V

Bárbara Ardalionovna había exagerado un tanto, en su conversación con su hermano, la certeza de los informes concernientes al compromiso de Michkin con Aglaya. Acaso, como mujer previsora, adivinase lo que iba a suceder en un futuro inmediato; acaso, desolada al ver disiparse un sueño largamente acariciado, y en el que por otra parte, nunca había creído, se sintiese inclinada, por un impulso muy humano, a exagerar el disgusto de un hermano a quien, sin embargo, quería sinceramente. En todo caso no había podido obtener de su visita a las Epanchinas sino alusiones, medias palabras y silencios enigmáticos. Tal vez las hermanas de Aglaya hubiesen procurado también insinuar ciertas cosas para hacer hablar a su amiga de la infancia, o para atormentarla un poco, ya que era difícil que no hubiesen acabado por entrever lo que ella se proponía con sus visitas. En cuanto a Michkin, al asegurar a Lebediev que no tenía nada que decirle y que ningún cambio se había producido en su vida, no faltaba, desde luego, a la verdad; pero tal vez se equivocase en cierta medida. En realidad había sucedió una cosa bastante extraña para todos: sin que hubiese pasado nada de nuevo, la situación se había modificado mucho. Bárbara Ardalionovna, gracias a su instinto femenino, había descubierto la verdad.

Difícil sería explicar cómo los miembros de la familia Epanchin adquirieron súbitamente la convicción de que había sobrevivido un acontecimiento fundamental que iba a decidir la suerte de Aglaya. Pero cuando la idea imbuyó sus espíritus, todos pretendieron haberla previsto, haberla notado muchos días antes. Sí, la cosa era notoria hacía mucho tiempo, desde lo del «hidalgo pobre» y aún mucho antes. Sólo que no querían creer cosa tan absurda. Así hablaban Alejandra y Adelaida. En cuanto a Lisaveta Prokofievna, lo había adivinado todo también antes que los demás, y por ello tenía «el corazón dolorido». Fuese falsa o verdadera tal aserción respecto al pasado, actualmente el pensar en Michkin le resultaba insoportable y le hacía perder la cabeza. El asunto sugería una pregunta que reclamaba inmediata contestación; y no sólo la pobre generala no podía resolverla, sino que, pese a todos sus esfuerzos, no llegaba siquiera a formulársela con la claridad precisa. Se trataba de resolver esta delicada cuestión: ¿Era el príncipe un partido ventajoso, o no? Estas cosas que sobrevenían, ¿eran buenas o malas? Y si eran malas (de lo que no cabía dudar), ¿por qué lo eran? Y si eran buenas (lo que tampoco resultaba imposible), ¿por qué lo eran también?

Ivan Fedorovich, por su parte, empezó por sorprenderse, pero a continuación declaró que «también él esperaba hacía tiempo alguna cosa por el estilo…». Una severa mirada de su mujer le cortó la palabra; mas por la noche, cuando volvió a encontrarse con ella y se vio de nuevo en la precisión de hablar, expresó de repente, con cierta seguridad, algunas inesperadas ideas: «Y, después de todo, ¿qué…?» (Silencio). «Todo esto es, sin duda, muy raro, no lo discuto; pero…» (nuevo silencio). «Y, por otra parte, mirándolo bien, el príncipe, en realidad, es muy buen muchacho… y… y… lleva un nombre que es el nuestro. Incluso levantaremos nuestro apellido con ese enlace… a los ojos del mundo, claro, quiero decir a los ojos del mundo, porque… el mundo es el mundo. Y, además, el príncipe no carece de fortuna, si no queremos reconocer que no es bastante rico… y… y…». (Prolongado silencio y mutismo definitivo del general). Las palabras de su marido llevaron la ira de la generala mucho más lejos de cuanto pudiera expresarse.

Según ella, todo lo sucedido constituía «una necedad imperdonable, incluso criminal, una fantasía loca y absurda». En primer lugar aquel principillo estaba aquejado de idiotismo y, además, era… un imbécil. No tenía conocimientos del mundo, ni trato social. ¿A quién presentarle? ¿Dónde situarlo? Era insoportablemente demócrata, no tenía situación alguna… y… ¿qué diría la vieja Bielokonsky? Por ende, ¿era aquél el marido que ellos habían soñado para Aglaya? Este último argumento, naturalmente, pesaba más que ninguno. El corazón materno de Lisaveta Prokofievna se desgarraba a este pensamiento y, sin embargo, no podía dejar de oír una voz secreta que le preguntaba: «¿Qué es lo que encuentras de malo en el príncipe?». Esto último producía a la generala mayor turbación que cualquiera otra de sus ideas.

La perspectiva de tener a Michkin por cuñado no desplacía a las hermanas de Aglaya, ni tampoco les parecía demasiado absurdo aquel proyecto matrimonial. Poco les faltaba incluso para apoyarlo. Pero habían resuelto no intervenir. Se sabía por experiencia en la familia que cuanto más hostil se mostraba la madre a una idea, tanto más la aceptaba en el fondo de su corazón. Alejandra Ivanovna se vio muy pronto en el caso de quebrantar su mutismo. Su madre había tomado la costumbre de consultarla en todo y ahora la llamaba con frecuencia para solicitar su opinión y, sobre todo, para apelar a sus recuerdos mediante preguntas de este estilo: «¿Cómo ha sucedido todo eso? ¿Cómo no lo sabía nadie? ¿Por qué no se hablaba de ello? ¿Qué significaba ese maldito “hidalgo pobre”? ¿Por qué había de ser ella sola quien cargase con todas las preocupaciones y cuidados domésticos, mientras los demás se pasaban la vida pensando en las musarañas?», etcétera. Alejandra, de momento, se mantuvo reservada, limitándose a decir que creía, como su padre, que el casamiento del príncipe Michkin con una hija del general Epanchin no tendría nada de desventajoso desde el punto de vista mundano. A poco, la joven se acaloró y dijo que Michkin no era un imbécil ni lo había sido nunca, y que, respecto a su falta de situación oficial, sería interesante saber si de allí a algunos años la importancia de un hombre no se mediría en Rusia más que por su situación en el servicio público. A esto la madre contestó acusando a Alejandra de «nihilista» y fulminando nuevos anatemas contra aquella «maldita cuestión feminista» que tenía la culpa de todo. Media hora después se fue a la ciudad, y, ya allí, se encaminó a Kamenny Ostrov para visitar a la princesa Bielokonsky, madrina de Aglaya, y que se hallaba a la sazón en San Petersburgo. La «vieja princesa» escuchó las confidencias, desesperadas y febriles, de Lisaveta Prokofievna sin manifestar enternecimiento alguno ante sus lágrimas. Por el contrario, la miraba con aire burlón. Aquella princesa era mujer muy despótica y no olvidaba jamás su rango en la vida. Aunque hacía treinta y cinco años que trataba a Lisaveta Prokofievna, seguía considerándola como su protégée y no le perdonaba su carácter independiente. Así, pues, empezó por advertir que probablemente Lisaveta Prokofievna y los suyos habían exagerado las cosas, convirtiendo en elefante una hormiga, según su costumbre. De lo que acababa de oír no deducía que hubiese nada serio entre los dos jóvenes. ¿No valía más, por tanto, aguardar los acontecimientos? En su opinión, el príncipe era un muchacho muy correcto, si bien enfermo, estrafalario e insignificante. Y, a su juicio, lo peor de todo era que mantenía una amante públicamente.

Lisaveta Prokofievna comprendió que la Bielokonsky estaba algo irritada por el fracaso de Eugenio Pavlovich, a quien ella había presentado a los Epanchin. La generala volvió a Pavlovsk aún más furiosa que antes y se consagró a increpar a su familia: «Habéis perdido la cabeza; las cosas no se hacen así en ninguna parte; esto no se ve más que en esta casa… Al fin y al cabo, ¿a qué viene tanto revuelo? ¿Qué ha pasado aquí, después de todo? Por mucho que examine las cosas no veo que haya ocurrido nada. Vale más esperar los acontecimientos. ¿Qué importancia tiene lo que Ivan Fedorovich haya creído notar? Estáis haciendo un elefante de una hormiga», etc.

Aquello parecía abocar a la conclusión de que procedía calmarse y esperar los sucesos con serenidad y fríamente. Pero ¡ay!, la calma no duró diez minutos y la generala comenzó a inquietarse otra vez al tener noticia de las cosas que habían sucedido en su ausencia. Recuérdese que Michkin había aparecido en casa de los Epanchin a las doce y treinta de la noche, creyendo que eran las nueve y media. Y fue al día siguiente de aquella extraña visita cuando Lisaveta Prokofievna se encaminó a Kamenny Ostrov. Las hermanas de Aglaya respondieron con todo detalle a las impacientes preguntas de Lisaveta Prokofievna.

No había pasado nada. Había venido el príncipe y Aglaya tardó media hora en aparecer. Las primeras palabras que le habían dirigido fueron para proponerle jugar al ajedrez. Y como él no entendía nada de aquel juego, fue derrotado en seguida, lo que complació mucho a Aglaya. Se mofó de la ignorancia del príncipe de un modo que daba pena verlo. Luego le propuso jugar al tonto, y aquí las cosas cambiaron. Él jugaba a las cartas muy bien, como un maestro. En vano Aglaya se dedicó a hacer desvergonzadas trampas, pues perdió pese a ello cinco partidas seguidas. Ella, furiosísima, lanzó al príncipe un chubasco de palabras desagradables e hirientes, hasta el punto que él dejó de reír y se puso muy pálido cuando ella le dijo al final: «No pondré los pies en esta habitación mientras esté usted en ella. Es una desvergüenza venir a esta casa, y a medianoche, después de todo lo que ha ocurrido». Y con esto había salido dando un portazo. A pesar de todos los esfuerzos de las jóvenes para consolarle, el príncipe se había ido con cara de funeral. Al cabo de un cuarto de hora, Aglaya había salido a la terraza, y tan de prisa, que ni siquiera tuvo tiempo de secarse las lágrimas que se notaban en su rostro. Y salía así porque había llegado Kolia trayendo un erizo. Las muchachas examinaron el animal y Kolia les dijo que no era suyo, sino de un compañero del gimnasio, Kostia Lebediev, a quien había dejado en la calle; Kostia no se atrevía a subir porque llevaba un hacha, la cual, así como el erizo, acababa de comprar a un labriego que encontraron en el camino. El campesino les ofreció el erizo por cincuenta kopecs y ellos lo compraron y luego, pareciéndoles el hacha muy hermosa, decidieron también adquirirla. Aglaya, una vez oído el relato, insistió con el muchacho para que éste le revendiese el erizo y, en su afán de persuadirle, llegó a tratarlo de «querido Kolia». Éste resistió largo tiempo, y al fin, viéndose tan apremiado, fue a hablar con su compañero, a quien compareció, portador del hacha y no poco confuso. Mas entonces resultó que el erizo no le pertenecía, pues era propiedad de otro compañero, un tal Petrov, quien les había entregado fondos para que le comprasen una «Historia» de Schlosser, de la cual deseaba desprenderse un cuarto escolar. Kolia y Kostia se disponían a realizar la compra por cuenta de su amigo, cuando, hallando encantadores el hacha y el erizo, habían resuelto invertir el dinero en tan interesante adquisición. Y en este momento llevaban erizo y hacha al estudiante en lugar de la «Historia» de Schlosser. Pero Aglaya les instó de tal modo que al fin accedieron a venderle el animal. Cuando el erizo hubo entrado en su posesión, Aglaya lo colocó en una cestita de mimbre, la cubrió con una servilleta y la entregó a Kolia, diciéndole:

—Lleva esto al príncipe de parte mía, y dile que se lo regalo como prueba de mi profundo aprecio.

Kolia, muy contento, prometió desempeñar tal comisión, pero añadió:

—¿Qué significa un regalo semejante? Porque regalar un erizo…

Aglaya contestó que eso no le interesaba a él. Kolia insistió:

—Estoy seguro de que este obsequio quiere decir algo.

A esto la joven replicó, enfadada, que Kolia era un «chicuelo». El muchacho reaccionó con prontitud.

—Si no me contuviese mi respeto a las mujeres y mis principios, yo le probaría ahora mismo que sé contestar a tal insulto.

De todos modos, Kolia se fue con el erizo, sintiéndose muy satisfecho de su encargo, y Kostia le siguió. La ira de Aglaya se disipó muy pronto. Viendo que Kolia agitaba demasiado violentamente la cesta que contenía el animal, dijo, con tanta naturalidad como si no acabasen de tener una discusión un tanto violenta:

—Ten cuidado de no dejarlo caer, querido Kolia.

Kolia, a su vez, no pareció conservar resentimiento alguno, ya que dijo, deteniéndose:

—No tema, Aglaya Ivanovna: no lo dejaré caer.

Y continuó su camino. Aglaya estalló en risas y se retiró a su cuarto. Durante todo el día había seguido mostrándose muy alegre.

Tales noticias asombraron a Lisaveta Prokofievna. Lo del erizo, en especial, la confundía en extremo. ¿Qué significaba aquel erizo? ¿Qué ocultaba el fondo de aquel asunto? ¿Se trataría de un signo convenido, de una clave? El desventurado Ivan Fedorovich, que se encontraba allí casualmente, no hizo, con sus respuestas, sino echar leña al fuego. A su juicio, en todo ello no había ni sombra de clave, el erizo era meramente un erizo y, de significar alguna cosa, sería amistad, reconciliación y olvido de las ofensas. En conjunto todo era una chiquillada, muy inocente y perdonable además. Advertiremos de paso que el general acertaba. Michkin, que había vuelto a su casa en plena desesperación, estaba sumido en lúgubres pensamientos cuando Kolia llegó con el erizo. Las nubes se disiparon en el acto, el corazón del príncipe revivió. Interrogaba a Kolia, bebía ávidamente sus palabras, le hacía repetir veinte veces la misma cosa, reía como un niño y apretaba sin cesar las manos de los dos estudiantes, que reían igualmente, mirándole con sus ojos claros. Era notorio que Aglaya le perdonaba y que Michkin podía volver a su casa aquella misma tarde, y eso era para él, no lo principal, sino el todo.

—Somos unos chiquillos, Kolia… ¡y qué agradable es serlo! —exclamó, en su feliz embriaguez.

—Está enamorada de usted y nada más, príncipe —declaró, sentencioso, Kolia.

Michkin enrojeció y guardó silencio. Kolia, riendo, dio una palmada. Michkin rio también. La tarde le pareció largísima. Cada cinco, minutos consultaba el reloj.

En tanto, la agitación de la generala crecía visiblemente. Pese a la opinión de su esposa e hijas, quiso mandar llamar a Aglaya y hacerle una última pregunta, para obtener de ella una respuesta clara y perentoria «a fin de concluir aquel asunto de una vez y no ocuparse en él jamás. De otro modo —concluyó—, me consumiría viva». Sólo entonces su familia se dio cuenta de las proporciones absurdas que había adquirido el incidente. Aglaya fingió sorpresa, se indignó, rióse, pero, aparte de burlas acerca de Michkin y de cuanto le preguntaba, incomodada, se tendió en su lecho y sólo lo dejó a la hora del té, en que era presumible que Michkin apareciese. La generala esperaba temblando aquel momento y poco le faltó para sufrir un ataque de nervios cuando vio aparecer al príncipe. En cuanto a éste, entró con timidez, casi a tientas. Miró a todos los presentes plegando los labios en una extraña sonrisa, y pareciendo preguntarles, cuál era el motivo de que Aglaya no se hallara en la habitación, circunstancia que le parecía asaz alarmante. Aquel día no estaban en casa más que los miembros de la familia. El príncipe Ch. se hallaba en San Petersburgo, donde tenía que resolver ciertos asuntos concernientes al difunto tío de Radomsky. «¡Lástima que no esté! Nos orientaría en algo», pensó Lisaveta Prokofievna. Ivan Fedorovich parecía muy preocupado. Alejandra y Adelaida estaban serias y parecían deliberadamente silenciosas. La generala no sabía de qué hablar. De repente inició un ataque a fondo contra los ferrocarriles y miró a Michkin, desafiadora. Pero la ausencia de Aglaya anonadaba al príncipe, hacíale perder la cabeza. Inició, con voz insegura, una frase acerca de la utilidad de los ferrocarriles, y viendo que Adelaida rompía a reír se turbó aún más. En aquel instante apareció Aglaya, tranquila y grave. Después de devolver ceremoniosamente al visitante el saludo que éste le dedicó, fue a sentarse con talante solemne en el lugar más ostensible de los que había en torno a la mesa. A continuación fijó en Michkin una mirada inquisitiva y le preguntó con voz firme y casi irritada:

—¿Ha recibido usted mi erizo?

Todos comprendieron que se avecinaba una explicación. Michkin se sintió desfallecer.

—Sí —contestó ruborizándose.

—Diga en el acto qué le parece esa ocurrencia. Es necesario que lo diga para tranquilidad de mamá y de toda la familia.

—Escucha, Aglaya… —intervino el general, inquieto.

—¡Es el colmo! —exclamó Lisaveta Prokofievna, indignada.

—¿De qué colmos habla usted, maman? —replicó la joven con viveza—. He enviado un erizo al príncipe y deseo saber lo que opina. Hable, príncipe.

—¿Lo que opino, Aglaya Ivanovna?

—Sí, sobre el erizo.

—Perdone, pero supongo… que usted quiere saber cómo… he recibido el erizo… o, más bien, cómo he tomado… el envío de un erizo… En ese caso le diré… En una palabra, yo…

Hubo de interrumpirse, sofocado. Aglaya esperó unos instantes y dijo:

—No ha explicado usted gran cosa. En fin, accedo a prescindir del erizo, pero deseo concluir de una vez para siempre con los equívocos que hay planteados aquí. Permítame preguntarle personalmente si se propone pedirme en matrimonio o no.

—¡Dios mío! —exclamó la generala.

Michkin se estremeció y dio un paso atrás. El general quedó petrificado. Alejandra y Adelaida arrugaron el entrecejo.

—No disimule, príncipe: diga la verdad. Se me ha sometido a interrogatorios muy raros. ¿Tienen razón de ser las preguntas que me han dirigido? ¿Sí o no?

—No he pedido su mano, Aglaya Ivanovna —repuso el príncipe animándose repentinamente—; pero yo la amo, como sabe, y creo que usted…

—Mi pregunta es ésta: ¿pide usted mi mano, sí o no?

—Pido su mano —repuso él, más muerto que vivo, despertando con sus palabras una conmoción general.

—No es así, hija, no es así… ¡no es así! —observó el general muy confuso—. Una cosa en esa forma… es imposible, Glacha… perdona, querido príncipe… —Y se volvió a su mujer en demanda de apoyo—: Lisaveta Prokofievna, habría que pensar…

—Me niego a pensar nada —dijo ella, con un gesto de viva repulsión.

—Perdone, maman, que hable yo. Creo que en este asunto tengo voz y voto. Los presentes momentos son capitales en mi existencia —Aglaya empleó estas palabras textualmente—, y debo resolver por mí misma. Además, celebro que ello ocurra ante testigos. Permítame una pregunta, príncipe: puesto que alberga tales intenciones, ¿piensa asegurar mi felicidad…?

—No sé, en verdad, cómo contestarle, Aglaya Ivanovna… ¿Qué le puedo decir? Y además, ¿es necesario?

—Me parece usted un poco turbado. Tranquilícese. Beba un poco de agua… Aunque le van a traer el té ahora mismo.

—La amo, Aglaya Ivanovna, la amo mucho, no amo a otra mujer y… Le ruego que no se burle… La amo mucho.

—Pero este es un asunto grave, no somos niños ya y ha de considerarse el asunto desde el punto de vista positivo. Haga el favor de decirme a cuánto asciende su fortuna.

—¡Por Dios, por Dios, por Dios, Aglaya! ¿En qué piensas? ¡No es así! —exclamó el general, espantado.

—¡Qué vergüenza! —rezongó su esposa en voz bastante alta para que la oyesen.

—¡Está loca! —comentó Alejandra.

—¿Mi fortuna? ¿Habla usted de mi dinero? —preguntó Michkin, sorprendido.

—Exactamente.

—Poseo en este momento… ciento treinta y cinco mil rublos —balbució él, ruborizándose.

—¿Nada más? —dijo Aglaya, con manifiesta extrañeza, sin enrojecer en lo más mínimo—. Pero, en fin, eso es lo de menos, siempre que se viva con economía. ¿Se propone usted ingresar en el servicio público?

—Pienso prepararme para profesor particular.

—¡Gran idea, no cabe duda! Aumentará mucho nuestros ingresos… ¿No piensa también hacerse gentilhombre de cámara?

—¿Yo? Nada de eso.

Aquello era demasiado. Alejandra y Adelaida estallaron en risas. La segunda había notado hacía tiempo que su hermana menor contraía el rostro y hacía esas muecas delatadoras de una risa reprimida con gran esfuerzo. Viendo reír a sus hermanas, Aglaya quiso asumir un talante amenazador, pero su seriedad no duró ni un segundo, siendo substituida por una hilaridad loca, casi histérica. Finalmente se incorporó de un salto y salió de la estancia.

—Ya sabía yo que todo era una broma —exclamó Adelaida—. Todo una broma, desde lo del erizo.

—No permito esto, no puedo permitirlo… —protestó, airada, Lisaveta Prokofievna, precipitándose en pos de Aglaya.

Sus hijas mayores la siguieron. Michkin y el general quedaron solos.

—¿Podías… podías imaginarte cosa semejante, León Nicolaievich? —dijo Ivan Fedorovich casi sin darse cuenta de lo que preguntaba—. ¿Es posible, posible que… en serio?

—Veo que su hija se ha burlado de mí —repuso Michkin con tristeza.

—Espera un poco, amigo mío, espera un poco… Tengo prisa, pero tú… Te ruego, León Nicolaievich, que me digas cómo se ha producido todo esto y qué significa en conjunto, si vale la palabra… Soy padre, amigo mío, pero, por padre que sea, no comprendo una sola palabra. Explícame, pues…

—Yo amo a Aglaya Ivanovna y ella lo sabe… y creo que hace tiempo.

El general se encogió de hombros.

—¡Muy raro, muy raro! ¿La quieres mucho?

—Mucho.

—Es extraño, sorprendente. Ha sido una sorpresa tan grande para mí, que… Escucha, querido, no es que te hable de tu fortuna (aun cuando la creía mayor, desde luego), pero… ¿eres capaz de procurar… la felicidad de mi hija? Y ¿qué es… esto? ¿Una broma o una cosa seria? No hablo de ti, sino de mi hija.

Sonó tras la puerta la voz de Alejandra llamando a su padre.

—Espera un momento, amigo mío, espera… Vuelvo en seguida. Espera y reflexiona… —dijo él.

Y salió en busca de Alejandra con precipitación y casi con inquietud. Halló a su mujer y a su hija menor abrazadas y sollozando. Eran lágrimas de felicidad, de ternura, de reconciliación. Aglaya besaba las manos, las mejillas, los labios de su madre, y las dos permanecían estrechamente enlazadas.

—Mírala, Ivan Fedorovich: aquí la tienes —dijo Lisaveta Prokofievna.

Aglaya alzó la cabeza, que hasta entonces reclinara en el pecho de su madre y, estallando otra vez en una risa, alzó hacia su papá su carita feliz, aún húmeda de lágrimas. Luego corrió hacia el general, lo estrechó entre sus brazos, le colmó de besos y al fin, volviendo a su madre, recostó su cabeza en el pecho materno y tornó a llorar. Lisaveta Prokofievna cubrió a su hija con el extremo de su chal.

—¡Cuántos disgustos nos has dado, chiquilla cruel! —dijo la generala con tono de reproche y a la par alegre y satisfecha. Parecía que se hubiese librado al fin de una carga pesada.

—¡Cruel, sí, cruel! —reconoció Aglaya—. ¡Soy muy mala, soy una niña mimada! ¡Dígaselo a papá! ¡Ah, pero si está aquí! ¿Está usted aquí, papá? —preguntó, riendo a través de sus lágrimas.

Ivan Fedorovich, radiante de satisfacción, besó la mano de su hija.

—Hijita mía, tesoro mío —empezó—, ¿es posible que ames… a ese joven?

Aglaya alzó bruscamente la cabeza.

—¡No, no, no! No puedo soportar a… ese joven. ¡No puedo! —repitió con insólita violencia—. Si se atreve usted de nuevo, papá… Le hablo seriamente, ¿oye?, seriamente…

No parecía bromear. Su rostro estaba muy encarnado y sus ojos lanzaban llamas. El general se asustó; pero su esposa le hizo un signo discreto y él comprendió que le aconsejaba suspender toda pregunta.

—Como quieras, ángel mío; eres libre… Pero él está esperando a solas. ¿No convendría indicarle delicadamente que se vaya?

Y el general guiñó el ojo a su mujer.

—No, no, es inútil. Aquí la delicadeza está de más. Vuelva con él. Yo iré en seguida. Quiero pedir perdón a… ese joven. Reconozco que le he ofendido.

—Y gravemente —observó con profunda seriedad el general.

—Entonces… Pero vale más que se queden aquí y yo entre sola primero. Conviene que entren ustedes también en seguida.

Avanzó hacia la puerta y desanduvo lo andado.

—Veo que voy a reírme, a morirme de risa —dijo, disgustada.

Pero en el acto se volvió otra vez y corrió hacia Michkin.

—¿Qué es eso? ¿Qué opinas? —se apresuró a preguntar el general a su mujer.

—No me atrevo a decirlo —repuso ella, con no menor precipitación—, pero creo que está bastante claro.

—Lo mismo opino. Claro como la luz. Está enamorada.

—¡Y locamente! —añadió Alejandra—. ¿Pero de quién?

—¡Dios la bendiga, puesto que tal es su destino! —murmuró la generala, santiguándose piadosamente.

—Su destino, su destino… —concordó el general—. Nadie escapa a su destino.

Y entonces se dirigieron al salón, donde les aguardaba una nueva sorpresa. Aglaya se acercaba a Michkin, no riendo, sino con cierta timidez.

—Perdone a una niña mimada, a una muchacha mala y torpe… —empezó, tomándole la mano—. Y tenga la seguridad de que le estimo infinitamente. Me he permitido poner en ridículo su noble y bondadosa ingenuidad, es cierto; pero le ruego que no lo considere más que como una chiquillada. Perdóneme el haber insistido sobre una bobada que no puede tener, en modo alguno, la menor consecuencia —concluyó con acento significativo.

Padre, madre y hermanas llegaron al salón a tiempo de ver y oír todo aquello: «una bobada que no puede tener la menor consecuencia». Todos notaron la seriedad con que Aglaya pronunciaba semejante frase. Los presentes se miraron unos a otros, como preguntándose el significado de aquella expresión. En cambio, Michkin parecía estar en la gloria, cual si no comprendiese lo que la joven le daba a entender.

—¿Por qué dice eso? —balbució—. ¿Por qué me pide… perdón?

Quería decir que no merecía la pena de pedírselo. No juraríamos que no hubiese advertido también la intención de las frases de Aglaya, pero acaso aquel hombre extraño se regocijase incluso de lo que habría debido desolarle. Fuese como fuera, no cabía duda de que se sentía feliz por el mero hecho de ver de nuevo a Aglaya, poder hablarle, sentarse a su lado, pasear con ella. Tal vez se contentara toda su vida con tal cosa. Una pasión tan poco exigente quizá contribuyese a inquietar a la generala más aún. Había adivinado en Michkin un enamorado platónico. Lisaveta Prokofievna pensaba muchas cosas temibles que se reservaba para sí.

Inmensas fueron la animación y jovialidad del príncipe durante aquella velada. Según dijeron más tarde las hermanas de Aglaya, la alegría del joven era contagiosa. Habló mucho, lo que no le había ocurrido jamás desde su primera visita a los Epanchin seis meses antes, el día de su llegada a la capital. Desde su regreso a San Petersburgo, Michkin había observado como regla el guardar silencio y últimamente incluso había declarado públicamente al príncipe Ch. que prefería callar por no poner en ridículo ideas que no sabía expresar debidamente. Pero esta vez fue casi el único que habló durante toda la velada. Contó muchas cosas y respondió clara y minuciosamente a cuantas preguntas se le hicieron. Sus palabras no tenían un carácter galante, sino que eran serias y aun elevadas. Expuso ciertas opiniones personales, ciertas observaciones propias, y todo ello habría resultado ridículo de no estar «tan bien expuesto», según opinó después el auditorio. El general gustaba de las conversaciones serias, pero él y su esposa encontraban en su fuero interno que el príncipe parecía demasiado sabiondo, por lo cual, al fin, acabaron sintiéndose taciturnos. Mas, antes de despedirse, el príncipe narró algunas anécdotas muy cómicas, riendo tan alegremente que los demás le hicieron coro, no tanto por lo contado en sí, como por la jovialidad del narrador. Aglaya apenas pronunció palabra en toda la noche. Escuchaba con atención las palabras de Michkin, o más bien que escucharle, observaba.

—No le ha quitado ojo en todo el tiempo —dijo después la generala a su marido—. Parecía estar pendiente de su boca. ¡Y pensar que si se le dice que le ama se enfurece!

—¿Qué le vamos a hacer? ¡Es el destino! —repuso el general, encogiéndose de hombros.

Y repitió varias veces aquella palabra, dilecta suya. Añadamos que, como hombre práctico, el general encontraba mucho que censurar en el presente estado de cosas, y lo que más le contrariaba en él era su vaguedad. Pero de momento había decidido callarse y observar… a su esposa.

A aquella bonanza sucedieron nuevos huracanes. Al día siguiente Aglaya volvió a reñir con el príncipe, y lo mismo aconteció las tardes sucesivas. El pobre enamorado pasaba horas enteras sirviendo de blanco a las burlas de su amada. Cierto que a veces los dos jóvenes pasaban una hora en el jardín a solas al lado de un seto, pero podía observarse que en tales ocasiones él se ocupaba en leer a Aglaya el periódico o algún libro.

—¿Sabe —interrumpió ella un día, mientras él leía el periódico— que me parece usted muy ignorante? Si se le pregunta en qué año ocurrió tal o cual suceso, qué hizo tal personaje o de qué libro ha sido tomado cuál concepto, suele quedar con la boca abierta o poco menos. Es deplorable.

—Ya le he dicho —repuso Michkin— que carezco de instrucción.

—Y entonces, ¿de qué no carece? Siendo así, ¿cómo puedo estimarle? Continúe… Aunque no; es inútil. Deje de leer.

La tarde de aquel mismo día se produjo un incidente que pareció notable a las Epanchinas. El príncipe Ch. volvió de San Petersburgo y Aglaya, muy amablemente, preguntó por Eugenio Pavlovich. Michkin no había llegado aún. Entonces el príncipe Ch. insinuó algo respecto a un «próximo nuevo acontecimiento en la familia», aludiendo a una frase que la generala pronunciara por inadvertencia, diciendo que convendría aplazar el casamiento de Adelaida para celebrar «las dos bodas juntas». Aglaya no pudo contenerse al oír aquellas «absurdas suposiciones» y, en su ira, dijo, entre otras cosas, que no tenía intención, por el momento, de «substituir a la amante de nadie».

Aquello anonadó a todos, y en especial a sus padres. Lisaveta Prokofievna mantuvo una conversación a solas con su marido y le instó a que exigiese de Michkin una explicación categórica acerca de su situación con Nastasia Filipovna.

Ivan Fedorovich declaró que aquello había sido un mero «arranque» hijo de la «delicadeza» de Aglaya, y que si el príncipe Ch. no la hubiese excitado con sus alusiones matrimoniales, ella no habría tenido semejante salida, ya que la joven sabía muy bien que ello era una calumnia de gentes aviesas y nada más, que Nastasia Filipovna iba a casarse con Rogochin, que el príncipe no sólo no tenía con ella las relaciones de que le acusaban, sino que, por ende, no las había mantenido jamás.

Michkin continuaba disfrutando de una dicha exenta de toda inquietud.

A veces sorprendía, sin duda, en los ojos de Aglaya una expresión impaciente y sombría, pero él, atribuyéndola a otros motivos, no le daba importancia. Cuando se convencía de algo era inquebrantable en su convicción. Acaso hiciera mal en vivir tan despreocupado. Así, al menos, opinaba Hipólito, quien, hallándose un día por casualidad en el parque, le interpeló:

—¿Qué? ¿No tenía yo razón para decirle que estaba enamorado?

Michkin, tendiéndole la mano, le felicitó por su «buen aspecto».

En efecto, el enfermo, como sucede a menudo a los tuberculosos, había mejorado en apariencia.

Hipólito había abordado a Michkin proponiéndose embromarle un poco acerca de su cara de felicidad, pero, cambiando de idea repentinamente, comenzó a hablar de sí mismo, extendiéndose en recriminaciones difusas y bastante incoherentes.

—No puede usted imaginar —acabó— hasta qué punto es toda esa familia de Ivolguin irascible, egoísta, mezquina, vanidosa, ordinaria. ¿Sabe que me habían recibido en su casa sólo a condición de que me muriese lo antes posible? Ahora están furiosos porque no me muero, sino que mejoro… ¡Qué farsantes! Apuesto a que no me cree.

Michkin no contestó.

—A veces —continuó Hipólito con negligencia— se me ocurre incluso pensar en volver a su casa, príncipe… ¿No cree usted capaces a aquellas personas de ofrecer hospitalidad a un hombre a condición expresa de que muera cuanto antes?

—Yo pensaba que tenían otros propósitos al invitarle.

—Ya veo que no es usted tan ingenuo como se suele decir. No tengo tiempo ahora: sino le revelaría ciertas cosas concernientes a ese Gania y a sus esperanzas. Están minándole el terreno, príncipe, se lo están minando. Es una compasión verle tan tranquilo… Pero no podía suceder de otro modo.

—Veo que me compadece usted —rio Michkin—. ¿Sería más feliz si estuviese inquieto?

—Vale más ser desgraciado y saber, que feliz e ignorar. ¿No cree usted en la rivalidad de… ése?

—Siento no poder contestarle, Hipólito. La palabra «rivalidad» resulta aquí un poco cínica. Y respecto a Gabriel Ardalionovich, convendrá usted, si conoce sus asuntos, que no puede estar tranquilo después de lo que ha perdido. Para juzgarle, me parece necesario situarse en ese punto de vista. Aún puede enmendarse; tiene muchos años ante él y la vida es una gran escuela. Y en cuanto… a que me minan el terreno —añadió el príncipe, turbándose—, no le comprendo, Hipólito; mejor será hablar de otra cosa.

—Muy bien. No sabe usted desprenderse de su magnanimidad. Al contrario de Santo Tomás, príncipe, usted necesita tocar con el codo para dejar de creer. ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Verdad que me desprecia usted en este momento?

—¿Por qué? ¿Porque ha sufrido usted y sufre más que nosotros?

—No: porque soy indigno de mi sufrimiento.

—Quien ha podido sufrir más que los otros es, en consecuencia, digno de sus sufrimientos. Cuando leí su confesión a Aglaya Ivanovna, ella hubiese querido verle, pero…

—… Lo aplaza para más tarde… No puede. Me hago cargo, me hago cargo —interrumpió Hipólito, deseoso al parecer, de cambiar de conversación—. A propósito: me han dicho que le leyó usted en persona todo aquel conjunto de atrocidades escritas en estado de delirio. Me parece increíble que se pueda ser lo bastante no diré cruel, porque sería humillarme, pero sí puerilmente vano y rencoroso para reprocharme esa confesión y emplearla como arma contra mí. Conste que no me refiero a usted…

—Hace usted mal en renegar de ese escrito, Hipólito. Es sincero, sin duda, y aunque no carezca de aspectos ridículos —la palabra hizo contraer el rostro al enfermo—, hasta los más ridículos quedan redimidos por el sufrimiento que los inspira. Esas confesiones han sido para usted un sufrimiento… y acaso una muestra de masculinidad. Su inspiración en principio era noble, aunque fuese juzgada aquella noche de un modo y otro. Cuanto más reflexiono, más convencido estoy de ello. Se lo aseguro. No pretendo juzgarlo, sino únicamente exponer mi opinión. Y lamento haber callado entonces…

Hipólito se sonrojó. Preguntóse por un momento si Michkin se propondría burlarse de él con hipócritas lisonjas, pero al mirar el rostro de su interlocutor, comprendió que éste hablaba con sinceridad, y su semblante se serenó.

—Y, sin embargo, no tengo más remedio que morir —contestó, reprimiendo a duras penas el deseo de agregar: «¡Morir un hombre como yo!»—. Imagine que ese Gania creyó oportuno hacerme observar que tal vez muriesen antes algunas personas de las que oyeron el otro día la lectura de mi escrito. ¿Qué le parece? Gania juzga eso un consuelo. ¡Ja, ja, ja! En primer lugar, hasta ahora no ha muerto ninguno, y aunque así fuera, ¿de qué me valdría? Me juzga por lo que él es. Luego me dirigió verdaderas injurias, diciendo que en mi caso se debe morir silenciosamente, y que lo contrario no es sino egoísmo. ¿Qué me dice? ¡Él si que es egoísta! ¡Y con un egoísmo tan refinado, o, mejor dicho, tan grosero, que ni se da cuenta él! ¿Ha leído usted la historia de Esteban Gliebov, aquella figura del siglo dieciocho? Ayer cayó, en mis manos por casualidad.

—¿Quién era Esteban Gliebov?

—Aquel que fue empalado en la época del zar Pedro.

—¡Ah, sí! Estuvo quince horas en el palo y murió con un valor excepcional. Lo he leído, sí. ¿Y qué?

—Dios concede muertes así a ciertas personas, pero no a nosotros. Lo juzga así ¿verdad, príncipe? ¿No me cree capaz de morir como Gliebov?

—No digo eso —repuso el príncipe, confuso—: sólo quiero decir que usted… no que usted no pudiera parecerse a Gliebov…, sino que usted sería, más bien…

—¿Un Osterman y no un Gliebov?

—¿Osterman? —extrañóse Michkin.

—El diplomático Osterman, contemporáneo del zar Pedro —repuso Hipólito, algo desconcertado.

Siguió una pausa. Ambos se sentían un tanto molestos.

—No quería decir eso tampoco —repuso Michkin, con suavidad—. No creo que fuese usted un Osterman.

Hipólito frunció el entrecejo. Michkin se apresuró a excusarse.

—También en eso voy demasiado lejos. Pero quiero decir (y le juro que es cosa que siempre me ha impresionado) que los hombres de entonces no se parecían en nada a los de ahora. No, no eran de la misma raza. Nuestra naturaleza es muy distinta. Entonces la gente sólo tenía una sola idea. Hoy somos más nerviosos, más evolucionados, más sensitivos, tenemos dos o tres ideas a la vez… El hombre moderno es más amplio y, se lo aseguro, ello le impide ser de una sola pieza, como eran sus antepasados. A eso únicamente tendía mi observación y no…

—Comprendo. Me ha confesado usted ingenuamente que no compartía mi opinión y ahora quiere consolarme. ¡Ja, ja, ja! Es usted un verdadero niño, príncipe. Pero noto que me trata usted como a… como a una taza de porcelana. No importa, no importa, no me ofendo por ello… Hemos tenido una conversación muy estrafalaria. A veces es usted un verdadero niño, príncipe, lo repito. Además, sepa que yo preferiría ser cualquier cosa antes que un Osterman, porque siendo un Osterman no valdría la pena el resucitar de entre los muertos… Veo que urge que yo muera lo antes posible. De lo contrario, yo mismo… Ea, me voy. Adiós… A propósito: ¿qué manera de morir le parece mejor? Quiero decir la más virtuosa. ¡Hable!

—La que consiste en desaparecer antes que los demás, perdonándoles su dicha —repuso Michkin en voz baja.

—¡Ja, ja, ja! ¡Ya sabía yo que diría usted algo parecido! Pero usted… usted… ¡Ustedes, las personas elocuentes…! Hasta la vista, hasta la vista…