Capítulo 22
Me separo de Esteban y escribo El mismo mar de todos los veranos
El año 1978 fue un año decisivo en mi vida. Llevé a cabo dos proyectos, tan viejos —sobre todo uno de ellos—, que había perdido ya la esperanza de que se realizaran jamás. El más reciente era separarme de Esteban.
Desde mi vuelta de Nueva York la situación había ido de mal en peor, hasta tornarse insoportable. No sólo para mí: para los dos. Estábamos tan descontentos cada uno de nosotros de sí mismo como del otro. Pero, por raro que parezca, nos queríamos mucho, habíamos sido enormemente felices, pasábamos todavía buenos momentos y yo sabía que no volvería a encontrar a otro hombre como él. O quizás esperaba un milagro: despertar una mañana y haber dejado atrás aquella pesadilla, que todo fuera como al principio.
Lo cierto es que había renunciado ya a separarme, cuando de pronto, un día, comprendí que habíamos atravesado juntos todos los círculos del Paraíso y del Infierno (nos habíamos saltado el Purgatorio), que habíamos sido felices y desdichados como nunca antes y tal vez como nunca lo seríamos después, que nos habíamos amad o perdidamente y nos habíamos detestado con parecida intensidad, que nos habíamos dicho las palabras más tiernas y las más atroces, que nos habíamos hecho recíprocamente lo mejor y lo peor de lo que éramos capaces, y que ahora habíamos llegado al final. O tal vez no fuera tan melodramático y literario. Era mera cuestión de supervivencia, habíamos llegado a un punto en que aquella situación podía acabar conmigo y me revolví como un gato panza arriba.
Esteban se fue de casa —Néstor y Milena se quedaron conmigo, ni se me habría ocurrido separarme de Esteban si esto hubiera comportado el riesgo de perderlos— enfurecido, y durante unos meses todo fueron agresiones y amenazas telefónicas. Sólo gracias a la mediación de Marisa, siguió viendo regularmente a nuestros hijos. Y luego un día me citó en un café, me contó que había tenido un sueño revelador, que ahora sabía que me quería y me iba a querer para siempre, que lamentaba haberse comportado durante años de aquel modo, que no lo entendía, que había sido una locura, una enfermedad, y que le gustaría reanudar cierto trato conmigo.
A partir de este momento y hasta su muerte nos hablábamos a menudo por teléfono, le consultaba yo los problemas concernientes a los niños, venía a cenar a nuestra casa (las dos perras enloquecieron de alegría cuando le volvieron a ver por primera vez) o salíamos a cenar fuera. Y uno de los elementos más tristes —no más dolorosos, ni más terribles, ni más graves, pero sí más tristes— de esta historia es que en aquellas cenas yo me aburría a morir.
Esteban murió relativamente joven, de cáncer, y, cosa muy propia de él y horrible para mí, sin hablarlo con nadie. Un día había llamado para decirnos que no podía venir a cenar porque no estaba bien del estómago. Le propuse prepararle un arroz de enfermo, pero dijo que prefería no moverse de casa. Hubo otra llamada comunicándome que había ido al médico y que le iban a hacer unas pruebas, y una tercera asegurando que ahora estaba tranquilo, porque no era grave, y que se resolvería con una operación muy sencilla. Y estoy segura de que durante todo este tiempo él ya sabía que iba a morir.
Mi padre pasó a verle por la clínica un rato antes de la operación, y no se quedó a presenciarla: mi padre era uno de esos raros médicos a los que les basta ver a un paciente para intuir lo que ocurre. Esteban se moría, la operación era inútil, y él lo sabía y no lo hablaba con nadie y se dejaba operar. Recordé algo que me había contado de cuando era un niño de seis o siete años. Se había descubierto una mancha en un pie y había pensado: «Seguro que es lepra, me voy a morir». Pero no se lo había dicho a nadie, durante días y días había vivido a solas esta angustia, hasta que advirtió que la mancha se debía a que desteñían sus zapatos. Ahora, después de la operación, no preguntó nada. ¿Y yo? A mí me habría parecido mejor acostarme a su lado, abrazarle, preguntarle lo que sentía, lo que pensaba, llorar a gritos, pero tal vez haya angustias y miedos que no pueden compartirse y tal vez ante la muerte estemos siempre solos.
Por otra parte, no tuve siquiera ocasión de hablar con él sin que hubiera nadie más en la habitación. Porque desde que ingresó en la clínica apareció allí Cata, no como su exesposa: como si no hubiera dejado nunca de serlo. Por un motivo más triste había recuperado como Marisa la posibilidad de decir «mi marido», de ser la «señora de» y figurar socialmente como mujer casada. Cata montó guardia permanente, con Edgar y Elena, junto a la cama del enfermo durante el mes largo que Esteban tardó en morir (que permitieron que tardara en morir), y yo lo acepté, porque sus dos hijos mayores le querían muchísimo e iban a cuidar bien de él, y también por pereza, por comodidad, porque era para mí una vieja historia y porque tiendo a evadirme, cobardemente, de los escenarios donde reina la muerte. Tanto es así que equivoqué la hora de la ceremonia y llegamos Néstor y yo tarde a la incineración.
Esteban murió, Cata puso una esquela en la prensa, en nombre de «su esposa» y «sus dos hijos» (obviamente no se refería a mí y a los míos), y poco después moría de repente mi padre. Yo había perdido en apenas un mes a los dos hombres más importantes de mi vida. Y mis hijos habían perdido, aún adolescentes, a su padre y a un abuelo al que adoraban. También, años después, las dos mujeres más importantes de mi vida, mi madre y Mercedes, morirían con tan poco tiempo de diferencia que mamá no llegó a enterarse de la muerte de Mercedes.
El segundo proyecto, de índole muy distinta, era tan antiguo que se remontaba a mi primera infancia. Desde los siete o los ocho años yo tenía decidido que lo mío era ser escritora o actriz. Escribía poemas —como el de la primera comunión— y me subía a una silla para recitarlos o montaba con amigos pequeñas representaciones en los jardines de las casas de veraneo o en los terrados de la ciudad. Más tarde estudié un curso en el Instituto del Teatro, seguí participando en funciones universitarias y de aficionados, y también escribiendo durante todos los años de universidad. Después se acabó y quedaron en mi vida dos asignaturas pendientes, mientras me dedicaba a una profesión —la de editora— en la que nunca había pensado antes.
Estaba cerca de cumplir cuarenta años cuando decidí ponerme a escribir una novela y, por mucho que me desagradara lo que llevara hecho, seguir hasta el final, en lugar de abandonar a las pocas páginas, como había ocurrido en dos intentos anteriores. Andrés Bosch me había dicho que no sabías nada de una novela hasta que estaba terminada, del mismo modo que no sabías nada de un amor hasta que ibas a la cama. Tal vez estuviera en lo cierto.
Decidí escribirla a hurtadillas, sin que lo supiera absolutamente nadie, porque temía que, si hablaba de ella, se evaporaría, perdería aroma, como una botella de colonia abierta, y, por otra parte, no me apetecía propagarlo a los cuatro vientos y luego no cumplirlo o que el resultado fuera desastroso. Una parte la hice en mi despacho de la editorial —entre visitas, llamadas telefónicas, interrupciones constantes—, otra, la más extensa, en Cadaqués, con mis dos hijos todavía muy pequeños, los niños amigos de mis hijos, las canguros de todos ellos, un montón de invitados, y los constantes conflictos con Esteban… Allí comprobé que uno puede escribir en cualquier circunstancia y en cualquier lugar.
En poco más de un año mi novela estaba terminada, y consideré que, mejor o peor, era publicable. Sabía que Carlos la sacaría en Barral Editores, o Jorge Herralde en Anagrama, pero me pareció un fraude salir avalada por tan buenos editores sólo por amistad (efectivamente, lo primero que dijo Carlos al ver el libro fue: «¡Te lo hubiera editado yo!»), y preferí publicármela en Lumen.
Di el original a la imprenta, sin que figurara el nombre del autor, y me sentí muy halagada cuando Carmen Giralt —mi principal colaboradora en Lumen, durante años una de mis mejores amigas, compañera de múltiples viajes y compinche de desmesuradas aventuras— me preguntó: «¿De quién es la novela que me diste? La estoy leyendo y me parece fantástica». Diez días antes de que el libro se distribuyera en librerías, sólo estaban en el secreto tres personas: Carmen Giralt, Mercedes Torrents y José Batlló, poeta y editor, a quien debo que el título original, Y Wendy creció, sacado de Peter Pan, fuera sustituido por otro infinitamente mejor, El mismo mar de todos los veranos.
Entonces monté una gran fiesta sorpresa, a la cual invité a las personas que habían sido importantes para mí en las distintas etapas de mi vida y en los ambientes más diversos. Les dije que se trataba de celebrar algo (algunos supusieron que una reconciliación con Esteban, del que me había separado unos meses antes), pero no supieron qué hasta que vieron sobre la mesa de la sala un montón de libros ya editados. Es curioso que a los amigos del colegio y de la universidad les pareciera lo más natural del mundo, mientras que mis relaciones de los últimos veinte años no tenían la menor idea de mis intenciones de ser escritora.
Una historia de amor entre mujeres era todavía motivo de escándalo en 1978 y la visión que yo daba de la burguesía catalana era más que negativa, pero, a pesar de que el personaje de la madre hubiera ofendido a muchas madres, a la mía le gustó —que a ella le gustara atenuó el inicial escándalo de mi padre—, y, cuando supo que iba a dar una fiesta, me preguntó: «¿Quieres que vaya?», y yo dije: «Si crees que mi novela es motivo de celebración, sí». Respondió que sí, y añadió: «¿Tal cual o como la del libro?». Naturalmente seguí el juego y afirmé que como la del libro. Y mamá apareció en mi fiesta vestida de largo, envuelta en gasas y con plumas de aves del paraíso surgiéndole del pelo.
Para mi gran sorpresa, El mismo mar de todos los veranos tuvo una excelente crítica y se vendió muy bien. Hay dos cosas que recuerdo con especial cariño. La primera fue que mi amiga Michi Strausfeld, ya entonces un importante enlace entre las editoriales alemanas y españolas, vendió los derechos de mi libro a una importante editorial de Hamburgo. Yo no lo podía creer y estaba tan contenta que prometí a las chicas que trabajaban conmigo —Lumen era, con excepción de mi padre y de Ricard Grau (hermano de una de mis mejores amigas de toda la vida, María Ángeles Grau), una empresa llevada por mujeres— destinar todo el anticipo que pagaran en una cena con ellas. Llegó el anticipo, ¡y ni pidiendo los platos más caros del mejor restaurante de Barcelona se podía gastar tanto dinero! De modo que las invité al Simpson’s de Londres, con todos los gastos pagados. Fue un viaje divertido y accidentado. Al año siguiente iríamos a París con el producto de la venta de unos grabados (numerados y firmados por la autora, Aurora Altisent, que nos acompañó en el viaje) del libro, con sus dibujos y textos de Alexandre Cirici Pellicer, Barcelona tendra, que acabábamos de editar.
La segunda sorpresa agradable fue recibir un aluvión de cartas; rebasaban con mucho el centenar. Había más de mujeres, pero algunas de las firmadas por hombres figuraban entre las más hermosas. Recuerdo una muy breve, escrita en alta mar por un marino, preciosa, y, como ocurre a menudo, justo la carta que me habría gustado responder venía sin remite, porque quien la había escrito no esperaba reciprocidad. Muchas de las cartas hablaban de literatura, pero otras muchas de cuestiones personales, de modo que me vi convertida de pronto en una especie de consultora sentimental. Algunas lectoras se veían reflejadas, se identificaban. Casi todas con Elia, la mujer madura; algunas, con Clara.
Las guardé mucho tiempo, pero hace un par de años, en uno de esos arrebatos míos de ordenar y tirar (odio dejar rastros de mí), me deshice de ellas. Pero sí guardé —un rasgo sin duda de vanidad— la que me escribió Carmen Martín Gaite el 27 de mayo de 1978. Dice así:
Querida amiga:
Tu novela El mismo mar de todos los veranos, que acabo de terminar, me ha deslumbrado. Sumida todavía en el sortilegio reciente de su lectura, y antes de que dé paso a la tentación de una crítica reflexiva y razonable, te quiero dar las gracias por la tarde tan larga, tan diferente a todas, que me has proporcionado.
Cuando se produce esta tentación, que se producirá, escribiré un comentario para Diario 16, donde colaboro a veces. Pero lo que siento ahora, mirando desde mi terraza cómo se consume esta tarde donde aletean pájaros moribundos, es algo muy distinto e inexpresable. Jamás entenderías la fuerza del fluido que, en estos momentos, me une a ti, por el puente prodigioso de palabras que has tendido en tu novela y que se derrumbará, después de haber pasado yo sobre él, al menor soplido, tan frágil era, tan inverosímil, tan oportuno y mágico, tan sabio.
¿Cómo has conseguido ponerlo en pie para que yo pasara?
Gracias.
La primera vez que yo había visto a Carmen Martín Gaite había sido en una sala de fiestas madrileña, a la que supongo habíamos acudido tras un acto montado por Distribuciones de Enlace. Me sorprendió que Carlos Barral le dedicara toda su atención y bailaran juntos baile tras baile. Lo hacían muy bien. Carmiña —así la llamábamos los amigos— cantaba, bailaba y contaba historias con mucha gracia, era un poco histriónica y numerera, como Matute, y, al igual que Matute, aunque por caminos distintos, se metía a cualquier público en el bolsillo. Yo aquella noche todavía no la conocía, y, cuando le pregunte después a Carlos quién era aquella señora mayor que nosotros, vestida de modo insólito y rebuscado, con un lacito de terciopelo negro en la melena canosa, con la que había bailado todos los bailes, me explicó que era Carmen Martín Gaite, una escritora estupenda, no tenía nada que envidiar a Matute, aunque fuera menos famosa (al parecer la comparación de las dos se producía de modo inevitable, pensé yo, como la de Delibes y Cela), y él se había mostrado especialmente cariñoso con ella porque su marido, Rafael Sánchez Ferlosio, acababa de abandonarla y Carmiña debía de estar pasándolo muy mal.
Poco tiempo después invité a Carmiña a estar unos días conmigo y con Ana Moix en la casa de Cadaqués. Fue allí donde nos hicimos realmente amigas. Ella pasaba momentos difíciles, pero procuraba mostrarse animosa. Hacía lo imposible por disfrutar al máximo y por lograr que lo pasaran bien los demás. Gozábamos de la barca y del mar, charlábamos por los codos, reíamos mucho. Por las tardes, mientras Ana y yo jugábamos con otros amigos a las cartas, se ponía guapa —pantalones cortos de color rosa y adornos en la melena entrecana— y se iba a dar un garbeo por el pueblo. A mis hijos, todavía muy pequeños, les parecía un personaje de cuento, una especie de bruja buena.
Hubo un solo momento en que vi a Carmiña hundida. Despertó con problemas de audición y temió quedar sorda. Y decía que aquello sería demasiado, que no iba a soportarlo. Su crisis duró poco, pero tuve una visión anticipada, tal vez la primera, de la vejez, de lo que debía de ser ese miedo a perder de día en día facultades.
Después volvimos a Barcelona en mi coche. Carmiña se pasó el viaje cantándonos coplas románticas y burlescas y populares, con gran jolgorio por parte de los niños. Antes de regresar a Madrid, quiso que la acompañara a Calafell para ver a Carlos. Nos recibió Ivonne recién salida de la cama, se apresuró a decirnos que no podíamos quedarnos a almorzar porque no tenía sitio, que fuéramos a tomar algo a La Espineta y Carlos nos buscaría allí. Fuimos, pedimos un pica pica y esperamos que llegara Carlos. Llegó, tomó una copa, estuvo tres minutos y se largó, farfullando algo que parecía una disculpa. Nosotras pagamos el aperitivo y regresamos a Barcelona… ¡Esos Barrai!
Reedité de Carmiña un libro de ensayo, Usos amorosos del siglo XVIII, y más adelante, un día que nos encontramos en casa de Miguel y Mari Paz García, se me ocurrió pedirle que me escribiera un cuento para niños. Respondió resueltamente que no, que nunca había pensado en hacer nada infantil, pero poco después me notificó que había cambiado de opinión, y unas semanas más tarde me anunció el envío del texto: «No sé cómo agradecerte la sugerencia que me hiciste hace un mes en casa de Miguel y Mari Paz… Desde que acabé El cuarto de atrás, no había gozado tanto escribiendo una cosa, ni me había sentido tan en vena ni tan divertida. Ojalá le guste a Milena». El cuento, muy bonito, muy distinto a lo que se publica habitualmente para niños, se llamaba El castillo de las tres murallas, y Martín Gaite escribió todavía otros dos libros infantiles.
Lo cierto es que, pese a un par de incidentes conflictivos —debidos a razones de trabajo— y a algún incómodo desencuentro —debido a las mismas razones—, rápidamente superados, mi relación con Carmiña fue una hermosa relación, que duró casi veinte años, hasta su muerte en julio del 2000.