VI

Bárbara Ardalionovna había dicho la verdad al comunicar a su hermano que las Epanchinas proyectaban una velada con asistencia de la princesa Biolokonsky. Ello se había decidido precipitadamente y con cierta agitación, sin duda, porque en aquella casa no podía hacerse nada como en las demás, según Lisaveta Prokofievna. La impaciencia de ésta, anhelosa de rápidas concreciones, lo explicaba todo, así como también la solicitud de los padres respecto al porvenir de su amada hija. Además, la princesa Bielokonsky iba a marchar en breve y como se contaba con que se interesase por el príncipe, se deseaba vivamente que él entrase en el gran mundo bajo los auspicios de la anciana dama, cuyo apoyo constituía la mejor recomendación para un joven. Los esposos pensaban que, si en aquel casamiento había algo de extraño, el «mundo» aceptaría mejor al futuro de Aglaya si aparecía patrocinado por la omnipotente princesa. De todos modos, antes o después, había que «presentar» a Michkin, había que introducirle en la sociedad, cosa de la que él no tenía la menor idea. Por otra parte, la reunión era una simple velada íntima, con asistencia de escasos amigos de la casa. A más de la Bielokonsky se aguardaba a otra señora, esposa de un alto dignatario. Como joven, sólo figuraría Eugenio Pavlovich, que debía acompañar a la princesa.

Michkin fue advertido con tres días de antelación de la llegada de aquella señora, pero sólo la víspera de la reunión se le notificó que ésta iba a celebrarse. Él observó el aspecto inquieto de los miembros de la familia y comprendió que distaban mucho de sentirse seguros acerca del efecto que su amigo había de causar. Pero las Epanchinas le juzgaban demasiado cándido para poder adivinar las dudas que ellas albergaban, y esto les hacía contemplarle con más precaución. Él no daba importancia alguna a la velada; sus preocupaciones eran muy diferentes. Aglaya se tornaba cada vez más caprichosa y sombría, y ello mortificaba mucho al príncipe. Cuando supo que aguardaba también a Radomsky, manifestó viva satisfacción, porque deseaba hablarle hacía mucho tiempo. Sus palabras no agradaron a nadie. Aglaya, irritada, se fue de la sala, y únicamente a las once, cuando el príncipe se despedía, la joven aprovechó la oportunidad para dirigirle algunas palabras a solas.

—Quisiera que no viniese usted mañana en todo el día y que por la noche llegase cuando estuviesen reunidos todos esos… visitantes. Ya sabe usted que habrá gente.

Su tono sonaba impaciente y duro. Era la primera alusión que hacía a la velada. Todos habían podido advertir que a Aglaya le resultaba insoportable la idea de que hubiese gente. De buen grado hubiese dado una escena a sus padres con tal motivo, pero callaba por orgullo y pudor. Michkin comprendió en el acto que Aglaya temía por él, sin querer confesarlo, y se sintió asustado repentinamente.

—Sí, lo sé. Me han invitado —dijo.

La joven continuó la conversación sintiéndose visiblemente confusa.

—¿Puedo hablarle en serio una vez siquiera en la vida? —preguntó con brusquedad, encolerizada de pronto sin saber por qué, advirtiéndose a la vez incapaz de dominarse.

—La atiendo con sumo gusto —contestó el príncipe.

Tras una breve pausa, Aglaya continuó con profundo desagrado:

—No he querido discutir con mi familia. A veces no hay manera de hacerlos entrar en razón… Me han horrorizado siempre los principios que rigen a veces la conducta de maman. Sobra hablar de papá; a él no hay que preguntarle nada. Maman, ya lo sé, es una mujer muy buena. Ocúrrasele proponerle una vileza, y usted verá lo que dice… Y, sin embargo, se inclina ante ciertos seres despreciables. No aludo a la princesa Bielokonsky. Aunque sea una vieja absurda y de mal carácter, tiene inteligencia y sabe meter a todos en un puño. ¡Eso siempre es una cosa buena! Pero hay ciertas bajezas… Y ridículas, porque nosotros hemos sido siempre gente de la clase media, de una clase tan media como pueda ser. ¿Por qué, pues, obstinarnos en deslumbrar al gran mundo? A mis hermanas les pasa igual. El príncipe Ch. les ha llenado la cabeza de aire… ¿Por qué le alegra tanto, príncipe, la noticia de que va a venir Eugenio Pavlovich?

—Escuche, Aglaya —repuso Michkin—, veo que teme usted por mí. Sí; teme verme meter la pata en la reunión.

—¿Qué temo por usted? —continuó Aglaya, muy ruborizada—. ¿Y qué razón hay para que tema por usted? Aunque usted… aunque usted se cubriese de ridículo, ¿qué podría importarme? ¿Cómo se le ocurren semejantes términos? ¡Meter la pata! Es una expresión de pésimo gusto.

—Suele decirse… y…

—Suele decirse en un sentido ordinario. Se me figura que se propone hablar mañana así toda la velada. Le aconsejo que hojee un poco más el diccionario de caló; obtendrá usted de ese modo un éxito definitivo. La única lástima es que sepa usted presentarse correctamente. ¿Dónde lo ha aprendido? ¿Sabe usted coger y tomar con corrección un vaso de té cuando todas las miradas se fijan en usted para ver cómo lo hace?

—Creo que sabré.

—Lo siento, porque me habría divertido verlo cometer torpezas. Por lo menos, procure romper el jarrón de la sala. Vale bastante… ¡Rómpalo, se lo ruego! Es un regalo. Mamá se deshará en llanto delante de todos. Haga usted uno de sus ademanes habituales, descargue un buen puñetazo y rompa el jarrón. Para ello siéntese adrede junto a él.

—Por el contrario, me sentaré lo más lejos posible. Celebro que me haya prevenido.

—De modo que tiene miedo de empezar a accionar como siempre… Apuesto también a que se propone tratar algún tema serio, científico, trascendental. ¡Será correctísimo!

—Temo obrar torpemente, si no me orienta.

—Escuche de una vez para siempre —dijo Aglaya con impaciencia—: si empieza usted a despotricar sobre alguna cosa como la pena de muerte, la economía rusa o esa idea de que «la belleza salvará al mundo» …en ese caso me divertiré infinitamente y me reiré muchísimo, pero después no vuelva a aparecer ante mis ojos. Le hablo seriamente. ¡Esta vez le hablo seriamente!

Y mostraba, en efecto, profunda seriedad al proferir semejante amenaza. En su mirada y su acento había una expresión insólita, que el príncipe no había visto nunca en Aglaya y que no se parecía en nada a la burla.

—Se ha puesto usted de tal modo, que ahora estoy seguro de «despotricar» y hasta quizá de romper el jarrón… Antes no temía nada y ahora lo temo todo. Meteré la pata seguramente.

—Entonces, cállese. Estése sentado y mudo.

—No podré. Tengo la certeza de que el temor me impulsará a hablar y a romper el jarrón. Puede que resbale y me caiga, o que haga otra cosa parecida. Ya me ha sucedido alguna vez. Voy a soñar en ello toda la noche. ¿Por qué me lo ha sugerido?

Aglaya le miró, sombría.

—Escuche: lo mejor será que no venga —indicó Michkin—. Diré que estoy enfermo de boquilla y asunto concluido.

La joven, pálida de ira, golpeó furiosamente el suelo con el pie.

—¡Señor! ¿Dónde se ha visto una cosa así? ¡No venir cuando esa reunión se organiza sólo para él! ¡Dios mío! ¡Éstas son las consecuencias de tratar con un hombre tan… absurdo como usted!

—Vendré, vendré —se apresuró a contestar el príncipe—, y le doy mi palabra de honor de que pasaré la noche entera sin abrir los labios. Lo haré así.

—Y acertará. Antes ha dicho: «Diré que estoy enfermo de boquilla». ¿De dónde saca tales expresiones? ¿Qué placer encuentra en hablarme así? Lo hace para molestarme, ¿verdad?

—Perdón. Es una expresión de colegial. No volveré a emplearla. Comprendo (¡no se enfade!) que teme usted por mí y eso me encanta. No sabe usted lo que me asustan sus palabras… y lo feliz que me hacen. Pero ese temor no significa nada: es una pequeñez. ¡Se lo aseguro, Aglaya! En cambio, la ventura persistirá. Me encanta verla tan niña, tan buena… ¡Qué mujer tan buena puede ser usted, Aglaya!

Ella estuvo a punto de incomodarse, pero, de pronto, un sentimiento inesperado se adueñó de su alma.

—¿Y no me reprochará usted más tarde, la aspereza de mis palabras de ahora? —preguntó de pronto.

—¿Qué dice usted? Parece mentira… Y ¿por qué vuelve a sonrojarse y a tener la mirada sombría? Eso, que le ocurre hace cierto tiempo, no le pasaba antes. Aglaya. Sé a lo que se debe…

—¡Calle, calle!

—No: es mejor hablar. Hace tiempo quise explicarme con usted y le dije lo que era, pero como no me creyó, tengo que volver a empezar. Hay una persona entre nosotros…

Aglaya asió con fuerza el brazo de su interlocutor y le miró, casi aterrada.

—¡Calle, calle, calle! —interrumpió bruscamente.

En aquel momento la llamaron. Satisfecha de poder abandonar al príncipe oportunamente, huyó a toda prisa. Michkin pasó la noche con fiebre. Tal era su estado desde hacía varias noches. Y a la sazón, en un semidelirio, se le ocurrió una idea: ¿iría a sufrir un ataque en presencia de todos? Ya le había sucedido otras veces. El pensamiento le dejó helado. Soñó que estaba en una sociedad asombrosa, insólita, entre gentes extrañas. Lo esencial era que «despotricaba», que sabía que no debía hablar y que hablaba sin cesar ni un instante, esforzándose en persuadir no sabía de qué cosa a sus interlocutores. Entre éstos se hallaban Radomsky e Hipólito, que parecían estar en muy buenos términos mutuos.

Despertó algo después de las ocho, sintiendo dolor de cabeza y un desorden mental extraordinario. Experimentaba un extraño y fuerte deseo de hablar con Rogochin, no sabía acerca de qué. Luego adoptó la decisión de visitar a Hipólito. Merced a la turbación de su ánimo, los incidentes de aquella mañana, aunque le impresionaron mucho, no lograron absorberle por entero. Uno de aquellos incidentes lo constituyó la visita de Lebediev.

Éste se presentó bastante temprano, es decir, poco después de sonar las nueve. Estaba completamente beodo. Aunque el príncipe no reparase apenas, desde hacía algún tiempo, en lo que sucedía a su alrededor, no había dejado de notar el hecho de que, desde la marcha del general, la vida de Lebediev era muy disipada: descuidaba su persona, llevaba los vestidos llenos de manchas, la corbata torcida, el cuello desgarrado. Armaba en casa alborotos cuyo rumor llegaba hasta las habitaciones de Michkin, aunque éstas se hallasen separadas de las otras por un patinillo. Una vez Vera había acudido, llorosa, para narrar al príncipe lamentables escenas domésticas.

Cuando Lebediev se halló ante Michkin, comenzó a hablar de un modo extraño, golpeándose el pecho, como si se confesase:

—He recibido… la recompensa de mi bajeza y mi perfidia. ¡He recibido una bofetada! —declamó trágicamente.

—¿Una bofetada? ¿De quién? ¿Y a estas horas?

—¿A estas horas? —repitió Lebediev, sarcásticamente—. La hora no tiene nada que ver con esto… ni siquiera para un castigo físico… Pero es un bofetón moral… moral y no físico, el que he recibido.

Sentóse sin cumplidos e inició un relato incoherente Michkin arrugó el entrecejo y ya se disponía a marcharse cuando ciertas palabras que escuchó le detuvieron en seco, petrificándole de sorpresa. Lebediev contaba cosas muy extrañas.

Ante todo, tratábase de una carta. Habíase pronunciado el nombre de Aglaya Ivanovna. Luego, a boca de jarro, Lebediev rompió en amargos reproches dirigidos al príncipe. Parecía estar quejoso de alguna cosa. Según decía, el príncipe, al comienzo, le había honrado con su confidencia en los asuntos referentes a cierta persona (Nastasia Filipovna), pero después había roto con él, expulsándole de su presencia ignominiosamente. El príncipe había llevado incluso su falta de gratitud hasta negarse a contestar a una «inocente pregunta relativa a próximos cambios en la casa». Lebediev, entre hipidos de beodo, declaró que no había esperado tal cosa jamás, sobre todo teniendo en cuenta que «sabía muchas cosas por Rogochin… y por Nastasia Filipovna… y por la amiga de Nastasia Filipovna… y por Bárbara Ardalionovna… y por… hasta por Aglaya Ivanovna… ¿Comprende? Sí, a través de Vera, mi hija queridísima, mi hija única… No, única, no; me engaño… porque tengo tres… ¿Y quién ha informado secretamente a Lisaveta Prokofievna? ¡Je, je! ¿Quién le ha escrito para ponerla al corriente de todos los hechos y movimientos… de Nastasia Filipovna? ¡Je, je! ¿Quién le envió esos anónimos, quiere decírmelo?».

—¿Es posible que haya sido usted? —exclamó Michkin.

—Exactamente —repuso el beodo, con dignidad—. Hoy mismo, a las ocho y media, hace treinta minutos… No, tres cuartos de hora… he notificado a esa noble madre que tenía que informarle de una aventura… significativa. He enviado a mi hija con unas palabras. Vera ha subido por la escalera de servicio.

—¿Y ha ido usted a ver a Lisaveta Prokofievna? —preguntó el príncipe, incrédulo.

—Sí, y he recibido un bofetón… moral. Me ha devuelto la carta, me la ha tirado a la cara sin abrirla siquiera… y a mí me ha echado por las escaleras… figuradamente hablando… Aunque ha faltado poco para que lo hiciese materialmente también.

—¿Qué carta es esa que le ha tirado a la cara sin abrir?

—Pero… ¡Je, je! ¿No se lo he dicho? Creía que sí. He recibido una carta con el ruego de enviarla a…

—¿De quién? ¿A quién?

Entonces Lebediev se enfrascó en «explicaciones» incomprensibles. Michkin creyó entender que la carta había sido llevada muy temprano por una criada que la entregó a Vera Lebediev para ser transmitida a su destino «como antes… como antes, también entregaran una de parte de cierta persona y para cierto personaje (porque doy a una el nombre de personaje y a la otra el de persona para distinguir una joven inocente, hija de un general, de una… señora de otro estilo…). Sí, una carta escrita por cierta persona cuyo nombre comienza con A…».

—¿Es posible? ¿Una carta para Nastasia Filipovna? ¡Qué absurdo! —protestó Michkin.

—Sí… y no para Rogochin… que es lo mismo —repuso Lebediev con una sonrisa y un guiño—. Una vez también le envió otra por conducto del señor Terentiev… Una carta enviada por la persona cuyo nombre empieza por A…

Como las interrupciones no tenían otro resultado que extraviar a su interlocutor, haciéndole olvidar lo que acababa de decir, Michkin optó por callarse. Un punto quedaba oscuro: ¿era Vera o su padre el intermediario de tal correspondencia? Puesto que Lebediev aseguraba que escribir a Rogochin o a Nastasia Filipovna era lo mismo, cabía suponer que tales cartas, de existir, no pasaban por sus manos. ¿Por qué casualidad, pues, se hallaba una en su posesión? Michkin no acertaba con ello: lo probable era que Lebediev la hubiese substraído a su hija clandestinamente, llevándola a la generala por motivos que él conocería…

—¡Está usted loco! —exclamó, temblando.

—No, muy estimado príncipe —contestó Lebediev con cierta agitación—. Al principio pensé entregar a usted esa carta, para prestarle un servicio, pero luego juzgué hacer conocer a una noble madre… a quien otra vez previne bajo el velo del anónimo… Y cuando hoy, a las ocho y veinte, le escribí que me recibiese firmando «Su corresponsal anónimo», se me ha introducido en seguida, casi precipitadamente, por la entrada trasera de la casa, a presencia de la noble madre…

—¿Y…?

—Ya sabe lo demás. Por así decirlo, me ha maltratado, y en rigor le ha faltado poco para hacerlo. Me ha lanzado la carta a la cara. He notado que la hubiese retenido con gusto, pero no ha sabido contener su primer movimiento y me la ha tirado despreciativamente: «Puesto que la han confiado a un hombre como tú, entrégala a su destinatario». Parecía muy ofendida. ¡Qué carácter tiene! ¡Muy furiosa debía de estar para rebajarse hablándome así!

—¿Dónde está la carta?

—Aquí la tengo. Tómela.

Y entregó a Michkin la nota que Aglaya remitía a Gabriel Ardalionovich, y que éste, dos horas más tarde había de exhibir triunfalmente a su hermana.

—No puede usted quedarse con esta carta.

—¡Se la doy, se la doy! —exclamó, con calor, Lebediev—. Otra vez soy absolutamente suyo y le pertenezco de pies a cabeza. Tras una infidelidad transitoria, vuelvo a su servicio. «Castiga la cabeza, pero respeta la barba», como dijo Tomás Moro… en Inglaterra y en la Gran Bretaña. Mea culpa, mea culpa…

—Hay que transmitir esta carta en seguida. Yo mismo la haré llegar a su destino.

—Pero ¿no vale más, no vale más, no vale más…? ¿No vale más (¡oh mi querido y muy educado príncipe!), no vale más…? ¡Esto!

Y Lebediev hizo una mueca extraña y expresiva. Comenzó a agitarse en su asiento, como si le pinchase una aguja, y a la vez se entregó a ademanes demostrativos, subrayados por guiños maliciosos.

—¿Qué? —preguntó Michkin amenazador.

—Abrir la carta primero —repuso Lebediev, confidencial.

Michkin se irguió de repente, tan enfurecido, que Lebediev, en el primer impulso, emprendió la fuga. Mas, ya en la puerta, se detuvo esperando que la clemencia substituyese a aquel estallido de cólera.

—¡Lebediev! —exclamó Michkin con amargura—. ¿Es posible que sea usted tan abyecto?

El rostro del funcionario se serenó. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Soy muy vil, muy vil! —declaró dándose golpes en el pecho.

—Propone usted una cosa abominable.

—Esa es la palabra: abominable.

—¿Por qué obra usted tan… extrañamente? ¡Ha sido usted… un espía! ¿Por qué ha escrito un anónimo para inquietar a una mujer tan digna y bondadosa? ¿Por qué juzga que Aglaya Ivanovna no tiene el derecho de escribir a quien le agrade? Ha ido usted a esa casa como un delator, ¿verdad? ¿Qué esperaba ganar con ello? ¿Qué recónditos motivos impulsaban a esa delación?

—Sólo una agradable curiosidad… y el deseo de prestar un servicio a un alma noble —balbució Lebediev—. Pero ahora soy suyo, príncipe, le pertenezco en absoluto. Aunque me mande ahorcarme…

—¿Estaba usted como ahora cuando visitó a Lisaveta Prokofievna? —preguntó Michkin, con disgusto—. No; estaba más despejado y más correcto. Fue la afrenta sufrida la que me hizo ponerme… en este estado.

—Bien; déjeme solo.

Hubo de repetir varias veces la orden antes de verla obedecida. Después de abrir la puerta ya, Lebediev tornó sobre sus pasos andando de puntillas y realizó una nueva mímica expresiva del modo de abrir una carta. Ya no se atrevió a aconsejarlo de palabra. Finalmente salió sonriendo con suave afabilidad. De toda aquella conversación, tan penosa para el príncipe, sólo subsistía un hecho esencial: Aglaya estaba inquieta e irresoluta, atormentada por algún sentimiento. «Celos», se dijo Michkin. Era notorio también que la habían armado algunas gentes malintencionadas. Lo extraño era que fuese tan crédula. Sin duda en aquella cabecita inexperta habían madurado planes tal vez funestos. El príncipe, espantado y lleno de emoción, no sabía que decisión tomar. Y, sin embargo, advertía que era preciso tomar una resolución. Miró otra vez el pliego cerrado. No radicaba allí la causa de sus titubeos y temores. No, él creía… Pero otra cosa le inquietaba en aquella carta: no tenía confianza en Gania. Con todo, resolvió entregarle la misiva en persona, y salió con tal intención, pero por el camino cambió de idea. En el momento en que llegaba a casa de Pitzin, se encontró con Kolia, y le rogó que transmitiera la nota a su hermano, como si le hubiese sido confiada por la propia Aglaya. Kolia cumplió el encargo sin pedir explicaciones, y Gania, en consecuencia, no sospechó que la nota había atravesado tantas manos antes de llegar a la suya. De vuelta a su casa, Michkin llamó a Vera y la consoló del modo que juzgó mejor, ya que la muchacha buscaba, deshecha en lágrimas, la carta que pensaba perdida. La joven, abrumada al saber que su padre se la había substraído, informó a Michkin de que había servido más de una vez como intermediaria entre Rogochin y Aglaya Ivanovna, sin imaginar ni remotamente que pudiera perjudicar así los intereses de Michkin.

Dos horas más tarde llegó un mensajero de Kolia comunicando al príncipe la noticia de la enfermedad del general Ivolguin. Michkin, en su desorden mental, apenas comprendió de momento de qué se trataba. Sin embargo, aquel suceso, al sacarle de sus preocupaciones, estimuló su ánimo. Pasó casi todo el día en casa de Ptitzin, adonde había sido transportado el doliente. La presencia de Michkin no constituyó una gran ayuda, pero sabido es que existen personas a las que les agrada ver cerca en ciertos momentos penosos. Kolia, consternado, lloraba como bajo el efecto de un ataque nervioso, lo que no le impedía estar en constante movimiento. Fue a buscar a tres médicos, y al barbero, y medicinas. El general pudo ser reanimado, pero no recobró el conocimiento y, según los doctores, estaba muy grave. Varia y Nina Alejandrovna no se apartaban de su cabecera. Gania, inquieto y agitado, no quería subir a la alcoba de su padre, como si tuviese miedo de verle. El joven se retorcía las manos. En una incoherente conversación que mantuvo con Michkin llegó a decirle: «¡Qué desgracia! ¡Y en este momento! ¡Parece a propósito!». El príncipe creyó adivinar a lo que Gania se refería. Cuando Michkin llegó a casa de Ptitzin, Kolia había salido ya. Por la tarde se presentó Lebediev, quien, después de la explicación de la mañana, había dormido de un tirón hasta entonces, y estaba casi sereno ya. Lloró amargamente cual si el enfermo hubiera sido su propio padre, se acusó en alta voz de su desgracia, aunque sin concretar los motivos, y repetía sin cesar a Nina Alejandrovna:

—Yo he sido el culpable, y sólo yo… Sólo hice eso movido por una agradable curiosidad… y el difunto —Lebediev se obstinaba en enterrar al general prematuramente— era un hombre de verdadero genio…

Insistía con especial seriedad sobre el genio de Ardalion Alejandrovich, como si ello en tales circunstancias pudiese ser de alguna utilidad. Viendo las sinceras lágrimas de Lebediev, Nina Alejandrovna concluyó por decirle:

—¡Dios le asista! No llore más. ¡Dios le perdone!

Tales palabras y el tono con que fueron pronunciadas impresionaron tanto a Lebediev, que no quiso separarse ya de la esposa del enfermo, y permaneció casi constantemente en casa de Ptitzin todos los días sucesivos, hasta la muerte del general. Lisaveta Prokofievna envió, por dos veces, a informarse acerca del estado de Ardalion Alejandrovich. Cuando, a las nueve de la noche, Michkin entró en la casa le preguntó minuciosamente y con interés por el estado del enfermo. La princesa Bielokonsky manifestó su deseo de saber «quién era aquel paciente y quién era aquella Nina Alejandrovna», y la generala contestó con una gravedad que agradó mucho a Michkin. Según dijeron después las hermanas de Aglaya, él mismo, mientras hablaba con Lisaveta Prokofievna, habló «maravillosa y modestamente, con dignidad, sin agitación, sin palabras superfluas, presentándose muy bien y sin dejar nada que desear». Y no sólo no resbaló en el suelo encerado, como temiera la víspera, sino que produjo a todos una impresión muy atrayente.

Por su parte, él, apenas se hubo sentado y mirado en su derredor, advirtió que los reunidos no tenían nada de común ni con los personajes de que Aglaya le había hablado la víspera ni con sus pesadillas de la noche. Por primera vez en su vida veía a parte de eso que, con terrible frase, se llama «el gran mundo». Hacía tiempo que, en virtud de diversas consideraciones, ansiaba penetrar en aquel círculo encantado, sintiéndose curioso de saber qué impresión le produciría a primera vista. Y la primera impresión fue deliciosa. Parecióle que todas aquellas personas habían nacido para vivir juntas, que las Epanchinas no daban una reunión en el sentido mundano de la palabra, sino que habían congregado únicamente a algunos íntimos. Él mismo creía encontrarse, tras breve separación, con personas a cuyo lado había vivido siempre y cuyas ideas compartía. Estaba subyugado por el encanto de las buenas maneras, por aquella aparente sencillez y aquella externa franqueza. No se le ocurrió siquiera que tal cordialidad, tan buen humor, tanta nobleza, tanta dignidad personal pudiesen ser un barniz meramente exterior. A despecho de su aspecto imponente, la mayoría de los circunstantes eran personas bastante hueras que, en su presunción, ignoraban por ende la superficialidad de casi todas sus cualidades. Y ello no era culpa suya, ya que semejante capa superficial la habían adquirido, sin duda, por herencia. La seducción de aquel ambiente desconocido obró con fuerza sobre Michkin, porque no sospechaba nada de lo que indicamos. Veía por ejemplo, que aquel alto dignatario, que por la edad podría ser abuelo suyo, se interrumpía a veces en medio de una conversación para escucharle a él, a pesar de su juventud, y no sólo le escuchaba, sino que parecía ser de su opinión, a juzgar por lo afable y benévolo que se mostraba. No obstante, no se conocían para nada y era la primera vez que se veían. Acaso aquella cortesía refinada produjese impresión en el ánimo del príncipe. O acaso había acudido a la velada en un estado que le predisponía al optimismo. Pero, en realidad, los invitados, aunque «amigos de la familia» y amigos también entre sí, distaban mucho de ser lo que el joven imaginaba. Había allí personas que por nada del mundo hubiesen consentido en tener a los Epanchin por iguales suyos, había allí otras que se detestaban cordialmente. La Bielokonsky había aborrecido siempre a la esposa del alto dignatario, y ésta, a su vez, experimentaba gran antipatía por la esposa de Epanchin. El alto dignatario, que ocupaba el lugar de honor y había protegido al matrimonio Epanchin desde su juventud, era un personaje tal ante los ojos de Ivan Fedorovich, que éste no experimentaba en presencia de aquel protector otro sentimiento que no fuese de temor y veneración. El general se habría despreciado a sí mismo si por un solo momento se hubiese considerado igual a aquél, o no le hubiese parangonado a un verdadero Júpiter Olímpico. Algunos de los visitantes no se habían visto entre sí desde años atrás y se miraban con indiferencia cuando no con animadversión, pero, no obstante, al hallarse allí se interpelaban tan amistosamente como si hubieran estado el día antes en agradable compañía. Por otra parte, la reunión era poco numerosa. Además de la Bielokonsky, el «alto dignatario» y su mujer, debemos mencionar, en primer término, un general muy ilustre, conde o barón además, y que ostentaba un nombre tudesco. Aquel hombre, muy taciturno, tenía fama de ser altamente versado en materia de ciencia gubernamental. Era uno de esos olímpicos administradores que lo conocen todo, excepto Rusia, que pronuncian cada cinco años una frase suya de extraordinaria profundidad que todos admiran y que, tras eternizarse en el servicio suelen morir colmados de honores y riquezas, aun cuando no hayan hecho nada agradable jamás y hayan sido hostiles a toda idea grande. En la jerarquía burocrática, aquel general era el jefe inmediato de Ivan Fedorovich, el cual, por natural reconocimiento e incluso por un especial amor propio, se empeñaba en considerarle como un bienhechor. En cambio, el insigne personaje no se consideraba protector de Epanchin, se mostraba siempre muy frío con él, aunque aprovechase con gusto su servicialidad, y le habría reemplazado gustosamente por otro funcionario cualquiera en cuanto alguna consideración, por secundaria que fuese, lo hubiera exigido.

Había también un gran señor a quien se le suponía, sin razón, cierto parentesco con Lisaveta Prokofievna. Rico, bien nacido, de grado muy alto en el servicio, muy entrado en años y poseedor de una salud soberbia, aquel señor, muy elocuente además, pasaba por ser un descontento (si bien en el sentido más anodino de la palabra). Se le tenía por un hombre algo neurasténico (lo que en él resultaba incluso agradable) y sabíase que se inclinaba a los gustos ingleses en lo concerniente a la carne medio cruda, los troncos de caballos, la servidumbre y otras cosas por el estilo. En aquel momento charlaba con el alto dignatario, que era uno de sus mejores amigos. A Lisaveta Prokofievna se le ocurrió una idea extraña: la de que aquel maduro caballero, hombre no poco frívolo y muy inclinado a las mujeres, acabaría haciendo a Alejandra el honor de pedir su mano. Después de aquellas zonas superiores de la reunión, seguían los invitados más jóvenes, poseedores también de espléndidas cualidades. Aparte de Eugenio Pavlovich y el príncipe Ch., pertenecía a aquel grupo el príncipe N., persona muy conocida y fascinadora, que antaño llenara Europa con el rumor de sus empresas galantes. A la sazón era hombre de cuarenta y cinco años, pero mantenía su agradable apariencia y poseía un notable talento de narrador. Era dueño, además, de una considerable fortuna, aunque, rindiendo culto a la costumbre, hubiese dilapidado en el extranjero gran parte de sus bienes.

Se hallaba luego una tercera categoría de invitados, quienes, aunque no perteneciesen a la crema de la sociedad, se encontraban a veces, como los propios Epanchin, en los más aristocráticos salones. El general y su mujer, cuando daban una de sus raras reuniones, mantenían el principio de unir a la alta sociedad algunos representantes escogidos de la clase media. Esto valía a los Epanchin el elogio siguiente (que los enorgullecía mucho): «Tienen tacto; se hacen cargo de lo que son». Uno de los representantes de esta clase era un coronel de ingenieros, hombre serio, un amigo del príncipe Ch., que era quien le había presentado a los Epanchin. Aquel señor hablaba poco y ostentaba en el índice de la mano derecha un grueso anillo, procedente de un regalo, según todas las apariencias. Finalmente cabe mencionar un literato de origen alemán, que cultivaba la poesía rusa. Era hombre de treinta y ocho años, de aventajada figura, aun cuando algo antipático. Sus modales eran muy correctos, por lo cual se le podía presentar en cualquier parte. Pertenecía a una familia alemana tan intensamente burguesa como intensamente respetable. Sabía adquirir y mantener con gran habilidad la amistad de los más insignes personajes. Cuando traducía del alemán una obra notable, sabía adaptar la musa germánica a las exigencias de la versificación rusa, sabía a quién dedicar su trabajo y sabía, en fin, explotar sus pretendidas relaciones amistosas con un célebre poeta ruso ya fallecido. Son muy numerosos los escritores que se proclaman, gustosos, amigos de otro y más grande escritor cuando la muerte de éste les impide desmentirlos. El escritor a que nos referimos había sido presentado poco antes a los Epanchin por la esposa del alto dignatario. Aquella dama tenía fama de proteger a los sabios y literatos, y, en realidad, había logrado hacer pensionar a dos o tres escritores mediante ciertos personajes influyentes que no podían negarle nada. Y ella era influyente también, a su modo. Mujer de cuarenta y cinco años, y por tanto más joven que su marido, había sido antaño muy bella, y a la sazón, por una manía frecuente en las damas de esa edad, tenía la de vestir deslumbrantemente. Su inteligencia era mediocre, y sus conocimientos literarios muy discutibles. Pero, así como la manía de vestir con lujo, tenía la de proteger a los escritores. Se le habían dedicado muchas obras y traducciones y dos o tres escritores habían publicado, con su autorización, cartas que le dirigieran sobre asuntos de la mayor importancia.

Tal era la sociedad que Michkin tomó como oro de ley. Cierto que, en virtud de una coincidencia curiosa, todos los presentes se sentían aquel día muy cordiales con los demás y muy satisfechos de sí mismos. Todos también, del primero al último, juzgaban hacer un gran honor a los Epanchin con su visita. Pero el príncipe no sospechaba estos pensamientos. No advertía, por ejemplo, que los Epanchin no hubiesen osado realizar paso tan serio como el de prometer a su hija sin someter el asunto al asenso del alto dignatario. Y éste, que hubiese visto hundirse en la ruina a todos los Epanchin con la mayor indiferencia, no habría dejado de incomodarse si casara a su hija sin pedirle consejo. El príncipe N., aquel hombre tan espiritual, tenía la plena certeza de que su personalidad era como un sol que iluminaba la mansión de los Epanchin. Juzgábalos infinitamente por debajo de él, y era precisamente tal opinión la que le llevaba a mostrarse tan amable con ellos. Sabía, por ende, que debía necesariamente contar algo para entretener a los reunidos y no sentía el menor deseo de prescindir de tal obligación. Cuando Michkin oyó el relato del brillante narrador, hubo de confesarse que no había escuchado jamás nada semejante, ni tan espiritual, alegre e ingenuo, de una ingenuidad casi conmovedora en la boca de aquel Don Juan que era el príncipe N. ¡Sí hubiese sabido el pobre joven lo vieja, tronchada y repetida que era la historia a la que tanto placer daba oído! En los salones había acabado por aburrir y sólo contando con la mucha candidez de los Epanchin podía ofrecérseles aquel refrito como una novedad. Incluso el poetilla alemán creía, pese a su modestia y a sus maneras amables, que honraba con su presencia a los dueños de la casa. Pero el príncipe no supo adivinar el reverso de la medalla. Aquélla era una desgracia que Aglaya no había previsto.

La joven estaba muy bella aquella noche. Las tres hermanas vestían muy elegantemente, aunque sin excesiva suntuosidad, y habíanse esmerado sobre todo en sus tocados respectivos. Aglaya, sentada junto a Radomsky, conversaba amistosamente con él. Radomsky parecía más reservado que de costumbre, acaso porque le intimidara la presencia de tales personajes. Pero, a pesar de su juventud, tenía la costumbre de moverse en el mundo y se hallaba como en su elemento. Llevaba un crespón en el sombrero, lo que le valió los elogios de la princesa Bielokonsky. Otro sobrino mundano no habría, en circunstancias tales, puéstose luto por la muerte de un tío como aquél. Lisaveta Prokofievna alabó también la delicadeza del joven. Aparte eso, sentíase muy inquieto, dos veces notó Michkin que Aglaya le miraba atentamente, y creyó advertir que estaba satisfecha de su comportamiento. Cada vez se sentía más dichoso. A menudo recordaba las ideas y temores «fantásticos» que concibiera antes de su entrevista con Lebediev, y se le aparecían como un sueño ridículo y absurdo. Por supuesto había pasado todo el día deseando hallar razones para no creer en sueños tales. Hablaba poco, y sólo cuando le preguntaban, y al final acabó enmudeciendo en absoluto limitándose a escuchar. Y, con todo, le inundaba un ostensible contento. Poco o poco se adueñó de él una inspiración profunda que sólo esperaba una ocasión propicia para manifestarse, pero, sin embargo, cuando comenzó a hablar, fue sólo casualmente, en respuesta a una pregunta y, al parecer, sin intención particular.