Capítulo 7
Con Oriol aprendo muchas cosas y desaprendo otras
Oriol nos propuso un libro sobre patéticos muchachos que aspiraban a toreros y ensayaban en la calle, en Montjuïc, y nos sugirió pedirle el texto a Cela (sería Toreo de salón), también nos presentó a Joan Colom, insigne retratista de putas, a las que llevaba años espiando obsesivo, con la cámara escondida bajo la gabardina (haría, con Cela, Izas, rabizas y colipoterras). De modo que la colección Palabra e Imagen estaba en marcha.
De Cesc y de su mujer nos habíamos hecho muy amigos. Eran buena gente, muy buena gente, un islote de honestidad, delicados modales y timidez en un océano bastante proceloso. Se agradecía. Con ellos y con Oriol y con mi hermano pasamos buenos ratos juntos. Ella se quedaba dormida con frecuencia, porque tenían dos niños muy pequeños y andaba siempre muerta de sueño, pero incluso dormida me parecía encantadora.
Como en los dos primeros años de Lumen habíamos puesto en marcha cuatro colecciones, pero no vendíamos ni una escoba, y por otra parte era evidente que mi padre no pensaba rendirse, teníamos que renunciar al ingenuo propósito inicial de editar lo que nos gustara, convencidos de que si nos gustaba era bueno y gustaría a los demás, y prestar mayor atención a la comercialidad. Lo cierto era que nos urgía dar con un título que se vendiera. Había empezado el gran boom del turismo y, como disponíamos de un artista de la calidad y el fino sentido del humor de Cesc, se nos ocurrió hacer un libro sobre la Costa Brava, en color y con el texto, que correría a cargo de Noel Clarasó, en cuatro idiomas. Cesc y su mujer recorrieron durante el verano todos los pueblitos de la costa, y él la retrató de forma magistral, captando su extraordinaria belleza original y el desastre a que había dado lugar la llegada repentina y masiva del turismo. Coincidimos unos días en Cadaqués, donde yo pasaba el mes de agosto en un hotel, con Vida, entonces una amiga relativamente reciente (reciente entonces, porque ahora llevamos más de cincuenta años de tormentosa pero intimísima amistad, que nos mantendrá unidas hasta que la muerte nos separe, por más que avancemos en direcciones opuestas, y ella no quiera ni oír hablar de viejas indignas y a mí me aburra y me entristezca y decepcione su respetabilidad), la misma que montó el escandalete con el chinchón en casa de Fernández Santos y la que me acompañaría a visitar a Cela.
Justo aquel verano, mientras yo estaba en Cadaqués (seguramente porque pasaba por un mal momento mi relación con Oriol y quise poner tierra por medio y tomarme un respiro), recibí una carta de Oscar, que estaba haciendo la mili universitaria sumido en la desesperación (los españoles varones se dividen entre los que hicieron la mili sumidos en la desesperación, y los que consideran que la experiencia tuvo puntos positivos, les ayudó a hacerse hombres, aprendieron disciplina, vivieron un ambiente de camaradería, se divirtieron incluso), no por la dureza de los ejercicios o la austeridad de la vida militar, sino por el régimen delirante que imperaba en el campamento, por el delirio surrealista que caracterizaba al ejército español. En la carta me contaba, entre otras cosas, lo siguiente:
La verbena de San Jaime bajé a Barcelona… Oriol me preguntó qué haría por la noche, pues él naturalmente no sabía qué hacer. Yo había quedado con unos amigos pero no tenía niña. Oriol, que estaba muy aburrido, me dijo que a lo mejor me encontraba una. Al final fuimos con Colita y Bebe (la exnovia de Miserachs). Oriol no la quería telefonear de ninguna manera, porque temía que Xavier se enterase, cosa que no logré entender. Fuimos a buscarla a Mariona. En la mesa estaban Jorge Doménech, Català Roca y Buesa. Todo el mundo se puso a hablar. Català es encantador, y Oriol planteó una de sus típicas discusiones diciendo que no hacía falta que los periodistas supieran escribir, etc. Fuimos a bailar, y Oriol, que no sabe bailar, con grandes protestas de Colita, cogió sueño a las 4. Todos se fueron, menos yo, que me quedé con Bebe hasta que nos echaron. Después nos fuimos a ver salir el sol escuchando la radio del coche… Nos fuimos a dormir a las ocho menos cuarto.
No puedes imaginarte lo encantadora que es Beatriz. Tiene una simpatía que se percibe muy pronto y es francamente bonita. Baila muy bien. (Según Oriol, la mejor de España). Pero lo extraño es su enorme personalidad y su conversación inteligente. Con decirte que me hizo sentar y mantener una discusión intelectual que me dejó agotado. Conoce a todos los arquitectos y sus obras, que puede discutir con bastante corrección. Tuvimos una controversia sobre Federico, como persona y arquitecto, de lo más divertido.
Desde luego me parece mucho más interesante que Miserachs y no entiendo cómo la ha dejado…
Le expliqué que estabas en Cadaqués. Ella sube el viernes y me preguntó dónde podía encontrarte porque le gustaría verte…
Estoy seguro de que te gustará mucho, pues es extraordinaria.
Bien, Oriol ya no tenía por qué preocuparse. Aunque no hubiera querido ir de putas, mi hermano no era maricón. Y mientras Vida y yo tonteábamos por Cadaqués con chicos anodinos y Oriol se aburría como una ostra frustrada en Barcelona, Oscar había encontrado a la primera mujer de su vida. Bebe se llamaba en realidad Beatriz de Moura, y era hija del cónsul del Brasil, pero cuando a su padre le cambiaron de destino no quiso seguir a la familia y se quedó en Barcelona, abandonada a sus propios medios de subsistencia. Era muy, muy bonita, muy simpática, muy lista, bailaba de maravilla (mucho después, una temporada que andaba mal de dinero, trabajó unos meses en Bocaccio —templo entonces de la gauche divine, como lo había sido el Liceo de la burguesía de generaciones anteriores—, ella y otra muchacha, encaramadas cada una en su podio, bailaban solas durante horas), hablaba idiomas con soltura, conducía tan bien como un chico, tocaba la guitarra, cantaba, había publicado un librito en Gallimard y, oh maravilla de las maravillas, estaba dispuesta a follar. De hecho las chicas del mundo en que ahora nos movíamos eran distintas y, entre otras cosas, mucho más libres que las que encontraba Oscar en sus guateques pijos o las universitarias que se congregaban a merendar en mi biblioteca.
La idea de hacer un libro sobre la Costa Brava era buena y sabíamos que iba a quedarnos muy bien, pero decidimos la tirada de un modo peculiar. Hubo cónclave familiar, porque la cuestión tenía en aquellos momentos su importancia. ¿Cuántos turistas visitaban la Costa Brava cada año? Esto era fácil de averiguar con las estadísticas. Y entonces la familia catalana, llena de seny y sensatez, se preguntó: «¿Y cuántos de ellos comprarán nuestro libro?». Quisimos ser prudentes, y respondimos sin titubeos: «Al menos, al menos, uno de cada cien». Daba una cifra fantástica. Hicimos pues una montaña de Costas Bravas en cinco idiomas, y un chaval, que nos pareció muy dispuesto y emprendedor, salió el verano siguiente a venderlos en mi coche por los hoteles, tenderetes, restaurantes, merenderos, tiendas de souvenirs y supermercados de la costa, porque en este caso los puntos de venta no podían limitarse a las librerías. Vendió unos cuantos, nos hizo las cuentas del gran capitán y terminó estrellando mi coche contra un muro. Y, meses después de que ya no trabajara en Lumen, seguíamos descubriendo que faltaban unos cubiertos de plata, una de las porcelanas que coleccionaba mamá o un cenicero de amatista, de ágata o de jade.
Con Oriol traté a mucha gente nueva. Ya he dicho que él era un cotilla y un curiosón, y necesitaba conocer a todo dios y estar al corriente de cuanto pasaba en la comunidad. No paraba hasta que creía además entenderlo y podía, en consecuencia, emitir juicios tajantes e inalterables. Si eran políticamente incorrectos, mucho mejor. Creo que durante aquellos dos años estuvo, o decía estar, enamorado de una francesa guapísima, jovencísima y flaquísima, que vivía en París, y con la que no tenía posibilidad ninguna, porque él se consideraba feo —una especie de Woody Allen, pero sin el gancho de Woody Allen—, pobre, un desgraciado. No llegué a ver nunca a la preciosa flaca y me parece que él tampoco la veía nunca.
Yo era joven —aunque a Oriol, que me llevaba ocho, mis veinticuatro años le parecían ya una edad provecta— y estaba muy lejos de alcanzar la sabiduría de una vieja dama irrespetuosa (no lo he especificado hasta ahora, pero supongo que es obvio para todos que la dificultad y el mérito están en alcanzar la irrespetuosidad —cierto tipo de indignidad incluso— sin dejar de ser en ningún momento, de la cabeza a los pies, una auténtica dama). En mi estilo romántico-adolescente, una mujer enamorada debía hacer lo posible por cubrir el ideal con que sueña su caballero. Y yo lo tenía de veras difícil. No era especialmente guapa, no estaba como un fideo y, para colmo de males, ni siquiera era ya virgen, lo que me situaba en un terreno muy próximo al de las furcias. Impresentable.
Hice lo que pude, que no era mucho. Adelgacé un par de kilos, me unté la cara con unas cremas pringosas, que parecían iguales, pero eran distintas en el nombre y en el precio según las horas en que debían utilizarse, fui a la peluquería en lugar de lavarme el pelo en casa y permití por fin que mi madre me comprara toda la ropa que tuviera ganas de comprarme. La noche que estrené un camisero negro, con un diminuto motivo estampado en rojo, hecho por la mejor modista de mamá con una seda importada de París, Oriol me miró muy serio, de arriba abajo, y aseveró: «Este vestido te habrá costado un pastón, ¿verdad?». Tierra trágame. Me había equivocado. Como cuando elegí en Old England unos magníficos tirantes —me había sugerido que le trajera unos tirantes de París—, decididamente modernos, pero en nada parecidos a los que se encuentran en los quioscos callejeros o en las tiendas de cutres souvenirs, que eran exactamente lo que él quería y lo que cualquier otra chica le habría comprado.
No servían los tirantes, ni encajaba mi vestido, porque no eran «divertidos». Y en el nuevo mundo en que me introdujo Oriol primaba lo divertido. Era el adjetivo más elogioso que conocían.
No sólo la ropa, las casas, las personas tenían que ser divertidas, sino también el arte, la filosofía, el comportamiento. «El día que comenten lo divertida que es la Capilla Sixtina, me les echo a la yugular», pensaba yo. Pero la ropa, la moda, sí me parecía bien que fuera divertida, ¿por qué no había de serlo?
Entonces Oriol me comunicó un día que nos habían invitado a cenar unos amigos, porque querían conocerme y a él le gustaría que yo les conociera. El marido me caería bien; era un letraherido como yo, muy versado en literatura y especialista en Proust. En cuanto a ella, era la mujer más elegante de Barcelona. Ni Oriol ni yo confiábamos mucho en mis posibilidades de aprender algo, pero, en cualquier caso, sentí curiosidad por conocerla. A fin de cuentas, mi madre era considerada también por muchos una de las mujeres mejor vestidas de la ciudad.
Nos recibió el marido, muy amable, nos hizo pasar a la sala, nos sirvió unas bebidas y unas aceitunas, se interesó por mi editorial. Estábamos empezando a hablar de Proust, cuando entró la dueña de la casa. La mujer más elegante de Barcelona era oscura, oscurísima de piel, y tenía el rostro apergaminado, lo cual le daba un aire exótico, de suma hechicera de una tribu africana o de personaje de un remoto período prehistórico, y hacía suponer que no utilizaba las suntuosas cremas para las distintas horas del día. Llevaba unas botas de cuero repujado, sobre cuyos tacones parecía imposible mantener el equilibrio, que le llegaban hasta la rodilla, y una falda mini. Entre la falda y las botas asomaban unas rodillas todavía más negras y rugosas que la cara. Y del resto, del busto, de los brazos, no se veía nada: todo quedaba cubierto por un montón abigarrado de pulseras y sobre todo de collares. Grandes, gordos, pesados, toscos, de lo más étnico. Todo procedente del corazón de África o de la prehistoria. Muy bonito, pero imposible de imitar.
Tiempo después la mujer más elegante de Barcelona montó con Isabel Arnau, la primera mujer del arquitecto Oriol Bohigas, una tienda, Saltar i Parar, la tienda más «divertida» de la ciudad. Las dos dueñas eran encantadoras y el local se convirtió en punto de encuentro de los miembros de la omnipresente gauche divine. Siempre coincidías con algún amigo, siempre se organizaba una charla agradable, y sobre todo siempre te enterabas de los últimos chismes de la comunidad. ¿Qué vendían? Juguetes viejos, postales, pinturas, cerámicas, abanicos, bisutería, bolsos, mantones de Manila, los dichosos pitos de Mallorca, que yo detestaba y que figuraban en todos los hogares progres, y ropa, mucha ropa. Llegabas y las dos dueñas, después del besuqueo y de unos minutos de charla, te llevaban al fondo del local, te colocaban delante de un espejo y te ponían una prenda rara, que a veces te gustaba y otras no, pero que obviamente no se ajustaba a tus medidas. «Me cuelga por delante», argüías, o «me queda demasiado grande». «No, no», aseguraban. «Te cae perfecto. ¡Estás divina!». (Las cosas, además de divertidas, solían ser divinas). Una te mantenía de cara al espejo, mientras la otra, a tus espaldas, escondía en un rebujo la tela que sobraba, o tiraba de la parte trasera del vestido para que no colgara por delante. Y ambas buscaban al unísono el apoyo de los otros clientes. «¿Verdad que está divina?». Todos coincidían en que estabas divina, y tú te llevabas el vestido, te lo probabas en casa, comprobabas que no te lo pondrías ni una vez y que ni siquiera lo podías regalar, porque no conocías a nadie capaz de usarlo, y allí quedaba, en un rincón del armario.
La mujer que parecía un fetiche africano pero que era la más elegante de Barcelona debía de tener un atractivo especial para los señores, porque tan enamorado —o mejor, encoñado— estaba de ella su marido, el letrado proustiano, que, cuando supo o sospechó o temió que había otro hombre en su vida, olvidó sus excelentes modales y su rechazo total a la violencia, cogió el cuchillo más grande que encontró en la cocina, corrió a Saltar i Parar, persiguió a sus encantadoras dueñas —también a la pobre Isabel, que corría de un lado para otro llevándose las manos a la cabeza y pegando grititos—, cuchillo en mano y, aunque finalmente no las agredió, les destrozó el local. Era una gozada ver los vestidos rajados, que ya no nos tendríamos que volver a probar, y el suelo sembrado de pedacitos de pitos de Mallorca.
En la Barcelona de los 60 todos éramos muy progres y liberales, y casi todos defensores del amor libre. En el grupito de la gauche divine, el sexo era uno de los juguetes preferidos (Encerrados con un solo juguete titularía Marsé una de sus primeras novelas), las llamadas «perversiones» un refinamiento exquisito (un ilustre escultor brindaba a sus invitados el deleite de ver defecar a su bellísima compañera, en cuclillas, en mitad de la sala) y muchos y muchas llevaban una lista de las personas de uno y otro sexo que se habían tirado o que pensaban tirarse en el futuro, un poco como las muescas que grababan los pistoleros del Oeste por cada hombre asesinado o como las listas que leen en la taberna Luis Mejía y Juan Tenorio. Una ilustre hispanista, por otra parte muy atractiva, me tenía en su lista y fue a encontrarme en Colonia, donde se celebraba un congreso de escritores españoles, pero cuando, al llegar al hotel, vio que yo no daba facilidades, se dirigió apresurada a Juan Benet, que estaba sentado en el bar tomándose tranquilamente un café, y la llevó encantado a su habitación (seguro que figuraba en la lista de la chica, y ella no iba a perder el viaje).
«Haz el amor, no la guerra» era uno de los eslóganes de los 60, que un editor italiano —creo que Feltrinelli— y Barral cambiaron por «Haz el amor, no el editor». Hacer el amor libremente, sin barreras, todos con todos. Podía ser magnífico… de no haber existido una fuerza ancestral, omnipresente, más poderosa que los eslóganes y las ideologías y las modas y los buenos deseos, una fuerza animal que podía con todo y nos sumía en las mayores contradicciones y en el ridículo más espantoso: los celos. El letraherido proustiano perseguía a su esposa con un cuchillo; la ilustre novelista mallorquina comparecía en la sala, llena de invitados, con las venas abiertas; Gabriel aseguraba no ser celoso, pero había un pequeño detalle sin importancia: si su pareja se acostaba con otro, él quedaba impotente; otro de nuestros grandes poetas temía que una noche, mientras dormía, su mujer le cortara con unas tijeras el pene… Y cuando Ramón Eugenio, el ex de Matute, fue abandonado por Matilde —una de las mozas que llevaba lista de los polvos echados cual si de trofeos se tratara—, que se aparejó con uno de mis amigos más queridos, el escritor Andrés Bosch, primero amenazó con lanzarse al vacío desde el altillo del restaurante donde todos estábamos cenando; horas más tarde terminaron los dos a puñetazo limpio en Jamboree, el local de jazz de la Plaza Real que era otro de los reductos de la divina izquierda, y terminaron todos en comisaría.
En Cadaqués, tras una larga sobremesa, donde se habló mucho de sexo y todos nos mostramos partidarios del más absoluto libertinaje y de las más audaces experiencias eróticas, un ilustre pintor nos propuso a Nuria Serrahima, de excelente familia y uno de los miembros más glamurosos del grupo, y a mí, subir los tres a mi dormitorio. Ambas nos levantamos y le seguimos sin vacilar. Aunque la idea había partido de él, se puso muy nervioso. No podía con las dos, terminó por confesar. Nosotras estuvimos comprensivas y divinas. «Yo me voy. Quédate tú», nos insistimos la una a la otra, como si nos cediéramos el último bocadillo de jabugo. Me quedé yo. Pero, apenas habíamos empezado, se oyeron voces en la sala. La esposa del pintor estaba en pleno ataque de nervios. La velada terminó sentados todos a su alrededor, dándole cucharaditas de manzanilla y palmadas en la espalda.
Es muy difícil practicar el amor libre sin que surjan conflictos. Las aventuras amorosas de un hombre, o a veces de una mujer, que viva en pareja provocan violentas reacciones de celos en el otro, y yo detestaba los celos y sentía un rechazo enorme por las mujeres celosas, pero sabía que los celos nacen en último extremo del miedo a perder al otro, de que aquello que empieza como una aventura llegue a ser tan importante que provoque que lo prefieran a ti y que te sustituyan. Y no se trataba de un miedo absurdo, puesto que así ocurrió y ocurre en multitud de casos. Con frecuencia encuentro a mujeres a las que no reconozco —porque ha pasado mucho tiempo y porque soy una pésima fisonomista— y que van repitiendo en vano un nombre que no me dice nada, hasta que concluyen resignadas: «soy la ex de…».