Capítulo 13

New York: un flechazo sin fecha de caducidad

El verano del 68 Vida se fue a Estados Unidos para asistir a un cursillo donde participaban los mejores lingüistas ingleses y americanos. Yo me reuniría luego con ella en Nueva York. Visto desde hoy, me ha sorprendido al principio un poco ese largo viaje de las dos mujeres, dejando a los maridos solos en casa y en período de vacaciones. Luego he ido recordando los motivos. El cursillo era útil para el futuro profesional de Vida; en el Instituto Americano, donde entonces trabajaba, le habían dado una beca; tenía muchísimas ganas de volver al que consideraba su país, sobre todo a Nueva York; y cualquier plan era bueno si podía ayudarla a superar la dura experiencia de su primer embarazo. Tardé mucho en descubrir que había sido tan terrible y que no la superaría totalmente nunca.

Desde pequeña supe —cosa poco frecuente en la época— cómo nacían los bebés, y decidí no tenerlos. Me encantaba construir cabañas —en los pueblos, de cañas; en la casa de la ciudad, con sábanas, biombos y escobas—, pero no jugar a papás y mamás ni con muñecas.

Adoraba los libros y los perros, pero no me gustaban los niños. Y con los años no he cambiado demasiado. Hasta cumplir los treinta y tres (más adelante explicaré lo que ocurrió entonces), ni se me pasó por la cabeza ser madre. El embarazo me parecía desagradable y el parto me daba miedo. Y, por otra parte, esta actitud no me ocasionaba ningún problema. Mis padres no hablaban jamás de sus posibles nietos; Jordi no quería por nada del mundo tener hijos; Esteban ya había tenido dos, y consideraba que me correspondía a mí decidir. Pero Vida parecía el prototipo de gran madre universal, capaz de acunar en sus brazos a la entera humanidad. Siempre había querido tener hijos y había estado segura de que los tendría; que a Juan no le apeteciera demasiado carecía de importancia, porque era algo acordado desde que empezaron a salir juntos, y Juan estaba —estuvo durante años— demasiado enamorado para negarle nada, o casi nada.

Ya he dicho que Vida y yo, sin parecemos, llevamos vidas paralelas. Nos casamos casi al mismo tiempo y las dos parejas andábamos siempre juntas. En cuanto Vida supo que estaba embarazada, se compró y se puso ropa de embarazada, anduvo con anadear de embarazada, sacó barriguita. Y los otros tres la observábamos expectantes. Era todo un espectáculo.

Entonces estuve unos días fuera, muy pocos, y al volver me contó mi amiga lo ocurrido. Había ido al ginecólogo, en una visita de rutina. Estaba casi en el octavo mes de embarazo y todo había ido como una seda. El médico auscultó y auscultó, hasta que Vida le preguntó si pasaba algo. «No oigo el corazón del niño». «¿Y esto qué significa?». «Pues que seguramente ha muerto». Así, de sopetón. Y estando Vida sola en la consulta. Lo que siguió fue un infierno. No se puede practicar una cesárea si el feto está muerto. Hay que esperar al parto. Y faltaba más de un mes. Era verano. Hacía calor. Todos los amigos estaban fuera de vacaciones. Recuerdo que una tarde, sin saber qué hacer para que pasara el tiempo, nos presentamos en casa de Ana María Matute, que sí estaba en Barcelona.

Aunque lo lógico hubiera sido mandar al médico a la mierda y no volver a la consulta, se siguió con él. En el parto, le puso el pentotal que ella pedía a gritos, pero después hizo constar que sólo lo había hecho porque el bebé nacía muerto; de no ser así, los hijos se parían con dolor. Y el cuerpecito de lo que iba a ser una niña desapareció sin que se hiciera un solo análisis, una autopsia, un informe. A los médicos que visitamos más adelante en busca de información no pudimos facilitarles ningún dato. Únicamente un análisis del sexto mes de embarazo no era normal, indicaba algún tipo de infección. Pero no se le dio importancia, se supuso que era un error y no se repitió para comprobarlo.

No recuerdo que se tomara ninguna medida contra el responsable de lo ocurrido. Si recordara su nombre y si no hubieran transcurrido años suficientes para que haya muerto o esté jubilado hace un montón de tiempo, lo citaría aquí. Soy hija de médico, y no suelo hacer a un médico responsable de sus errores —que traten una materia más delicada y valiosa no evita que puedan como en cualquier otro oficio equivocarse—, pero la insensibilidad, la falta de humanidad, las trampas para ocultar o falsear los datos que causaron el error, son para mí imperdonables.

Lo que Vida quería averiguar era qué ocurriría en futuros embarazos, y tal vez habría sido fácil, caso de saber lo que había ocurrido en el anterior. Así las cosas, los tres ginecólogos que se consideraban los mejores de la ciudad opinaron lo siguiente: uno, que se había producido un accidente fortuito, que no se iba a repetir; otro, que era algo congénito en Vida, una deficiencia que haría fracasar todos los embarazos; el tercero, que no tenía ni la más remota idea. El tercero era Conili, y con él tuvo más adelante Vida los niños.

En cuanto a mí, tenía muchas ganas de conocer Nueva York, y Lumen (o sea, mi señor padre, siempre deseoso de complacerme, no en vano dijo en una entrevista Carmen Balcells, cuando le preguntaron qué le hubiera gustado ser en la vida: «Hija de Magín Tusquets») financiaba mi viaje, para que visitara varias editoriales y a un par de distribuidores. Viéndolo con la perspectiva del tiempo, pienso que aquel viaje suponía que Esteban me daba la libertad de siempre, pero también significaba que en mí la etapa del loco amor, del perdido enamoramiento, había, lo reconociéramos o no, terminado. Ya no sentía, como la Ondina de Giraudoux, que mi soledad empezaba a dos pasos de él, ni que una noche en su ausencia era insoportable, y unos días sin verle, el infierno. Lo cual no era óbice para que le quisiera muchísimo, le echara de menos y le escribiera frecuentes cartas interminables. El viaje a Estados Unidos iba a tener, en mi vida personal, consecuencias imprevisibles: ni Esteban ni yo volveríamos a ser los mismos.

Nueva York en el verano del 68… Poco más tarde del mayo francés, el conflicto de Vietnam al rojo vivo, la juventud decidida a cambiar el mundo —seguros de que terminábamos con algunas cosas para siempre—, la imaginación al poder, los hippies imponiendo su modo de vestir, su música, sus conciertos multitudinarios al aire libre, donde hacían el amor —no la guerra—, y experimentaban con nuevas drogas, los negros pasando de la defensa al ataque, proclamando orgullosos su negritud, el black power. Al recordar el Nueva York de aquel verano irrepetible, la primera imagen que surge ante mí es la de jóvenes negros, altos, hermosos, soberbios, terribles, recorriendo sus calles, tomando sus calles, haciendo suya la ciudad, precedidos por parejas de perros doberman, sujetos con una traílla, tan hermosos y terribles como ellos, y, cuando ahora lo comento con Vida, se ríe y puntualiza: no era una multitud de negros, eran sólo dos, altos y guapísimos, eso sí, y con los perros, los vimos una tarde en Washington Square y nos preguntamos si habría muchos como ellos.

Y por primera vez, en un teatro de Broadway, teatro comercial, montaje de lujo, precios caros, localidades agotadas durante meses, Hair, desnudo masculino integral. En un momento dado del musical, muchos de los actores se situaban en el centro del escenario, a plena luz, y se desnudaban. Para una española que llegaba de la España franquista del año 68, era inimaginable. Tanto que, cuando tuve ante mis ojos aquella variedad de penes y cojones (habíamos conseguido entradas llamando, contra toda esperanza y toda lógica, a cuantos centros de venta y reventa figuraban en la guía telefónica de la ciudad —cuando Vida y yo queríamos algo agotábamos las posibilidades—, y en uno contestaron que les acababan de devolver dos buenas localidades de platea y le preguntaron si tenía bonitas piernas, ella respondió que de piernas nada, pero que de ojos no estaba mal, le dijeron que fuera a enseñárselos, fue, y volvió con las entradas, buenísimas y al precio normal en las agencias), cuando vi que lo del desnudo integral era verdad y además tan generoso, se me escapó a voz en grito un comentario de sorpresa, que según Vida entendieron los muchos espectadores hispanos. Lo cuenta a veces, para avergonzarme, y yo cuento en justa represalia cómo conseguimos las entradas, y las ventajas que supone tener amigas guapas. Y entonces ella hace algo que me saca de quicio y que comparte con muchas otras guapas (una de ellas, entre las famosas, la escritora Carme Riera): asegura que no lo es, o al menos que no lo sabe, que nunca se ha tenido por guapa. ¡Vaya memez! ¿Cómo iba una guapa a no enterarse, ni aunque viviera en una tierra sin espejos, de que es guapa?

Habíamos alquilado para todo el mes una habitación muy barata, cerca de la Quinta Avenida, un poco por debajo de Central Park. Me admira todo lo que fuimos capaces de ver y de hacer. El segundo día deliberamos: la ciudad podía ser peligrosa y éramos dos chicas solas y jóvenes, ¿nos encerrábamos por las noches en la habitación a ver la televisión o corríamos el riesgo y nos metíamos en todas partes? Decidimos arriesgarnos, claro. En el agosto neoyorquino las noches eran especialmente deliciosas. Fuimos al teatro —en Broadway y off-Broadway, donde nos habíamos hecho amigas de un grupo de actores y, al terminar la representación, se organizaba un debate sobre la obra—, a musicales, a la ópera, a espectáculos callejeros, empalmábamos una película con otra (todas prohibidas o ignoradas en España) en la Filmoteca del Moma, y después nos tumbábamos a oír conciertos en el jardín, cerca de la cabra de Picasso.

Vida me enseñó el Nueva York de los turistas, y el que había conocido ella de niña y de adolescente. Lo recorrimos en autocar, en helicóptero, en barco, en coche de caballos. Descubrí una variedad insospechada de comidas chinas, japonesas, cubanas, indias, y el delicioso pastrami de los judíos.

Tenía la sensación —casi física— de estar en el centro del mundo, la ciudad donde se cocía y decidía e inventaba todo, donde todo era posible, donde uno tenía más ideas por minuto. Pensé que en aquella ciudad —¡que me parecía además tan hermosa!— sería fácil escribir las novelas que desde siempre quise escribir —sobre todo después de renunciar al teatro—, pero que no me animaba siquiera a empezar. De todos modos, fue en Estados Unidos donde escribí, junto con Vida, los primeros textos destinados a la publicación. Cuatro entrevistas a cuatro autores editados por Lumen, y no podían ser más distintos entre sí.

Ralph Ellison —autor de El hombre invisible, considerada por los críticos una de las mejores novelas norteamericanas de todos los tiempos— nos recibió en su apartamento de Riverside Drive, una especie de enclave fronterizo entre dos mundos, pues si la avenida que bordea el Hudson es respetable y, en su zona inferior, incluso elegante, a la altura de la casa de Ellison sólo unos metros la separan de un barrio abigarrado de negros y puertorriqueños, auténtica prolongación de Harlem. Era una vivienda confortable, pero sin el menor asomo de lujo. La vivienda propia de un intelectual, de un escritor, de un profesor de universidad. Para enchufar la grabadora hay que desenchufar un ventilador. (¿Qué hace un ventilador en una ciudad donde hasta el último cuartucho de hotel —sin ir más lejos, el nuestro— tiene aire acondicionado, aunque tenga también cucarachas en la bañera?). Había libros por todas partes y desde la ventana de la sala se veía el río. La mujer, una negra esbelta de tez clara, nos sirve una bebida color fresa y se esfuma discreta. Un perrazo negro y pacífico nos observa amistoso pero sin excesivo interés, mientras Ellison responde a nuestras preguntas —sobre su obra, sobre su trabajo docente, sobre la situación de los negros en Estados Unidos y los grandes cambios que se han producido, sobre sus propias vivencias de negro nieto de esclavos— con seriedad, a veces tras unos segundos de duda y titubeos; otras, con vehemencia, pero con una vehemencia siempre controlada.

La visita a William Styron fue muy diferente. La novela que le había llevado a la fama, un best seller mundial —también publicado por Lumen, aunque con bastantes cortes de la censura, que se añadieron en futuras ediciones—, Las confesiones de Nat Turner, se basa en hechos reales y en el problema negro. Para entrevistarle tuvimos que viajar a Martha’s Vineyard, una isla próxima a la costa de Massachusetts, donde él tiene su residencia veraniega, y donde se congregan artistas, escritores, editores, famosos de distinta ralea, en un ambiente sofisticado. Una especie de Cadaqués, vaya. Styron nos consiguió alojamiento en un lugar precioso, que se llamaba La Casa del Capitán, y nos fue a buscar en coche para llevarnos a su casa, que en realidad eran tres, «una es para los niños, otra es el estudio donde yo trabajo, y en la tercera vivimos mi mujer y yo». Las tres rodeadas de césped y a orillas del mar. Reinaba una opulencia refinada que no parecía deberse al éxito de su último libro. La mujer, esbelta y amable, con larga falda floreada y pies descalzos, no nos ofreció un refresco color fresa, sino todo un surtido de cócteles o de whiskies de distintas marcas. Por suerte, Styron, pese al ambiente, no se mostró mundano ni ingenioso. Fue el hombre reflexivo, inteligente, preocupado —angustiado incluso— por los conflictos del mundo en que vivimos, el hombre que se refleja en sus libros, seguro de su propia valía pero sin asomo de presunción.

La tercera entrevista nos llevó a otro paisaje y a otro personaje muy distintos también. Una universidad para muchachas de familias riquísimas. Una universidad femenina, con pocas alumnas, un paisaje idílico en plena naturaleza y un profesorado de lujo. Lujo excesivo me parecía a mí disponer de Bernard Malamud, gran narrador y seguramente máximo representante de la literatura judía escrita en inglés, para enseñar literatura a cuatro pijas. A los cuatro entrevistados los había editado en español Lumen, pero, en el caso de Malamud, Vida había traducido además varias otras de sus obras, publicadas en Seix Barrai. Había muchos temas interesantes de que hablar, y lo hicimos, pero él volvía una y otra vez al que le obsesionaba: lo mal que le había tratado Carlos Barrai, que sólo se explicaba porque no lo valoraba como escritor, motivo de que hubiera dejado de editar con él.

Había estado un verano en Barcelona, nos explicó, había anunciado con antelación su visita, tratando de concertar una entrevista, luego había ido dos veces a las oficinas personalmente, pero Barral no estaba allí, y nadie le hizo el menor caso. Ni siquiera había recibido nunca una carta de disculpa. Quedó convencido de que a Barral no le gustaban sus novelas, y de que tal vez ni las conocía. Fue inútil intentar explicarle que nos constaba que a Barral sí le gustaba su obra (y era cierto), pero que en agosto estaba en Calafell, liado con su barco, y su mujer y sus muchos hijos y sus todavía más numerosos amigos, demasiado distraído, disperso y egocéntrico para enterarse de que uno de sus autores había ido a visitarle, seguro además de que esto carecía de importancia, puesto que a él todo le estaba permitido y todo se le iba a perdonar. Uno de los graves errores de Carlos fue no saber nunca a quién merecía la pena cuidar. Perdió a Malamud, perdió a García Márquez, cuyo original de Cien años de soledad durmió un largo sueño en un cajón de su mesa sin que se le hiciera el menor caso (ésta es una de las versiones), y, cuando unos amigos lo lamentamos más tarde, replicó sin empacho: «No os preocupéis. Lo recuperaré cuando quiera». Carlos el Magnífico era uno de los hombres más encantadores que he conocido, pero a veces su encanto no bastaba para anular los dislates provocados por su frivolidad.

Hubo otra entrevista… que concluyó en no-entrevista. Susan Sontag era uno de los autores de moda, había inventado un nuevo adjetivo, «camp», que hizo furor entre la juventud y que ella ahora odiaba. En su editorial nos la describieron como una mujer difícil, y, cuando accedió a recibirnos, nos aleccionaron con una lista larguísima de temas que no se podían ni rozar. O sea que íbamos un poco asustadas. Pero no había motivo. Estuvo amable, simpática incluso, habló sin tapujos y con inteligencia. Fue muy agradable y se trataba sin duda de la entrevista más interesante que habíamos conseguido. Nuestra alegría duró hasta que descubrimos que Vida no había puesto en marcha la grabadora. No tomábamos notas, mi inglés era menos que deficiente, y mi amiga se declaró incapaz de reconstruir nada de lo que allí se había dicho. La aventura terminó en un restaurante. Las lágrimas de Vida caían silenciosas sobre la hamburguesa, y yo fui lo bastante cabrona para hacer lo peor que se podía hacer: no decir ni una sola palabra.

Vivimos todavía más experiencias. Fuimos a Washington a cobrar una deuda de Lumen, pasamos unos días en la preciosa casa que tenían en Wisconsin el profesor Sánchez Barbudo y su mujer, estuvimos —no recuerdo con qué pretexto— en Chicago, viajamos mil horas en autocares Greyhound, frecuentamos a los parientes de Vida, emigrantes gallegos, que tenían coches grandes, veinte o treinta electrodomésticos en casa y toneladas de carne en la nevera.

Hicimos muchísimas cosas, pero ni asomo de sexo, ni el más inocente flirteo. Y, no obstante, algo estaba cambiando. Lo extraño fue que el primer síntoma del cambio no procediera de mí sino de Esteban. Tenía él un amigo escritor —no recuerdo si se habían conocido en Venezuela o después—, Andrés Bosch. Andrés y yo nos caímos muy bien y salíamos con frecuencia a almorzar mientras Esteban comía un tentempié en el trabajo. Al irme yo a Nueva York y quedar Esteban solo, se suponía que Andrés le vería a menudo. Pero Andrés no le llamó ni una sola vez, y, en cambio, allí estaba, esperándome en el aeropuerto.

El enfado de Esteban fue mayúsculo, pero me pareció justificado que le enojara que su amigo le hubiera tenido olvidado, y ni se me ocurrió que podía tratarse de algo más, impensable para mí que Esteban, defensor acérrimo de la libertad total en materia de sexo, enemigo a ultranza del aberrante sentimiento de los celos, pudiera sentirse celoso.