X

Tras humedecer los labios en el vaso de té que lo ofreció Vera Lebediev, Hipólito lo dejó en la mesa y miró en torno suyo con cierto embarazo.

—Fíjese, Lisaveta Prokofievna —comenzó con extraña precipitación—: este servicio de té, que parece de auténtica porcelana, no ha sido usado nunca y está siempre guardado en el aparador de Lebediev. Su mujer se lo aportó en dote y él lo guarda celosamente bajo llave. Pero ahora nos ha servido el té en esta vajilla, en honor de usted, y sintiendo mucha satisfacción en hacerlo.

Se proponía decir algo más, pero se interrumpió.

—Está cohibido, como yo suponía —cuchicheó Radomsky al oído de Michkin—. Es mala señal, ¿no cree? Estoy seguro de que ahora su despecho le hará prorrumpir en alguna salida de tono que ponga a Lisaveta Prokofievna fuera de sí.

Michkin le miró, interrogativo.

—Veo que eso no le preocupa, príncipe —prosiguió Radomsky—. Le confieso que a mí tampoco. Incluso deseo esa salida de tono de que hablo. Conviene que Lisaveta Prokofievna reciba un castigo hoy mismo, inmediatamente… Y hasta que no lo reciba, no quisiera irme… Pero crea que está usted febril…

—Sí; no estoy bien… Luego hablaremos —repuso el príncipe con impaciencia, sin atender apenas a Radomsky.

Acababa de oír a Hipólito pronunciar su nombre.

—¿No lo cree usted? —decía el enfermo, con risa nerviosa—. Lo comprendo… Pero el príncipe no vacilará en creerlo, ni se asombrará lo más mínimo…

—¿Oyes, príncipe, oyes? —dijo Lisaveta Prokofievna, volviéndose a Michkin.

Sonaban risas en el grupo. Lebediev gesticulaba animadamente ante la generala.

—Dicen —continuó Lisaveta Prokofievna— que este payaso, el dueño de tu casa, se encargó de corregir el artículo en que se hablaba de ti, príncipe.

Michkin miró con sorpresa a Lebediev.

—¿Por qué no hablas? —exclamó la generala, golpeando el suelo con el pie.

—Ya veo —dijo Michkin, que continuaba examinando a Lebediev— que, en efecto, se han encargado de corregirlo.

—¿Es verdad? —preguntó la generala al funcionario.

Éste se llevó la mano al corazón.

—Es la pura verdad, excelencia —declaró sin el menor titubeo.

La generala, al oír aquella contestación, expuesta con toda firmeza, estuvo a punto de dar un salto.

—¡Pues no se envanece de ello encima! —exclamó.

—Soy muy vil, muy vil… —comenzó a balbucir Lebediev, inclinando la cabeza con humildad y golpeándose el pecho.

—¿Y a mí qué me importa que lo seas? El miserable imagina que con decir «soy muy vil», se zafa del asunto. Y tú, príncipe (te lo pregunto una vez más), ¿no te avergüenzas de convivir con semejantes canallas? No te lo perdonaré nunca.

Lebediev, con acento enternecido y de convicción, afirmó:

—El príncipe me perdonará.

Keller, levantándose repentinamente de su asiento, se aproximó a Lisaveta Prokofievna.

—Hasta este momento, señora —dijo con sonora voz— he guardado silencio por hidalguía, ocultando el hecho de esta corrección, aunque el propio que la hizo nos amenazara antes con ponernos en la puerta. A fin de hacer resplandecer la verdad, debo decir que he utilizado en efecto sus servicios y que se le han pagado seis rublos por ellos. Pero no le encargué de corregir mi estilo, sino de que me informara, en calidad de hombre bien enterado, de cosas que me eran desconocidas casi en absoluto. Los detalles de las polainas, del apetito del príncipe en el sanatorio suizo, la cifra de cincuenta rublos en substitución de la de doscientos cincuenta, son todos obra de este hombre, y por ellos ha cobrado sus seis rublos. Pero conste que el estilo no lo ha corregido.

—Quiero advertir que sólo corregí la primera parte del artículo —dijo Lebediev, con una especie de impaciencia febril, que despertó la hilaridad de los presentes—. Al llegar a la mitad del trabajo, no nos pusimos de acuerdo sobre cierto concepto y, por consecuencia, no conozco la segunda parte del escrito. No cabe, pues, atribuirme las numerosas incorrecciones de forma que se hallan en él…

—¡Fíjense en lo que le preocupa! —exclamó Lisaveta Prokofievna.

—Permítame preguntarle —dijo Eugenio Pavlovich a Keller— cuándo fue corregido ese artículo.

—Ayer por la mañana —respondió Keller— celebramos una entrevista que todos prometimos por nuestro honor mantener secreta.

—¡Y entre tanto este gusano se arrastraba ante ti y te aseguraba su adhesión, príncipe! ¡Qué gentuza! Ya puedes guardarte tu Puchkin, ¿lo oyes, tú? Y que no se le ocurra a tu hija poner los pies en mi casa.

La generala hizo un movimiento para levantarse, pero, viendo reír a Hipólito, le preguntó con irritación:

—Has querido ponerme en ridículo, ¿verdad?

—No lo permita Dios —dijo él, con forzada sonrisa—. ¡Me sorprende mucho su extraordinaria originalidad, Lisaveta Prokofievna! Si le he mencionado la doblez de Lebediev, ha sido a propósito, porque sabía el efecto que iba a causarle. A causarle sólo a usted, porque el príncipe lo perdonará todo o, mejor dicho, ya lo ha perdonado. De seguro ha buscado y encontrado mentalmente una excusa para Lebediev. ¿No es así, príncipe?

A cada palabra que pronunciaba, la excitación del muchacho crecía. Respiraba con inmensa dificultad.

—¿Y qué? —preguntó la generala, extrañada por el acento del joven.

—He oído contar acerca de usted, Lisaveta Prokofievna, muchas cosas parecidas, que me han producido viva satisfacción y me han acostumbrado a apreciarla —continuó Hipólito.

Hablaba de un modo que parecía querer significar lo contrario de lo que expresaba. Adivinábase en él una intención irónica y a la vez se le notaba vivamente agitado. Miraba en torno suyo con desasosiego, se turbaba y perdía a cada instante el hilo de sus ideas. Todo esto, unido a su rostro de tuberculoso y a la expresión extraviada de sus ojos encendidos, atraía forzosamente la atención sobre él.

—Podría extrañarme (aunque empiezo por confesar que no conozco nada del mundo), no sólo el que permaneciese usted tanto tiempo en compañía de gentes como nosotros, que no somos de su ambiente, sino que dejase a estas… señoritas oír hablar de un asunto tan escandaloso, incluyendo la lectura del artículo de marras. Ya supongo, eso sí, que habrán visto cosas parecidas en las novelas… Desde luego, no sé bien… y además no acierto a expresarme…, pero ¿quién si no usted, señora, hubiese accedido a la petición de un muchacho (sí, de un muchacho; lo reconozco) relativa a que pasase la velada con él y se tomase… interés por todo esto, es decir… por una cosa de la cual seguramente se avergonzará usted mañana? Insisto en que no me expreso adecuadamente. Todo esto es para mí muy estimable y respetable, aunque la cara de Su Excelencia (me refiero a su marido, Lisaveta Prokfievna) indique bien lo incorrecto que le parece este conjunto de cosas. ¡Ja, ja!

Rompió a reír y de súbito le acometió un acceso de tos que le impidió durante un par de minutos seguir hablando.

—¡Se ahoga literalmente! —dijo la generala, mirándole con fría curiosidad—. Basta, hijo, basta. Nosotros nos marchamos…

Ivan Fedorovich, harto ya, tomó, la palabra.

—Permítame indicarle, señor —dijo con irritación—, que mi mujer está aquí en casa del príncipe León Nicolaievich, nuestro común amigo, y que en todo caso no es usted quién, joven, para juzgar los actos de Lisaveta Prokofievna, como no es usted quién tampoco para expresar públicamente en presencia mía la opinión que le merece la expresión de mi rostro. Esto es. Y si mi mujer está aquí —continuó el general con creciente enojo—, se debe a una curiosidad muy comprensible hoy día para todos: el interés de comprobar el extraño modo de ser de ciertos jóvenes… Yo mismo me he quedado acá como me paro a veces en la calle, para contemplar algo que se puede considerar como…, como…

Eugenio Pavlovich, viendo navegar al general en busca de una comparación que no lograba asir, acudió en su ayuda, diciendo:

—Como una rareza.

—Exacto y verdadero —repuso Ivan Fedorovich, satisfecho—; como una rareza. Pero, en todo caso, lo más asombroso para mí, lo más aflictivo, si la gramática autoriza en este caso tal expresión, es que usted, joven, no haya sabido comprender que Lisaveta Prokofievna ha consentido en quedar a su lado simplemente porque le ve enfermo (usted mismo dice que está moribundo), esto es, a causa de una compasión producida en ella por sus palabras de queja, señor. Y, además, me extraña igualmente que no comprenda usted que el nombre, carácter y posición de mi esposa la ponen por encima de cualquier bajeza. ¡Lisaveta Prokofievna —concluyó, rojo de ira—, si quieres venir, despidámonos de nuestro amigo el príncipe, y si no…!

—Gracias por la lección, general —dijo Hipólito, con gravedad insólita, mirando, pensativo, a Ivan Fedorovich.

—Vámonos, maman. ¡Es demasiado! —exclamó Aglaya con impaciencia, incorporándose.

—Permítame dos minutos más, Ivan Fedorovich —dijo la generala, con dignidad—. Creo que el muchacho tiene mucha fiebre y delira; lo leo en sus ojos. No podemos dejarle volver a San Petersburgo en ese estado. ¿No podría quedarse en tu casa, León Nicolaievich? ¿Se aburre usted, querido príncipe? —añadió dirigiéndose al príncipe Ch.—. Ven aquí, Alejandra. Estás despeinada. Practicó en el cabello de su hija un leve arreglo innecesario y la besó, lo cual era el motivo real de haberla llamado.

—Yo les creía capaces de elevarse un poco —declaró Hipólito, saliendo de su especie de ensueño. Y con la alegría de quien acaba de recordar una cosa olvidada, agregó—: Eso es lo que yo quería decir. Vean. Burdovsky ha querido con toda sinceridad defender a su madre. Y aquí se opina que la deshonra. El príncipe quiere ayudar a Burdovsky y le ofrece su amistad y una buena suma de dinero. Acaso sea el único de ustedes que no siente desdén por Burdovsky. Y, sin embargo, ahí los tienen, hostiles como verdaderos enemigos. ¡Ja, ja, ja! Todos ustedes aborrecen a Burdovsky porque su modo de obrar, respecto a su madre les extraña y repele. ¿Verdad que sí? ¿No es cierto? ¿No es cierto? Todos ustedes son esclavos de la elegancia y la distinción de formas. Sólo les preocupa eso, ¿no? Hace mucho que me lo figuraba. Pues, no obstante (¡entérense!) es posible que ninguno de ustedes haya querido a su madre como Burdovsky a la suya. Ya sé, príncipe, que usted ha enviado dinero secretamente a esa anciana por intervención de Ganetchka. Pues bien: creo que Burdovsky juzga indelicado ese proceder. ¡Je, je, je! —rio histéricamente—. ¡Eso es! ¡Ja, ja, ja!

Su respiración volvió a entrecortarse. Rompió a toser.

—¿Has acabado ya? ¿Has acabado ya de una vez? Anda y vete a acostarte. Tienes fiebre —dijo, impaciente, Lisaveta Prokofievna, cuya mirada inquieta no se separaba del enfermo—. ¡Dios mío! Aun va a hablar más…

—Me parece que se ríe usted. ¿Por qué se burla de mí? He notado que no deja usted de reírse a mi costa —dijo Hipólito, con acento irritado, a Eugenio Pavlovich, que reía, en efecto.

—Sólo quería preguntarle, señor Hipólito; perdón, pero he olvidado su apellido.

—Señor Terentiev —dijo Michkin.

—Eso es. Gracias, príncipe; lo había oído antes, pero no me acordaba. Quería preguntarle, señor Terentiev, si es cierto lo que he oído decir de usted: y es que, caso de poder hablar a la gente desde una ventana durante un cuarto de hora, se juzga capaz de convencer a cuantos pasen y ganarlos a sus ideas.

—Es posible que lo haya dicho así —repuso Hipólito, tras un rato de parecer buscar en sus recuerdos—. ¡Sí: lo he dicho! —exclamó de pronto con animación, fijando en Eugenio Pavlovich una mirada de confianza.

—¿Qué deduce usted de eso?

—Nada en absoluto. Sólo se lo preguntaba a título de informe complementario.

Radomsky no dijo más, pero Hipólito continuó mirándole, esperando con impaciencia otras palabras.

—¿Has concluido, padrecito? —preguntó la generala a Eugenio Pavlovich—. Termina pronto: ¿no ves que el muchacho necesita acostarse? ¿O es que no tienes nada que decirle? —concluyó muy enfadada.

—Añadiré algo más —repuso Radomsky sonriendo—. Creo, señor Terentiev, que lo que usted y sus amigos acaban de exponer con tan indiscutible elocuencia se refiere a esta tesis: el triunfo del derecho ante todo, con independencia de todo, con exclusión de lo restante y acaso incluso antes de haber averiguado en qué consiste el derecho. ¿Me equivoco?

—Por supuesto que se equivoca. Ni siquiera le comprendo. ¿Qué más?

Eleváronse murmullos, incluso en el rincón de los amigos de Burdovsky. El sobrino de Lebediev murmuró algunas palabras en voz baja.

—Ya he terminado casi —siguió Radomsky Sólo quería observar que de esas premisas se desprende fácilmente la posibilidad de deducir el derecho de la fuerza, esto es, el derecho de los puños del capricho personal. Por lo demás, ya se ha alcanzado esta conclusión antes de ahora. Proudhon ha llegado a admitir el derecho de la fuerza. Durante la guerra de Norteamérica algunos de los más avanzados liberales se declararon partidarios de los plantadores alegando que la raza negra es inferior a la blanca y que, por tanto, el derecho de la fuerza estaba en los blancos.

—¿Y qué más?

—¿No niega usted el derecho de la fuerza?

—¿Qué más?

—Parece que es usted consecuente. Pero quería hacerle observar que del derecho de la fuerza al de los tigres o los cocodrilos, o al de los Danilov o los Gorsky, no media ni un paso.

—No lo sé. ¿Qué más?

Hipólito no escuchaba apenas a Radomsky. Profería sus «¿Qué más?», maquinalmente, por costumbre de hablar, sin el menor interés en la pregunta.

—Nada más. Eso es todo.

—Le advierto que no estoy enojado contra usted —dijo súbitamente Hipólito.

Y, sin darse apenas cuenta de lo que hacía, tendió la mano a Radomsky y hasta sonrió. Tal arranque dejó asombrado de momento a Eugenio Pavlovich. Pero, sin embargo, tocó con grave talante la mano que se le ofrecía en signo de perdón.

—Debo decirle —manifestó luego con el mismo equívoco aire de gravedad— que le agradezco la benevolencia con que me ha consentido explicarme, ya que, nuestros liberales tienen la costumbre de no permitir a los demás poseer una opinión propia, y se apresuran a contestar a sus antagonistas con injurias, cuando no recurren a argumentos más desagradables aún.

—Es muy cierto —comentó Ivan Fedorovich.

Y, cruzándose las manos a la espalda, se dirigió, con airado aspecto, a la escalera de la terraza, donde permaneció en pie, temblando de cólera.

—Vamos, basta. ¡Me carga usted! —dijo Lisaveta Prokofievna a Radomsky.

Hipólito se levantó, inquieto, casi asustado.

—Es muy tarde —dijo mirando a todos con turbación—. Les he entretenido mucho y tengo que dejarles. Quería explicárselo todo… Pensaba que todos… tratándose de la última vez… Pero era una fantasía…

Era notorio que le asaltaban aislados arrebatos de animación durante los cuales salía de su especie de sueño. Y entonces, devuelto por unos instantes a la plena conciencia de sí mismo, el enfermo hablaba, recordando las ideas que le poseían en sus largas y dolientes noches de insomnio.

—¡Adiós! —exclamó bruscamente—. ¿Creen que es fácil para mí decirles «adiós»? ¡Ja, ja!

Sonrió de ira al darse cuenta de lo torpe de la pregunta. Y, como furioso de no acertar a decir nunca lo que quería, prosiguió en voz fuerte e irritada:

—Excelencia, tengo el placer de invitarle a mi entierro, si se digna honrarlo con su presencia. Extiendo a todos ustedes, señores, la misma invitación que al general.

Y rio con la risa de un demente. Lisaveta Prokofievna, inquieta, acercóse a él y le tomó por un brazo. Él la miró fijamente, sin dejar de reír. Al cabo, su rostro adquirió una expresión seria.

—¿Sabía usted que he venido aquí para ver los árboles? —Y señalaba a los del parque—. ¿Es ridículo? Dígame, ¿lo es? —preguntó con insistencia a Lisaveta Prokofievna.

Y se tornó pensativo. Un momento después alzó la vista y la dirigió al grupo, como si buscase a alguien. Aquel alguien era Eugenio Pavlovich, que seguía en el mismo sitio, a la derecha del muchacho. Pero Hipólito, olvidando su objeto, siguió paseando la mirada sobre toda la reunión. Al fin distinguió a Radomsky y le dijo:

—¿No se había marchado? Hace poco se reía usted pensando en mi propósito de arengar a la gente desde una ventana durante un cuarto de hora. ¿Sabe usted que no tengo todavía dieciocho años? Pues bien, acostado en mi lecho o en pie ante la ventana, he pasado mucho tiempo reflexionando en todas las cosas, y… En fin: un muerto no tiene edad, ya lo sabe… La pasada semana, una noche que desperté a altas horas, estuve pensando y comprendí… ¿Sabe usted lo que temen ustedes más en el mundo? Nuestra sinceridad, aunque nos desprecien. Esa idea se me ocurrió aquella noche. Lisaveta Prokofievna, ¿ha creído antes que pretendía burlarme de usted? Le aseguro que toda idea de mofa estaba muy lejos de mi ánimo. Lo que quería era elogiarla. Kolia me ha dicho que el príncipe la consideraba como una niña… Pero… Yo tenía algo más que decirle…

Se cubrió la cara con las manos para concentrar sus ideas.

—Ya lo sé. Cuando ha querido usted irse, he pensado de repente: «A todas estas personas reunidas aquí no volverás a verlas jamás, jamás… Es también la última vez que ves los árboles. Desde ahora no tendrás ante tu vista, más allá de tu ventana, sino una pared de ladrillos encarnados: la casa Meyer. Diles, pues, todo esto… Ahí hay una linda joven; tú en cambio eres un muerto. Preséntate como tal, háblales como y de todo lo que un cadáver les podría hablar, y no habrá quien pueda encontrar incorrecta semejante cosa». ¡Ja, ja! ¿Se ríen? —añadió paseando en torno suyo una mirada inquieta—. Les aseguro que en mis noches, con la cabeza en la almohada, han acudido a mí muchas ideas. Y he adquirido la convicción de que la naturaleza es muy irónica. Antes decían ustedes que yo era un ateo; pero ¿no saben ustedes que esta naturaleza…? ¿Por qué se ríen otra vez? ¿Cómo son tan crueles? —añadió dirigiendo a sus oyentes una mirada de melancólico reproche. Y con acento grave, convencido, muy distinto al anterior, acabó—: ¡Yo no he pervertido a Kolia!

—¡Cálmate! —dijo la generala, dolorosamente emocionada—. Nadie se burla de ti. Mañana te visitará otro doctor. El primero se ha equivocado. Pero siéntate; no puedes tenerte en pie. Estás delirando. ¿Qué haríamos por él? —exclamó angustiada, haciéndole sentarse en un sillón.

Una lágrima surcó las mejillas de Lisaveta Prokofievna. Al observarlo, Hipólito quedó sobrecogido de estupor. Luego, alargando la mano hacia el rostro de la generala, tocó aquella lágrima con el dedo y sonrió de un modo infantil.

—Yo… usted… —comenzó, alegre—. Usted no sabe cómo yo… ¡Kolia me ha hablado siempre de usted con tal entusiasmo…! Por ese entusiasmo es por lo que me agrada. Yo no le he pervertido jamás. Voy a abandonarle también, como a todos. Y era mi único amigo. Quisiera haberle dejado todos mis amigos; pero no he tenido ninguno… ¡Cuántas cosas he querido hacer! Y tenía el derecho de hacerlas… Pero ahora ya no deseo nada, renuncio a toda voluntad; lo he jurado. ¡Qué los hombres busquen la verdad sin mí! Sí: la naturaleza es irónica. Si no —añadió, con insólita vehemencia—, ¿por qué crea hombres superiores para burlarse de ellos a continuación? Cuando algún ser ha sido reconocido como perfecto en la tierra, la naturaleza le ha dado por misión decir cosas capaces de producir tales torrentes de sangre que, vertidos de una vez, hubiesen ahogado a la humanidad entera. Más vale que yo muera. Porque, si no, acabaría diciendo alguna espantosa mentira. ¡Ya se encargaría de ello la naturaleza! No he corrompido a nadie. Aspiré a vivir para procurar la dicha de todos los hombres, para buscar y difundir la verdad. Miraba por la ventana la casa Meyer y juzgaba que me bastaría un cuarto de hora de hablar desde allí para convencer a todos, a todos. Y para una vez que entro en contacto, no con la multitud, sino con ustedes, ¿qué ha resultado? Nada. ¡Ha resultado que me desprecian! Y no habré conseguido dejar el menor recuerdo de mí. Ni un acto, ni una voz, ni una huella, ni una sola idea propagada. No se burlen de este imbécil. Olvídenle, olvídenle para siempre. ¡No tengan la crueldad de acordarse de él! ¿Saben que, si no estuviera tuberculoso, me mataría?

Parecía desear seguir hablando; pero calló de repente, se desplomó en un sillón y, tapándose el rostro con las manos, se puso a llorar como un niño pequeño.

—¡Dios mío! ¿Qué hacemos con él? —exclamó Lisaveta Prokofievna, lanzándose hacia el enfermo, y estrechando contra su pecho aquella cabeza agitada por los sollozos—. Vamos, vamos, vamos, basta ya. No llores. Veo que eres un buen muchacho. Dios te perdonará considerando tu inexperiencia. Sé hombre. Luego te arrepentirás de haber llorado…

—En casa —dijo Hipólito, levantando la cabeza— tengo un hermano y hermanas. Son niños pequeños, pobres, inocentes. Ella acabará pervirtiéndolos… Es usted una santa, es usted… una niña… Sálvelos: quíteselos a ella. Es una mujer sin pudor… Ayúdelos, socórralos… ¡Dios le devolverá ciento por uno! ¡Hágalo por amor de Dios… por amor de Cristo!…

—Ivan Fedorovich —estalló la generala— haz algo, di lo que hacemos, rompe ese mayestático silencio… Si no decides algo, te aseguro que me quedaré aquí a pasar la noche. ¡Estoy harta de que me tiranices con tu despotismo!

La generala hablaba con exaltada ira, esperando una contestación inmediata. Pero en casos así, los oyentes, por numerosos que sean, suelen contentarse todos con callar, reservando para más tarde el expresar sus opiniones. Entre las personas allí reunidas había varias —como, por ejemplo, Bárbara Ardalionovna— que hubieran permanecido hasta la mañana siguiente sin proferir palabra. La hermana de Gania no había abierto la boca en todo el tiempo, acaso porque tuviese especiales razones para callar.

—Mi opinión, querida —dijo el general—, es que una enfermera sería mucho más útil que tú, con tu agitación. Acaso tampoco estuviese de más buscar un hombre de confianza… En todo caso, hay que consultar al príncipe y dejar descansar al enfermo. Mañana podremos ocuparnos de él.

—Nosotros nos vamos. Es casi medianoche —dijo Doktorenko a Michkin, con tono enojado—. ¿Se va Hipólito con nosotros o se queda con usted?

—Si quieren, pueden quedarse con él. Sitio no falta —repuso Michkin.

Con gran asombro de todos, Keller adelantó vivamente hacia el general.

—Excelencia —dijo—, si se requiere un hombre seguro, de confianza, para velar a Hipólito por la noche, cuenten conmigo. Estoy dispuesto a sacrificarme por mi amigo. ¡Tiene un alma tan elevada! Hace mucho que le considero como un gran hombre, excelencia. Reconozco que mi instrucción ha sido descuidada; pero los pensamientos de este joven son perlas, verdaderas perlas, excelencia.

El general se apartó, lleno de desesperación.

—Encantado con que se quede —contestó Michkin a las vehementes instancias de Lisaveta Prokofievna—. Sin duda le será difícil volver a San Petersburgo.

—Pero ¿te dormirás? Porque ya ves su estado… Si no quieres que se quede aquí, le llevaré a mi casa… ¿Qué te sucede a ti? ¡Si apenas puede sostenerse en pie, Dios mío!

Al no encontrar a Michkin en su lecho de muerte, Lisaveta Prokofievna, juzgando por el buen aspecto del príncipe, le había creído mejor de lo que estaba en realidad. Pero su reciente dolencia, los penosos recuerdos a ella referentes, las emociones de la tarde, el incidente del «hijo de Pavlitchev» y ahora el de Hipólito, habían excitado al príncipe al extremo de reducirle a un estado casi febril. En aquel momento, además, se leía un nuevo temor y una nueva preocupación en sus ojos. Contemplaba a Hipólito con inquietud, como si esperase alguna nueva ocurrencia del muchacho.

De pronto Hipólito se incorporó. Su rostro, espantosamente pálido y descompuesto, revelaba una infinita vergüenza lo que se manifestaba sobre todo en la mirada horrible, casi desesperada, que paseó sobre los reunidos, y en la sonrisa que crispó, con extravío, sus temblorosos labios. Bajó los ojos y con paso vacilante fue a reunirse a Burdovsky y Doktorenko, que esperaban a la entrada de la terraza, decidido a marcharse con ellos.

—¡Lo que yo temía! —gritó Michkin—. ¡Lo que había de suceder!

Hipólito se volvió súbitamente a él, presa de una rabia frenética que hacía temblar todos los músculos de su rostro.

—¡Lo que usted temía! ¡Lo que había de suceder, según usted! Pues óigame: si a alguien aborrezco de los que hay aquí (¡y los odio a todos, a todos!) —gritó con voz ronca y sibilante, que brotaba de su boca entre una granizada de saliva—, es a usted. ¡A usted, alma jesuítica, espíritu de almíbar, millonario filantrópico, idiota! ¡Le odio más que a todos! Hace tiempo que le he comprendido y odiado: desde que oí hablar de usted empecé a detestarle con todas las fuerzas de mi corazón. ¡Es usted quien ha provocado todo esto, usted quien ha motivado el acceso que sufro! Usted ha impelido a un moribundo a deshonrarse; usted, usted, usted ha sido la causa de mi cobarde pusilanimidad… Si yo no muriese, le mataría. No necesito sus bondades; ni aceptaré nada de nadie; ¿lo oye? Antes he delirado; no tenga la audacia de creerse triunfador… ¡Les maldigo a todos de una vez para siempre!

Hubo de callar; le faltaba el aliento.

—Se avergüenza de sus lágrimas —dijo Lebediev, en voz baja, a la generala—. No podía ser de otro modo. ¡Qué hombre ese príncipe! Había leído en su alma…

Lisaveta Prokofievna no se dignó contestar al empleado. Con el busto orgullosamente erguido, la cabeza hacia atrás, examinaba a aquella «gentuza» con curiosidad desdeñosa. Por su parte, cuando Hipólito dejó de hablar, el general se encogió de hombros. Su mujer le examinó de arriba abajo como pidiéndole una explicación de su ademán, y luego se volvió hacia Michkin.

—Gracias, príncipe, gracias extravagante amigo de nuestra familia, por la agradable velada que nos ha procurado a todos. Tengo la seguridad de que ahora está satisfecho al haber conseguido asociarnos a sus extravagancias. No nos son necesarias más, mi querido amigo. Gracias en todo caso por habernos ofrecido una oportunidad de conocerle bien.

Con mano temblorosa de cólera, empezó a arreglarse el chal, esperando la marcha de aquella «gentuza». En aquel momento llegó el coche de alquiler que por orden de Doktorenko, había ido a buscar quince minutos antes el hijo menor de Lebediev. El general Epanchin se juzgó obligado a reforzar las palabras de su mujer.

—La verdad, príncipe, es que yo no hubiera esperado nunca semejante cosa, teniendo en cuenta que… dadas nuestras amistosas relaciones… Además, Lisaveta Prokofievna…

—¿Cómo ha podido ocurrírsele esto? ¡Parece mentira…! —dijo Adelaida acercándose rápidamente al príncipe y tendiéndole la mano.

Michkin sonrió a la joven, turbado. En aquel momento sintió un cuchicheo junto a su oído.

—Si no pone usted a esa chusma en la puerta, le aborreceré toda mi vida —decía la voz sorda de Aglaya.

Hablaba como en un frenesí. Pero antes de que Michkin pudiese mirarla, volvió el rostro. Por otra parte, ya no había oportunidad de poner en la puerta a nadie, dado que en el intervalo Hipólito había sido instalado, mal o bien, en el coche, y éste había partido.

—¿Hasta cuándo vamos a estar aquí, Ivan Fedorovich? ¿Qué te parece? ¿Hasta cuándo voy a tener que soportar a estos chicuelos mal educados?

—Estoy dispuesto, querida… ¡No faltaba más! Y el príncipe…

No obstante, el general tendió la mano a Michkin; pero luego, sin esperar que éste se la estrechase, se unió a su mujer, quien se retiraba ya evidenciando vivísima indignación. Adelaida, el novio de ésta y Alejandra se despidieron de Michkin con sincera cordialidad. Eugenio Pavlovich, único que conservaba su jovialidad, les imitó.

—Ha sucedido lo que yo preveía. Lo único lamentable, querido príncipe, es que haya pagado usted las consecuencias —murmuró con amable sonrisa.

Aglaya salió sin despedirse.

Pero aquella velada debía terminar con un último lance. Lisaveta Prokofievna estaba destinada a tener aún otro encuentro inesperado. En el momento en que la generala, descendiendo la escalera, se aproximaba al camino que circuía el parque, un magnífico carruaje tirado por dos caballos pasó al galope ante la casa de Michkin. En el carruaje iban sentadas dos damas elegantísimas. Como diez pasos más allá, los caballos se detuvieron de repente, obligados por el cochero, y una de las damas volvió la cabeza de pronto, tal que si acabase de ver por casualidad un rostro conocido.

—¿Eres tú, Eugenio Pavlovich? —gritó una voz melodiosa y fresca cuyo sonido hizo estremecerse al príncipe y acaso a alguien más—. ¡No sabes cuánto me alegro de haberte encontrado! Te envié dos propios a San Petersburgo. ¡Se han pasado todo el día buscándote!

Eugenio Pavlovich se quedó inmóvil en la escalera. Aquellas palabras le habían producido el efecto de un latigazo. Lisaveta Prokofievna se detuvo también, aunque no experimentase el espanto y el estupor que clavaban a Radomsky en el mismo sitio en que fuera interpelado. El orgullo, el frío desdén con que antes examinara la generala a la «gentuza» reaparecieron en su rostro cuando distinguió a la insolente, y cuando, un instante después, miró, a Radomsky. —Hay novedades —siguió la voz cantarina—. No te preocupes de los pagarés que firmaste a Kupfer. He conseguido que Rogochin los rescatara por treinta mil rublos. Así que tienes tres meses de tranquilidad. Con Biskup y toda esa gentecilla ya nos arreglaremos. Son conocidos. Así que las cosas van bien. ¡Alégrate, hombre! ¡Hasta mañana!

El coche reanudó la marcha y en breve desapareció.

—¡Está loca! —exclamó Pavlovich, rojo de ira, mirando en torno suyo con extravío—. ¡No comprendo una palabra de lo que dice! ¿A qué pagarés se refiere? ¿Y quién es?

Lisaveta Prokofievna le contempló con fijeza durante un par de segundos. Luego, con súbito movimiento, tomó el camino de su casa, seguida por los demás. Un minuto después, Michkin vio llegar a la terraza a Eugenio Pavlovich, agitadísimo.

—Con franqueza, príncipe. ¿Sabe usted lo que ha significado todo eso?

—No sé nada en absoluto —repuso el príncipe, que parecía trastornado—. ¿No?

—No.

—Pues yo menos —dijo Eugenio Pavlovich con una repentina risotada—. Le aseguro que no tengo nada que ver con pagaré alguno. Le doy mi palabra de honor. Pero ¿qué le pasa? ¿Se siente mal?

—No, no; de verdad que no…