su delicadeza al no hablar de ello al general ni a Gabriel Ardalionovich, pero ¿por qué no informar al joven sobre el asunto? Ella no tendría de qué avergonzarse recibiendo aquel dinero al entrar en la familia. En cualquier caso, se proponía no excusarse de nada ante nadie, y deseaba que ello fuese conocido de todos. No se casaría con Gabriel Ardalionovich sino después de estar segura de que ni él ni su familia abrigaban reticencia alguna hacia ella. En todo caso, por lo que la atañía, no tenía nada de qué culparse y desde luego valía más que Gabriel Ardalionovich supiera en qué condiciones económicas y morales se hallaba ella con Totsky. En fin, si aceptaba el dinero, no era como pago de su honor perdido, sino en compensación de su existencia destrozada.

Se animó tanto al hablar así (y ello no era sino muy natural) que el general Epanchin, satisfechísimo, dio el asunto por arreglado. Pero Totsky, recordando su anterior conflicto, no juzgó igual y temió que bajo las mieles se ocultase alguna hiel. Mas de todos modos se había parlamentado y los dos amigos veían que el punto en que hacían descansar el conjunto de su plan —la posible inclinación de Nastasia Filipovna por Gania— convertíase cada vez más claro y definido. El propio Totsky, a veces, creía en la posibilidad del éxito. Entre tanto Nastasia Filipovna se explicó con Gania, si bien sin hablar a fondo, porque el asunto resultaba penoso para su delicadeza femenina. Ella aceptaba el amor del joven, mas exigía no ser apremiada en sentido alguno y se reservaba hasta el momento del matrimonio, si éste se producía, el derecho a decir no, dejando en la misma libertad a Gania. A poco, una afortunada casualidad hizo saber al joven que Nastasia Filipovna estaba perfectamente al tanto de la oposición que aquel proyecto de casamiento suscitaba en casa de los Ivolguin, así como que no ignoraba las escenas de hostilidad contra la futura esposa a que tal oposición daba lugar. Ella, sin embargo, no le había hablado del asunto, aunque Gania lo esperaba de un momento a otro.

Podría decirse mucho más sobre las habladurías y enredos levantados en torno al proyectado enlace y a las negociaciones pertinentes; pero, aparte que ya hemos anticipado algo sobre ellas, muchas no pasaban de vagos rumores. Decíase, por ejemplo, que Totsky había descubierto una indefinida y secreta inteligencia entre Nastasia Filipovna y las hijas del general, historia que probablemente tenía todos los caracteres de una disparatada inverosimilitud. Pero existía otro rumor que inquietaba mucho más a Atanasio Ivanovich, persiguiéndole como una pesadilla, y era que, según se le aseguraba, Nastasia Filipovna estaba muy al corriente de que Gania sólo se casaba con ella por el dinero; de que el joven tenía un alma venal, ávida, perversa y codiciosa; de que su grotesca vanidad rebasaba todos los límites; y, en fin, de que, si bien él había deseado apasionadamente conquistar a Nastasia Filipovna, desde que aquellos dos hombres maduros resolvieron explotar su pasión en su propio beneficio, entregándole a la mujer anhelada como esposa legal, Gania había principiado a odiarla como a una siniestra sombra de delirio. El odio y la pasión mezclábanse, violentos, en su alma y aunque después de una dolorosa incertidumbre consintió en desposar a semejante «despreciable mujerzuela», habíase prometido en su interior «hacérselo pagar caro», como, según se rumoreaba, dijera Gania literalmente.

Afirmábase también que Nastasia Filipovna conocía al dedillo todo esto y que maquinaba algún plan a su vez. Totsky entonces sintió tal terror que ni siquiera osó confiarse al general Epanchin. Pero a ratos, como si fuese un hombre débil de carácter, renacían sus esperanzas y lo veía todo a través de un prisma optimista. Así, por ejemplo, sintióse muy aliviado cuando Nastasia Filipovna prometió a los dos amigos adoptar la resolución definitiva la noche de su cumpleaños.

Por otra parte, el más extraño e inverosímil de los rumores, el que concernía a persona tan honorable como el propio Ivan Fedorovich aparentaba ser, adquiría —¡ay!— cada vez más fundamento a medida que el tiempo transcurría.

Sin embargo, a primera vista tal rumor parecía perfectamente absurdo. Resultaba duro de creer que Iván Fedorovich, en sus ya maduros y graves años, con su excelente comprensión y su conocimiento práctico del mundo, y con todas las demás cosas similares que en estos casos pueden decirse, hubiese acabado cayendo bajo el influjo de Nastasia Filipovna y sintiendo por ella un capricho rayano en pasión. Difícil sería preciar qué esperanzas albergaba en semejante sentido: acaso esperase la ayuda complaciente del propio Gania. Totsky sospechaba algo de esta clase y, en tal sentido, suponía una especie de tácito convenio entre el general y Gania, un acuerdo propio de gentes que se comprenden bien. Es notorio que un hombre cegado por la pasión, sobre todo si está entrado en años, se torna ciego y encuentra firmes cimientos para sus esperanzas donde no hay ninguno; y, lo que es peor, pierde el juicio y obra como un niño sin sentido, por poderosa que sea su inteligencia.

Sabíase, así, que con ocasión del cumpleaños de Nastasia Filipovna el general había acordado regalarle unas magníficas perlas, por valor de una inmensa suma, y que confiaba mucho en la eficacia de su presente, aunque le constase que Nastasia Filipovna no era una mujer venal. Todo el día anterior al del cumpleaños, Epanchin lo pasó en un estado febril, si bien supo ocultar a los demás su emoción.

La generala había oído hablar de aquellas perlas. Lisaveta Prokofievna estaba acostumbrada hacía años a las infidelidades de su esposo; pero esta vez estimó imposible pasar por alto el incidente. El rumor relativo a las perlas la impresionaba mucho. El general lo notó a través de algunas palabras escuchadas el día antes, y preveía y temía el momento de la explicación.

De aquí que pensase con vivo desagrado en el almuerzo en el seno de la familia la mañana en que comienza esta historia. Ya antes de aparecer Michkin, el general había decidido esquivarse pretextando asuntos urgentes. A menudo, «esquivarse» significaba, en el caso de Epanchin, huir. Lo esencial era lograr pasar aquel día, y sobre todo aquella noche, sin turbaciones ni conflictos. Y el príncipe había llegado con oportunidad. «El cielo me lo envía», meditaba el general mientras iba al encuentro de su mujer.