Capítulo 4
Federico Correa, la gauche divine, Cadaqués y Carmen Balcells
Dejar el mundo universitario para incorporarme al editorial pudo no haber significado un cambio demasiado grande. Se trataba de dos campos afines. Además yo empecé el nuevo catálogo con una colección infantil que se proponía publicar textos de calidad, seleccionados unos entre los clásicos y escritos otros especialmente para la colección —algo que en aquellos momentos no hacía nadie pero que no escapaba al marco de lo convencional—, y con una serie de libritos de humor, Nuestros Tipos, iniciada por Cese con La Florista, El Peón Caminero y El Barrendero, cuya protesta quedaba en parte matizada por la ternura del dibujo y la modernidad del diseño. No me animé a empezar con una colección de narrativa porque mi admiración por Carlos el Grande, Carlos el Magnífico, me impedía tratar de competir con las colecciones Biblioteca Breve y Formentor. Me parecía que todo lo interesante que no se editaba, por motivos de nuestra censura, en América Latina, lo acaparaba aquí Carlos. En cuanto al ensayo, no me había interesado nunca; lo mío, supongo que como lo de las tribus primitivas, es entender mejor el mundo a través de las historias, de los mitos, que de las teorías.
De todos modos, estábamos en los umbrales de los 60, en los inicios barceloneses de la gauche divine, y muy pronto seríamos absorbidos por el grupo de escritores, arquitectos, publicistas, fotógrafos, modelos, editores, cineastas y adictos a actividades diversas, que se consideraban, aunque no militaran en el mismo partido político, progresistas. En la universidad había una izquierda, pero en general no era demasiado «divina», aunque gran parte de los miembros de la gauche hubiera pasado por la universidad y siguiera en contacto con ella.
El primer encuentro con este mundo distinto, o acaso la primera vez que advertí la diferencia, fue en una extensa conversación con Federico Correa. Casi todos nosotros éramos charlatanes —se hablaba mucho en los años 60, creo que más que ahora: nos encantaba discutirlo todo—, pero Federico se llevaba la palma. Podía hablar noches enteras en la sala de su casa de Cadaqués, siempre llena de invitados —a los que no nos permitía pagar, mientras éramos sus huéspedes, ni un simple café—, o en las interminables idas y regresos de Perpiñán, para asistir a las sesiones de cineclub La Linterna Mágica. Casi todo le parecía interesante y digno de discusión. Y decía, con absoluta naturalidad, creo que sin intención de escandalizar, ni mucho menos de ofender, cosas que no eran ya siquiera, a fuer de sinceras, políticamente incorrectas. Por ejemplo, camino de Perpiñán, tras una conversación sobre racismo y asegurar todos que no nos importaría lo más mínimo casarnos con un negro: «No, claro… Pero ¿qué pasaría si te presentaras con un niño mulato en el Golf del Prat?». Federico, que trataba mucho a mi hermano —eran ya, además de discípulo y maestro, grandes amigos— y le oía hablar de Lumen y de mí, había sentido curiosidad por conocerme. Me había invitado a cenar en un restaurante de lujo que estaba de moda, Reno, una de sus últimas obras. Y, ante mi sorpresa, me sometió a un exhaustivo interrogatorio acerca de en qué consistía ser editor. Tuve que explicarle, con detalle, que no consistía en tener una imprenta, un taller de encuadernación, ni una fábrica de papel, ni medios propios de distribución ni unas grandes oficinas. Una editorial consistía, ante todo, en una carpetita llena de contratos de derechos de autor —una editorial no precisaba apenas espacio, el espacio de Lumen era la biblioteca del piso de mis padres—, ser editor consistía en elegirlos y conseguirlos y apostar por ellos. En segundo lugar, una editorial consistía en el arte, la habilidad, de congregar a su alrededor un grupo de colaboradores, en su mayor parte externos, capaces de proponer títulos y colecciones, de aportar contactos, de sugerir ideas, algo que Carlos el Grande, el Gran Seductor —pues no lo había conseguido a costa de dinero, sino de seducción— había logrado mejor que nadie.
Le expliqué que no estaba segura de tener vocación de editora: no había pensado nunca en ello, Lumen me había caído de las nubes, y la que había enloquecido de entusiasmo había sido, más que yo, mi familia. Pero sí sabía con absoluta certeza que nada podía seducirme menos que dirigir una editorial importante, con multitud de empleados, mucho capital en juego, varios centenares de novedades al año. Para mí era necesario mantener una relación personal con todos los títulos que publicaba.
Lo que más me gustaba, proseguí —pues Federico me escuchaba en silencio y con aparente interés—, era elegir títulos y descubrir autores. Suponía —a mí no me había sucedido todavía— que tenía que existir un momento en la vida de todo editor, un momento que, como los grandes amores, se produce escasas veces, y que no pertenece propiamente al aspecto comercial, porque ningún editor genuino, ningún editor de raza, piensa en primer lugar en la cantidad de ejemplares que va a vender, y es el momento en que abre al azar un original cualquiera, de autor desconocido, y se encuentra ante una obra maestra.
Después de cumplir con el interrogatorio, hablamos de mil temas diversos, y a mí me pareció una conversación de lo más normal, quizás más interesante y amena que otras, pero muy parecida a la que pueden mantener dos personas jóvenes, nada tontas, bastante cultas, muy educadas, que acaban de conocerse y cenan de maravilla (yo, langosta a la Cardinale, uno de mis platos favoritos) en un restaurante cómodo, elegante, exquisito como lo son todos los interiores de Federico.
Y, sin embargo, he dicho al empezar que la primera vez que advertí la diferencia entre mi mundo universitario y familiar y el mundo en que me había sumergido fue en una larga conversación con Federico, y sí me refería precisamente a la que sostuvimos en Reno. Fue un curioso fenómeno invertido. A mí Federico me pareció bastante más inteligente y un poco más pijo que los hombres que solía tratar, pero sin que se saliera de lo corriente. Sin embargo, me fui enterando luego con estupor de que él a mí sí me había encontrado rarísima, como de otro planeta, tan rara que iba comunicando el descubrimiento a sus amigos, a veces delante incluso de mí: «Pero ¿no conoces a Esther Tusquets? Es imprescindible. Tienes que conocerla enseguida». Como si fuera una atracción recientemente instalada en la feria.
Era, supongo, halagador para mí. Y me ha ocurrido en otras ocasiones decir o hacer algo que me parece normal, anodino, y que es acogido con estupor y va de boca en boca como una extravagancia. Pero ¿qué había hecho yo aquella noche que se saliera de lo corriente y normal? Tras darle mil vueltas —antes de acceder a dama indigna, estas bobadas me quitaban el sueño— y estar segura de que vestía la ropa adecuada, había hablado sin salidas de tono, y ni siquiera me había quitado los zapatos o había escondido las piernas bajo el trasero, decidí que sólo podía haber un motivo: había bañado la exquisita langosta con dos o tres coca-colas (esta explicación sirvió hasta descubrir que una novia de Federico, pelirrubia de piernas interminables, se alimentaba a base de almejas con café con leche, sin que nadie me dijera que era imprescindible conocerla).
Fue Federico quien me llevó por primera vez a Cadaqués, uno de los pueblos más bonitos de la Costa Brava, con una larga tradición de artistas residentes en él. Dalí tenía una casa en Port Lligat, que habitaba buena parte del año, y una barca de madera como las de los pescadores, pintada de amarillo, que se llamaba Gala. Muchas veces, cuando ellos salían a navegar —hablo de unos años más tarde, cuando los Tusquets también teníamos casa y barca en Cadaqués—, nosotros estábamos saliendo al mismo tiempo. Y recuerdo con vergüenza —es otra de las razones por las que pueden negarme el ingreso en el clan de viejas damas indignas— que en cuatro o cinco ocasiones nos saludaron con la mano muy amables, pero nosotros… ¡éramos tan pero tan de izquierdas…!, clavamos la mirada en el infinito y les negamos el saludo.
Cadaqués fue uno de los centros emblemáticos de la gauche divine. Carlos el Magnífico tenía casa y barca en Calafell, y logró arrastrar hasta allí a algunos amigos incondicionales… muy incondicionales tenían que ser, porque entre ambos pueblos —entre ambos mares, sobre todo entre ambos mares, porque bañarse en la playa de Calafell y navegar delante de su costa no tiene nada que ver con navegar y bañarse en las calas que median entre Cadaqués y Cap de Creus— no hay comparación posible.
A principios de los 60, Federico, poco después de nuestra cena en Reno, me llevó a Cadaqués. Yo le había confesado que no había estado nunca allí, y quedó trastornado: no conocer Cadaqués era como para un árabe morir sin haber peregrinado a La Meca, o para un cristiano sin haber sido bautizado… o últimamente, para alguien de su mundo, sin conocer a Esther Tusquets. De modo que, para evitar que yo fuera a parar al limbo, organizó con urgencia un fin de semana en Cadaqués.
En aquel entonces, sin autopista y con pésimas carreteras mal enlazadas y peor asfaltadas, ir a Cadaqués constituía una auténtica expedición. Se partía al anochecer, nos deteníamos a cenar por el camino —en un restaurante de Vilasar, si se había hecho tarde, o en La Granota, a veinte kilómetros de Gerona, si habíamos logrado ponernos antes en camino—, una cena cena, nada de pizzas o bocadillos. Después se reanudaba el viaje y se llegaba a Cadaqués hacia las dos de la madrugada. Estas llegadas, con el pueblo absolutamente vacío, el rumor del mar y el cielo estrellado, eran mágicas. Más adelante, cuando tuvimos casa allí, me acompañaban mis dos perritas dackel —Safo y Corinna—, que se ponían a gemir impacientes en cuanto, seguramente por oler el mar, sabían que estábamos cerca, y, al llegar, saltaban fuera del coche y, enloquecidas de entusiasmo, daban un montón de vueltas vertiginosas a la plaza donde lo aparcábamos. Eran tan jóvenes, tan juguetonas, estaban tan vivas. También nosotros éramos tan jóvenes, estábamos tan vivos… Ellas no sabían lo que vendría después, nosotros, los humanos, hubiéramos debido saberlo, pero en realidad no lo sabíamos. Sí sabíamos, aunque nos pareciera raro, que íbamos a morir, pero no creo que la mayoría de nosotros imaginara que la vejez iba a ser lo que es.
La primera vez que subí a Cadaqués había luna llena, el cielo estaba estrellado, el mar casi inmóvil. Y hacía muchísimo frío. La casa que se construía Federico —que sería después durante muchos agostos el marco de la fiesta más multitudinaria, sofisticada y famosa de la gauche divine, de Cadaqués y acaso de toda la costa— todavía no estaba terminada, y nos alojamos en la que le habían prestado unos amigos. Federico era un anfitrión excepcional. Había invitado a algún alumno, creo que entre ellos Oscar y Lluís, y se habló mucho —ya he dicho que en los años 60 se hablaba todo el tiempo—, pero descubrí que en una reunión de arquitectos, sean de la gauche, de la izquierda antidivina o de extrema derecha, se habla sólo de arquitectura. Mi primera noche en Cadaqués, desde que llegamos hasta el amanecer —un amanecer bello a morir—, se discutió únicamente sobre retretes, y averigüé que planteaban serios problemas, pues no todos los usuarios quieren lo mismo, para algunos es básico ver sus deposiciones, y esto obliga a que el fondo tenga una plataforma plana, pero entonces, según la fuerza del agua, ésta rebota en la plataforma, asciende, quizás con parte de excrementos, y te da en el culo. Un auténtico problema.
Entretanto habíamos comenzado la nueva Lumen con libros infantiles. Tal vez me hubiera ilusionado más empezar con una serie de narrativa, pero me parecía que el campo estaba cubierto, que había ya otros editores, no sólo Carlos, publicando novelas de calidad. Pero además, caso poco frecuente entre intelectuales y universitarios, a mí los libros para niños me gustaban mucho y me parecían importantes. Tal vez uno tienda a considerar que debe ser importante para otros aquello que lo ha sido para él, y los cuentos que oí o leí en la infancia han tenido una influencia crucial en mí. Mucho de cuanto sé del amor lo aprendí en Proust, pero también en Andersen, en Grimm, en Perrault, y mi imagen del mundo no sería la misma sin haber conocido a Peter Pan.
Era sorprendente la poca exigencia que regía en la España de los 60 para los libros infantiles. Había, claro está, destacadas excepciones —los cuentos ilustrados por Arthur Rackham (una de las grandes pasiones que comparto con Ana María Matute), publicados por Juventud, o la colección de clásicos de Araluce, entre otras—, pero el nivel general era deplorable. ¿Qué demonios compraban para sus hijos los padres que exigían a sus propias lecturas un alto nivel de calidad? ¿Por qué casi todos mis amigos escritores consideraban la literatura infantil un género menor, reservado casi siempre a las mujeres? Era por una vez cierto que había un hueco que llenar.
Empezamos con dos colecciones, una de álbumes ilustrados, para niños pequeños, para la que Oscar se puso a hojear catálogos extranjeros y a pedir, de algunos títulos, opción de compra y ejemplares de muestra. Contratamos alguno de estos libros en Frankfurt. Ya he dicho que no se parecían (excepto los dos de Topo Gigio, un ratón que se había hecho famoso en Italia) a los que yo veía en las menguadas secciones infantiles de las librerías españolas, y tendrían que pasar años, muchos, para que otros editores de nuestro país se interesaran en ellos, de modo que durante varias ferias compramos sin competencia, y los editores extranjeros nos presentaban como «esos locos de Barcelona», y abrían cajas de bombones y botellas de champán cuando llegábamos a su stand.
Los libros de Topo Gigio, aparte de ser los primeros que vendimos —no en grandes cantidades, pero vendimos—, dieron lugar a que conociéramos a Carmen Balcells. Hubo, poco antes de que saliera nuestra edición, un problema con unos tipos que pretendían hacer otra edición por su cuenta —no recuerdo bajo qué argucias—, aunque nosotros teníamos los derechos exclusivos. Éramos muy novatos y nos pusimos nerviosos. Y entonces apareció en Lumen, o sea en la biblioteca de mi casa, la agente que llevaba los derechos del dichoso Topo. Rubita, joven, simpática, dicharachera. Se hizo inmediatamente cargo de la situación y la resolvió en un plisplás. Después nos hizo un montón de preguntas. Pero no se me ocurrió que iba a convertirse en una de las mujeres más peculiares que he conocido nunca. Tal vez la más ambiciosa. ¡He conocido en mi trabajo una caterva de pequeñas ambiciosas! Ambiciosas de poder, de dinero, de prestigio. Ambiciones mediocres, que no entiendo… Sí entiendo, en cambio, la ambición de crear una obra que siglos más tarde haga llorar a los que la contemplen o la lean, la ambición de inventar algo que haga dar un paso hacia delante a la humanidad, algo que alivie su dolor o aumente su capacidad de ser feliz o modifique el curso de sus creencias, o de realizar un gesto de belleza perfecta, o de ser enormemente amado, o de conseguir recuperar la juventud (¡cuánto tiempo me ha llevado comprender a Fausto y qué bien le comprendo ahora!), incluso entiendo la ambición de algunos insensatos —acaso de mi madre— de ser dioses, o la mía de ingresar en la cofradía de viejas damas indignas…
Carmen Balcells ha deseado y conseguido poder, dinero, prestigio, pero no es una pequeña ambiciosa, porque ambiciona también todo lo demás (quizás le gustaría incluso ser irrespetuosa, de hecho lo es y me parece una de sus muchas cualidades, pero no le gustaría ser una vieja dama indigna, claro). Su poder se transforma en arbitrariedad, y la arbitrariedad pertenece al ámbito reservado a los dioses. Le encanta ser hacedora de prodigios. ¿Qué deseas más que nada en el mundo? Pues ahí lo tienes, con un lazo rosa y envuelto en celofán. ¿Qué novelista te parece más importante del siglo XX? Me lo han pedido todos los editores de España menos tú, me han ofrecido anticipos que ni imaginas, pero mañana te mandaré el contrato. Sí, elige de Pablo los veinte libros que más te gusten, pero te vas a cambiar ese horrendo peinado, ¿verdad? Dices que te encanta la casa pero que ni te planteas comprarla porque está absolutamente fuera de tus posibilidades. No te preocupes. Firma el contrato cuanto antes y yo lo arreglo. ¿No puedes escribir porque no te dejan tranquila tus críos? Aquí al lado tengo un piso vacío. Muy agradable y con tres ordenadores. Toma la llave. ¿No hay forma de que te dejen terminar tu novela? Te instalaré en una dependencia de mi despacho, no tendrás que ocuparte de nada, estarás absolutamente incomunicado y pondré a alguien para que te ayude.
Seguramente a nadie le han dedicado tantos libros como a Carmen. Ha ayudado a muchos autores, ha resuelto la vida a bastantes, ha disminuido los abusos —muchos— de los editores y reconozco que ha conseguido anticipos memorables. O sea que, otra ambición cumplida, es muy querida por muchos… No por todos, claro, no por todos.
Porque resulta que la arbitrariedad es atributo de los dioses, pero está reñida con la justicia. Y me cuesta entender el código ético —qué antigualla, dios mío— por el que se rige Carmen. Sabe, claro, lo que para ella está bien y lo que está mal. Pero los criterios que la llevan a establecerlo son peculiares, personales, y esto la vuelve imprevisible. A mí me hizo favores, bastantes y algunos importantes, y me hizo jugarretas inaceptables. Algunas las paré (como la edición en bolsillo por otro editor de la novela de Martín Garzo, El lenguaje de las fuentes que se anunció en la prensa y que Carmen, cuando la telefoneé furiosa, porque los derechos eran de Lumen, pretendió que yo le había verbalmente autorizado vender), otras no hubiera tenido medios para hacerlo, y otras (como ceder a troche y moche, sin compensación ninguna para Lumen, los derechos de Los cachorros, del que teníamos un contrato en exclusiva legalmente irrebatible, pero ¿cómo iba a pelear contra Mario Vargas Llosa, y a dar por incuestionable que lo legal era siempre lo justo?) por pereza. Cedí en esta ocasión y cedí en otras. Supongo que por eso se ha referido a mí algunas veces como «la gran señora de la edición». Y yo he entendido que pensaba «la gran tonta», y lleva razón. A mí tienen que hacerme algo muy gordo, algo que me haga sentir en auténtico peligro, para que me defienda como un gato panza arriba, y no ha sido el caso. Ninguna razón de negocios o de dinero es nunca el caso.
Creo que Carmen, aunque haya conseguido dinero, prestigio y poder, no ha estado nunca enteramente satisfecha, porque no es una pequeña ambiciosa —lo digo como un elogio— y no se resigna a carecer de algunas cosas que sabe no tendrá nunca, a no lograr ser alguien que no va a ser nunca.
Ya he dicho que, a pesar de que he pensado mucho en ella, porque es un personaje único y porque le tengo cariño, es impredecible. De repente quiere a alguien y un buen día ya no le quiere. Es tierna hasta la sensiblería («bañada en lágrimas», escribió García Márquez en su dedicatoria, porque también le ha dedicado un libro) y es de acero, capaz de hablar con una brutalidad inusitada, y, si hace falta, de actuar con idéntica brutalidad. Huelga decir que es autoritaria: no le gusta que le planten cara ni que se discutan sus órdenes, lo cual puede acarrearle la pérdida de personas muy valiosas. Es tan lista que se hace difícil reconocerla inteligente —más a mí, porque mamá se pasó la vida haciéndome notar que yo era inteligente para lo teórico, pero rematadamente tonta para la vida práctica—, pero sí lo es. Y posee una rapidez mental, una capacidad de captar al vuelo de qué va la historia, que se iguala a la velocidad y audacia con que toma decisiones importantes.
Y, después de tantos años de tratarla, he llegado a la conclusión de que sus puntos flacos —como sus depresiones, sus berrinches, sus salidas de tono, su esnobismo y su adicción a jugar a los Reyes Magos— podían ocasionarle algún problemilla, algún gasto innecesario, pero que nunca le hacían perder la cabeza. La dama de acero bañada en lágrimas está siempre alerta y atenta. Tiene poquísimas distracciones.
Desde el día que la conocí han transcurrido más de cuarenta años, durante algunas temporadas nos vimos bastante —diría que incluso fuimos amigas—, y en algunos momentos nos hemos querido y en otros nos habremos casi detestado. Ahora no sé… Me habría gustado, si ella hubiera querido, verla una vez más —hace mucho, muchísimo que no la veo—, y a las viejas damas nos gusta, cuando nos queda ya poco tiempo, cerrar capítulos, redondear historias, despedirnos de las personas que han formado parte de nuestro pasado, ahora que sólo nos resta el pasado y todo queda demasiado lejos para suscitar discrepancias ni reproches.