Capítulo 16
Distribuciones de Enlace
Poco después de ser homenajeado en El Sot, me telefoneó un día Rafael Soriano y me citó con urgencia extrema. A los pocos minutos nos encontramos en un café, y me contó lo que ocurría. Carlos abría una nueva editorial y necesitaba, claro, que le distribuyeran los libros. Me pidió que retirara de Seix Barral el fondo de Lumen y me integrara en una nueva distribuidora, que iba a montar y a dirigir él. Aunque yo habría podido continuar en Seix Barrai, que funcionaba bien (no me pasó por la mente una de las frases más detestables que conozco: «a mí no me han hecho nada malo») y un cambio de canales de venta es, al menos a la corta, perjudicial, no vacilé en seguir a Carlos el Magnífico, al que ni se le ocurrió que los editores que entrábamos en la nueva empresa, Distribuciones de Enlace, le estábamos haciendo un favor, que no pensó ni por un momento en darnos las gracias o en decirnos que le alegraba tenernos a su lado. Juraría que ni siquiera me dio las gracias cuando le envié una pipa preciosa, de ámbar y espuma de mar, que, en el peor momento de su crisis, recorrí todos los anticuarios que conocía para conseguir. Le parecía natural lo que se hacía por él, del mismo modo en que no solía enfadarse por lo que se dejaba de hacer por él, ni siquiera contra él, salvo cuando se trataba de los «malos de la película», como eran en aquel momento algunos miembros de los Seix o Joan Ferraté, y sería más adelante Paco Gracia.
Así nació Distribuciones de Enlace, sociedad de la que formaban parte ocho editoriales: Barral Editores, con Carlos a la cabeza; las jovencísimas Anagrama y Tusquets, fundadas y dirigidas respectivamente por Jorge Herralde y Beatriz de Moura; Edicions 62, pionera de las ediciones en catalán, con José María Castellet de director literario, y Oriol Bohigas como presidente; Laia, con Alfonso Carlos Comín; Fontanella, con Paco Fortuny; nuestros amigos de Madrid, Cuadernos para el Diálogo, representada por Pedro Altares y Rafael Martínez Alés, vinculada políticamente con Joaquín Ruiz-Giménez, y editora de la revista de su mismo nombre, muy influyente en aquellos años, y Lumen.
Basta leer los nombres de las editoriales y de las personas que las dirigían para constatar que Enlace era un caso único, muy distinta en los objetivos y en el modo de trabajar de las otras distribuidoras. Un grupo de editores independientes, contrarios al régimen franquista (dentro de tendencias muy diversas: nacionalistas, miembros del PSUC, socialistas, cristianos de izquierdas), con un toque de sofisticación y exquisitez —varios pertenecían a la gauche divine y casi todos éramos amigos—, ocho editores atípicos, más intelectuales que hombres de empresa, convencidos de que una editorial no era simplemente un negocio más, como cualquier otro, y de que vender libros no era lo mismo que vender chorizos o neveras. Convencidos de estar llevando a cabo una importante misión política y cultural. Era poco frecuente encontrar un editor así, ¡y nos habíamos unido ocho!
Nos reuníamos en el nuevo restaurante, diseñado por Oriol Bohigas, que había abierto Mariona, independizándose de su hermano, que ha seguido regentando hasta hoy el mítico Estevet, próximo a la ronda San Antonio, al que todavía vamos algunas veces. El nuevo restaurante, sin embargo, con más pretensiones y precios más altos, no consiguió imponerse, pese al apoyo que le prestaron los muchos amigos de Mariona y los miembros de la gauche. Los editores de Enlace, junto con Rafael Soriano y algún otro jefe de la distribuidora como Faustino Linares y Vicente Leal, celebrábamos allí nuestras reuniones. Nos servían el almuerzo en un reservado, y aquellos almuerzos figuran entre los más divertidos e interesantes en que he participado.
Hablábamos, claro está, de libros —Rafael Soriano nos llamaba al orden de vez en cuando, si llevábamos demasiado tiempo tratando temas que nada tenían que ver con el trabajo, aunque nadie tenía demasiada prisa y solíamos terminar pasada ya media tarde—, cada editor exponía su programación, se discutían los problemas que teníamos planteados, los editores nos quejábamos de las deficiencias de la distribución, los vendedores de las nuestras, y surgían proyectos comunes. El más importante fue Ediciones de Bolsillo, una colección conjunta a la que cada sello aportaba los títulos que consideraba más adecuados. No recuerdo por qué motivo, seguramente pijotero, me enfadé con Carlos, que imponía sus decisiones sin escuchar a nadie, y saqué algún título de bolsillo fuera de la colección conjunta. Por culpa de estas negativas de Barral a tener en cuenta las opiniones ajenas, Anagrama, Tusquets y Lumen quedamos, en la zona de Madrid, fuera de Enlace. Ocurrió que Barral tenía en Madrid a un hombre muy valioso, Patón, pero nosotros teníamos a Miguel García, de Visor, la primera persona, la única, a la que le habían gustado los libros de Lumen, había aceptado ocuparse de ellos y se había movido para venderlos. Yo, ni siquiera ahora, en mi vejez indigna, he perdido la memoria. Si Ana María Matute afirma: «Yo no perdono, lo que pasa es que olvido» (y es verdad: no sólo olvida lo que ha ocurrido, sino que inventa un pasado que no existió jamás y que se enmaraña con la realidad en un revoltijo donde uno se pierde casi sin remedio), yo perdono (qué palabra horrible), se desvanece la furia sin dejar ni siquiera un rescoldo de rencor, pero no olvido. Es uno de los defectos que me hacen antipática, y últimamente, cuando alguien me relata una historia que yo presencié y que no fue así, o cuenta un incidente sin recordar que cuatro días antes lo contó justo al revés, callo y asiento, ¿qué más da? Todos tenemos derecho a inventar un pasado distinto, si el que tuvimos fue doloroso, o frustrante, o simplemente no nos gusta. Sólo me inquieto, y mucho, cuando somos mi hermano y yo los que recordamos distinto algo que vivimos juntos.
En fin, yo no he olvidado nunca que Miguel fue el primero que aceptó nuestros libros, y me negué en redondo a que fuera Patón nuestro distribuidor, sin que hubiera al menos una discusión previa en que opináramos todos, pero Carlos dictaminó que había cuestiones no opinables. Decidía él y punto. Ante el escollo de la infalibilidad del pontífice, los editores de Enlace nos distribuimos en Madrid por dos canales distintos.
En los almuerzos de Enlace se hablaba también muchísimo de política. Alfonso Carlos Comín comparecía a menudo con una noticia fresca, recientísima, que todavía no se había difundido por los medios, o lanzaba a veces afirmaciones contundentes, que no admitían réplica, que obedecían a un giro en la política del país, y que, como yo nunca estaba al día de lo que ocurría, pero en cambio recordaba (¡esa maldita memoria mía!) haberle oído afirmar con idéntica contundencia lo contrario en una comida anterior, me dejaban perpleja e incluso escandalizada. Carrillo pasaba de ser el mejor político español del último medio siglo a ser «el execrable verdugo de Paracuellos», aunque me parece que invierto el orden: primero fue lo de verdugo y después lo de magnífico político. Nuestros hombres en Madrid —Pedro Altares y Rafael Martínez Alés— también aportaban noticias frescas y desconocidas por nosotros, pero de otro tipo, chismes de la Villa y Corte; estaban, y seguirían estándolo tras la muerte de Franco, más cerca del meollo donde se cocían los acontecimientos, conocían a los miembros del gobierno, sabían sus trapos sucios, lo que se murmuraba en las reuniones ministeriales, en los pasillos de las Cortes…
En los almuerzos de Enlace se hablaba de literatura, de arte, de lo que ocurría en el mundo y en casa, de frivolidades. Barrai, siempre brillante, ocurrente, divertido; Castellet, un poco más distante y socarrón; Herralde, deslizando en sordina sus incisos sarcásticos, sus pequeños dardos a veces envenenados, un poco solapado y cauto, lejos aún de la augusta serenidad que ahora le envuelve, pues, si pienso en Carlos como en un duque renacentista, tan creativo, inteligente y atractivo como irresponsable, frívolo, egocéntrico y vulnerable, veo a Jorge como un sereno emperador romano que lo tiene todo, hasta los últimos confines de sus dominios, bajo su control, incluidas sus propias debilidades. Polemizábamos, chismorreábamos (Jorge se moría si no estaba al corriente de todo, curioso como el que más), coqueteábamos, reíamos… Dios mío, cuánto reíamos entonces, y cómo hemos ido perdiendo entre tantas otras cosas la risa… Me pregunto si Beatriz conservará aquella risa desmesurada, estruendosa, que se oía de un extremo a otro de la Mariona, y me digo que es posible que sí, es posible que la hermosa brasileña y brillante editora siga riendo como reía hace más de cuarenta años.
Frivolidades aparte (y haberlas las había: el diseño de la colección de bolsillo se discutió horas y horas, hasta el amanecer, en el salón de la casa de Oriol Bohigas, debido a constantes interrupciones, porque uno de ellos se sentaba a improvisar al piano, o porque Carlos, caprichoso y mandón, amenazaba con retirarse del proyecto si no renunciábamos a la tipografía que había elegido el grafista de turno, ¡jamás permitiría que uno solo de sus libros se imprimiera en una letra asexuada como lo era la Futura!), pienso que Distribuciones de Enlace constituyó un fenómeno sorprendente, y que jugó un papel real en la vida política y cultural de la España de la última etapa del franquismo.
Si la extrema derecha no lo hubiera considerado así, si no hubiera visto en nosotros una amenaza, no se habría molestado en hacer lo que hizo. El 2 de julio de 1974, el local de Enlace fue destruido por una bomba incendiaria. Lo cuenta así La Vanguardia: «Un aparatoso incendio, motivado por la explosión de un artefacto, se registró en la madrugada de ayer, en los bajos del inmueble número 18 de la calle Bailen, donde está ubicada una parte de las instalaciones de la empresa Distribuciones de Enlace. El artefacto, con un aparato de relojería, colocado en una de las dos puertas de entrada, estalló sobre las tres de la madrugada, incendiándose seguidamente los líquidos inflamables que llevaba incorporados, con lo que el fuego se propagó por el interior y afectó a buena parte de las instalaciones. Los bomberos trabajaron varias horas para evitar que el fuego se propagase a otros pisos… Tan pronto tuvo conocimiento del hecho, el director general de Cultura Popular, señor de La Cierva, transmitió a la empresa su profundo pesar». Lo extraordinario es que Carlos el Magnífico, que había sido el artífice de la idea que regiría Enlace, consiguiera, con el apoyo inestimable de Rafael Soriano, su sumo sacerdote —y no hubo nunca otro más leal y entregado—, imbuir este convencimiento en los empleados, de modo que representantes, vendedores e incluso libreros tenían la certeza de estar colaborando en una causa importante, donde el dinero no era lo fundamental. Si la venta de nuestros libros no les alcanzaba para vivir, lo complementaban distribuyendo además conservas, electrodomésticos o cualquier otra mercancía, pero lo importante eran los libros. Ya he dicho que nuestro príncipe renacentista —tan poco responsable en otros aspectos— sabía levantar auténticos espíritus de cruzada. ¡Había que ver lo que fueron, sobre todo los primeros años, las convenciones nacionales de representantes, o incluso las reuniones con libreros! El respeto con que nos acogían y nos escuchaban, sin culparnos nunca de los fracasos, sin poner en duda lo que les decíamos… Yo no lo valoraba debidamente entonces, pero, cuarenta años más tarde, al comprobar cómo discurrían estos actos en grandes grupos editoriales, quedé admirada.
Una de las innovaciones introducidas en Enlace fue que, en grupos de dos o de tres editores, y acompañados de Soriano, hacíamos frecuentes recorridos por España, para promocionar nuestros fondos y sobre todo las novedades de los meses siguientes. La reunión más importante solía tener lugar en el hotel donde nos alojábamos, y a ella asistían, además de libreros y distribuidores, un montón de escritores, intelectuales, curiosos y amigos. Ya al llegar, había siempre en el vestíbulo de los hoteles tres o cuatro poetas o novelistas que esperaban emocionados a Barral (si formaba Barral parte de la expedición), y un grupito de jóvenes rebeldes, de aspecto inconfundible, que, ante el desagrado de la futura dama indigna, que en aquel entonces todavía no había pasado del ateísmo al agnosticismo, creían no en uno sino en dos dioses —Marx y Jesucristo— y esperaban emocionados a Comín (si figuraba Comín, lo cual era menos frecuente, en la expedición).
Teníamos reuniones con los libreros y visitábamos sus establecimientos, convocábamos ruedas de prensa, íbamos a las emisoras de radio y a la tele, comíamos con amigos. En localidades pequeñas constituíamos un acontecimiento. Y algunas veces era fatigoso, pero casi siempre lo pasábamos bien. Disponíamos de tiempo, además, para charlar largamente entre nosotros.
Fue en el curso de estos viajes donde tuve ocasión de conocer mejor a Carlos el Magnífico, príncipe de los seductores, en sus facetas divertidas, brillantes, cariñosas, amables y en sus aspectos irritantes de niño caprichoso, egocéntrico e irresponsable. En uno de los viajes nos abandonó en Zaragoza, que era la primera etapa del itinerario previsto. Tuvo una de las frecuentes peloteras con Ivonne, en este caso por teléfono, y —ante la desesperación de Soriano, porque la «atracción principal» de la gira era sin duda Barral y sin él quedaba el equipo reducido a mí, mucho más novata y en absoluto famosa, y a un jovencísimo Félix de Azúa, muy en la línea de Carlos pero que no le llegaba todavía ni a la suela de los zapatos—, regresó inmediatamente a Barcelona, imposible saber si para reconciliarse o para enconar más la pelea. A Carlos le encantaba sostener unas conversaciones farolíticas con Félix, basadas en un brillante intercambio de frases ingeniosas. Yo asistía al espectáculo como si se tratara de un partido de tenis y, si el juego se prolongaba mucho, me aburría y casi me mareaba.
Y una buena mañana me encontré metida en un coche con Carlos y Rafael, camino de Valencia y de Andalucía. Rafael nos trataba como tratan las mujeres listas y experimentadas a los hombres: como niños y como dioses. Nos atribuía cantidades ingentes de talento (sobre todo a Carlos, claro está), pero también una grave carencia de sentido práctico, de responsabilidad y de sensatez. De modo que —con delicadeza y con cariño— nos dirigía, administraba y, hasta donde era posible, nos controlaba.
Carlos manifestó de entrada que sólo se sentía seguro si conducía él, se sentó al volante y avanzamos a un promedio de cuarenta kilómetros por hora. Era lo más similar a un viaje del siglo XIX, a recorrer los campos de España a lomos de mulas. Todo nos admiraba, nos sorprendía, todo era un buen pretexto para hacer un alto en el camino, mientras Soriano, en el asiento trasero, se mordía impotente los puños y nos repetía por milésima vez que llegábamos tarde.
En efecto, llegábamos tarde a todas partes. Pero no importaba demasiado, porque nos esperaban pacientes en todas partes personas que admiraban a Carlos y le querían y le hubieran aceptado cualquier cosa… A fin de cuentas la puntualidad era la cortesía de los reyes, pero nadie se la iba a exigir a los dioses.
Al llegar al hotel subía unos momentos a su habitación. A veces nos llamaba, para discutir algún detalle que se le acababa de ocurrir y nos recibía en la bañera, cubierta hasta los bordes de perfumada espuma. Y hablaba y hablaba, y le escuchábamos de pie en el umbral del baño. A Rafael no le gustaba que me recibiera así, no le parecía correcto, aunque de Carlos sólo asomaban a un extremo su cabeza de sátiro y, al otro, las puntas de los pies. Muy formal y tradicional Rafael en estas cuestiones.
Después Carlos bajaba a sentarse en un rincón del bar. Con una sonrisa benévola y un vaso más que mediado de whisky en la mano, atendía a dos o tres periodistas y era asediado enseguida por los jóvenes, o no tan jóvenes, poetas de la localidad. Decían en aquel entonces las malas lenguas que los jóvenes poetas que acudían con sus versos a Jaime Gil de Biedma salían de su despacho o de su casa deshechos en llanto; doy fe de que salían radiantes y fascinados de sus entrevistas con Barrai: sospecho que Jaime les tomaba en serio y que a Carlos le traían sin cuidado.
A mí aquel vaso de whisky siempre renovado me molestaba un poco, porque el primer día habíamos parado, a la hora de comer, para tomar un batido, y por la noche habíamos cenado, cerca del hotel, otro batido y un vaso de horchata, y al mediodía siguiente —todavía estábamos en Valencia— almorzamos, de pie ante un tenderete del paseo, dos horchatas gigantes, y cuando, a la noche de la segunda jornada, se me propuso una cafetería para la cena, pregunté si íbamos a alimentarnos de batidos y horchatas durante todo el viaje. Carlos quedó muy sorprendido, y explicó que él tenía úlcera, que seguía una dieta de productos lácteos y que no se le había ocurrido que a nosotros nos podía apetecer algo distinto.
Después de tanta dieta parcialmente compartida, y de tanto discursear yo con los cocineros de hoteles y restaurantes, en un intento inútil de que hicieran para Carlos esa sencilla sopa de arroz con aceite y ajo que en mi casa sanaba todos los males, me irritaba un poco que nuestro poeta-editor, guapísimo, recién salido de la bañera y con una camisa negra generosamente abierta sobre el pecho dorado, enarbolara de inmediato el primer whisky de la tarde. «Se lo chivaré a Ivonne», amenazaba yo. Ivonne tenía que reunirse con nosotros en Sevilla. Pero Carlos me dedicaba su mejor sonrisa, la mirada traviesa de sus ojos claros. «No te atreverás», decía.
Además de recorrer carreteras secundarias pero pintorescas a cuarenta por hora, y detenernos, porque Carlos quería que bajarse a coger para él un higo chumbo —no había probado nunca ninguno—, o para recoger a una autoestopista irlandesa, pelirroja, con pecas, jovencísima, que le recordaba a la reina Ginebra, o porque le era imprescindible, absolutamente imprescindible, meter un pie, al menos un pie, en el Mediterráneo, además de visitar librerías, y hablar con periodistas, cerrar el último local de todas las ciudades (momento en que Carlos, aunque fueran las cuatro de la madrugada, nos reprochaba abandonarle tan temprano en la soledad de su cuarto), además de todo esto, celebrábamos las reuniones con distribuidores y libreros que eran el objetivo del viaje.
Después de hacerlo varias veces, le habíamos tomado el tranquillo y seguíamos un esquema siempre parecido. Nos presentaba y abría el acto Rafael Soriano. Habíamos acordado que hablaría yo a continuación. Empezaba refiriéndome a lo que había supuesto Carlos el Magnífico para mi generación, a la espléndida labor que había llevado a cabo, a lo orgullosa que me sentía por figurar a su lado, y pasaba a exponer luego ordenadamente, como una niña aplicada que hace bien sus deberes —impuestos en este caso por Soriano—, el programa editorial de Lumen. Después llegaba el turno de Carlos, y hablaba de lo que le venía en gana: del Mediterráneo y Ulises, de lo que era un editor vocacional, de que tan castellano era el que se hablaba en Santiago de Chile, como el que se hablaba en Santiago de Compostela o en Santiago del Estero, o de que había cuatro grandes nombres en la narrativa del siglo XX: Proust, Kafka, Joyce y… (aquí seguía un nombre que no me sonaba en absoluto, me temo que ni a mí ni a nadie, pues nos sumía a todos en la perplejidad y en la mala conciencia de nuestra inconmensurable ignorancia, ¿cómo podíamos no conocer ni el nombre de un novelista de la talla de Proust, de Kafka o de Joyce?). Con un poco de suerte —y entonces Soriano suspiraba feliz—, Carlos nos hablaba de los libros que iba a publicar. Pero ni una sola vez agradeció mis elogios, me devolvió mis cumplidos, se refirió a mí o a Lumen.
La última jornada, Carlos se empeñó en hacer noche en Mojácar, y al día siguiente, pasadas las ocho de la tarde —los representantes, los libreros, los periodistas, la flor y nata de la intelectualidad, un montón de escritores y de amigos, aguardaban desde las siete—, llegamos los tres, sudorosos y exhaustos, al hotel de Sevilla.
Ivonne nos esperaba impaciente en el vestíbulo, y allí mismo, tras un beso apresurado, se lo largué todo de corrido y sin tomar aliento: que su marido había pretendido matarnos de hambre con una dieta de horchata y batidos (me callé lo de los whiskies), que había intentado hacernos morir de sueño alargando las noches hasta el amanecer en unos siniestros tugurios pueblerinos, que incluso me había hecho bailar, ¡a mí!, un pasodoble torero, para que vieran los andaluces que los catalanes nos atrevíamos con algo más que con las sardanas (la verdad es que no habíamos quedado nada mal, pero esto no lo dije), que traía yo las manos deshechas de batallar con un higo chumbo, que había aceptado Carlos mis públicos elogios sin corresponder ni darme siquiera las gracias, con la naturalidad de un dios al que le fuera todo debido, y que para colmo había logrado hacer que me sintiera una analfabeta miserable al citar, junto a los nombres de Joyce, Proust y Kafka, un cuarto nombre incomprensible, que trataban de anotar con disimulo y seguro que sin éxito los poetas locales y que a lo mejor ni existía y acababa de inventar. No se trataba de que fuera egoísta, ¡se trataba de que no podía abandonar ni por un instante la íntima convicción de constituir el centro del universo, convicción que nos había sido a todos arrebatada antes de hacer la primera comunión!
Ivonne me cogió cariñosa por los hombros, me dio la razón en todo, le dijo a Carlos que era un monstruo (pero se nos escapaba la risa a los tres), nos mandó directos a la ducha, y diez minutos después estábamos sentados ante el público, y el miserable Magnífico (todos los duques y condes de la Italia renacentista eran algo miserables), la camisa negra abierta sobre el pecho, una cadena de oro al cuello, la pipa en la mano, preparaba su discurso sobre Santiago de Chile, Santiago del Estero, Santiago de Compostela, sobre los cuatro grandes novelistas del siglo XX, y yo decidía que esta vez no los iba a citar a él ni a su editorial para nada.