XI
Tres días transcurrieron antes de que se calmara la cólera de las Epanchinas. Aunque Michkin, como de costumbre, se atribuyese gran parte de la culpa y se creyera realmente merecedor de castigo, no había supuesto que Lisaveta Prokofievna hablase seriamente y más bien la juzgaba furiosa consigo misma. Así, tan largo lapso de animosidad hízose sentir, al tercer día, una sombría y dolorida sorpresa. Aun había otras circunstancias que contribuían a confundirle, y una, en especial, adquirió gradualmente a los ojos de Michkin una importancia enorme, excitando aún más su sensibilidad. Hacía tiempo que venía observando en sí mismo, con harto disgusto, dos tendencias opuestas, tan exageradas la una como la otra; de una parte su excesiva, inoportuna e insensata inclinación a confiar demasiado en la gente; de otra una tenebrosa desconfianza. En resumen, el incidente de la extravagante mujer que interpelara desde su coche a Eugenio Pavlovich había alcanzado en el espíritu de Michkin alarmantes y misteriosas proporciones. Para él, el fondo del enigma se reducía a esta pregunta: ¿era él, hablando en rigor, digno de censura por aquella nueva «monstruosidad», o era…? Pero no acertaba con quién podría ser. Respecto a las letras N. F. B., no veía en ellas más que una broma inocente, la más pueril de las chanzas. Y se hubiese reprochado casi como deshonroso el atribuir importancia a cosa semejante.
De todos modos, al día siguiente de la fatal velada cuya responsabilidad se reprochaba a Michkin tan amargamente, recibió por la mañana la visita de Adelaida y el príncipe Ch., quienes habían salido juntos a dar un paseo «y acudían principalmente para informarse de la salud» de su amigo. Poco antes, Adelaida había descubierto en el parque un árbol maravilloso, de crispadas ramas y fronda perenne, y quería dibujarlo por encima de todo, hasta el extremo de que no habló de otra cosa durante la media hora que se prolongó la visita. El príncipe Ch. se mostró amable y cortés como de costumbre, encarriló la conversación sobre cosas lejanas y evocó las circunstancias de su primer encuentro con León Nicolaievich. Apenas se habló, por lo tanto, de los sucesos del día anterior. Adelaida acabó por confesar, sonriendo, que los dos habían ido de incógnito, y aunque no dijo más, aquel incógnito daba a entender que la familia (es decir, Lisaveta Prokofievna principalmente) estaban mal dispuestos hacia el príncipe. Los novios no hablaron ni una sola palabra del general, de su esposa o de Aglaya. Cuando se despidieron de Michkin para proseguir su paseo, no le instaron a que les acompañase, ni le invitaron a visitarles en casa. Adelaida dejó escapar incluso una expresión sintomática. Al hablar de una de sus acuarelas, manifestó el repentino deseo de mostrarla a Michkin, y dijo:
—¿Cómo me arreglaré para enseñársela pronto? ¡Ya! Se la enviaré hoy por Kolia, que irá a visitarnos, y si no, mañana, cuando salga a pasear con el príncipe, yo misma se la traeré.
Y parecía encantada de haber hallado aquella solución.
Al ir los visitantes a retirarse, el príncipe Ch. pareció recordar alguna cosa.
—¿Sabe usted, querido León Nicolaievich —preguntó—, quién era aquella persona que interpeló ayer en voz alta a Eugenio Pavlovich?
—Nastasia Filipovna —repuso Michkin—. ¿La desconocía usted? Pero no sé quién estaba con ella.
—Sé que era Nastasia Filipovna, puesto que estuve presente —dijo el príncipe Ch.—. Pero ¿qué quería decir con aquellas palabras? Confieso que para mí…, y para otros, son un enigma.
Y parecía muy intrigado al asegurarlo así.
—Habló de ciertos pagarés que Rogochin había rescatado en favor de Eugenio Pavlovich —contestó sencillamente Michkin— y aseguró que Rogochin concedería tres meses de espera a Eugenio Pavlovich.
—Ya lo oí, ya, querido príncipe, pero no puede ser exacto. Es imposible que Eugenio Pavlovich, que es rico, haya firmado pagarés. Cierto que antaño, a causa de su atolondramiento, atravesó ciertas dificultades pecuniarias… Yo mismo le he sacado de algunas… Pero que, en su situación, haya aceptado pagarés a un usurero y que tenga en consecuencia motivos de preocupación… es inadmisible. Tampoco puede tutearse con Nastasia Filipovna, y ésta es, sobre todo, la clave del problema. El asegura que no lo comprende, y le creo. Pero quisiera preguntarle, príncipe, si sabe usted algo. Es decir, que, si por alguna casualidad, no había llegado a sus oídos algún rumor…
—No sé nada y le aseguro que no he intervenido para nada en eso.
—¡Príncipe, por Dios! ¡No le reconozco! ¿Cómo iba yo a suponerle cómplice de semejante cosa? ¡No está usted hoy en sus cabales!
Y abrazó a Michkin con efusión.
—¿Semejante cosa? Yo no veo que eso pueda calificarse de «semejante cosa».
—Sí, porque sin duda esa persona ha querido perjudicar a Eugenio Pavlovich atribuyéndole ante testigos malas cualidades que él no tiene ni puede tener —repuso, harto secamente, el príncipe Ch.
Michkin, turbado, miró a su interlocutor como pidiéndole explicación de sus palabras; pero Ch. calló. Entonces Michkin insistió con cierta impaciencia:
—¿Acaso no se trataba de meros pagarés? ¿No fue eso lo que dijo literalmente?
—Pero le repito (y usted mismo puede juzgarlo), ¿qué puede haber de común entre esa mujer y Eugenio Pavlovich… y sobre todo entre éste y Rogochin? Además, Radomsky es muy rico; me consta. Y tiene en perspectiva la herencia de su tío. Nastasia Filipovna se ha propuesto únicamente…
El visitante se interrumpió. Sin duda no quería hablar de aquella mujer ante Michkin. Tras un instante de silencio, éste indicó:
—Lo que creo que prueba lo de ayer es, en todo caso, que ambos se conocen.
—Han podido conocerse antes, porque Eugenio Pavlovich es muy ligero de cascos. Pero, de conocerse, debe ser cosa que se remonta a hace dos o tres años. Por entonces él trataba a Totsky. Además, en ningún caso cabe que mantuvieran relaciones que autorizasen el tuteo. Usted sabe, en fin, que ella no estaba aquí; había desaparecido. Hay muchos que aún ignoran su regreso. Sólo hace tres días que yo vi su coche.
—¡Qué es soberbio! —ponderó Adelaida.
—Sí, soberbio.
Después, los visitantes se separaron de Michkin en los términos más afectuosos, y hasta se podría decir más fraternales.
Su marcha dejó muy preocupado a Michkin. Cierto que desde la noche precedente (y acaso desde antes) había sospechado diversas cosas; pero hasta esta visita no había tenido plena certeza de lo que pudiese existir de fundado en sus temores. Ahora el príncipe Ch. acababa de confirmárselos. Se engañaba, sin duda, en la interpretación del hecho; mas aun así, Ch. no estaba lejos de la verdad al adivinar en todo aquello una intriga. «Por ende —se decía Michkin— acaso él se dé perfecta cuenta de la realidad, y haya querido esconderla ante mis ojos». Un punto indudable era que sus visitantes (o al menos el príncipe Ch.) habían ido a su casa con la intención de obtener aclaraciones, y, pues era así, le imaginaban directamente complicado en la intriga. Y, además, si aquello tenía tal importancia, Nastasia Filipovna perseguía notoriamente un fin y un fin terrible. Pero ¿cuál? La pregunta espantaba al príncipe. ¿Cómo impedírselo? «Cuando esa mujer resuelve una cosa, nadie es capaz de conseguir evitar que la ponga en práctica». Michkin lo sabía por experiencia. «¡Está loca, loca!».
Aquel día se produjeron otras muchas circunstancias enigmáticas, todas las cuales requerían aclaración urgente. Michkin, pues, sentíase muy disgustado. La visita de Vera Lebedieva, que acudió con Lubochka, le procuró alguna distracción. Ambos hablaron alegremente de muchas cosas. Después de Vera llegó su hermanita, y más tarde el hijo de Lebediev, que concurría al instituto. El muchacho aseguró que, según la interpretación de su padre, la estrella que en el Apocalipsis cae «sobre las fuentes de las aguas», simbolizaba la red de ferrocarriles extendidos sobre Europa. El príncipe no quiso creer que tal fuese la explicación de Lebediev y resolvió preguntárselo a la primera oportunidad. Vera añadió que Keller se había instalado en la casa desde la víspera y que, según todas las apariencias, no se proponía abandonarla en bastante tiempo. Por lo pronto ya había estrechado sus relaciones con el general Ivolguin, y declarado que no se quedaba entre ellos sino para completar su instrucción. Michkin cada vez tomaba más cariño a los hijos de Lebediev. Kolia no apareció en todo el día; habíase ido a San Petersburgo temprano, de mañana. Lebediev, requerido por ciertos asuntillos, estaba fuera de casa desde muy pronto también. El príncipe esperaba con impaciencia la visita de Gabriel Ardalionovich, que se había ofrecido a entrevistarse con él aquel día sin falta.
Gania llegó, en efecto, después de la comida, a cosa de las seis. A la primera mirada que le dirigió Michkin se dijo que el visitante debía conocer todos los detalles del asunto. ¿Y cómo no, si podía informarse cerca de personas tan bien enteradas como su hermana y Ptitzin? Pero las relaciones que los dos hombres mantenían eran de una naturaleza muy particular: así, por ejemplo, el príncipe había puesto el asunto de Burdovsky en manos de Gabriel Ardalionovich, y esta muestra de confianza no era la única que le diera. Mas existían ciertos extremos sobre los que ambos evitaban hablar por una especie de acuerdo tácito. Parecíale a veces a Michkin que Gania hubiese deseado más franqueza y cordialidad en su trato mutuo. Ahora, por ejemplo, Michkin creyó advertir, cuando vio entrar al joven, que éste juzgaba llegado el instante de romper el hielo. Por otra parte, Gabriel Ardalionovich tenía prisa, ya que su hermana le esperaba en casa de los Lebediev y ambos habían de hacer algunas cosas.
Pero si Gania esperaba toda una serie de preguntas impacientes, de confidencias involuntarias, de expansiones amistosas, se hallaba extraordinariamente equivocado. Durante los veinte minutos que su visitante estuvo con él, el príncipe permaneció pensativo, distraído, sin formular una sola de las preguntas que Gania esperaba. Y éste resolvió entonces atenerse a igual reserva. Mientras hablaron, charló sin cesar, bromeó jovialmente, con ligereza y gracia, y se abstuvo de tocar el punto esencial.
Gania contó, entre otras cosas, que Nastasia Filipovna sólo llevaba cuatro días en Pavlovsk y ya había atraído la atención general. Moraba con Daría Alexievna en una mala casa de la calle Matrossky; pero tenía el mejor carruaje de Pavlovsk. Nastasia Filipovna se comportaba correctamente y vestía bien. Sin lujo, pero con un gusto que producía tanta envidia a las demás mujeres como su belleza y su coche. Infinidad de adoradores, jóvenes y viejos, giraban en torno suyo. Cuando paseaba en su carruaje, iba escoltada a veces por señores a caballo. Nastasia Filipovna era, como siempre, muy caprichosa en la elección de sus amigos y sólo recibía a los que se le antojaba. Y, con todo, la rodeaba un verdadero regimiento de ellos. De necesitarlos, hubiéranle sobrado defensores. Un señor que veraneaba en una villita había roto ya con una joven a la que estaba prometido, y un general anciano habíase querellado con su hijo por Nastasia Filipovna. Ésta salía a pasear frecuentemente con una encantadora joven de dieciséis años, pariente lejana de Daría Alexievna. La muchachita cantaba muy bien y ello atraía muchos visitantes a las veladas de la casa.
—El extravagante incidente de ayer ha sido premeditado, sin duda, y no hay que tomarlo en consideración —opinó Gania, antes de concluir—. Para encontrar alguna falta a Nastasia Filipovna habrá que espiar mucho o calumniarla, lo que, desde luego, no tardará en suceder.
Gania esperaba que su interlocutor le preguntase el motivo de que pudiera considerarse como premeditado el incidente con Radomsky y por qué no tardaría en ser calumniada Nastasia Filipovna. Pero Michkin no preguntó nada.
Sin ser interrogado, Gania habló ampliamente a propósito de Eugenio Pavlovich. A juicio de Gabriel Ardalionovich, Radomsky no podía conocer mucho a Nastasia Filipovna, ya que le había sido presentado incidentalmente cuatro días antes, y probablemente no había estado nunca en su casa. Respecto a los pagarés, no constituían una cosa imposible: Gania sabía que la fortuna de Eugenio Pavlovich era vasta, pero algunos asuntos relacionados con ella estaban un poco confusos. Gania interrumpióse súbitamente al hablar de esto.
Y en cuanto al sorprendente episodio del día anterior, no hizo otra alusión que la señalada.
Bárbara Ardalionovna se presentó en busca de su hermano y sólo permaneció un momento en las habitaciones del príncipe. Este no trató de hacerla hablar; pero ella le dijo que Eugenio Pavlovich pasaba en San Petersburgo todo aquel día y acaso el siguiente, y que Ptitzin estaba en San Petersburgo también, probablemente en relación con los asuntos de Eugenio Pavlovich, lo que demostraba que algo había sucedido en realidad. Añadió que Lisaveta Prokofievna se encontraba de pésimo humor y que Aglaya había reñido con toda su familia, incluso sus dos hermanas, lo que «no podía ser buena señal». Después de dar estos informes, el último de los cuales pareció muy significativo al príncipe, Varia se fue con su hermano. Gania, por falsa modestia, o acaso para no herir los sentimientos de Michkin, no pronunció una palabra sobre el asunto del «hijo de Pavlitchev». De todos modos, Michkin le dio las gracias por su intervención en tal asunto.
Satisfecho al hallarse solo, el príncipe salió de la terraza, cruzó el camino y entró en el parque. Se proponía meditar sobre un proyecto que acababa de acudir a su mente. Pero era un proyecto de esos que exigen un arranque, porque no resisten a una reflexión madura. Michkin acababa de sentir el súbito deseo de abandonarlo todo, de volver al remoto lugar de que viniera, de hundirse en una lejana soledad, de desaparecer en el acto, sin despedirse de nadie. Preveía que, de aplazar su marcha sólo unos pocos días, quedaría definitivamente afincado en aquel ambiente y no podría desprenderse de él jamás. Mas le bastaron menos de diez minutos para reconocer que una fuga así era imposible, que incluso representaba una cobardía y que ante él se presentaban problemas que se hallaba en la obligación de solucionar. Y así, hostigado de estos pensamientos, volvió a su casa tras un paseo de un cuarto de hora escaso, sintiéndose auténticamente desdichado en aquellos instantes.
Lebediev no había vuelto aún. Hacia el caer de la noche, Keller logró introducirse en el cuarto de Michkin y, aunque no se hallaba ebrio, abrumó al príncipe con sus confidencias y expansiones. Declaró en primer lugar que deseaba contar a Michkin toda su vida, y que sólo para ello se había quedado en Pavlovsk. No había modo de desembarazarse de él o inducirle a irse. Keller llevaba preparado un largo discurso; pero tras algunas palabras incoherentes a guisa de preámbulo, saltó a la conclusión, manifestando que, como consecuencia de haber dejado de creer en el Omnipotente, había perdido «toda huella de moralidad», convirtiéndose en un verdadero ladrón.
—¿Lo cree? ¿Le parece posible?
—Escuche, Keller —dijo el príncipe—: no tiene por qué confesar semejante cosa, no siendo en caso de necesidad absoluta. Pero creo que se calumnia usted adrede.
—Se lo digo a usted, a usted solo, y únicamente pensando en mi mejora moral. No lo he dicho a nadie, ni lo diré; mi secreto me acompañará a la tumba. Pero ¡si usted supiese, príncipe, qué difícil es en nuestra época procurarse dinero! ¿Dónde encontrarlo, dígame? La contestación es siempre la misma: «Tráiganos garantía en oro o diamantes y le haremos un préstamo». Es decir, que me proponen precisamente lo que no puedo hacer. ¿Es concebible semejante cosa? Una vez me enfadé y dije: «¿No me prestaría también dinero sobre esmeraldas?». «También sobre esmeraldas», me contestaron. «Bien», repuse. Tomé el sombrero y salí. ¡Malditos bribones!
—¿Tenía usted esmeraldas?
—¡Tener yo esmeraldas! ¡Con qué cándida serenidad, bucólica casi, considera usted aún la vida, príncipe!
Michkin comenzaba a sentir desazón y disgusto pensando en aquel hombre y preguntábase si no se podría hacer algo por él, sometiéndole a una buena influencia. No confiaba precisamente en su influencia propia, y no porque la despreciase por humildad, sino porque tenía un modo especial de ver las cosas. Gradualmente, la conversación se animó e hízose tan interesante que ninguno de los interlocutores pensaba en terminarla. Keller confesó con extraordinaria naturalidad actos de los que nadie se hubiera reconocido culpable. A cada nuevo relato que iniciaba se afirmaba arrepentido y «deshecho en lágrimas íntimas»; pero luego, relatando, parecía jactarse de sus malas acciones. A ratos se explicaba de un modo tan cómico, que el príncipe y él acabaron riendo como locos.
—Lo notable es que hay en usted una confianza extraordinaria e infantil —dijo Michkin, al final—. ¿Sabe que eso le redime de muchas cosas?
—Soy noble, noble, caballerescamente noble —repuso Keller—, pero esta nobleza, príncipe, no existe sino en sueños, como un ideal, y no se manifiesta jamás en la práctica. ¿Por qué? No acierto a comprenderlo.
—No desespere. Puede decirse, sin temor a equivocarse, que me ha contado usted al detalle toda su existencia. Al menos, me parece imposible que usted pueda añadir nada a lo ya relatado. ¿Verdad?
—¡Imposible! —exclamó, con aire compasivo, el ex subteniente—. ¡Oh, príncipe! ¡Qué completamente «á la Suisse» interpreta usted la naturaleza humana!
—¿Cree —dijo el príncipe, extrañado y tímido— que se pueden añadir más cosas a las que me ha contado? Y ahora, Keller, dígame con franqueza lo que esperaba de mí y por qué ha venido a hacerme esas confesiones.
—¿Lo que esperaba de usted? En primer lugar, el agradable espectáculo de su bondad. El mero hecho de hablar con usted es mi placer por sí solo. Con usted se tiene la certeza de hablar con un hombre muy virtuoso… Y además, además…
Parecía turbado. Viéndole vacilar, el príncipe acudió en su ayuda.
—¿Deseaba pedirme dinero?
Pronunció aquellas palabras con mucha sencillez, en tono grave y casi tímido.
Keller se estremeció, miró bruscamente y exteriorizando sorpresa el rostro de Michkin y asestó en la mesa un fuerte puñetazo.
—Eso, príncipe, es lo que me aniquila y me derrota por completo. Es usted de una bondad y una inocencia que no se han conocido ni en la edad de oro, y a la vez lee usted en el alma humana como el psicólogo más perspicaz. Pero todo esto exige alguna explicación, porque me siento muy confuso. Mi fin, en resumen, era pedirle un préstamo; pero usted me hace esa pregunta como si mi objeto no tuviese nada de reprensible, como si fuera lo más natural…
—En usted es muy natural.
—¿Y no le indigna?
—¿Por qué ha de indignarme?
—Atiéndame, príncipe. Me he quedado aquí desde ayer, en primer término, porque tengo muy particular estima por el arzobispo francés Bourdalone (cuyos escritos hemos estado saboreando en la habitación de Lebediev hasta las tres de la madrugada) y en segundo, y principal (le juro por lo más sagrado que digo la verdad pura), porque quería, haciendo ante usted una confesión cordial y completa, favorecer mi desarrollo moral. Tal era mi idea, que me hizo deshacerme en llanto cuando me dormí, a las cuatro de la madrugada. Si quiere creer en la palabra de un hombre de honor, en el minuto preciso en que me dormía, colmado de lágrimas (y externas, porque recuerdo perfectamente que me quedé dormido sollozando), se me ocurrió una idea diabólica: «¿Y si después de tu confesión le pidieses dinero?». De modo que toda la confesión ha sido un ardid para asegurar el éxito del golpe y conseguir al final que me prestase usted ciento cincuenta rublos. ¿No le parece esto una bajeza?
—No habla usted con exactitud. Una cosa se ha mezclado a otra y nada más. Las dos ideas se han confundido, lo que pasa muy a menudo. Lo mismo me sucede siempre a mí. Por lo demás, el experimentarlo no es cosa conveniente y usted sabe, Keller, que soy el primero en reprochármelo. Cuando usted hablaba antes, me parecía oír mi propia historia. A veces he llegado a pensar que toda la gente debía ser así —continuó el príncipe, a quien el tema parecía interesar sumamente— y esto me consolaba en parte, haciéndome admitir la imposibilidad de luchar contra esas ideas mixtas, aunque yo lo haya ensayado. ¡Sólo Dios sabe cómo se originan semejantes pensamientos! Y usted, al hablar de este caso, lo califica rotundamente de bajeza. Desde ahora tales ideas van a producirme temor. De todos modos, no soy yo el llamado a juzgarle, pero me parece que calificar de bajeza su acción es ir demasiado lejos. ¿Qué le parece? Ha empleado usted una astucia para pedirme dinero; pero usted jura que, independientemente del motivo, su confesión es sincera. En cuanto al dinero lo quiere usted para bebérselo, ¿verdad? Y ello, después de su confesión, es, realmente, una cobardía. Pero ¿cómo renunciar en un instante al hábito de beber? Es imposible. ¿Qué hacer, pues, en este caso? Lo mejor es dejarlo al juicio de su propia conciencia. ¿Qué le parece?
Michkin miraba a Keller con viva curiosidad. Era evidente que la cuestión de las ideas mixtas o dobles le preocupaba desde hacía tiempo.
—¡No comprendo cómo, después de oírle, puede calificársele de idiota, príncipe! —exclamó el boxeador. Michkin se ruborizó ligeramente.
—El mismo predicador Bourdalone no habría justificado a todos los hombres, y, sin embargo, usted me justifica, me juzga humanamente. Para castigarme y probarle que me ha conmovido, no le aceptaré los ciento cincuenta rublos. Déme sólo veinticinco y me bastarán. No necesito más, al menos en dos semanas. Antes de quince días no volveré a pedirle dinero. Quería hacer un regalo a Agachka, pero en realidad no lo merece. ¡Dios le bendiga, querido príncipe!
Entró Lebediev, que volvía de San Petersburgo. El ver un billete de veinticinco rublos en la mano del boxeador le hizo arrugar el entrecejo; pero Keller, sintiéndose ya opulento, no tardó en desaparecer. Cuando hubo salido, Lebediev comenzó a criticarle.
—Es usted injusto con él. Está sinceramente arrepentido —atajó el príncipe.
—¿Y en qué consiste ese arrepentimiento? Le pasa lo mismo que a mí ayer cuando decía: «¡Soy muy vil, muy vil!». Pero todo se queda en palabras.
—¿Sólo en palabras? Yo creía lo contrario.
—Le diré la verdad. Pero a usted solo, porque usted sabe adivinar el pensamiento de los hombres. En mí, hechos y palabras, verdad y mentira, todo se mezcla y todo es sincero en absoluto. La verdad y el hecho es que siento un arrepentimiento real. Créalo usted o no lo crea, el hecho es así; se lo juro. Pero palabras y mentiras me son dictadas por un pensamiento infernal, siempre presente en mí: la idea de engañar a la gente empleando en algo útil mis lágrimas de arrepentimiento. ¡Se lo aseguro! A otro no se lo diría, para no concitarme su burla o su execración. Pero usted, príncipe, sabe juzgar humanamente.
—Eso mismo, palabra por palabra, se me decía hace un momento —exclamó Michkin—. Y tanto Keller como usted parecen jactarse de ser así. Los dos me asombran por igual, pero Keller es más sincero, mientras usted convierte esos sentimientos en un verdadero modo de traficar. Vamos, no ponga esa expresión tan desconsolada. No se lleve la mano al corazón, Lebediev… ¿No venía a decirme algo?
Lebediev comenzó a hacer muecas.
—Todo el día le he esperado para formularle una pregunta. Hágame el favor de contestar la verdad por una vez en su vida, sin rodeos. ¿Ha intervenido usted en el incidente de ayer? Hablo de lo del coche.
Nuevas muecas de Lebediev. Luego comenzó a reír, se frotó las manos, y hasta emitió algunos sonidos guturales, pero no dijo una palabra.
—Ya veo que ha intervenido usted en ello.
—Indirectamente, sólo indirectamente. Le digo la pura verdad. Me he limitado a hacer saber oportunamente a cierta persona el hecho de que estaban reunidos en mi casa ciertos señores y señoras…
—Me consta que ha enviado usted su hijo a decirlo: él mismo me lo ha contado antes. Pero ¿a qué viene toda esta intriga? —exclamó el príncipe, con impaciencia.
—No soy yo quien la ha urdido —afirmó Lebediev, agitando los brazos como para rechazar una amenaza—, no soy yo. La han maquinado otros. Y, hablando en rigor, más bien es una fantasía que una intriga.
—Pero ¿de qué se trata? ¿No comprende cuánto me afecta este asunto? ¿No ve que se ha arrojado una mácula sobre Eugenio Pavlovich?
El rostro de Lebediev volvió a contraerse.
—¡Príncipe! ¡Ilustre príncipe! No me deja usted decir toda la verdad. Varias veces he querido hacérsela saber; pero nunca me ha permitido usted continuar…
El príncipe calló y quedó pensativo. Era notorio que se libraba en su ánimo una violenta lucha. Al fin articuló penosamente:
—Bien: diga toda la verdad.
—Aglaya Ivanovna… —comenzó Lebediev, bajando la voz.
—¡Silencio, silencio! —gritó Michkin, ruborizándose, lleno de ira y acaso de vergüenza también—. Todo eso es imposible y absurdo. Sólo usted u otros locos como usted pueden haberlo inventado. ¡Qué no le vuelva a oír decir una palabra sobre ese asunto!
Eran más de las diez de la noche cuando Kolia llegó de San Petersburgo, cargado de noticias: unas de San Petersburgo; otras de Pavlovsk. Relató, premioso, lo esencial de las noticias de San Petersburgo (muchas de ellas relativas a Hipólito y a la escena del día antes) y pasó a las noticias de Pavlovsk, pensando insistir después en las primeras. Kolia había tornado tres horas antes de la capital, yendo primero a visitar a las Epanchinas. «¡Aquello es terrible!», comentó. En primer plano estaba el incidente del carruaje; pero había sucedido algo más, ignorado por Michkin.
—Naturalmente —dijo Kolia—, no he hecho preguntas ni tratado de olfatear nada. Se me ha recibido, y mejor de lo que esperaba; pero de usted no se habló una sola palabra, príncipe.
Lo más importante era que Aglaya se había incomodado con su familia a causa de Gania. Kolia ignoraba los detalles del asunto: sólo sabía que, por absurdo que pareciese, Gania figuraba en él para algo. La disputa, por lo violenta, debía de tener un motivo grave. El general había aparecido tarde y malhumorado, mas Eugenio Pavlovich, que le acompañaba, fue acogido muy afectuosamente y por su parte se mostró amable y jovial. Pero lo más impresionante de todo era que Lisaveta Prokofievna había enviado a buscar a Bárbara Ardalionovna, que estaba con sus hijas, y, cortésmente, pero con decisión, le había prohibido para siempre volver a pisar su casa.
—La misma Varia me dijo que la prohibición fue en términos amables —aclaró Kolia.
Varia hubo de dejar la casa, y cuando se despidió de las hermanas, éstas no sabían que estaban diciéndole adiós por última vez.
—¡Pero si Bárbara Ardalionovna ha estado aquí a las siete! —exclamó Michkin, sorprendido.
—Y fue despedida a las ocho, o poco antes. Lo siento por Varia y por Gania; pero la verdad es que se pasan la existencia urdiendo intrigas. Al parecer, no pueden vivir sin ellas. Nunca he podido saber lo que traman… ni me importa. Aun así, le aseguro, querido príncipe, que Gania es hombre de corazón. Sin duda muy corrompido en ciertos aspectos, pero tiene cualidades que se le descubren en cuanto se buscan… Jamás me perdonaré no haberle comprendido antes… No sé si debo seguir visitando a las Epanchinas después de lo sucedido con Varia. Aunque me he situado allí desde el principio en una independencia completa respecto a mi familia, debo pensar la cosa.
—No tiene por qué sentir tanto lo de su hermano —dijo Michkin—. Si las cosas han llegado a ese extremo, es que Gabriel Ardalionovich parece peligroso a Lisaveta Prokofievna, lo cual indica que sus esperanzas están en vías de realizarse.
—¿Qué esperanzas? —inquirió Kolia con extrañeza—. ¿Cree usted que Aglaya…? ¡No es posible! Michkin calló.
—Es usted un terrible escéptico, príncipe —declaró Kolia—. Observo que desde hace algún tiempo no cree en nada y sospecha de todo… Pero no he empleado con justeza la palabra «escéptico»…
—Creo que sí, aunque tampoco estoy muy seguro.
—¡No! Retiro la palabra. ¡He hallado otra explicación! —gritó Kolia—. ¡No es usted escéptico, sino celoso! Los sentimientos de Gania por cierta orgullosa señorita le producen unos celos infernales.
Y Kolia, levantándose súbitamente, rompió a reír como no riera en su vida. El rubor que cubrió el rostro de Michkin acrecentó la hilaridad del escolar. Le divertía enormemente la idea de que el príncipe pudiera sentir celos a causa de Aglaya. Pero su risa se cortó, en cuanto pudo observar que disgustaba a Michkin. Tras esto, ambos mantuvieron una conversación muy seria, que se prolongó por una hora o más.
Al día sucesivo, un asunto urgente obligó a Michkin a pasar parte de la jornada en San Petersburgo. Eran más de las cuatro cuando, al disponerse a volver a Pavlovsk, encontró en la estación al general Ivan Fedorovich. Éste asió en seguida el brazo del príncipe y tras mirar a su alrededor con inquietud, le hizo subir a un coche de primera clase, proponiéndole hacer el viaje juntos, ya que quería hablarle de cosas de alguna importancia.
—Ante todo, querido príncipe, no te enfades conmigo. Si estás molesto por algo, olvídalo. Por mí, te hubiese visitado ayer mismo, pero no sabía cómo podría tomarlo mi mujer… Mi casa se ha convertido en un infierno. Parece haberse instalado allí una inescrutable esfinge y por vueltas que se den a las cosas no se puede sacar nada en limpio. A mi juicio, tú eres menos culpable de lo que pasa que cualquiera de nosotros, aunque gran parte de ello haya sucedido por causa tuya. Mira, príncipe, es agradable ser filántropo; pero no conviene exagerar la nota. Acaso te hayas dado cuenta de lo que te digo. Me gusta, por supuesto, la bondad; estimo a mi mujer; pero…
El general siguió hablando mucho tiempo en parecida forma, con no poca incoherencia en sus palabras. Se le notaba turbado por alguna cosa incomprensible para él. Al fin se expresó con más claridad.
—Para mí es indudable que tú no has intervenido en nada de esto; pero te ruego, como amigo, que no vayas a casa en algún tiempo, hasta que no cambien los vientos que corren allí. En lo que concierne a Eugenio Pavlovich —aseguró, acalorándose lo que se ha dicho de él es una insensata calumnia, la más calumniosa calumnia que cabe imaginar. Se trata de una impostura y una intriga encaminada a echar abajo nuestros planes mutuos y a indisponernos. Entre nosotros, príncipe, puedo decirte que Eugenio Pavlovich no ha pronunciado una sola palabra aún, ¿comprendes? Hasta ahora, nada nos une. Pero la palabra puede ser pronunciada, y acaso pronto, y acaso en seguida… ¡Y se ha querido impedirlo! Ignoro por qué y para qué. Esa mujer es desconcertante, excéntrica; me asusta hasta el punto de quitarme el sueño… Y luego ese carruaje, esos caballos blancos… Son realmente «chic». Sí, «Chic», como se dice en francés. ¿Quién la mantiene con ese boato? Anteayer formulé un juicio temerario: pensé que podría ser Eugenio Pavlovich. Pero él me ha demostrado la imposibilidad de semejante cosa. Y entonces, ¿qué interés tiene Nastasia Filipovna en provocar una ruptura entre nosotros? ¡Ese es el problema! ¿Se propone reservarse a Eugenio Pavlovich para sí? Pero te repito, te juro por la santa cruz, que los dos no se tratan y que esos pagarés son una invención. ¡Y con qué desvergüenza le tutea en plena calle! ¡Se trata de una maniobra evidente! Claro que nosotros debemos rechazarla con desprecio y duplicar la estima que profesamos a Eugenio Pavlovich. Así lo he dicho a Lisaveta Prokofievna. Y ahora te confesaré lo que pienso en el fondo: que Nastasia Filipovna obra así por rencor personal contra mí. A causa del pasado, ¿sabes?, aunque yo nunca le haya hecho nada. Sólo al pensarlo, me avergüenzo. Y ahora, ya la tenemos otra vez en escena, cuando yo la creía desaparecida definitivamente. Y ¿dónde está Rogochin?, ¿quieres decírmelo? Yo creía que ella era hace mucho tiempo mujer de Rogochin…
En resumen, el general estaba desorientado en absoluto. En la hora larga que duró el viaje, hizo preguntas, contestólas lo mismo, estrechó la mano de Michkin, y convenció a éste de que no le juzgaba complicado ni remotamente en el incidente del coche. Esto era lo principal para Michkin. El general terminó con algunas palabras referentes al tío de Eugenio Pavlovich, jefe de un departamento ministerial de San Petersburgo:
—Ocupa un buen cargo, cuenta setenta años, y es un viveur, un gourmand, un viejo que sigue al pie del cañón… ¡Ja, ja! Sé que ha oído hablar de Nastasia Filipovna y que incluso ha pretendido conseguir sus favores. Fui a visitarle hace poco; pero se hallaba enfermo y no recibía. Es rico, muy rico, tiene muy buena posición y… Dios le dé muchos años de vida, claro; pero el caso es que su fortuna irá a parar a Eugenio Pavlovich. Sí… sí… Y, no obstante, temo algo, no sé el qué; pero una cosa que me asusta. Me parece notar algo amenazador que se cierne en el aire, como un murciélago… y tengo miedo, tengo miedo…
Sólo al tercer día, como ya dijimos, se produjo la reconciliación formal de las Epanchinas con León Nicolaievich.