VI
»No quiero mentir. En estos seis meses, no siempre me he evadido al engranaje de la vida real. Incluso a veces la actividad plástica me distraía de tal modo, que yo olvidaba mi condenación, o al menos no quería pensar en ella. De paso indicaré cuáles eran entonces mis condiciones de vida. Hace ocho meses, cuando mi enfermedad se convirtió en grave, rompí toda relación con el exterior y dejé de ver a mis antiguos compañeros. Como yo había sido siempre muy taciturno, mis amigos me olvidaron rápidamente, lo que no hubiesen dejado de hacer aun sin tal circunstancia. En casa me organicé una existencia solitaria. Hace cinco meses me encerré definitivamente en mi cuarto y rompí toda relación con mi «familia». Se me obedecía y nadie osaba entrar en mi habitación, salvo a las horas reglamentarias de limpiarla y de llevarme la comida. Mi madre recibía mis órdenes temblando, sin atreverse a pronunciar palabra en presencia mía en las raras ocasiones en que yo la autorizaba a verme. Ella azotaba mucho a mis hermanos para que no hiciesen ruido y no turbasen mi reposo. Me he quejado de ellos tan a menudo que literalmente no me olvidarán ahora… También creo haber atormentado no poco al «fiel Kolia», como yo le llamo. Últimamente me ha pagado en la misma moneda. Es natural: los hombres han nacido para atormentarse mutuamente. Yo notaba que él, al tolerar mi mal carácter, lo hacía pensando en mi dolencia, y ello me irritaba. Incluso creo que quería imitar la «humildad cristiana» del príncipe, lo que resulta en él, por cierto, un tanto ridículo. Kolia es un muchacho joven y entusiasta que, por supuesto, imita siempre el ejemplo de los demás; pero yo creo que ya es hora de que muestre su personalidad propia. Le quiero mucho. He atormentado también a Surikov, el vecino de arriba, que se pasa la existencia corriendo, como mandadero, de un lado a otro. Yo procuraba siempre demostrarle que él tenía la culpa de ser pobre, hasta que al fin no se atrevió a seguir visitándome. Es un hombre muy humilde, un modelo de humildad. (Nota: Se asegura que la humildad es una gran fuerza. Habrá que preguntárselo al príncipe, que es quien lo afirma). En el mes de marzo pasado subí a su casa para ver a su hijo menor, que, según su padre, había «muerto helado». Yo sonreí ante el cadáver del niño y principié, una vez más, a demostrar a Surikov que la culpa era suya. De pronto los labios del desgraciado comenzaron a estremecerse. Me asió del hombro con una mano y, señalándome la puerta, me dijo en voz baja: «¡Váyase!». De momento este proceder me agradó y me sentí encantado viéndome despedido de tal manera; pero después recordé las palabras de Surikov con un sentimiento penoso y, a mi pesar, experimenté por él una compasión extraña, despectiva. ¡Ni siquiera bajo la impresión de una ofensa tal (pues comprendí que le ofendía, aun cuando no me lo propusiera) sabía enfadarse aquel hombre! Porque juro que el temblor de sus labios, entonces, no se debía a ira, como tampoco estaba irritado cuando me cogió por el hombro y pronunció su mayestático: «¡Váyase!». Había a en él dignidad, mucha incluso, y una dignidad que no le sentaba nada bien, hasta el punto de producir un efecto ridículo; pero no cólera. Acaso sintiera repentino desprecio por mí. Desde entonces, cuando lo encuentro en la escalera, lo que ha ocurrido dos veces o tres, él siempre se quita el sombrero, lo que no hacía antes, pero pasa de largo, confuso al parecer. En todo caso, si me desprecia lo hace a su modo, con un «desprecio humilde». Acaso no haya que considerar su saludo más que como el respeto temeroso de un deudor ante el hijo de su acreedora, ya que debe dinero a mi madre y le es imposible pagárselo. Esta conjetura es la más probable de todas. Al principio quise tener una explicación con él, seguro de que a los diez minutos me pediría perdón, pero luego juzgué preferible dejarle en paz.
»Hace diez días, Rogochin estuvo en mi casa para pedirme informes sobre un asunto que creo innecesario detallar aquí. Yo no había visto nunca a ese hombre, aunque sí oído hablar de él. Le dije cuanto quería saber, y se retiró. No me sentí obligado a devolverle su visita, puesto que me había ido a ver sólo por asuntos y no por cortesía; pero Rogochin me interesó mucho y pasé todo el día ocupado en extraños pensamientos, hasta el extremo de que resolví visitarle a la siguiente mañana. Rogochin me recibió con mal disimulado descontento, y me dio a entender delicadamente que no existía razón alguna para que hubiesen entre él y yo relaciones continuas. No obstante pasé con él una hora muy interesante para mí y creo que también para él. Nuestro mutuo contraste era harto fuerte para que no lo notásemos ambos, y yo sobre todo. Yo soy un hombre que tiene los días contados, mientras él, por el contrario, goza plenamente de la vida, no necesita hacer cómputos como yo y carece de toda preocupación que no sea su chifladura… Que el señor Rogochin me perdone esta expresión, hija de la torpeza de un literato inexperto. Pese a su poco amable acogida me pareció hombre inteligente y capaz de comprender las cosas bien, aunque no se interese por lo que no le afecta directamente. No le hablé palabra sobre mi «convicción definitiva», pero creo que la adivinó sólo con oírme. Les extrêmes se touchent, le dije antes de retirarme, añadiendo la traducción del proverbio en ruso, para que Rogochin lo comprendiese, y explicándole que, pese a la diferencia existente entre nosotros, era muy probable que él no estuviese tan lejos de mi «convicción definitiva» como lo parecía. Me contestó con una mueca agria, fingiendo creer que me marchaba, se levantó, me dio el sombrero y, so capa de acompañarme por cortesía, me puso bonitamente en la puerta de su sombría casa. Dicha casa me asustó: parecíame una tumba. Pero a él le agrada, y es natural, porque tiene tanta vida en él que no necesita hallar más a su alrededor.
»Esta visita a Rogochin me fatigó mucho. Toda aquella mañana me había sentido mal y a la tarde, encontrándome muy débil, me acosté. El cuerpo me ardía; en ciertos momentos incluso deliré. Kolia estuvo conmigo hasta las once. Recuerdo bien, a pesar de mi estado, todo lo que hablamos. Pero a veces yo sentía una niebla ante los ojos e imaginaba ver a Ivan Fomich convertido en millonario. No sabía qué hacer de su fortuna, se quebraba la cabeza para resolver el problema, temblaba ante el temor de verse robado y, al fin, resolvía enterrar sus millones. Yo le hacía notar que obraba mal enterrando inútilmente tantas riquezas. «Haría usted mejor —le aconsejaba— mandando fundir todo ese oro y construir con él un ataúd para su niño, el que ha muerto helado, exhumando su cuerpo previamente». Surikov recibía con lágrimas de agradecimiento aquel sarcástico consejo y se apresuraba a salir para ponerlo en práctica, mientras yo, solo ya, escupía. Cuando recuperé el sentido completamente, Kolia me aseguró que yo no había dormido un solo instante, y que en todo aquel tiempo había estado hablándole de Surikov. Mi agitación a veces era tan grande que Kolia, cuando se retiró, iba muy inquieto. Cuando salió, me levanté para cerrar la puerta, y entonces recordé un cuadro que había visto en uno de los más sombríos aposentos de la casa de Rogochin, sobre una puerta. Él me lo había mostrado al pasar y creo que permanecí cinco minutos ante aquel lienzo. Aunque no ofreciese nada notable desde el punto de vista artístico, no dejó de turbarme de un modo extraño.
»El cuadro representa a Cristo en el momento de ser descendido de la cruz. Creo haber notado que los pintores que muestran a Jesús crucificado o descendido suelen representarle con un rostro extraordinariamente bello, esforzándose en conservarle esa belleza aun en medio de los más crueles suplicios. En el lienzo de Rogochin no hay nada semejante: allí se ve realmente un cadáver que antes de morir ha sufrido infinitamente, que ha sido golpeado por los soldados y el populacho, que llevó su cruz y sucumbió bajo su peso, que soportó luego seis horas (al menos así lo calculo) la terrible tortura de la crucifixión. En verdad, el semblante de ese Cristo es el de quien acaba de ser descendido de la cruz, es decir, que no ofrece rigidez alguna, y presenta aún signos de calor y de vida, y una expresión dolorosa tal como si el muerto experimentase todavía el dolor de su suplicio. El artista ha captado eso muy bien. En cambio, el rostro es de un realismo implacable: allí se ve un cadáver cualquiera con la expresión propia del que ha padecido previos tormentos. Me consta que, según la creencia adoptada por la Iglesia desde los primeros siglos del cristianismo, Cristo no sufrió sólo simbólicamente, sino en realidad y, por consecuencia, su cuerpo en la cruz estuvo plenamente sometido a la ley de la naturaleza. El semblante representado en el cuadro está tumefacto y cubierto de laceraciones; los ojos, dilatados, aparecen vidriosos y turbios…
»Pasé hora y media después de la marcha de Kolia pensando en todo eso: acaso deliré. A veces mis ideas revestían una forma plástica. En mi alcoba hay siempre encendida por las noches una lamparilla ante el icono. Esa luz, aunque débil, permite distinguir todos los objetos. A su pie incluso se puede leer. Creo que debía de ser medianoche. Yo no dormía y tenía los ojos abiertos. De pronto se abrió la puerta de mi alcoba y entró Rogochin.
»Franqueó el umbral, cerró la puerta y me miró en silencio. Luego se encaminó, sin ruido, hacia una silla situada en un rincón, bajo la lámpara. Yo le miré, extrañado y suspenso. Rogochin se acodó en la mesita y me contempló sin pronunciar una palabra. Así transcurrieron dos o tres minutos y recuerdo que el silencio del visitante me desagradó vivamente. ¿Por qué no hablaba? A mí me parecía raro que se presentase allí tan tarde, pero si he de decir la verdad no me sentía extraordinariamente sorprendido. Al contrario, por la mañana yo no le había revelado mi idea, pero me constaba que él la supo comprender con medias palabras, y desde luego era de tal naturaleza que podía justificar el que Rogochin me visitase para hablar de ella, incluso tan a deshora. Pensé, pues, que había acudido por eso. Por la mañana nos habíamos separado muy poco amistosamente. Él me miró incluso por dos veces con aspecto de viva burla. Ahora yo advertía en su mirada la misma expresión burlona y me sentía herido. En cuanto al hecho de que la figura que veía era Rogochin en persona y no una imagen engendrada por el delirio, no tenía la menor duda de ello. Él no se movía de su sitio, contemplándome con la misma mirada sarcástica. Furioso, me volví en la cama, acodándome sobre el almohadón, resuelto a callar también aunque la situación se prolongase indefinidamente. Estaba decidido a no hablar el primero. Debieron de transcurrir así unos veinte minutos. De pronto se me ocurrió una idea. ¿Y si no fuese Rogochin, sino una aparición?
»Yo no he visto una aparición jamás, ni estando enfermo ni estando sano; pero en mi infancia e incluso recientemente, he creído que, pese a mi absoluto escepticismo respecto a las apariciones, me moriría de terror si viese una. Y, con todo, no me aterré al pensar que lo que veía pudiese ser un espectro y no Rogochin. Diré más: esa posibilidad no produjo otro efecto sino el de irritarme. Y aún se dio otra particularidad extraña, y fue que la cuestión de si mi visitante era un fantasma o un ser de carne y hueso me dejó mucho más indiferente de lo que pudiera creerse. Incluso pensé en otras cosas según creo. Me preocupaba, por ejemplo, el que Rogochin, a quien yo había visto antes en traje de casa y pantuflas, llevase ahora frac, corbata y chaleco blanco. Además me preguntaba: «Si es una aparición y no la temes, ¿por qué no te levantas para comprobar que lo es?». Acaso, en realidad, fuese el temor lo que me lo impedía. Pero apenas se me ocurrió tal idea, sentí que me temblaban las rodillas y que un frío glacial me recorría la espalda. En aquel momento, Rogochin, como si advirtiera mi terror, apartó la mano en que apoyaba la cabeza, se irguió, miróme fijamente y abrió la boca como si fuese a reír. En mi furia, sentí el deseo de arrojarme sobre él; pero, como me había jurado no ser el primero en hablar, me quedé donde estaba. Además continuaba preguntándome interiormente si sería Rogochin o una sombra lo que tenía ante mi vista. No puedo decir cuánto duró esto. Ni siquiera recuerdo si me dormí entonces algún rato. Al cabo, Rogochin se levantó, me contempló larga y atentamente, como hiciera desde su entrada, aunque esta vez sin sonreír, y luego se dirigió lentamente a la puerta, abrióla y salió, cerrándola tras sí. No me levanté; tampoco podría decir cuánto tiempo seguí acostado, con los ojos abiertos, pensando Dios sabe en qué… Tampoco sé cómo me dormí. Por la mañana, después de las nueve, desperté al oír llamar a la puerta. Es norma en casa que, si yo no he pedido el té antes, Matrena llame en mi puerta a las nueve. Cuando abrí, me hice la siguiente reflexión: «¿Cómo pudo entrar Rogochin, estando la puerta cerrada?». Pregunté y adquirí la convicción de que era imposible que Rogochin hubiese entrado en casa, ya que todas las puertas se cierran con llave.
»Fue este caso particular narrado con tantos detalles lo que constituyó la causa determinante de mi decisión, a la que no me condujeron la lógica ni el razonamiento, sino un sentido de repulsión. No puedo seguir viviendo cuando la vida asume, para herirme, formas tan extrañas. Esa aparición me ha humillado… Y sólo cuando al declinar el día hube adoptado mi resolución final, me sentí mejor. Pero aquélla era sólo la primera fase; para que se produjese la segunda hube de ir a Pavlovsk. Antes he explicado eso suficientemente.