Capítulo 21

Un encierro (el de Montserrat) y una historia (la mía con Rosa)

Hay dos temas que me parece imprescindible tocar en el libro de mis memorias. Uno es la historia de Rosa, que dejé a medias en el momento en que ella fuerza la salida de Carlos de Seix Barral y crea su propia empresa; otra, el encierro de Montserrat, que conté ya en Confesiones de una editora poco mentirosa y del que otros autores han hablado con mayor conocimiento, pero al que no puedo dejar de hacer una breve referencia.

En diciembre de 1970, no mucho después de que creáramos Ediciones de Enlace, se produjeron en Burgos los juicios del franquismo contra miembros de ETA para quienes se pedía pena de muerte y se convocó clandestinamente un encierro en el monasterio. Lo más increíble para mí es que los servicios de seguridad no se enteraran, porque la convocatoria se transmitía de boca en boca (la expresión «de boca a oreja» me parece absurda), y corrió varios días por Bocaccio, donde no reinaban precisamente la prudencia y la discreción.

A mí me avisaron por teléfono, y me ocupé de decírselo a las dos Ana Marías. Un grupo de amigos pasó la tarde anterior tratando de convencer a Carlos, pero él insistió una y otra vez en que su posición ante los accionistas de Barral Editores no le permitía comprometerse… Lo entendí, claro, pero era triste ver reducido a esta dependencia, a estos miedos, a Carlos el Magnífico, Carlos el Grande. A Oscar Tusquets (que manifestó no creer en la eficacia de este tipo de encierros) le aseguraron que no subían a encerrarse sino a discutir si iban o no a hacerlo. Subió, le molestó que Rosa Regás estuviera en la puerta tomando el nombre de los que llegaban (Román Gubern los recibía como maestro de ceremonias), manifestó ante los asistentes (que creo no le entendieron siquiera, tan fuera de lugar quedaba su discurso) lo que pensaba, vio de qué se trataba, y se marchó. Sí se quedó en cambio Beatriz de Moura, que aparece en muchas de las fotos. (Se había acordado no hacer ninguna, pero salieron un montón). En Montserrat todos nos revelamos tal cual éramos, como en una partida de cartas que vaya en serio, todos hicimos lo que nos correspondía hacer, y a algunos los conocí mejor en esas cuarenta y ocho horas que en los años que llevaba tratándoles.

Matute no paraba de explicar a quien quisiera oírla que Julio le había indicado que para esos avatares había que llevar siempre consigo tres cosas: una manta, una botella de coñac y algo que he olvidado pero que me parecía absurdo. Julio había hecho la revolución en lugares remotos, había sido rey o presidente en un país del Lejano Oriente, y sabía de esto más que nadie, de modo que lo que él decía iba a misa. (Con Matute es imposible saber dónde empieza y dónde termina la fabulación, pero reconozco que, si la manta no sirvió para gran cosa, el coñac fue todo un éxito). Moix, por su parte, estaba inmersa en uno de sus apasionados, obsesivos y dolorosos ensueños sentimentales, más muda, por lo tanto, que de costumbre, pero hay que admitir que vivir el amor a lo trágico no le hacía, ni le hace, perder el sentido del humor (humor negro a veces, pero de excelente calidad). Y yo me dedicaba a lo que se dedica una escritora —si no ocupa toda su atención un amante a medias real y a medias inventado, o está viviendo una fulgurante historia del tipo que sea—, yo me dedicaba a observar a los demás y a intentar entenderles. La verdad es que formábamos un trío un poco extraño.

Las primeras horas fuimos recibiendo en la sala de actos a los que llegaban. Terenci Moix, Joan Miró, Nuria Espert y algunos más nos hicieron una breve visita para expresar su solidaridad. Pero la mayoría había subido para quedarse. En la sala nos transmitían noticias oídas en emisoras extranjeras, y más tarde órdenes, cada vez más conminatorias y apremiantes de la policía para que abandonáramos el recinto. En los descansos, entre sesión y sesión, Guillermina Motta, Joan Manuel Serrât y otros tocaban y cantaban para distraernos, mientras que Raimon esperó el momento dramático de la salida del monasterio para enarbolar la guitarra.

Al mediodía almorzábamos juntos, en el refectorio, lo que nos daban los monjes. Isabel Bohigas, todavía esposa del arquitecto, y Montse Esther, para Oriol la mujer más elegante de Barcelona, socias de la inefable tienda Saltar i Parar, y más adelante del restaurante Las Violetas, se habían ofrecido inmediatamente a hacerse cargo de la intendencia, pero comíamos lo que nos daban los monjes, una alimentación correcta y más que suficiente, pero ni rastro de exquisiteces de Via Veneto, como se dijo para acusarnos de frivolidad. Ni vi tampoco que nadie hiciera el amor por los rincones o debajo de las mesas. Se puede criticar el encierro por otras razones, pero no por ser una especie de bacanal o de fiesta de Bocaccio.

Castellet intrigaba en las altas esferas, conferenciaba con el abad, nos transmitía mensajes y noticias. Finalmente compareció el abad en persona, y, sin más discusión, aunque con la sospecha de ser manipulados, abandonamos el edificio, en fila india, y entregamos a los agentes apostados junto a la puerta nuestra documentación, mientras se alzaba rotunda y airada la voz de Raimon, entonando una de sus canciones más populares y reivindicativas.

Después tuvimos que ir a declarar a la Comisaría Central y se nos impuso una multa, que era imprescindible pagar para recuperar el pasaporte.

La mayor parte de nosotros no había corrido riesgo ni sufrido perjuicio alguno, y tampoco creo que el encierro de Montserrat cambiara el curso de la historia. Pero dio mucho que hablar en España y bastante fuera de España, y no cabe duda de que al gobierno y a la policía franquista no les gustó en absoluto. O sea que desde la izquierda —desde cualquier izquierda, porque mientras vivió el Caudillo todos militábamos en el mismo bando— debiera considerarse positivo; poco importante si se quiere, pero positivo. No sé si la izquierda obrera se rasgó las vestiduras cuando alguien propuso hacer una colecta para pagar las multas de los que no tenían dinero. (En Montserrat había señoritos, pero también había individuos que no tenían un duro). Sí sé que muchos amigos de izquierdas lo tomaron muy a mal y me siguen mirando reprobadores cuando Montserrat sale en la conversación, como si se tratara de una fiesta social a la que uno asistía para lucir y para salir al día siguiente fotografiado en los periódicos. Fiesta a la que algunos ofendió no haber sido invitados. No hubo una lista de invitados, salvo, claro está, de los muy famosos y destacados. A los demás se nos dijo por casualidad, o tal vez a mí me lo dijeron para que arrastrara a Matute. Obviamente no salí en ningún periódico. Pero me gusta haber estado allí.

Pasemos a la historia de Rosa. No, a la historia de Rosa en lo que a mí concierne. Porque hay muchas historias de Rosa —tantas como narradores— y seguro que la mayor parte son positivas. Esto no me molesta en absoluto. Lo único que me fastidia un poco —y no tiene remedio— es que una de las más positivas sea la suya. Rosa posee la rara cualidad de creer que siempre tiene razón, o, en el peor de los casos, que había razones más que suficientes para hacer lo que hizo. Es fantástico. No hay nada que dé a un individuo tanta fuerza. También es simpática, muy lista y amenazadoramente pencona. Oscar decía una boutade divertida: «Si además fuera guapa, se comería el mundo». Es verdad que a mi señor hermano Rosa no le ha parecido nunca guapa, pero un altísimo porcentaje de hombres la ha considerado enormemente atractiva.

Yo supe primero de Rosa por su cuñada, la vi actuar en un cursillo de religión, la traté un poco —muy poco— en la universidad, y otro poco en Seix Barrai, asistí a la fiesta de homenaje y desagravio, convencida de que era un disparate carente de sentido, y me sorprendió un poco que luego, en lugar de colaborar con Carlos, montara su propia editorial, La Gaya Ciencia.

El primer incidente que me pareció extraño fue que me invitara a almorzar y me confesara, tras juramento mío de no repetirlo, que estaba preparando una edición de Ulises. Edición pirata, pues los derechos los había rescatado Carmen Balcells, y me había vendido (uno de sus fabulosos regalos de Rey Mago) los derechos de edición normal a mí y los de bolsillo a Alianza. Hábil intento, por parte de Rosa, de taparme la boca, fiando en mi estúpido sentido del honor. ¿Por qué, si no, iba a contármelo? Le funcionó. No lo dije a nadie y, cuando Jaime Salinas y Carmen Balcells se enteraron por otro conducto y descubrieron que yo lo sabía desde hacía tiempo, primero se enfadaron y luego me atribuyeron una memez irrecuperable (supongo que fue a partir de entonces cuando Carmen me asignó el dudoso título de gran señora de la edición).

Pero se trataba de un asunto sin trascendencia, y, por otra parte, no era imposible que Rosa hubiera hablado en un arranque de confianza, sin segundas intenciones, o para ver simplemente cuál era mi reacción.

El segundo incidente tuvo bastante más importancia: ocho editores independientes, vocacionales, contrarios al franquismo, etcétera, etcétera, estuvieron —estuvimos— al borde de tener que cerrar nuestras empresas. De nuevo habían unido sus esfuerzos Rosa Regás y Rafael Soriano, pero en esta ocasión era distinto. Por una parte, el resultado final, la hecatombe final, afectaba a mucha más gente. Por otra, se trataba de un acto que bordeaba la zona delictiva, y, para mí lo más importante, los dos protagonistas eran sin duda responsables —no se podía exculpar a Soriano, era gerente de la empresa y había tomado por su cuenta y riesgo, sin comunicarlo a los socios, decisiones peligrosas que excedían en mucho lo que autorizaba su cargo—, pero en grado muy distinto.

Había sucedido lo siguiente. Rosa había tenido, o había tomado de alguien, una idea brillante: una colección —creo recordar que limitada a cincuenta títulos—, de precio muy bajo pero de amable y llamativa presentación, donde en cada volumen una personalidad destacada del mundo político nos explicara en qué consistía un partido o una ideología. «¿Qué es el comunismo?». «¿Qué es la Falange?». «¿Qué es el socialismo?», etcétera. La colección, que se vendía también en quioscos, tuvo un éxito espectacular. Hubo que reimprimir con urgencia muchos de los títulos. Y entonces, deslumbrados por lo fulminante del resultado, embriagados por la euforia que les rodeaba, la ambiciosa Rosa y el irresponsable Rafael doblaron las tiradas de las primeras ediciones, reimprimieron títulos que algunos libreros pedían con insistencia y que no quedaban en almacén, sin asegurarse antes de que no había en otros puntos de venta exceso de ejemplares, y decidieron que la colección no se cerraría con el número de títulos proyectado. Para sufragar los gastos de producción, Rafael empezó a entregarle a Rosa, sin consultarlo ni comunicarlo siquiera a los editores dueños de la empresa, talones a cuenta de futuras ventas, pero, al mismo ritmo que se vendían los títulos nuevos, eran devueltos los anteriores. Cuando el asunto salió a la luz, los socios de Enlace se enteraron de que estaban, sin comerlo ni beberlo, al borde de la quiebra. Soriano quedaba en la calle. Y Rosa, que con el apoyo de su hermano Oriol, dueño de Bocaccio, parecía una garantía fiable —a Soriano le parecía una garantía fiable— y había asegurado que devolvería el dinero, no devolvió jamás nada (eso dicen los de Enlace y yo les creo, aunque cuente Moix que Rosa pretende haber devuelto la deuda entera). En cualquier caso, hay dos puntos por los que pondría la mano en el fuego. 1. Rosa Regás tiene la certeza de haber hecho en todo momento lo que debía, lo mejor que se podía hacer dadas las circunstancias. 2. El sexo no jugó, contra lo que podría maliciarse, ningún papel en esta historia.

Y llegamos al tercer incidente, del que soy protagonista, o coprotagonista. Rosa había tenido, mientras pululaba por Enlace (durante una temporada le encargaron poner orden en Ediciones de Bolsillo) otra idea. Ya he dicho que era muy lista y muy trabajadora, y las personas muy listas y trabajadoras me asustan un poco. Pero la idea era buena, como había sido buena la de los libritos políticos, y como tenían interés y calidad muchos de los títulos de La Gaya Ciencia. A mí me propuso crear una colección de bolsillo para niños, siguiendo el modelo de Ediciones de Bolsillo. Cada editor publicaba los títulos que le parecían adecuados, por su cuenta y riesgo, pero se integraban en una colección común, que tendría más fuerza, más presencia en las librerías y en los medios, y organizaría una promoción —catálogo, folletos, anuncios— conjunta. La colección se tituló Moby Dick y nos salió bastante bien. La vendía Enlace y liquidaba por separado a La Gaya Ciencia y a Lumen los títulos que les pertenecían. Al producirse el conflicto con Rosa, era impensable que Enlace siguiera ocupándose de su fondo, y ella lo pasó a otro editor, incluida la colección Moby Dick. Y el nuevo distribuidor debió de entender que toda la colección le pertenecía a ella. Resultado, Lumen dejó de cobrar las ventas que sin duda se producían de sus títulos. Creo que no hicimos nada al respecto. Las personas muy listas y trabajadoras pueden ser peligrosas, pero las que somos perezosas y bobas podemos ocasionar otro tipo de desastres.

Y llegó el affaire del libro infantil de Matute, Paulina. No era de los mejores pero sí uno de los que más se vendían. Lumen lo había publicado en la colección Grandes Autores, y Rosa me comentó un día que le gustaría sacarlo en bolsillo. Le dije que habría que hablarlo con Matute. No me volvió a llamar, ni me escribió tampoco. No existe ni una palabra escrita que insinúe el menor derecho de Regás sobre este libro, ni una alusión en una postal, una nota en un ejemplar. Nada.

Rosa empezó a sacar una edición tras otra. Lo que no pudo hacer con Ulises lo hacía, salvando las abismales distancias, con Paulina. Utilizó nuestros dibujos, no nos comunicó nada, no nos mandó ni un ejemplar y no pagó un duro a nadie. Piratería pura y dura, me parecía a mí. Y además vendía muchas Paulinas. De modo que mis distribuidores —Visor en Madrid y Enlace para el resto de España— protestaban airados, porque todos los ejemplares que vendía ella eran ventas que perdían ellos.

Daba una pereza terrible pelear con Rosa, pero por fin me decidí a ver a un abogado. Alguien me recomendó a Loperena. Yo le conocía de los grupos de teatro de la universidad y nos caímos bien. Le conté el caso y dictaminó que el único modo de evitar que siguiera sacando ediciones de nuestro libro era ponerle, Matute y yo, a Rosa, una querella criminal. Las dos dijimos que sí a todo. No sé absolutamente nada de medicina ni de leyes, de modo que doy por buenos los veredictos y estrategias de médicos y abogados, de los profesionales.

Cuando más adelante alguien comentó —de pasada y sin darle la menor importancia— que una querella criminal puede suponer penas de cárcel, quedé aterrada y se lo pregunté a Loperena, que me tranquilizó risueño. Una persona sin antecedentes y con un delito de esta índole era imposible, absolutamente imposible, que fuera a dar con sus huesos en la cárcel, imposible incluso que pasara una noche en comisaría.

Pero Rosa acababa de hacer unas declaraciones a la prensa. Era demasiado lista para aludir, ni siquiera de forma velada, a la vieja teoría de la envidia que podía suscitar en otras mujeres. Recurrió a algo distinto. Vino a decir más o menos (no tengo a mano la cita, pero el significado era éste) que mi pasado de jefaza falangista (yo nunca había sido jefa de nada) me había dejado como huella la costumbre de pisotear a los demás y la creencia de que podía permitírmelo. O sea, mi pasado falangista era la causa de que tomara a mal que se piratearan mis libros. Que además, según ella, no se pirateaban, porque (y en esto se basó toda la defensa) Matute le había dado en una conversación telefónica autorización para hacerlos. Todos los argumentos eran, pues, que yo había sido falangista y que existía un acuerdo telefónico, que Matute negaba. Argumentos tan débiles que ningún juez podía tenerlos en cuenta. Y a mí no se me pasaba el susto de que íbamos a ganar el caso, y de que entonces Rosa podía negarse a pagar una multa o incluso a que la soltaran sin multa alguna. Rosa podía empeñarse en ir a la cárcel de mujeres, y yo la veía en la puerta, enfrentando al grupo de fotógrafos, fans y amigos, con una sonrisa patética y a la vez irónica en los labios, una larga bufanda de lana, seguramente regalo de Juan Benet, que solía llevar ese tipo de bufandas, rodeándole la garganta y colgando casi hasta el suelo, y en el último instante, antes de cruzar el umbral, sus labios abandonaban la sonrisa y musitaban: «Es Esther Tusquets, la Falangista, quien me ha traído hasta aquí». ¡Qué momento glorioso!

De modo que yo elevaba en secreto mis plegarias a todas las deidades paganas que se me ocurrían, para que me hicieran perder aquel maldito pleito, que había resultado ser una querella criminal, que, dijera lo que dijese Loperena, podía sumirme en la miseria. Los dioses estuvieron divinos, insuperables. 1. Loperena tenía otro caso más importante y envió a un suplente que no conocía el caso. 2. Se había olvidado advertir a los testigos de Lumen (uno de los cuales había venido adrede desde Madrid) que debían llevar consigo un documento que acreditara su cargo en las respectivas empresas. No lo llevaban y no pudieron declarar. 3. Ana María Matute se había dejado convencer, o engañar, y unos días atrás había aceptado dinero en concepto de liquidaciones de derechos de autor por Paulina, y, por si esto no fuera suficiente, en el interrogatorio, nerviosa por haber cometido la torpeza de coger el dinero de Rosa, fue incapaz de recordar el título del libro objeto de la querella. (Ana María es adorable, pero con ella pueden ocurrir estas cosas…). Esta ha sido mi historia con Rosa Regás. Cuál es la suya con Esther Tusquets (caso de que la tenga), lo ignoro. En más de cincuenta años en el mundo del libro, y más de cuarenta dirigiendo mi propia editorial, he tenido, claro está, algunos conflictos, y es seguro que hay personas que sin que yo lo sospeche me tienen ojeriza, me detestan, me guardan rencor por algo que nunca supe o que hace tiempo he olvidado. Pero las viejas damas indignas hemos vivido mucho y sabemos que son pocas las cosas importantes (descubrir que nunca lo son las que se relacionan con el dinero —y era el caso de Paulina— elimina más de la mitad de los conflictos y los odios); sabemos que del ser humano no debe esperarse demasiado, y que entre los seres humanos está uno mismo (cuando mi madre me dijo, siendo yo adolescente, «sé que no eres capaz de cometer ni con el pensamiento la menor bajeza», me dejó anonadada, porque me sentía capaz de cometer, de pensamiento, palabra y obra, multitud de bajezas), sabemos que casi todo, menos tal vez la crueldad deliberada, es perdonable. Las viejas damas somos comprensivas, y tolerantes, y la indignidad a la que aspiramos va contra muchas normas, es irreverente, insumisa, descarada, impertinente, a menudo políticamente incorrecta, pero no nos autoriza a creernos en posesión de la verdad ni a mimar una imagen halagüeña de nosotras mismas.

Lo único que tengo contra Rosa Regás —aparte de que personalmente no congenie con su estilo— es que, cada vez que surge el tema en presencia de Ana María Moix, ella, siempre bondadosa, opine: «Pero tú no le habrías puesto a Rosa una querella, eso fue idea de los otros». Pues no, Ana, no. Yo no habría puesto una querella criminal, pero hubiera demandado a Rosa, no por mi pasado falangista, ni por tener ningún problema personal, ni porque me comieran el coco los demás: lo hice porque creí que debía hacerse.