X

Michkin comprendió ahora por qué había sentido un frío interior cada vez que su mano se había posado sobre aquellas tres cartas y por qué quiso esperar hasta la tarde para leerlas. Por la mañana, antes de decidirse a repasarlas, se había dormido en el diván con un sueño pesado y mientras dormía, en sus penosas visiones se le había aparecido de nuevo aquella «culpable», mirándole con las mismas lágrimas de antaño en sus largas pestañas y llamándole a su lado. Como anteriormente, él despertó con idéntica expresión de sufrimiento. Pensó dirigirse en el acto a casa de ella, pero no se resolvió y al fin, casi desesperado, tomó las cartas y comenzó a leerlas con toda atención.

Parecían también un sueño. A veces se tienen sueños raros, imposibles, en contradicción con las leyes de la naturaleza. Al despertar se recuerda con claridad y asombro el hecho extraño vivido en ellos. Primero se acuerda uno de haber conservado el discernimiento durante todo aquel desfile de imágenes fantásticas; se recuerda asimismo el haber obrado con una destreza y una lógica extraordinarias cuando le rodeaban a uno los asesinos, cuando se esforzaban en enmascarar sus intenciones y cuando, prestos a degollarnos a la primera ocasión, nos prodigaban sus pruebas de amistad. Nos recordaban también con qué ingeniosa estratagema logramos burlarlos y esquivarlos. Luego dudamos de que no conocieran nuestro ardid y pensamos que fingían ignorar el lugar de nuestro escondite. Entonces se ha usado otra vez de la astucia para engañar a los perseguidores. Uno recuerda todo eso perfectamente y, sin embargo, ¿cómo pudo ser que nuestra razón aceptase todos aquellos absurdos, aquellas inverosimilitudes notorias que llenaban el sueño? Uno de los asesinos se transformó en mujer ante nuestros ojos, luego esa mujer se metamorfoseó en un veneno horroroso, repugnante, y nosotros creíamos que ello sucedía en verdad, lo aceptamos sin la menor sorpresa, mientras, a la par, nuestra inteligencia desplegaba una potencia insólita realizando maravillas de astucia, de penetración y de lógica. ¿Por qué pues, al despertar y tornar al mundo real, se advierte casi siempre, y a veces con rara viveza de impresión, que el sueño, al alejarse, se lleva con él una especie de enigma inadivinado? La extravagancia del sueño nos impele a sonreír, y a la vez presentimos que todo ese conjunto de absurdos contiene una idea, una idea real, perteneciente a nuestro mundo verdadero, una cosa que existe y ha existido siempre en nuestro corazón. Nos parece encontrar en ese sueño una profecía que esperamos, y creemos experimentar una fuerte sensación, o alegre o lúgubre, pero positiva, aunque no sabemos comprenderla ni volverla a vivir.

La lectura de aquellas cartas produjo en Michkin una impresión semejante. Ya antes de dirigir sus ojos a ellas advertía que el mero hecho de que existiesen, incluso su posibilidad, equivalían por sí solos a una pesadilla. ¿Cómo se habría decidido Nastasia Filipovna a escribir a Aglaya? Así se preguntaba el príncipe mientras paseaba solo, durante la tarde, olvidando con frecuencia incluso el lugar en que se encontraba. ¿Cómo habría escrito sobre tal tema, y cómo una fantasía tan insensata pudo acudir a su cerebro? Pero el sueño se había realizado y —lo cual sorprendía a Michkin más que todo lo restante— mientras leía aquellos escritos él mismo creía en la posibilidad, y hasta en la razón de ser, de aquel sueño. Tratábase, cierto, de un sueño, de una pesadilla, de una locura, pero existía también un elemento cruelmente real, dolorosamente justo, que autorizaba tal sueño, tal pesadilla, tal locura. Durante varias horas consecutivas, el príncipe quedó como aniquilado por lo que había leído. Ciertos pasajes de las cartas acudían a su mente sin cesar, y entonces los ponderaba profundamente. Quería, a veces, decirse que había abandonado todo aquello hacía mucho, e incluso le parecía haber leído semejantes escritos largo tiempo atrás. Era como si todos los sufrimientos, temores y angustias experimentados desde entonces tuviesen su origen en aquellas cartas leídas antaño, imaginariamente, por él.

«Cuando abra usted este pliego —comenzaba la primera carta— mire primero la firma. Ella se lo dirá todo, le explicará todo. Es inútil, pues, que me justifique ante usted y que le dé explicaciones. Si en el más remoto sentido ambas fuésemos iguales, podría usted encontrar un insulto en mi audacia; pero ¿quién soy yo y quién es usted? Somos verdaderos antípodas y la distancia entre ambas es tal, que yo no podría ofenderle, aunque quisiera».

En otro lugar, Nastasia Filipovna decía:

«No vea en mis palabras la exaltación morbosa de un espíritu enfermo, si le digo que yo la considero como una perfección. La he visto y la veo todos los días. No la juzgo: no es el raciocinio el que me ha llevado a considerarla una perfección. Éste, para mí, es sencillamente un artículo de fe. Pero yo obro mal con usted en un sentido: la quiero. La perfección no puede amarse, sino sólo admirarla, ¿verdad? Y, sin embargo, estoy prendada de usted. Aun cuando el amor iguala a los hombres, le niego que no tema: no la rebajo hasta mí, ni aun en lo más íntimo de mi pensamiento. He escrito: “no tema”. ¿Acaso puede usted temer? Si ello fuera posible, yo besaría el suelo que pisan sus pies. ¡No, no quiero igualarme a usted! ¡Mire, mire la firma; mírela pronto!».

«Observo, sin embargo (escribía en otra carta), que aun cuando uno el nombre de usted al de él, ni una sola vez le pregunto si usted le ama, en cambio, se enamoró de usted en cuanto la vio. Pensaba en usted como en una “luz”. Tal fue la expresión textual que oí de sus propios labios. Pero tampoco necesitaba sus palabras para saber que era usted su luz. He vivido un mes a su lado y he comprendido entonces que usted le amaba también. Los dos han sido hechos el uno para el otro».

«¿Es posible? (decía luego). Pasé ayer junto a usted y me pareció que se ruborizaba. No, no es posible: debo de haberlo imaginado. Aun cuando se la condujera al más infame de los lugares y se le mostrasen los más viles vicios, usted no tendría por qué sonrojarse: está por encima de toda afrenta. Puede usted odiar a los hombres bajos y cobardes, pero sólo por las ofensas que causen a los otros, ya que a usted no puede alcanzarle ninguna. ¿Sabe que yo creo que usted debía quererme también a mí? Usted es para mí lo que para él: un ángel de luz. Y un ángel no puede odiar, ni amar siquiera. Me he preguntado a menudo si es posible amar a todos nuestros prójimos. Pero es evidente que no se puede, que ello es incluso antinatural. El amor abstracto de la humanidad se resuelve casi siempre en egoísmo. Pero lo que para nosotros es imposible no lo es para usted. ¿Cómo podría usted dejar de amar fuese a quien fuere, cuando se mueve usted en una región inaccesible a toda ofensa, a toda irritación personal? Sólo usted puede amar sin egoísmo; sólo usted puede, al amar, prescindir de sí misma y no pensar sino en aquel a quien ama. ¡Qué doloroso me sería saber que usted sentía vergüenza y enojo al recibir mis cartas! Ello resultaría ruinoso para usted misma, porque se pondría, al hacerlo, a igual nivel que yo».

«Ayer, después de verla, volví a casa e imaginé una escena pictórica. Los pintores representan siempre a Cristo en alguna escena evangélica; pero yo no la representaría así. En el cuadro que imaginé, Él estaría solo (hay que tener en cuenta que sus discípulos se separaban de él a veces). A su lado sólo pondría un niñito. El niño ha ido a jugar junto a Jesús, o bien a contarle alguna cosa, con la inocencia de su edad. Cristo, después de escucharle, ha quedado meditabundo, olvidando la mano sobre la cabecita del pequeño. Mira al horizonte lejano, en sus ojos se adivina un pensamiento grande como el mundo y su rostro está triste. El niño, dejando de hablar, se ha acodado en las rodillas de Jesús, apoyando la mejilla en la mano y mirando fijamente a Cristo con ese aire pensativo que se ve en los niños algunas veces. El sol se pone… Tal sería mi cuadro. Usted es inocente y toda su perfección consiste en su inocencia. ¡No recuerde más que esto! ¿Qué le importa mi cariño por usted? Usted será mía para siempre. Toda mi vida estará usted a mi lado… Y moriré muy pronto».

En la última carta se leían las siguientes palabras:

«No piense nada de mí, por amor de Dios. No crea que me humillo por escribirle así, o que soy de esos seres que encuentran placer en el rebajamiento y hasta se rebajan por orgullo. No, yo tengo también mis consuelos, si bien me sería difícil explicárselos. Casi no comprendo yo misma cuáles son. Pero sé que no me puedo humillar, ni aun por orgullo. Y soy incapaz de sentir la humildad de un corazón puro. Por consecuencia, no me humillo en nada.

—¿Por qué quiero unirlos a los dos? ¿Por usted o por mí? Por mí, desde luego. Todas mis dificultades quedarían resueltas así; hace tiempo que lo he pensado… Sé que hace meses su hermana Adelaida, viendo mi retrato, dijo que una belleza tal podía revolucionar el mundo. Pero he renunciado al mundo. Le parecerá absurdo que escriba tales palabras… yo, a quien siempre ha visto cubierta de encajes y diamantes, rodeada de una reunión de truhanes y beodos. No pongo atención en eso. Yo no existo ya, y lo sé. ¡Dios sabe quién habita mi cuerpo en vez de mi verdadera personalidad! Y leo esa certeza en la mirada de dos ojos, de dos ojos terribles que me espían sin cesar incluso cuando el semblante a que pertenecen no se halla ante mí. En este momento esos ojos callan (¡callan siempre!), pero yo conozco su decreto. La casa de ese hombre es sombría, lúgubre y encierra un misterio entre sus muros. Estoy segura de que él guarda en alguna parte una navaja de afeitar envuelta en seda como ese célebre asesino de Moscú, que también vivía con su madre y había envuelto en seda una navaja de afeitar con la que se proponía degollar a unas personas. Siempre que estoy en casa de este hombre pienso que debajo del pavimento debe de haber un cadáver, acaso escondido allí por su padre, como en el caso del asesino de Moscú, me figuro que ese cadáver debe estar envuelto en un hule y, también, rodeado de frascos de líquido «Chadanov»… ¡Casi podría mostrarle el lugar en que yace el cadáver! Este hombre no dice nada, pero sé que dado lo que me ama, es imprescindible que me odie. El casamiento de usted y el nuestro se celebrarán a la vez. Así lo hemos convenido él y yo. No tengo secretos para él, pero con gusto le mataría. ¡Me inspira tanto temor! Pero antes me habrá matado él. Hace poco, hablándole así, se ha puesto a reír y me ha dicho que yo deliraba. Sabe que le escribo…

Idénticas expresiones delirantes aparecían en otros párrafos de las cartas. La segunda de ellas, muy clara, cubría dos pliegos de papel de tamaño doble, llenos de una letra muy fina.

Michkin salió del parque después de haber errado largo rato por él, como la víspera. La noche, clara y transparente, le pareció aún más clara que de costumbre. «¿Es posible que sea tan temprano?». Se había olvidado de sacar el reloj. Percibió los sonidos de una música lejana. «Está tocando la banda. Ellas no deben de haber acudido hoy al concierto». Mientras formulaba ese pensamiento se dio cuenta de que se hallaba muy cerca de la casa del general Epanchin. Sabía de antemano que acabaría dirigiéndose a ella. Entonces subió a la terraza. Le desfallecía el corazón. No había nadie. Aguardó un momento y luego abrió la puerta de la sala. «Nunca cierran esta puerta», pensó. La sala estaba vacía y obscura. De pronto se abrió otra puerta y entró Alejandra Ivanovna, con una bujía en la mano. Al distinguir al visitante, la joven se detuvo y le miró, sorprendida. Era notorio que atravesaba la habitación para dirigirse a otra y no esperaba hallar a nadie en aquel lugar.

—¿Cómo es que está usted aquí? —preguntó al fin.

—Pasaba junto a la puerta… y he entrado.

Maman no se siente bien y Aglaya tampoco. Adelaida se ha ido a acostar y yo voy a hacer lo mismo. Hemos pasado la velada solas. Papá y el príncipe están en San Petersburgo.

—He tenido… he venido… porque…

—¿Sabe qué hora es?

—No.

—Las doce y media. A esta hora siempre solemos estar acostados. —¡Ah! Yo creía que… eran las nueve y media…

Alejandra estalló en risas.

—¡Tiene gracia! Pero ¿por qué no ha venido antes? Podíamos haber estado aguardándole y…

—Yo creía… —balbució él, iniciando la marcha.

—Hasta la vista. ¡Lo que van a reírse todos mañana cuando cuente esto!

Michkin volvió a su casa siguiendo el camino que bordeaba el parque. Sus ideas estaban trastornadas, el corazón le latía violentamente, todas las casas asumían, en torno suyo, aspectos fantásticos. De pronto se ofreció a sus ojos la visión que por dos veces se le apareciera en sueños. La misma mujer salió del parque, y se detuvo en el camino ante Michkin. Se dijera que le esperaba. Él, tembloroso, interrumpió su marcha, y ella, asiéndole la mano, se la estrechó con fuerza. «No —pensó Michkin—, ésta no es una aparición».

Ella estaba frente a él, a solas por primera vez desde su separación, y le hablaba. Pero él la miraba en silencio, con el corazón rebosante y dolorido. Jamás desde entonces pudo olvidar aquel encuentro, ni nunca lo recordó sino con infinita congoja. De pronto Nastasia Filipovna, como una demente, se arrodilló ante Michkin, que retrocedió, espantado. La joven tomó su mano, para besársela. Como en sueños, el príncipe vio pender dos lágrimas de las largas pestañas de Nastasia Filipovna.

—¡Levántate, levántate! —exclamó, esforzándose en hacer que se incorpora—. ¡Levántate en seguida!

—¿Eres feliz? ¿Feliz? —preguntó la mujer—. Dime una sola palabra: ¿Eres feliz ahora? ¿Lo eres en este instante? ¿Has estado con ella? ¿Qué te ha dicho?

Continuaba de rodillas, sin atenderle. Las preguntas se agolpaban a sus labios y surgían precipitadas, como si alguien la persiguiese y ella, sabiéndolo, estuviera inquieta y ansiosa.

—Me voy mañana, como me has ordenado. No volveré a escribir más. Ésta es la última vez que te veo… ¡La última! ¡Ésta sí que es la última vez!

—¡Cálmate y levántate! —gritó él, desesperado.

Nastasia Filipovna le cogió los brazos y le contempló con anhelo. Luego se incorporó y alejóse a toda prisa, diciendo:

—Adiós…

Michkin vio aparecer a Rogochin de improviso, tomar el brazo de Nastasia Filipovna y desaparecer con ella.

—Espera un momento, príncipe —instóle Parfen Semenovich—. Vuelvo contigo antes de cinco minutos.

En efecto, cinco minutos más tarde Rogochin volvía al lugar donde Michkin le aguardaba.

—La he dejado en el coche, que espera ahí cerca desde las diez —expuso—. Ella sabía que tú pasarías la velada en casa de esa otra mujer. Le transmití exactamente el contenido de la carta que me dirigiste. Nastasia Filipovna no volverá a escribir más cartas a esa amiga tuya y, como lo deseas, mañana mismo se irá de Pavlovsk. Ha querido verte por última vez a pesar de tus negativas de entrevistarte con ella. Te esperamos aquí, en ese banco. Así sentíamos la seguridad de verte cuando regresaras.

—¿Y te ha traído consigo?

—¿Por qué no? —repuso Rogochin, sonriendo—. No he visto más de lo que ya sabía. ¿Has leído sus cartas?

—¿Es posible que tú las hayas leído también? ¿Es verdad? —exclamó Michkin, transido de espanto ante tal pensamiento.

—¡Pero si me las ha enseñado todas! ¿Has visto lo que dice de la navaja? ¡Ja, ja!

—¡Está loca! —exclamó Michkin, retorciéndose las manos.

—¿Quién sabe? Quizá no… —murmuró Rogochin en voz baja y como para sí. El príncipe no le contestó.

—Adiós —dijo Parfen Semenovich—. También yo me voy mañana. No me guardes rencor… —Y volviéndose bruscamente, agregó—: Amigo mío, no has contestado a la pregunta de Nastasia Filipovna: ¿eres feliz o no?

—¡No, no, no! —exclamó Michkin, con inexpresable tristeza.

—Ya me lo figuraba —repuso Rogochin.

Y, riendo sarcásticamente, se alejó sin volver la cabeza.