Capítulo 9

Breve período de descontrol y «libertinaje»

En algún momento, sin dejar todavía de estar enamorada de Oriol, no pude seguir soportando la situación. Muchos años después me escribió, creo que para felicitarme por el éxito de mi primer libro, y aseguraba en algún punto de la carta «haberme querido más que nadie». Me chocó mucho aquella afirmación: alguien puede decir que te ha querido más que a nadie, pero ¿cómo va a pretender que nadie te ha querido tanto a ti? Supongo, por la tragedia que montó cuando finalmente le dejé, que sí me quiso, aunque tengo la certeza de que en ningún momento tanto como cuando supo que me perdía. Cualquier vieja, irrespetuosa o no, sabe que el amor de uno se acrecienta cuando el amor del otro decae, y que mujeres que no han estado nunca o no están ya enamoradas de sus parejas sufren unos ataques de celos delirantes, que sólo estarían justificados por un gran amor, si él tiene una amante o simplemente se interesa por otra.

Después de dos años de una relación tan desigual, tan asimétrica, en la que yo tenía la sensación de ponerlo todo de mi parte y él me hacía notar de vez en cuando que yo no era exactamente su tipo (lo cual era por otra parte cierto, mientras que era infundado su temor de que no existían mujeres de su tipo a las que fuera capaz de enamorar, pues tuvo finalmente la suerte de encontrar una y de casarse con ella y de compartir con ella el resto de su vida, y líbreme dios de pretender ser yo la que más le he querido), no pude soportarlo más. Necesitaba sentirme querida, deseada, mimada, halagada. Necesitaba volver a ser para alguien el centro del universo, reafirmar mi seguridad de que podía volver a serlo, recuperar la autoestima que había ido deteriorando —deliberadamente o no— Oriol.

Hubo un hecho determinante. La gauche en pleno se trasladaba un final de semana a Cadaqués para celebrar una gran fiesta por algún motivo que he olvidado. A mí nunca me han gustado los festejos multitudinarios, y, cuando Oriol decidió que nosotros no iríamos, porque tenía un compromiso ineludible en otro lugar, no me importó lo más mínimo y me dispuse a pasar sola en Barcelona el fin de semana. Pero el sábado me telefoneó un buen amigo, creo —aunque no estoy segura— que Lluís Permanyer. Con Lluís, al que luego he tratado poco, mucho menos de lo que yo habría querido, salíamos entonces a menudo, porque su novia pasaba una temporada en París, él estaba solo y compartíamos multitud de aficiones. Si puedo tener amistades amorosas con mujeres, también puedo tener amistades sin ingrediente amoroso ninguno con hombres, aunque sean tan tiernos, tan encantadores, tan guapos, tan inteligentes y tan profundamente bondadosos como Lluís y aunque les quiera tanto como a él.

Me llamó, pues, Lluís, e insistió en que le acompañara a Cadaqués. Tomaríamos una buena cena por el camino, estaríamos sólo el rato que me apeteciera en la fiesta, nos daríamos un estupendo baño a la mañana siguiente… Me apeteció, fuimos, y, junto a la pista de baile, me encontré cara a cara con Oriol. Estaba con una muchacha que me pareció desconocida. No sentí ira, ni siquiera celos. Quedé petrificada de asombro. No lo entendía. Y entonces él, considerándose, supongo, culpable, pillado en falta, tuvo un ataque de furia del que no le sabía capaz. Allí, delante de la chica, de mi amigo, de la gente que nos rodeaba, me increpó, me preguntó casi a gritos qué demonios hacía yo allí, quién creía que era, qué derecho tenía a espiarle, a seguirle para controlar lo que hacía o con quién estaba. «No soy nadie», pensé, pero a él no le dije nada. Le supliqué a mi amigo que no armara un escándalo, que me sacara de allí, y, cuando me propuso volver inmediatamente a Barcelona, le pedí que me llevara a una playa, al mar, que me dejara meterme en el mar. El mar lo apacigua todo, lo limpia todo, lo cura todo. Fue la primera vez que pensé que quería morir en el mar, acariciada por el mar, mecida por las olas, devorada lentamente por los peces pequeños.

De un modo u otro me reconcilié con Oriol y seguimos juntos, pero empezó para mí una nueva etapa. La compartí con Vida, y la palabra «libertinaje», que he utilizado en el título, no corresponde a la realidad de lo que viví, supongo que la he elegido por razones sonoras. Es una hermosa palabra, de vieja estirpe, que cruza leve por la boca con burbujeo de champán. De hecho, fue una etapa de experimentación. Buscaba la emoción de las aventuras, el placer del amor, pero también pretendía, a través de experiencias nuevas, ampliar mis conocimientos sobre los demás, sobre mí misma, sobre ese sexo del que en realidad sabía poco, por mucho que repitiera Oriol que yo, a pesar de no ser su tipo, era una diosa haciendo el amor. Algo habitual en los hombres jóvenes, pero que en los primeros 60 no se daba en las mujeres, al menos en mujeres como nosotras. La prueba es el desconcierto total en que quedaban sumidas las víctimas. Que mujeres con profesiones más bien importantes, que se tomaban muy en serio su trabajo, con las que se podía discutir de igual a igual sobre política, sobre arte, sobre literatura, estuvieran dispuestas, no a dejarse follar, sino a follar, sin que mediara compromiso por ninguna de ambas partes, sin que se mencionara la palabra amor, sin que se pidiera nada a cambio, no les cabía en la cabeza. Tardaban en convencerse de que realmente se trataba de esto, de que no les largaríamos en el último momento un «pero ¿tú qué te has creído?» o «¿a mí por quién me tomas?», y, cuando tenían esta convicción, que obviamente les encantaba, se sentían a veces tan turbados que eran, al principio, torpes en el amor.

No en aquellos tiempos, sino en la actualidad, me cuenta una amiga de mi hija que la primera vez que ella y el chico que luego ha sido su novio se encerraron en su dormitorio, encendido él y deseándola a tope, bastó que ella, previsora, sacara un paquete de preservativos de la mesilla de noche para que al chico se le pasara de golpe la erección y fuera aquel día incapaz de follar.

Los varones llevan milenios dirigiendo el juego (todos los juegos) y les cuesta aprender otro papel. Y luego, en gran número de casos, son ellos los que se enamoran (perdidamente diría Maitena, estupenda dibujante y amiga argentina) de ti, y no sabes cómo sacártelos de encima sin hacerles demasiado daño. Tal vez, al asumir nosotras el rol considerado masculino, algo les lleva a ellos a apropiarse del que nos ha estado reservado desde siempre a nosotras.

Es muy difícil, aunque uno lo desee (que no era mi caso), conseguir que un solo amor dure toda la vida. Yo había creído en la posibilidad de un amor único durante mi adolescencia y mi juventud. Creí que mi amor por Jiménez, mi profesor de literatura, duraría hasta la muerte, creí que mi amor por Mercedes duraría hasta la muerte (de hecho sería hasta su muerte uno de mis seres más queridos), creí que mi amor por José, unido a mi amor por el teatro, duraría hasta la muerte.

Pero esto cambió con Oriol, no exactamente a causa de Oriol, sino en el curso de los dos años que estuve con él. Comprendí que el amor tal como yo lo entendía —ese peligroso arrebato de locura, ese espejismo fascinante, que hace que nos creamos capaces de alcanzar el cielo con las manos, esa extraña enfermedad a la que no queremos poner remedio, esa pasión que rompe incontenible las barreras y puede con todo y lo arrasa todo, que pone el universo patas arriba, que hace que tiembles cuando él se acerca y que una noche sin él sea el infierno y una separación de días todos los infiernos que la humanidad ha fantaseado juntos, y que te hace a un tiempo tan injusto, tan malvado, tan inocente, tan egoísta, tan desprendido, tan terrible—, ese tipo de amor quizás no podía durar para siempre. Y, por otra parte, empecé a sospechar que algo en mí me incapacitaba para transformar este amor delirante y total en otro tipo de sentimiento más sosegado, en un afecto profundo, en un gran cariño, enriquecedor y creativo, que permitiera convertir la vida de pareja en algo que mereciera la pena y no cayera en la repetición, la monotonía y el aburrimiento. Empecé a temer que yo pasaría siempre, sin grados intermedios, del todo amor al nada o casi nada amor (con el agravante de que junto con el todo amor desaparecía en mí cualquier posibilidad de sexo). Y, como había dejado de creer en un dios personal y estaba convencida de que la muerte significa la bajada definitiva del telón, resultaba que los humanos sólo disponíamos del espacio que estábamos viviendo aquí y ahora, que no iba a haber nada más, y me parecía importante acumular el máximo de experiencias, de conocimiento, de intensidad. Descubrí, a lo largo de estos dos años, que, además de no ser seguramente capaz de un amor que llegara, metamorfoseado en lo que fuera, hasta la muerte, yo preferiría, en este único espacio de que disponía, no la felicidad, sino la intensidad.

Tuve, en consecuencia, bastantes aventuras en la última etapa de mi relación con Oriol, sin que él se enterase, ni hiciera nada por saberlo, ni le preocupara en absoluto. Algunas fueron tiernas, divertidas, interesantes; otras, mortalmente aburridas; casi ninguna, desagradable o siniestra. Viví una, especialmente tierna, con un chico de Madrid. Agradable, inteligente, muy enamorado. Lo divertido es que yo había ido a Madrid para un asunto de trabajo que debía ocuparme un par de horas. Me alojé en el Palace y reservé la habitación para una sola noche. Pero encontré a Paco…

Pasaba a buscarme en cuanto terminaba el trabajo. Usaba una moto viejísima y cochambrosa. No frenaba bien y a veces para que se parara había que poner los pies en el suelo, llevaba alambres que mantenían más o menos las partes del artefacto en su lugar y soltaba grasa por todos sus poros. Paco llegaba muy serio, se detenía junto al portero de uniforme con galones, y entonces salía yo, muy seria también, con un camisero de seda blanco, que era el único vestido que había llevado conmigo y que estaba cada día más sucio y grasiento. Me subía detrás de la moto y nos largábamos.

Casi siempre íbamos a un lugar que se llamaba algo así como «el tren del amor». Estaba en un parque, y los asientos para dos, con una mesita delante donde te dejaban los refrescos, se alineaban uno tras otro, a fin de que no te vieran los ocupantes de las otras mesas, que de todos modos no te hubieran visto, porque estábamos todos ocupadísimos besuqueándonos y acariciándonos hasta morir. Muy España años 60. La cachondez reprimida alcanza grados insospechados… Después, si Paco no había conseguido que un amigo nos prestara su piso, y como yo me negaba en redondo a que subiese a mi habitación o a recurrir a una casa de citas (ni siquiera Oriol lo había conseguido), me dejaba a mí en el hotel y se largaba hecho unos zorros.

Doce días estuve en Madrid, con mi camisero blanco, y el último parecía una mugrienta gitanilla. Nunca había pensado, hasta hoy, que era extraordinario tener un padre que pagaba sin rechistar un hotel de lujo y ni siquiera preguntaba qué demonios había hecho yo tanto tiempo allí.

Con Paco pasé más adelante un fin de semana en Toledo —o en Segovia, no estoy segura, y además la ciudad era lo de menos—, junto con Vida y un amigo suyo. Cosa difícil en la España de los años 60, nos dieron las habitaciones sin exigirnos el certificado de matrimonio. La historia de Vida se complicó, surgieron problemas, el chico pasó dos días en Barcelona y, cuando se fue, Vida se presentó llorando en mi casa —la casa de Rosellón, claro, la casa de mis padres— y decidimos que se quedara a dormir. Es una de las ocasiones en las que le he fallado. Debí quedarme con ella, escucharla, animarla —¿para qué otra cosa había venido?—, pero salí diciendo que volvía en diez minutos y estuve fuera horas.

Aquella tarde acababa de aparecer en mi vida una persona que, durante unos días, me tuvo fascinada. Nunca había conocido a nadie que se le pareciera. Exótica como si procediera de otro planeta. La duquesa de Medina Sidonia. No recuerdo quién la llevó a mi casa para presentármela, ni con qué motivo. Pero sí que salí para acompañarla —se alojaba muy cerca, en la residencia de dos amigas con las que riñó al cabo de pocos días— y que aparqué el coche delante de la casa y estuvimos hablando sin parar, y me olvidé de Vida y de la hora.

La duquesa procedía en línea directa de Guzmán el Bueno (el que prefirió sacrificar la vida de su hijo, rehén de los benimerines, antes que entregarles la fortaleza, creo que era Tarifa, e incluso tiró su puñal a los enemigos para que lo mataran; lo cual a mí, burguesa catalana, me parecía una bravata de mal gusto), era grande de España un montón de veces (lo cual le daba derecho, me parece, a permanecer con la cabeza cubierta delante del rey, y quizás a algunas cosas más útiles), tenía tantos o más títulos que la duquesa de Alba, y sospechaba que la modelo de la Maja desnuda (y de la vestida, claro) podía ser una Medina Sidonia y no una Alba. ¿Qué más? La duquesa era una genuina representante de la unión del pueblo con la aristocracia, en contra, naturalmente, de los malos de la historia, la burguesía. Oyéndola, me parecía estar metida en un drama de Lope de Vega. En las inundaciones de Sevilla había pasado días recogiendo cadáveres y ayudando a los damnificados. Lo cual no quitaba que pudiera entrar en su palacio de Sanlúcar de Barrameda (donde tenía uno de los archivos privados más importantes de Europa, que a algunos estudiosos dejaba utilizar, mientras que a otros, sin que se supiera por qué, les echaba con cajas destempladas) chasqueando sobre la cabeza de los criados la fusta de montar, o tirar de golpe, ya puesta en pie, la propina sobre la mesa del restaurante, como un capitán de las comedias del Siglo de Oro, no como una clienta de la Cataluña del siglo XX, o no permitir que enviara un libro infantil de Lumen, Las lágrimas de cocodrilo, a su hijo de cuatro o cinco años, si no lo enviaba a nombre de «su excelencia el duque o marqués de no sé cuántos». De modo que el pobre niño se quedó sin el libro, como debe de haberse quedado sin muchas otras cosas en la vida.

Pero Luisa Isabel era todo un personaje. Pese a sus contradicciones, y a su profundo desprecio por la clase a la que yo pertenecía —para ella lo peor de lo peor, una burguesa catalana procedente de una familia de banqueros (¡y entonces todavía no existían fundadas sospechas de que mi abuelo paterno fuera judío!)—, durante unos días estuvimos pendientes la una de la otra. Era lista y sensible. Me habló mucho, muchísimo, de sí misma. Y casi todo era triste. No sé si quería inspirar compasión —ella, tan orgullosa por otra parte—, pero la compadecí. Y se puso en marcha mi maldita vocación redentora. Me pareció que la situación podía cambiar (tal vez cambió años más tarde, cuando yo no tenía trato ninguno con ella, aunque cada vez que iba a Cádiz sentía la tentación de llegarme a Sanlúcar y comprobar si estaba allí, y si me recibía con un abrazo o me echaba los perros).

Yo no entendía que ser tantas veces grande de España le impidiera estudiar en la universidad como otra persona cualquiera, ni animarse a escribir si era eso lo que de verdad deseaba. En el fondo yo no alcanzaba a comprender la enorme importancia que tenía ser grande de España, ni descender de Guzmán el Bueno, y de otro desdichado que se había visto forzado a dirigir la Armada Invencible, cuando lo que esto comportaba era, a mis ojos, restrictivo y complicado. La duquesa me habló mucho de su infancia, sobre todo de la muerte de su madre, a la que adoraba. Al parecer nadie le explicaba nada, y un día encontró el hábito o la ropa con que iban a enterrarla. Así supo que su madre se estaba muriendo. Después, en su lecho de muerte —tal vez por no ser ella una Medina Sidonia, sino su marido, sentía aún mayor respeto por el título— le hizo jurar dos cosas: que tendría un hijo varón y que nunca se depilaría las piernas… Luisa Isabel era una gran amazona, pero tampoco le permitían, por ser mujer y grande de España, participar en concursos hípicos. Yo, mediocre burguesa catalana descendiente de banqueros judíos, no lo entendía bien. Y lo que menos entendía era que la propia Luisa Isabel, que no tenía un pelo de tonta, tomara en serio tamaños desatinos.

Llevada de mi vocación redentora (incompatible con mi actual condición de aspirante a vieja dama indigna: una vieja dama indigna jamás debe aconsejarle, y menos exigirle, al mendigo borracho que se compre un bocadillo con el dinero que le da, porque sólo uno sabe la sed con la que bebe), le aconsejé a la duquesa que escribiera sus memorias. Dos días después me pasó unas diez o doce holandesas (entonces se llamaban así las hojas de papel que utilizábamos) a máquina. Escribía con gracia y soltura.

Contaba que había nacido en Estoril, al comienzo de nuestra guerra.

En cuanto tuve uso de razón me fueron contando cosas. Por lo visto fue un parto laborioso que terminó en operación sobre una especie de mesa de cocina, quirófano improvisado por mi abuela, que se negaba en redondo a ver a su hija querida en una clínica. Conclusión: su hija estuvo a punto de morirse y la nieta también. Después del primer berrido me llevaron a mi padre. Esperaba en el jardín (un patinillo inmundo) y nadie se había preocupado de comunicarle mi sexo. Lo descubrió personalmente, y lloró, emborrachándose por primera vez desde su boda, y no precisamente de alegría. Era lógico. Para tener un hijo habían recorrido los dos media Europa, de clínica en clínica. ¡Y sólo llegaba una niña! Sin que tuviese nada que ver en el asunto, me convertí en insulto personal y estigma imborrable del XX duque de Medina Sidonia.

Hablaba de las relaciones con su madre:

En su cuarto podía entrar siempre. Era donde pintaba unos cuadros al pastel que a mí siempre me han parecido buenos porque eran de ella. La mayor parte de las veces me hacía posar. Virgen en el Templo, Niña rodeada de hortensias… No me importaba estarme quieta con tal de estar allí… Todo fue bien hasta la Ultima Cena. Era un cuadro grande, de composición difícil, y a mi madre le estaba costando mucho trabajo. Cuando ya lo tenía casi terminado, me explicó la historia y quién era Judas, el vendedor de Jesús. Debí meditar sobre el asunto aquella noche, pues a la mañana siguiente me cogieron en el estudio armada de una escoba, dispuesta a borrar la figura de semejante elemento. Desde entonces el cuarto estuvo cerrado con llave.

Y prosigue:

Papá seguía en la guerra. Y yo me paseaba vestida de falangista, cantando a pleno pulmón el Himno de Riego, que mezclaba sin importarme un pimiento con la Marcha Real o Por Dios, por la Patria y el Rey de los requetés… El himno requeté me vino de mi abuelo, el monárquico (mis padres no lo fueron nunca). Además estaba mi abuela, verdadera fábrica de juguetes, que me obligaba a cantarlo. En realidad yo sabía bien lo que hacía, aunque no me explicaba por qué los criados eran rojos y malos, y mi familia nacional y buena, ni que estuvieran dispuestos a matarse unos a otros. Mis padres nunca supieron que yo celebraba las victorias de unos en la cocina y las de otros en el salón.

Y, casi al final de las páginas que me entregó, escribe:

Entre los recuerdos de entonces están los sueños, bueno, un sueño. Aquella noche dormía con mamá. Estábamos solas. Incluso el servicio había salido. De pronto oí pasos en la escalera, pasos desconocidos de hombre. Intenté gritar pero no podía. Cambié de lado y me puse hacia la puerta, tratando de escudar a mi madre. Los pasos se acercaron por el pequeño pasillo, abrieron, y apareció mi padre. Llevaba pijama, y los pelos tiesos como cuando se enfadaba. Tenía cuernos de demonio. Me miraba con verdadero odio.

Años después, Luisa Isabel escribiría dos o tres novelas, que me mandó a Lumen, pero no tengo noticia de que continuara sus memorias, y es una pena porque las páginas que me entregó, a un tiempo durísimas y tiernas, conmovedoras pero entretejidas con un fino sentido del humor, pudieron ser el comienzo de un libro insólito y de gran interés.

Un día Luisa Isabel se peleó a muerte con las dos amigas en cuya casa vivía. Se acusaron, al parecer, de cosas muy graves. Y entonces yo la alojé en la residencia para estudiantes que había montado mi madre en la avenida del Hospital Militar. Mi padre había tenido allí una clínica y, cuando la derruyó y vendió el terreno, tuvo el capricho de quedarse una parte y construir una casa de viviendas. Mercedes compró el 3.º 2.ª, donde también vivieron su hermano Juan y Celia; Esteban y yo habitamos el 7.º 2.ª, que me regaló papá; Oscar y Beatriz el 3.º 1.ª, y mi madre montó en otros dos pisos una residencia que dirigía Madrona, una hermana de Mercedes, y donde estuvo un tiempo Vida. La editorial ocupaba los bajos. O sea que estuve a punto de conseguir mi ideal de vivir todos juntos y revueltos.

Luisa Isabel estuvo allí un par de días y desapareció. Me dejó una nota explicando que una duquesa de Medina Sidonia no podía habitar en tan ruin lugar, ¡menudo escándalo si se enteraba la prensa! Supongo que estaba harta de su escapada a tierras catalanas, de nuestra burguesía, de toda mi gente, que le parecía detestable, y de mí, empeñada en no entenderla y en cambiarla.

La vi en alguna otra ocasión. Estuve comiendo en su palacete de Madrid. Con ella y con una hermosa muchacha sevillana. Manjares insípidos servidos en grandes bandejas de plata. Otra vez almorzamos en el Museo del Prado, porque yo llevaba unos botines rojos y ¡menudo escándalo en los medios si la veían en compañía de una mujer así calzada! Y fue dos veces a Lumen, cuando vivía en París y la llamaban la Duquesa Roja, justo el nombre que reflejaba sus deseos: la alta aristocracia unida con el pueblo para plantar cara a la burguesía.

Pero ninguna de estas historias tuvo importancia, ni disminuyó lo más mínimo mi obsesión por Oriol, hasta que apareció Jordi, que sería mi primer marido, en realidad mi único marido legal, y ni siquiera para siempre, porque de modo inexplicable, sin que ninguno de los dos pusiera gran interés y sin que nos costara apenas dinero, nos concedieron años después la anulación eclesiástica.

Todo empezó de modo muy casual, por dos inesperados cambios de plan. De hecho, Jordi estaba saliendo —o había salido tres o cuatro veces— con Vida. Uno de los mejores amigos de Jordi era Jorge Herralde, y propusieron que fuéramos una noche a cenar los cuatro. Jordi había estudiado en mi mismo curso los dos primeros años de Filosofía y Letras, y supongo que Jorge tenía ganas de verme porque ya acariciaba la idea de crear una editorial. Pero, en el último momento, Vida se enfadó con Jordi y nos comunicó que no participaría en la cena. Los dos cuentan su breve historia de modo tan distinto que prefiero no entrar en ello, las viejas damas sabemos que todos necesitamos inventar nuestro pasado para aceptarlo y, más importante todavía, para mantener una imagen medianamente digna de nosotros mismos, de modo que, nos cuenten lo que nos cuenten, decimos que sí. ¡Vaya idea peregrina la de Papá Freud! ¡Pretender enfrentarnos a un espejo, a nuestro yo más profundo, cuando los humanos sólo podemos subsistir en el autoengaño! Ni siquiera las viejas damas soportamos los espejos.

En fin, fuera que a Jordi no le gustaba Vida o que a Vida Jordi le caía francamente mal, lo cierto es que fue mi amiga la que nos dio un plantón aquella noche, en la que se suponía que ella y Jordi iban de pareja, y Jorge y yo a hablar de literatura.

Salimos sólo los tres, y a altas horas de la noche yo estaba acurrucada junto a Jordi, en Jamboree, el local del que ya he hablado, donde íbamos a escuchar jazz, pero lo que escuchaba ahora eran los versos que me recitaba Jordi al oído, versos en catalán, claro, versos eróticos, que yo creí burlescos —a punto estuve de meter la pata— pero que iban en serio. Quan t’obres de cames com una flor… Algo pasaba con el perfume de tu sexo cuando te abrías de piernas como una flor… Jordi había estudiado tres carreras, hablaba idiomas, había leído casi tanto como yo (él diría que más), no se perdía una película, ni una obra de teatro, ni una exposición, ni un museo, aspiraba a ser escritor. Le faltaban unos centímetros de estatura, pero era un hombre guapo («el más guapo después de Mastroianni», le decía yo exagerando un poco la nota, y a él le encantaba, porque era coqueto y presumido como el que más), con una boca preciosa, de labios abultados y lengua rasposa, inquieta y sabia.

Más tarde, Herralde se quedó allí, y nosotros bajamos paseando hasta el mar. Nos besamos mucho y me gustó. Me gustó también —admito mi adicción a cosas algo raras— su aire depresivo y nostálgico.

Pero seguramente la historia hubiera terminado allí, al despedirnos aquella madrugada en el portal de la casa de mis padres. Empezaba Semana Santa y al día siguiente yo salía de viaje en coche con Oriol y una pareja de amigos. Y ocurrió por segunda vez algo inesperado: desperté con las amígdalas rezumando pus y con cuarenta grados de fiebre. Decidimos que los otros tres saldrían en el coche como estaba proyectado, y que yo me atiborraría de antibióticos y cogería un avión al día siguiente para reunirme con ellos en una ciudad suiza, creo que Ginebra. Y de nuevo intervino el azar: estaba yo ya en el aeropuerto a punto de partir, cuando anunciaron por los altavoces que el vuelo se suspendía por tiempo indefinido. Se me ocurrió intentar localizar a Jordi. Era muy improbable dar con él, pero lo logré a la tercera llamada. Media hora más tarde ya estaba en el aeropuerto en coche y minutos después circulábamos rumbo al sur.

Hacía una tarde maravillosa, con ese sol de invierno que es el único que soporto. Empezaba el fin de semana que inicia las fiestas de Pascua, y parecía que la ciudad entera se hubiera lanzado a la carretera a celebrarlo. Abrí la ventanilla, para que el viento me diera en la cara. Era un momento mágico.

No volví al aeropuerto para averiguar si salía ese día el avión, reservé plaza por teléfono para el día siguiente y pasé la noche en un pisito que tenía Jordi. Se había comprado en un momento en que él estuvo a punto de casarse, y, cuando se deshizo el proyecto matrimonial, se lo quedó para alquilarlo y, en los períodos que quedaba vacío, disfrutarlo como piso de soltero. Antes de bajar del coche, me anunció que no subíamos si yo no le prometía que a partir de aquel momento íbamos a hablar en catalán. En Barcelona se suele establecer entre dos personas la lengua que, por motivos a veces ocasionales, han hablado el primer día. Entre nosotros había sido el castellano. Al principio tomé a risa su propuesta, como había creído burlescos sus versos… quan t’obres de cames com una flor… pero iba en serio. De modo que dije que sí y le hablé en catalán.

?

El día siguiente volé a Ginebra para reunirme con los míos. Oriol me estaba esperando. Me besó con vehemencia en él inusitada, como si llegara yo del otro extremo del mundo o hubiéramos pasado un montón de tiempo separados, y me mantuvo unos segundos estrechamente abrazada. Lo sabía. Pero ¿qué era lo que había que saber? ¿Y cómo podía saberlo? Nunca se había mostrado celoso, nunca le había preocupado lo que yo hiciera con otros hombres, tan seguro estaba de que era suya. O sea que esta vez, sin saber nada, intuía que había surgido algo distinto. Tenía miedo de perderme. Y sólo entonces, al ver su actitud, se me ocurrió que Jordi tal vez no fuera sólo un amante más, que acaso no se trataba de una aventura como las otras.

Podía no haber mencionado la cuestión, podía incluso negarlo todo si era él quien me interrogaba. Pero se lo conté. No pude evitarlo. Es más fuerte que yo. Me educaron así, supongo. De muy niña, si había hecho algo malo —había roto una figura o había perdido de nuevo el reloj de pulsera o la pluma estilográfica (tantísimas perdí que al fin me castigaron a escribir una temporada con mango y plumilla)—, me pasaba el tiempo que hiciera falta sentada en la banqueta del recibidor, debajo del retrato de Franco (no olvidemos que habíamos ganado la guerra), esperando que mamá abriera la puerta para confesarle de sopetón y con prisa mi delito. Era imposible para mí, atea hija de ateos, quedar libre de culpa y en paz conmigo misma sin esta laica parodia de confesión.

Se lo dije a bote pronto, antes de que nos reuniéramos con la otra pareja. ¿Recordaba a aquel chico, antiguo compañero mío de universidad, con el que había ido a cenar hacía unos días, en compañía de Herralde, y que, casi sin conocerle, le caía tan mal que me pidió, y no había hecho nunca algo parecido, que no le viera más?

Pues me había llamado cuando ellos se fueron y se me había pasado la fiebre, y salí con él, y luego suspendieron el vuelo y volvimos a vernos y nos acostamos.

Sabía que no le iba a gustar, pero no esperaba una hecatombe de aquella magnitud, aquel paroxismo de llanto, de desesperación, súplicas, amenazas, acusaciones, arrepentimientos, declaraciones de amor, propuestas de matrimonio inmediato. ¿No era eso lo que yo quería? ¿No deseaba que viviéramos juntos y tuviéramos un hijo? Y yo pensaba que quizás lo hubiera deseado en algún momento, pero que de eso hacía mucho tiempo. Obsesionado Oriol, como siempre, con el sexo: «¿qué hace Jordi que no pueda hacerte yo?», «¿cómo es posible que te dé más placer del que yo te doy?». Y no me animaba a sacarle de su error, a confesar que la única noche que habíamos pasado juntos no había sido nada especial en este aspecto, porque me temía que podía ser peor, que podía dolerle todavía más. Y no me parecía el momento adecuado para confesar que casi siempre cuando un hombre —o una mujer— alardea de estar haciéndote algo especial, que te marcará para siempre, está haciendo lo mismo que hacen todos, o casi todos, y en definitiva el ridículo, porque no se trata de eso, la cama es otra cosa, y lo mucho que Oriol me había enseñado tal vez fuera muy útil en un burdel, pero iba a servirme poquísimo con Jordi o con hombres como Jordi.

No esperaba sobre todo aquel delirio de sexo, enfermizo, morboso, desesperado, vivido con una ansiedad que sólo he visto en drogadictos o en alcohólicos, y que entre Oriol y yo no había existido ni al principio. Ya la primera noche, en cuanto cerramos la puerta de la habitación, no me permitió deshacer el equipaje, entrar en el baño, desnudarme. Me sujetó con fuerza, y de pie sobre la alfombra, delante del gran espejo del armario, me arrancó la ropa a manotazos y me hizo el amor con tal brutalidad y con tantísima ternura que por una vez no me importó que nos oyeran gemir o gritar los huéspedes de las habitaciones contiguas.

Durante lo que duró el viaje, hicimos el amor la noche entera, y en los paréntesis Oriol no se dormía, ni se volvía de espaldas, ni se levantaba para buscar una cerveza o encender un cigarrillo. Se quedaba pegado a mí y me decía cosas que no me había dicho antes, que yo había estado esperando a lo largo de dos años, que habría pagado en cualquier momento pasado cualquier precio por oír, y que ahora me pillaban desprevenida y a destiempo.

Nos dormíamos al amanecer, cuando entraban ya por las ventanas las luces del nuevo día, y no salíamos hasta el mediodía, hasta que nos echaba la mujer de la limpieza porque quería arreglar la habitación, y no le importaba a Oriol —curioso infatigable— perderse las ciudades, los museos, las tiendas, las chicas guapas que deambulaban por las terrazas de los cafés. Y dejó que nuestros amigos se repartieran la conducción y ocuparan los asientos delanteros —los pobres no apartaban la vista de la carretera y hablaban sólo entre ellos, como si fueran los únicos ocupantes del vehículo—, mientras detrás, cubiertos por la manta de viaje o los abrigos, se lanzaba a las caricias más audaces, como si fuéramos dos novios de la España profunda que no tenían otro lugar donde manosearse.

Y, sin embargo, yo estaba cada día más segura de que habíamos llegado al final. Mi amor había terminado, había muerto como mueren todos los amores, por muerte natural, sin que uno pueda hacer nada por hacerlos morir un día antes o darles un día más de vida. No cabía elección: estaba curada. Y el amor de Oriol era sólo la reacción inevitable, casi biológica, de mi desamor. Son las reglas crueles de un juego absurdo: uno quiere demasiado y el otro se desinteresa, uno deja de querer y el otro se enamora.

Quizás fuera cierto —lo juraban los amigos a los que fue a llorar sus penas y que trataban de convencerme para que no le dejara— que en los últimos tiempos él estaba decidido a casarse conmigo. Pero hubiera sido un desastre. A las pocas semanas yo no habría soportado seguir juntos, y él —por razones familiares, sociales, religiosas— habría vivido la separación como un fracaso. Además, era cierto que yo no era su tipo, que no le gustaba lo suficiente, que, pese a su pasión de última hora, no me quería. Y lo prueba que encontrara poco después a la mujer que buscaba desde hacía tiempo: guapa, joven, flaca, de buena familia, con estudios universitarios, y a lo mejor incluso virgen, o casi.