II

Principiaba junio y, desde hacía una semana, el tiempo se mantenía excepcionalmente agradable, tratándose de San Petersburgo. Los Epanchin poseían una lujosa residencia veraniega en Pavlovsk, y Lisaveta Prokofievna sintió el deseo de instalarse en ella con su familia. Dos días después se trasladaron al campo.

Uno o dos días antes de la marcha de las Epanchinas, el príncipe León Nicolaievich Michkin llegó de Moscú en el tren de la mañana. Nadie fue a esperarle a la estación, y, sin embargo, al apearse distinguió de pronto entre la multitud dos ojos ardientes cuya mirada ofrecía una expresión extraña. Quiso buscar el rostro a que pertenecían aquellos dos ojos, pero no lo consiguió. La visión, aunque fugaz, dejóle una impresión desagradable. Además, el príncipe estaba ya por su parte triste y preocupado.

Su cochero le condujo a un hotel no lejano de la Litinaya. Aquel hospedaje distaba mucho de ser bueno. Las dos habitaciones que Michkin tomó en él eran oscuras y se hallaban mal amuebladas. Lavóse, se cambió de ropa, y, sin pedir cosa alguna, salió apresuradamente, como si temiera no encontrar en casa a alguien a quien fuese a buscar.

Si alguno de los que le habían conocido cuando llegó a San Petersburgo seis meses antes le vieran ahora, hallarían en su exterior un considerable cambio, y un cambio favorable. Sin embargo, acaso aquello hubiese sido una impresión errónea. Era únicamente la ropa del príncipe la que se había transformado en absoluto. Ahora le vestía un buen sastre de Moscú; pero, pese a ello, el atavío de Michkin distaba de ser una elegancia magnífica. Aunque su atuendo fuese muy a la moda (como siempre son los trajes cortados por sastres escrupulosos pero no geniales), notábase en el príncipe un descuido de indumentaria que no hubiese dejado de procurar motivos de risa a quien tuviera gana de reír. En general la gente suele estar dispuesta a la hilaridad por poca cosa.

Michkin tomó un coche de alquiler y se hizo llevar a Peski. Encontró sin dificultad en una de las calles de aquel lugar la casita de madera que buscaba. Con gran sorpresa suya, la casa resultó ser muy linda, limpia y agradable. Tenía ante la fachada un jardincillo lleno de flores. Las ventanas que daban a la calle, abiertas en aquel momento, permitían oír un torrente de palabras animadas, casi enfáticas, como de alguien que pronunciase un discurso o leyera en alta voz, siendo interrumpido de vez en cuando por una explosión de sonoras risas. El príncipe entró en el jardín y subió los peldaños de la puerta. Una cocinera con los brazos arremangados le abrió. El visitante preguntó por el señor Lebediev.

—Allí está —dijo la mujer, señalando con el dedo el «salón».

La estancia, de muros cubiertos con papel azul oscurecido, estaba bastante bien amueblada, incluso con ciertas pretensiones. Contenía una mesa redonda, un diván, un reloj de bronce en una caja de cristal, un estrecho espejo en la pared y una araña de poco tamaño suspendida del techo por una cadena de bronce. Cuando el príncipe entró, Lebediev, en pie en medio de la habitación, volvía la espalda a la puerta. Dado el calor que hacía, no llevaba prenda alguna sobre el chaleco. A la sazón peroraba golpeándose el pecho al hablar. Sus oyentes eran un mozalbete de quince años de rostro risueño e inteligente, que tenía un libro en la mano; una joven de veinte años, enlutada también, que reía mucho y abriendo desmesuradamente la boca; y finalmente un hombre de unos veinte años, bastante bien parecido, que permanecía tendido en el diván. Este joven tenía largos y abundantes cabellos morenos, grandes ojos negros y una leve sombra de barba y patillas. Al parecer, interrumpía con frecuencia al orador para contradecirle, lo que despertaba la hilaridad de los demás.

—¡Lukian Timofeich! ¡Le digo que atienda, Lukian Timofeich! Oiga, mire… ¡Bien: es inútil!

Y la cocinera, con un ademán de desaliento, se retiró, roja de cólera.

Lebediev volvió la cabeza y al distinguir al príncipe quedó como petrificado. Luego se lanzó hacia él con una sonrisa servil, pero antes de acercarse a su visitante la estupefacción le clavó de nuevo en su sitio anterior.

—¡Il… il… lustrísimo príncipe! —acertó a proferir finalmente.

Se volvió de súbito y, sin haber recuperado aún su presencia de ánimo, se precipitó hacia la joven enlutada que tenía en brazos al niño. El movimiento fue tan brusco, que la muchacha retrocedió unos pasos. Pero Lebediev se apartó de ella para lanzarse hacia la mocita de trece años, la cual, en pie en el umbral de la puerta inmediata dejaba ver aún en su rostro sonriente las huellas de una hilaridad mal reprimida. La muchacha no pudo contener un grito y huyó a la cocina. Lebediev golpeó el suelo con el pie y, al observar que el príncipe le miraba con ojos sorprendidos, murmuró a guisa de explicación:

—¡Hay que demostrar respeto…! ¡Je, je, je!

—Pero si no es necesario… —comenzó el príncipe.

—En seguida, en seguida, en seguida… Como un ciclón…

Y Lebediev salió precipitadamente de la sala. El príncipe miró con sorpresa a la joven, al mozalbete de quince años y al individuo tendido en el diván. Todos reían. El visitante les coreó.

—Ha ido a ponerse la levita —dijo el muchacho.

—¡Qué absurdo es todo esto! —exclamó Michkin—. Yo creía… Díganme, ¿es que…?

—¿Cree usted que está beodo? —dijo el joven tendido en el diván—. Nada de eso. Ha bebido tres o cuatro vasitos… cinco acaso… Pero eso ¿qué significa? Para él es la cantidad reglamentaria…

Michkin iba a tomar la palabra, cuando se le adelantó la joven, cuyo rostro gracioso rebosaba absoluta franqueza.

—Por la mañana nunca bebe mucho —dijo—. Si viene usted a hablarle de negocios, háblele ahora. Es el momento. Al llegar la tarde está ebrio. Ahora suele pasar casi toda la noche llorando y acostumbra a leernos en alta voz pasajes de la Santa Escritura… Nuestra madre ha muerto hace cinco semanas y…

—Se ha ido porque seguramente le era difícil contestar a lo que usted le preguntara —dijo, riendo, el joven del diván—. Imagino que está engañándole a usted en alguna cosa y que en este momento piensa en el modo de salir del paso.

—¡Sólo cinco semanas! ¡Sólo cinco semanas! —dijo Lebediev entrando con la levita puesta y un pañuelo en la mano con el que se aprestaba a secarse los ojos. Y parpadeando mucho exclamó—: ¡Ahora estamos solos en el mundo!

—¿Por qué se ha puesto usted una levita tan rota? —preguntó la joven—. Detrás de la puerta tiene usted su levita nueva. ¿No la ha visto?

—¡Cállate, moscón! —gritó Lebediev—. ¡Maldita seas!

E hirió, el suelo con el pie. Ella rio viendo la cólera paterna.

—No se empeñe en asustarme. No soy Tania y no voy a echar a correr… Lo que va usted a conseguir es despertar a Lubotchka y ya verá luego cómo llora y grita… ¿A qué viene chillar así?

—Vamos, vamos, no digas eso —repuso Lebediev.

Y, presa de viva inquietud, se lanzó hacia la criatura que dormía en brazos de la joven y la bendijo varias veces con empavorecido ademán.

—¡Señor, protégela; Señor, sálvala! —exclamó. Y dirigiéndose a Michkin le dijo—: Es Lubova, mi hijita, nacida de mi legítimo matrimonio con mi mujer Elena, muerta de sobreparto. Y esta pájara es mi hija Vera, y éste… éste.

—¿Por qué te interrumpes? —preguntó el joven—. Vamos, continúa…

—Excelencia —dijo Lebediev, en un arranque—, ¿ha leído usted en la prensa el asesinato de la familia Jemarin?

—Sí —repuso Michkin, algo extrañado.

—Pues ahí tiene al verdadero matador de los Jemarin. ¡Es él en persona!

—¿Qué está usted diciendo? —exclamó el visitante.

—Empleo una forma metafórica de hablar. Es el segundo asesino futuro de otra familia Jemarin, si la encuentra. Por lo pronto, ya se está preparando a…

Todos rompieron a reír. A Michkin se le ocurrió pensar que Lebediev se extendía en tales rodeos porque, presintiendo preguntas embarazosas, quería ganar todo el tiempo posible.

—¡Es un faccioso, un conspirador! —gritó Lebediev, como si fuera incapaz de contener su enojo—. ¿Acaso a un maldiciente como él, a un réprobo, a un monstruo semejante, por decirlo así, puedo considerarlo como mi sobrino, como el hijo único de mi difunta hermana?

—¡Cállate, hombre! ¡Estás borracho! ¿Creerá usted, príncipe, que mi tío ha decidido ejercer la abogacía, que cultiva la elocuencia, y que no deja un momento de dirigir en casa a sus hijos discursos en tono elevado? Hace cinco días ha actuado como defensor ante el juez de paz, y ¿sabe a quién ha defendido? Una anciana a quien un bribón usurero había despojado de los quinientos rublos que era cuanto poseía la buena mujer, le pidió que fuera su defensor ante el tribunal, en vez de abogar por ella, ha defendido al usurero, un judío llamado Zaidler, a causa de que éste le prometió cincuenta rublos…

—Cincuenta rublos si ganábamos el juicio, y cinco si lo perdíamos —rectificó Lebediev.

Dio la explicación con acento reposado y sereno que contrastaba con la animación de sus anteriores palabras.

—Pero, naturalmente, ha fracasado y no ha conseguido sino producir la risa de todos. La justicia ya no se administra como antes. No obstante, está muy contento de sí mismo. «Jueces imparciales —dijo—, piensen en ese desgraciado viejo, inválido de las piernas y que vive de un trabajo honroso. Piensen que ha sido despojado hasta de su último pedazo de pan y recuerden la sabia frase del legislador: “Dejad que la clemencia prevalezca en el tribunal”. Y ahora figúrese que cada mañana nos recita aquí, del principio al fin, ese mismo discurso de defensa, tal como lo pronunció en el tribunal. Hoy se lo hemos escuchado ya cinco veces, y en el momento en que ha llegado usted iba a repetírnoslo. ¡Figúrese si le agradará! ¡Hasta se relame los labios de gusto! Y ahora está dispuesto a abogar por cualquiera. Es usted el príncipe Michkin, ¿verdad? Kolia me ha dicho que no ha encontrado nunca en el mundo hombre más inteligente que usted…»

—No, no hay hombre más inteligente en el mundo —confirmó apresuradamente Lebediev.

—Pero esas dos opiniones no tienen importancia, príncipe, porque Kolia le quiere y mi tío le adula. En cambio, yo no me propongo lisonjearle, tenga la certeza de ello. Pero usted no carece de buen sentido. Sea, pues, árbitro entre mi tío y yo ¿Quieres que elijamos al príncipe por juez? —preguntó dirigiéndose a su tío—. Me alegro mucho, príncipe, de que la casualidad le haya traído aquí.

—Acepto —dijo resueltamente Lebediev, lanzando una mirada maquinal al auditorio, que volvía a agruparse en torno suyo.

—¿Qué les pasa? —preguntó Michkin, arrugando ligeramente el entrecejo.

Sentía dolor de cabeza y a la vez, de momento en momento, dudaba menos de que Lebediev, temeroso de una explicación con él, quería dilatarla.

—El asunto es éste: yo soy su sobrino y en ese sentido mi tío ha dicho la verdad, aunque suele mentir en todo. No he terminado aún mis estudios universitarios, pero los terminaré, porque así me lo propongo y yo tengo mucho carácter. Entre tanto, para subsistir, voy a desempeñar un empleo de veinticinco rublos en una empresa ferroviaria. Reconozco, aparte de todo, que mi tío me ha ayudado dos o tres veces. El caso es que yo poseía ahora veinte rublos y los he perdido jugando. ¿Creerá, príncipe, que he sido lo bastante ruin y bajo para jugarme ese dinero?

—¡El que te los ganó es un fullero, un fullero al que no debías haber pagado! —clamó Lebediev.

—Es un fullero, pero mi deber era pagarle —contestó el joven—. Puedo atestiguar que lo es. Se trata, príncipe, de un subteniente expulsado del ejército, que da lecciones de boxeo. Últimamente pertenecía al grupo de Rogochin. Todas esas gentes andan tiradas desde que Rogochin las licenció. Pero lo peor de todo es que, constándome que se trataba de un fullero, de un bribón, de un truhán, no por ello dejé de jugar con él al palki hasta perder mi último rublo. Mientras lo arriesgaba, yo me decía: «Si pierdo, iré a ver a mi tío Lebediev, le haré muchas zalemas y él me ayudará». Y es eso lo que, más que nada, constituye una bajeza, una verdadera bajeza, una vileza consciente.

—Es, en efecto, una vileza consciente —afirmó Lebediev.

—Espera un poco antes de considerarte triunfante —repuso con violencia su sobrino, cuya susceptibilidad habían despertado aquellas palabras—. ¡No te entusiasmes! He venido a visitar a mi tío, príncipe, y le he confesado todo, obrando noblemente, sin disculpar mi conducta, antes bien, calificándola en los términos más severos, como todos los presentes pueden testimoniar. Para ocupar el empleo de que he hablado antes, necesito equiparme un poco, porque ahora ando hecho un harapiento. ¡Mire qué botas! Me es imposible presentarme en la oficina con este atavío, y el caso es que si en el término fijado no acudo, el empleo será adjudicado a otro, y ¿cuándo volveré a encontrar ocasión semejante? He pedido, pues, a mi tío quince rublos en total, comprometiéndome a no apelar más a su ayuda y obligándome a restituirle en un plazo de tres meses el importe íntegro de la deuda. Cumpliré mi palabra. Sé vivir sólo con pan y kvass durante meses enteros, porque soy hombre de carácter. Mi sueldo de tres meses asciende a setenta y cinco rublos, y el dinero que le pido, unido a otros préstamos anteriores, sumará treinta y cinco rublos. Tendré, pues, lo suficiente para pagarle. Y, además, ¡el diablo me lleve!, que me cobre los intereses que quiera. ¿Acaso no me conoce? Pregúntele, príncipe, si no le he devuelto el dinero que me ha prestado otras veces. ¿Por qué, pues, se niega ahora? Porque dice que he pagado al subteniente: no alega otra razón. Ahí tiene usted lo que es mi tío: un verdadero perro del hortelano.

—¡Y este hombre no quiere irse! —vociferó Lebediev—. ¡Se ha instalado ahí resuelto a quedarse!

—Ya te he dicho que no me iré antes de conseguir lo que te pido. ¿Por qué sonríe usted, príncipe? ¿Me desaprueba usted?

—No sonrío, pero encuentro que no tiene usted razón del todo —dijo Michkin con desagrado.

—Hable francamente y diga sin rodeos que no tengo razón. ¿A qué viene ese «no del todo»?

—Si lo prefiere, le diré que no tiene usted razón en absoluto.

—¡Si, lo prefiero! ¡Pero esto sí que es divertido! ¿Cree usted que no conozco la evidente incorrección de mi proceder? Bien sé que el dinero de mi tío es suyo y que mi actitud constituye una coacción. Pero usted, príncipe…, usted no conoce la vida. A hombres como mi tío, si no se les da una lección no comprenden nada. Es preciso enseñarles. Mis intenciones son perfectamente honorables. En conciencia, no voy a hacerle perder ni un kopec, puesto que le devolveré el capital con los intereses. Además, le he procurado una satisfacción moral, ya que me he humillado a él. ¿Qué más quiere? ¿Y de qué sirve este hombre a sus semejantes si se niega a prestarles servicio alguno? Piense en cómo obra él. Pregúntele cómo procede con los demás y cómo engaña a la gente. ¿Cómo se ha arreglado para adquirir esta casa? Me corto la cabeza si no le ha enredado a usted en algo y si no proyecta volver a engañarle de nuevo… Veo que sonríe usted. ¿No me cree?

—Lo que creo es que todo eso tiene poca relación con su asunto —repuso Michkin.

—Hace tres días que duermo aquí —dijo el joven, sin atender aquella observación— y no sabe la de cosas que he visto. Figúrese que mi tío sospecha de este ángel, de esta muchacha hija suya y prima hermana mía, y que todas las noches anda buscando en espera de ver si encuentra algún hombre escondido en su habitación. Entra en esta sala sigilosamente y mira debajo del diván que me sirve de cama. La desconfianza le hace perder el sentido: cree ver ladrones en cada rincón. Pasa la noche en pie y se levanta siete veces lo menos para asegurarse de que están bien cerradas puertas y ventanas, y mira hasta en la estufa… Este hombre que aboga ante los tribunales por los bribones se levanta tres veces por la noche para orar en la sala. Se arrodilla, apoya la frente en el suelo durante media hora y no puede usted ni imaginar por quiénes reza, o mejor dicho, por quiénes deja de rezar. ¡No hay quien no desfile en sus plegarias de beodo! Hasta ha orado por el alma de la condesa Du Barry. Kolia y yo lo hemos oído en persona. ¡Está loco!

—¿Ve cómo me desprestigia, príncipe? —dijo Lebediev, sonrojándose y ya fuera de sí—. Yo podré ser un beodo, un libertino, un malhechor, un ladrón; pero al menos hay una cosa en mi favor. Este embustero no sabe que cuando vino al mundo fui yo quien lo fajó y lo lavó. Mi hermana Anisia había quedado viuda y estaba en la miseria. Yo, que no era menos pobre que ella, pasé noches enteras velándola, cuidando a la madre y al hijo, que se hallaban enfermos los dos. Yo bajaba a robar leña al portero y, muriéndome de hambre como me encontraba en realidad, aún tenía ánimos para cantar y castañetear los dedos, a fin de que el pequeño se durmiese… ¡Le he servido de niñera y ahí le tiene usted burlándose de mí! Si yo me he santiguado u orado por el reposo del alma de la Du Barry, ¿qué te importa? Hace tres días, príncipe, que he leído por vez primera la biografía de esa mujer en un diccionario histórico. ¿Acaso sabes tú quién era la Du Barry?

—No hay nadie más que tú que lo sepa, ¿no es eso? —rezongó el joven con sarcasmo.

—La Du Barry era una condesa que se levantó desde el fango a la posición de una reina y a la que llegó a escribir, de su puño y letra, una gran emperatriz: «Ma chère cousine». Hasta un cardenal, un nuncio del Papa, en ocasión de una «levée du Roi» (¿sabes tú lo que era una «levée du Roi»?) se ofreció a poner en las piernas de la Du Barry sus medias de seda. ¡Un personaje tan elevado consideraba aquello como un honor! ¿Conocías ese detalle? Ya leo en tu cara que lo ignorabas. ¿Y sabes cómo murió? ¡Vamos, contesta!

—¡Déjame! ¡Eres insoportable!

—Pues murió, así: después de tantos honores, después de llegar a ser casi una soberana, fue guillotinada por el verdugo Samson. Era inocente, pero había que matarla para satisfacción de las poissardes[7] de París. Su terror fue tal que no comprendió lo que le sucedía. Cuando Samson le hizo inclinar la cabeza y la sujetó con el pie sobre el tajo, la Du Barry exclamó: «Encore un moment, monsieur le bourreau, encore un moment», lo que significa: «Espere un momento, señor bourreau, uno solo…». Y acaso por esta especie de plegaria, Dios la perdonase, porque es inconcebible mayor misère que esa para un alma humana… ¿Sabe lo que significa la palabra misère? Cuando leí que aquella condesa imploraba «un solo momento» sentí el corazón dolorido como si me lo oprimiesen con unas tenazas. ¿Qué te importa, pues, gusano, que yo, en mis plegarias nocturnas, haya implorado perdón a Dios para el alma de aquella gran pecadora? Si lo he hecho, ha sido porque sin duda nadie le ha dedicado después de su muerte un recuerdo piadoso. Y en el otro mundo le será grato pensar que en la tierra hay un pecador como ella que ha orado por la salvación de su alma una vez al menos. ¿Por qué te ríes? ¿No crees, ateo? Pero ¡qué sabes tú! Además, tu relato es inexacto, porque si escuchaste mi plegaria, debieras saber que no oré sólo por la condesa Du Barry, sino que dije así: «Concede, Señor, eterno descanso al alma de la pecadora que fue la condesa Du Barry y a todas las semejantes a ella». Y eso es muy diferente, porque hay muchas grandes pecadoras como la Du Barry, lo mismo que hay muchas otras gentes que conocieron todas las vicisitudes de la fortuna y que ahora, en el otro mundo, sufren, gimen y esperan. He orado también por ti, y por todos los insolentes y desvergonzados semejantes a ti. Ya que te interesas por mis oraciones, entérate de eso.

—Bueno, bueno, basta… ¡El diablo te lleve! Ora por quien quieras —dijo el sobrino con violencia—. ¿No sabía usted, príncipe, que teníamos un erudito en esta casa? —añadió con desganada sonrisa—. Mi tío no hace más que leer toda clase de libros y memorias…

—Su tío, al fin y al cabo, no es un hombre privado de sensibilidad —observó el príncipe, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo para dirigirse al joven, que le resultaba profundamente desagradable.

—¡Cómo le lisonjea usted! Mire de qué modo abre la boca y se lleva la mano al pecho. Sus palabras le han emocionado, príncipe. Concedo que no le falte sensibilidad, pero lo malo está en que además es un bribón y para colmo un borracho. Está realmente destrozado por la bebida. Reconozco que quiere a sus hijos y que apreciaba a su mujer, mi difunta tía… Incluso siente afecto por mí y no me ha olvidado en su testamento…

—¡No te dejaré ni un kopec! —gritó el funcionario, colérico.

—Escuche, Lebediev —dijo el visitante con tono firme, apartándose del joven—: yo sé que usted, cuando quiere, es un hombre serio. Tengo poco tiempo disponible, y si usted… Perdone, he olvidado su nombre…

—Ti… Ti… Timofeo…

—¿Qué más?

—Lukianovich.

Todos rompieron a reír.

—¡Es mentira! —gritó el sobrino—. ¡Hasta en eso necesita mentir! No se llama Timofeo Lukianovitch, príncipe, sino Lukian Timofeievich. Di, ¿por qué mientes? Llámeste Lukian o Timofeo, ¿no eres el mismo? ¿Y qué puede importarle al príncipe que te llames de un modo u otro? Le aseguro que miente sin necesidad, por costumbre…

—¿Es posible que esto sea cierto? —preguntó Michkin con impaciencia.

—Me llamo, en efecto, Lukian Timofeievich —reconoció Lebediev, turbado, bajando humildemente los ojos y llevándose la mano al corazón.

—¡Dios mío! ¿Y por qué me ha contestado usted de ese modo?

—Para rebajarme más —murmuró Lebediev inclinando la cabeza con conmovedora humildad.

—¿Y a qué viene ese rebajamiento? ¡Si sólo me interesa saber dónde encontrar a Kolia! —dijo el príncipe, insinuando un ademán para retirarse.

—Yo le indicaré dónde está Kolia —ofreció el joven.

—¡No, no! —intervino rápidamente Lebediev.

—Kolia ha pasado la noche aquí, y esta mañana ha salido en busca de su padre a quien usted, príncipe, Dios sabe por qué, ha hecho salir de la cárcel pagando sus deudas. El padre prometió ayer venir a hospedarse con nosotros, pero no ha venido. Parece probable que se acostara en la fonda de «Los dos Platillos», que está cerca. Así, pues, Kolia debe estar allí, salvo que haya ido a Pavlovsk, a casa de las Epanchinas. Ya quería ir ayer; precisamente no le falta dinero… Le encontrará seguramente en «Los Dos Platillos» o en Pavlovsk.

—¡En Pavlovsk, en Pavlovsk! Pero vayamos al jardín y tomemos café.

Y Lebediev, asiendo el brazo del príncipe, le arrastró fuera de la sala. Atravesaron el patio y entraron en un jardincillo encantador cuyos árboles ostentaban la plenitud de su follaje estival. Lebediev hizo sentar a Michkin en un banco de madera pintado de verde que se hallaba ante una mesa del mismo color fija en el suelo, y se sentó frente al visitante. Al cabo de un momento trajo el café. El príncipe no se negó a tomarlo. El dueño de la casa le miraba a la cara con expresión de apasionado servilismo.

—No conocía aún su casa, Lebediev —dijo Michkin, con aire de pensar en otra cosa.

—¡Ahora estamos solos en ella! —comenzó Lebediev, imprimiendo a su fisonomía una expresión de tristeza.

Pero se interrumpió. Michkin miraba ante sí con abstracción, sin duda ya olvidado de lo que acababa de decir. Transcurrió un minuto. Lebediev, con los ojos fijos aún en el visitante, esperaba.

Michkin sacudió su abstracción.

—¿Qué decíamos? ¡Ah, sí! Ya sabe usted, Lebediev, de lo que se trata. He venido a causa de su carta. Hable.

El funcionario se turbó, quiso responder y sólo emitió sonidos ininteligibles. El príncipe aguardó, con una melancólica sonrisa en los labios.

—Creo comprenderle bien, Lukian Timofeievich. Sin duda no me esperaba. No creía usted que yo fuese a abandonar mi retiro a su primer aviso, y me escribió, por lo tanto, sólo para descargar su conciencia. Pero, como ve, aquí estoy. Déjese de tretas y desista de servir a dos señores. Sé que Rogochin lleva aquí tres semanas. ¿Ha conseguido usted relacionarle otra vez con Nastasia Filipovna, o no? Diga la verdad.

—Fue él mismo, ese monstruo, quien la descubrió.

—No le insulte. Veo que tiene usted motivos de queja contra él.

—¡Me ha molido a golpes! —contestó Lebediev con extraordinaria vehemencia—. En Moscú lanzó un perro contra mí. Era un lebrel, un animal terrible, que me persiguió a lo largo de toda una calle.

—Me toma usted por un niño, Lebediev. Dígame seriamente si es verdad que ella abandonó a Rogochin en Moscú.

—Seriamente, seriamente… Y también esta vez en vísperas de la boda. Rogochin estaba ya contando los minutos que faltaban cuando ella huyó a San Petersburgo. En cuanto llegó, vino a buscarme, diciéndome: «Sálvame, Lukian Timofeievich, escóndeme y no lo digas al príncipe». Nastasia Filipovna le teme, príncipe; le teme incluso más que a Rogochin. Es una cosa incomprensible.

Y Lebediev, con aire perplejo, se llevó un dedo a la frente.

—¿Y ahora los ha puesto usted de nuevo en relación?

—¿Cómo podía yo, ilustrísimo príncipe…, cómo podía yo impedir que se vieran?

—Bueno, basta; ya lo averiguaré yo todo. Dígame únicamente dónde está ahora Nastasia Filipovna. ¿En casa de Rogochin?

—No, no; nada de eso. Ella vive aún separada de él. Como suele decir, es libre, y usted sabe, príncipe, cuánto insiste en ese punto. Siempre está refiriéndose a su completa libertad. Sigue habitando en la Peterburgskaya, en casa de mi cuñada, como ya le dije en mi carta.

—¿Se hallará ahora allí?

—Sí, a no ser que se haya ido a Pavlosk. Quizá el buen tiempo la haya decidido a marchar al campo, a casa de Daría Alexievna. Como Nastasia Filipovna dice, sigue siendo libre. Aun ayer alardeaba de su libertad hablando con Nicolás Ardalionovich[8]. ¡Mala señal! —comentó Lebediev, sonriendo.

—¿La visita Kolia a menudo?

—Kolia es un mozo aturdido, extraño e indiscreto.

—¿Y hace tiempo que no ha ido usted a verla?

—Voy todos los días, todos los días…

—¿Ha ido usted ayer?

—No… No voy hace tres días.

—Es lástima que haya usted bebido un poco más de la cuenta, Lebediev. Si no, le preguntaría una cosa.

—No estoy ebrio del todo; tranquilícese —repuso el funcionario, prestando oído.

—Dígame, pues: ¿cómo la encontró usted la última vez que estuvo visitándola?

—Es una mujer ocupada en buscar…

—¿En buscar el qué?

—Parece siempre estar buscando algo, como si hubiese perdido alguna cosa. La simple idea de su próximo matrimonio la repugna. Lo considera una afrenta para ella. Y de Rogochin no se preocupa más que de una cáscara de naranja. Pero me equivoco: piensa en él con temor, con miedo. Incluso prohíbe que se le mencione. Si se ven, es sólo por necesidad… y él se da buena cuenta de ello. Pero no hay más remedio… Ella se muestra inquieta, sarcástica, violenta, habla siempre con segunda intención…

—¿Se muestra violenta y habla con segunda intención?

—La prueba de su violencia es que la última vez casi estuvo a punto de asirme del cabello sólo por una sencilla palabra que le dije. Yo quise tranquilizarla leyéndole el Apocalipsis…

—¿Cómo? —preguntó Michkin, creyendo no haberle entendido bien.

—Leyéndole el Apocalipsis. Esa señorita tiene la imaginación inquieta… ¡Je, je! Además, he observado en ella un gusto muy acusado por los temas serios de conversación, por indiferentes que puedan parecer a su persona. Le gustan mucho, y hasta casi la lisonjea que se le hable de ellos. Sí. Y yo, por mi parte, estoy muy interesado en la explicación del Apocalipsis y hace quince años que trabajo en esa tarea. Nastasia Filipovna ha convenido conmigo en que estamos en la época simbolizada por el caballo negro, es decir, el tercero, y por el jinete que lleva en la mano una balanza, ya que en nuestro siglo todo reposa sobre la balanza y los contratos, y todos los hombres se esfuerzan en buscar únicamente su derecho: «una medida de trigo por un dinero y tres medidas de cebada por un dinero»… Y, con todo esto, quieren conservar un espíritu libre, un corazón puro, un cuerpo sano y los demás dones de Dios… Pero fundándose sólo en el derecho nunca los conservarán y a continuación vendrá el caballo pálido, y aquel que se llama la Muerte, y después el infierno. Tal es el tema de nuestras conversaciones cuando nos vernos… y por cierto que la han impresionado mucho.

—¿Cree usted en esas cosas? —preguntó el príncipe, dirigiendo a su interlocutor una mirada de extrañeza.

—Las creo y las explico. Yo soy un pobre hombre, un mendigo, un átomo en la circulación humana. ¿Quién aprecia a Lebediev? Sirve de irrisión a todos y puede decirse que no hay quien no le abrume a puntapiés. Pero en esta explicación me igualó a cualquier gran personalidad. ¡Tan grande es el poder del espíritu! Yo he hecho temblar a un alto funcionario, muy arrellanado en su sillón, impresionándole al hacerle sentir el poder del espíritu.

Hace dos años, la víspera de Pascuas, Su Ilustrísima Excelencia Nilo Alexievich, a cuyas órdenes trabajaba yo, quiso oírme y me hizo llamar adrede a su despacho por Pedro Zaharich. «¿Es verdad —me dijo cuando estuvimos a solas— que tú explicas la profecía relativa al Anticristo?». Yo no vacilé en contestar que sí, y empecé a comentar la visión alegórica del apóstol. Él principió por sonreír, pero los cálculos numéricos y las similitudes le hicieron temblar. Me rogó que cerrase el libro, me despidió y puso mi nombre en la lista de recompensas. Esto pasaba en el momento de las fiestas de Pascuas. Ocho días más tarde, Nilo Alexievich entregaba su alma a Dios.

—¿Qué dice usted, Lebediev?

—La verdad. Se cayó de su coche después de comer, dio con la sien contra un guardacantón y murió en el acto. Era un hombre de setenta y tres años, de rostro muy encarnado y cabellos blancos. Se inundaba literalmente de agua perfumada y sonreía siempre como un niñito. Pedro Zaharich recordó después mi conversación con el difunto. «Tú profetizaste esto», me dijo.

El príncipe se levantó. Lebediev quedó sorprendido, al notar que su visitante se marchaba tan pronto.

—Veo que se ha vuelto usted muy indiferente. ¡Je, je, je! —osó comentar, con familiaridad respetuosa.

—En realidad no me encuentro del todo bien. Siento la cabeza pesada, sin duda por efecto del viaje —repuso Michkin, arrugando un tanto el entrecejo.

—¿Y si se fuese usted al campo? —sugirió tímidamente Lebediev.

El príncipe quedó pensativo.

—Yo mismo, ¿sabe?, me voy al campo con toda mi familia de aquí a tres días. La salud de la pequeña exige en absoluto ese traslado. Así, mientras estemos fuera, se harán en casa las reparaciones necesarias. Me voy también a Pavlovsk.

—¿Va usted a Pavlovsk? —preguntó repentinamente Michkin—. ¿Cómo es eso? ¿Es que todos se van este año a Pavlovsk? ¿Tiene usted también una casita de campo allí?

—No es que se vayan todos a Pavlovsk. Por lo que respecta a mí, Iván Ptitzin me ha cedido una de las casas que ha adquirido baratas en aquel lugar, que es, por cierto, una localidad agradable, y alta, y verde, y barata, bon ton, y se oye buena música… Por eso es explicable que tanta gente quiera vivir en Pavlovsk. Yo me instalaré en un pabelloncito. En cuanto a la casa propiamente dicha…

—¿La ha alquilado usted? —preguntó el príncipe con interés.

—No… En realidad, no…

—Alquílemela a mí —dijo Michkin.

Era evidente que Lebediev no había querido sino inducirle a aquella proposición. Hacía tres minutos que tal idea se agitaba en su ánimo. Y ello no se debía a que le fuese difícil encontrar arrendatario. Precisamente en aquel momento la casa de campo estaba habitada por un veraneante, y éste había declarado que acaso la alquilaría. Lebediev sabía bien que aquel «acaso» equivalía a un «con seguridad». Pero pensó en seguida que haría un negocio muy ventajoso alquilando la casa al príncipe, hecho al que le autorizaba el lenguaje vago empleado hasta entonces por el otro veraneante. «Esto toma un aspecto nuevo», pensó el funcionario. La propuesta de Michkin le arrebató de alegría. Cuando el príncipe le preguntó el precio, Lebediev hizo un ademán como para alejar aquella cuestión.

—Bien, bien, como quiera. Ya tomaré informes… No saldrá usted perdiendo nada.

Los dos salían ya del jardín.

—Si usted lo deseara… Yo podría, si usted lo deseara, ilustre príncipe, comunicarle una cosa muy interesante sobre el mismo asunto —murmuró Lebediev, quien, en su satisfacción, rebosaba lisonjas hacia su visitante.

Éste se detuvo.

—Daría Alexievna posee también una casita en Pavlovsk.

—¿Y qué?

—Que hay cierta persona que mantiene amistad con ella y suele, según parece, visitarla en Pavlovsk con cierto objeto.

—¿Quién es esa persona?

—Aglaya Ivanovna.

—Basta, Lebediev —interrumpió Michkin, con una sensación dolorosa—. Todo eso no significa nada para mí… Vale más que me diga cuándo se propone usted marchar. Por mi parte, cuanto antes mejor, pues ahora estoy en un hotel…

Mientras hablaban, habían salido del jardín. Atravesaron el patio sin pasar por la casa y se acercaron a la puerta.

—Lo mejor —opinó Lebediev— es que deje el hotel, se instale desde hoy en mi casa y se vaya con nosotros a Pavlovsk cuando nos marchemos pasado mañana.

—Veremos —dijo Michkin, pensativo.

Y salió. Lebediev le miró alejarse, impresionado por la súbita abstracción del visitante, quien había salido sin acordarse de despedirse ni aun de hacerle un ademán de saludo. Este olvido sorprendía tanto más al funcionario cuanto que le constaba la irreprochable cortesía del príncipe.