Capítulo 12
Ana María Moix y su corte de enamorados
Ana María Moix apareció una mañana en mi oficina —instalada ya la editorial en los bajos de Hospital Militar—, acompañando a Gloria Fuertes, con la que había iniciado yo una amistad a raíz de encargarle unos cuentos para Grandes Autores. Tal vez habríamos podido llegar a ser amigas de verdad, pero la posibilidad se frustró y dudo que ella sospechara jamás el motivo de mi cambio de actitud.
Me considero una persona —las viejas damas irrespetuosas lo son casi por definición— extremadamente tolerante, tal vez porque me considero a mí misma capaz de múltiples y variados dislates. Incluso las taras que me caen peor —la ambición desmesurada de dinero, el oportunismo, el abuso de poder, la envidia, los celos, la corrupción, la traición a los amigos, la falta de coherencia entre el pensar, el decir y el hacer— me molestan, sobre todo cuando las detecto en mí, pero no me enfurecen. A veces me hacen sonreír. Si afirmo que lo único que me provoca una furia homicida es la crueldad deliberada contra seres indefensos, estaré siendo veraz, pero esta característica la comparto con buena parte de la humanidad. Lo peculiar, lo que no todos comparten, es que para mí entre los seres indefensos ocupan un lugar primordial los animales. No es una actitud reflexiva, es algo visceral e incontrolable. Si viera a alguien maltratar a un perro, un gato, un caballo, un mamífero —mi solidaridad más estrecha es con los mamíferos— y llevara un arma, dispararía sin vacilar. Y me cuesta un gran esfuerzo establecer amistad con personas a las que no les gustan los perros o que van a los toros. Siempre me inspiran (y esto incluye a mi hermano, al que adoro, y a Adela Turin, una de mis mejores amigas, taurófilos ambos) cierta desconfianza. Y en este campo soy implacable. No perdono nada. Quizás influyera que a los ocho años, ante mi total impotencia, asesinaran a mi perra.
En fin, lo cierto es que Gloria Fuertes, gran amiga de los animales, gran defensora de sus derechos, trastornada por un grave problema emocional con la persona a la que amaba y que era quien se la había regalado tiempo atrás, dejó abandonada a la perra en el pueblo donde tenían su segunda residencia. Cuando regresó, la perra había muerto. Seguramente de tristeza, dijeron los vecinos. Esto entra en la categoría de delitos que no soy capaz ni de justificar ni de olvidar.
Apareció, pues, una mañana Ana en mi despacho, y en mi vida, de la que no iba a desaparecer jamás, porque, incluso en la larga etapa, más de un año, en que —por una absurda intromisión de Mario Trejo, al que volveré a referirme más adelante— dejamos de tratarnos, nos seguimos queriendo lo mismo. Hemos sido lo suficiente listas y hemos hecho el suficiente esfuerzo para convertir lo que empezó siendo una relación conflictiva, difícil y a trechos tormentosa, en una amistad inquebrantable, enriquecedora, incondicional, uno de los mejores regalos que me ha concedido la vida.
Ana era muy joven. Una niña flaca, introvertida, muy callada. Estaba terminando la carrera de Filosofía y Letras (especialidad de Filosofía) y soportaba un montaje familiar absurdo. Vivía con una tía anciana, la «tía Florencia», en un piso próximo a la Diagonal, y todos los mediodías —aunque estuviera haciendo algo interesante en el otro extremo de la ciudad— tenía que pasar a recogerla en taxi a una hora precisa (y tan precisa no debía de ser, porque Moix era incapaz de llegar puntual jamás: ni siquiera, en una época en que yo era enormemente importante en su vida, era capaz de llegar a la sesión matinal de cine a tiempo para que entráramos juntas, y tenía que buscarme con el acomodador y su linterna por la sala oscura, o, si tan tarde era, esperarme a la salida), cargar con una olla de sopa y trasladarse las dos a comer a la calle Joaquín Costa, donde residían los padres y Terenci, que hasta poco tiempo atrás se llamaba Ramón. El tercer hermano había muerto muy joven, y la madre había llenado la casa de fotos y elementos mortuorios. Nunca acabé de entender por qué la familia vivía separada en dos lugares distintos, ni por qué se encargaba tía Florencia de preparar cada día una olla de sopa. Y me desagradaba la idea de que una chica tan joven como Ana compartiera piso e incluso dormitorio con una vieja.
Eran los Moix, sin embargo, una familia de seductores. El padre, un conquistador, con ligues innumerables en el currículo. Siempre tuve la sospecha de que eran tipos como el señor Moix y no los príncipes de la divina izquierda los que se ponían las botas haciendo el amor y no la guerra, y cuenta la propia Ana que en un viaje familiar por las tierras donde había estado él trabajando aparecían por todas partes niños que se le parecían, que a veces llevaban su nombre, y cuyas madres, todavía buenas mozas, les miraban a ellos de una manera rara… miradas a las que la señora Moix respondía con otras de un cabreo creciente. La madre, una guapetona arrolladora, una real hembra, simpática, presumida, segura de sí misma y de su capacidad de gustar y enamorar a quien se propusiese (aunque no creo le interesara, como a su marido, la diversidad ni coleccionar amantes). Terenci, un tipo encantador, divertido, tierno, cariñoso, entrañable, un profesional de la seducción, que se metía en el bolsillo a la gente más diversa y se hacía perdonar unos caprichos, una falta de formalidad y de responsabilidad, un grado de egoísmo que en otro hubieran sido insoportables.
Contra todo pronóstico, Ana María, flaca y desvalida, con sus ojos desolados, sus obstinados silencios, su carencia de amor, su extrema timidez y sus múltiples temores, justo el extremo opuesto de su aparatosa y prepotente mamá —nada que ver tampoco con las esplendorosas mujeres que deambulaban por la Barcelona nocturna, por Cadaqués, por la casa de Dalí en Port Lligat, y se congregaban en la famosa fiesta que daba Federico todos los agostos—, despertaba también singulares pasiones, vivía rodeada de un círculo de enamorados y enamoradas, o a veces de parejas que soñaban con una relación a tres. La amaban incluso antes de comprobar su fina inteligencia, su portentoso y negrísimo y en ocasiones salvaje sentido del humor, su extrema sensibilidad. Creo que Ana, tan vulnerable, tan patética en algunos momentos, provocaba el deseo de protegerla, de ponerla a salvo —del alcohol, de la tentación del suicidio, del completo encierro dentro de sí misma—, sentimientos que se metamorfoseaban rápidamente en amor, y creo también que todos sus enamorados alentaban, sin que Ana les estimulara lo más mínimo, la fantasía de ser distintos, de que ellos sí iban a conseguir de aquella niña lo que no había conseguido todavía nadie.
Me cuenta en una carta (Ana me escribió las cartas más hermosas, y tal vez las más tristes y desesperadas, que me hayan escrito jamás) una ida a Cadaqués, coincidiendo con mi estancia en Nueva York: «Lo mejor de Cadaqués fue conocer a Joan Ponç, el pintor. Le encanté y me enseñó casi toda su obra, que sólo enseña a los marchantes. Creo que es la única persona a la vez más loca y más inteligente que yo. Me habló de la magia, de la vida, de las hostias que uno va recibiendo y de por qué vive solo en Cadaqués, sin ver a nadie. Las noches que le vi estaba yo más mustia que un llus d’bostal, y como de costumbre no dije ni pío. Ponç tiene una mirada fabulosa y me hablaba de las hostias de la vida. Tiene la teoría de que vivir es ir abriendo puertas. Uno se encuentra con un señor que lleva un niño de la mano y que le dice: “Por favor, ¿puede abrirme esta puerta?”. Ante el aspecto suplicante y desvalido del señor y del niñito, uno le abre la puerta, y, cuando consigue abrirla, se encuentra en el umbral al niñito y al señor, que le dan una hostia». Y en la misma carta: «Siempre supe que llegaría el día en que, como Tom en El zoo de cristal, me tocaría decir: “No, no fui a la luna, fui mucho más lejos. Y así es: No, no fui a Ibiza, fui mucho más lejos”. Si lees en el periódico que un loco incendiario ha destruido el pueblo de Cadaqués, piensa mal —no, piensa bien—, porque habré sido yo… Nunca más volveré a Cadaqués. Es raro que determinados lugares siempre predispongan a la depre. No debí ir a Cadaqués. Pero Barcelona sin ti es como yo: una gran aberración de la naturaleza. Cadaqués era igual, pero en pequeño y sin ninguno de mis discos». Y cuenta una anécdota que reproduzco porque refleja cuál era el ambiente del Cadaqués en los 60, aunque esté deformada seguramente por la fantasía de Moix, gran fabuladora y por consiguiente no del todo fiable ni veraz. Por una vez, omitiré el nombre de la protagonista. Escribe Ana: «El jueves llegó José Agustín, entró en aquel restaurante del Llané y me dijo a gritos: “¿Has visto a la hija de la gran puta?”. “¿Quién?”, le pregunté. “La cabrona de B.”, me dijo. Después el tipo se calmó, y luego a mí me lo contaron todo. El fin de semana anterior B. salió en barca con José Agustín, y, ya en alta mar, se quitó el bañador y le preguntó: “¿Te gusto?”. José Agustín dijo: “No, a mí me gusta desnudar yo a las mujeres”. B. estuvo unos días sin saludarle. Después le mandó una postal (es verdad, porque la vi) en la que le decía que había conseguido que su marido se acostara con una americana amiga de José Agustín. La broma salió genial, porque la amiga americana resultó ser un hombre». Había momentos en que uno tenía la sensación de que media humanidad andaba enamoriscada, sin que ella lo buscara, de Ana María Moix. La Nena la llamaban «los mayores» de la izquierda divina, me parece que por iniciativa de Josep Maria Castellet, que la había incluido en una antología de jóvenes poetas que hizo época: Nueve novísimos. En ocasiones hay quien, a sus más de sesenta años, la sigue llamando así, y a mí me irrita horriblemente, me causa el mismo desagrado que oír a Matute ahuecar la voz para asegurar que es un niño, no una niña, de nueve años. Porque es mentira. No somos Peter Pan, somos tres viejas, que —gracias a ciertos méritos especiales— tal vez nos hayamos ganado a pulso el derecho a convertirnos en tres viejas damas indignas, pero de niñitos indignos ni hablar.
Lo cierto era que, con poco más de veinte años, aquella cría patética y depresiva había publicado con éxito dos libros de poemas —Call me Stone y Baladas del Dulce Jim— (a los novísimos les encantaba titular poemas en inglés y citar bares, monumentos, avenidas de Los Ángeles o Nueva York, aunque no hubieran ido nunca más allá de Perpiñán y mal chapurrearan el inglés), y le habían dedicado un número de Camp de l’Arpa, revista de poesía, dirigida por José Batlló, un catalán crecido en Sevilla que había regresado a Barcelona, con su mujer —una andaluza guapetona que no se arredraba ante nada—, y que no dedicaba las pocas perras que ella ganaba, creo recordar, en la caja de un aparcamiento o de un súper, ni su tiempo (era sin duda uno de los tipos más trabajadores y capaces que he conocido y era también sin duda, pero el tema corresponde a otro capítulo, el más autodestructivo) a algo que les permitiera llevar a ellos y a los dos niños que tuvieron muy pronto una vida medianamente confortable, sino a editar y escribir poesía. Batlló, que por otra parte afirmaba que las mujeres le gustaban todas, había caído de cuatro patas en el círculo de adoradores de la Nena.
Llegamos incluso a un amistoso pacto Carlos y yo, por el cual nos repartíamos su futura obra, editando una Seix Barral y la siguiente Lumen. Caso insólito, del que no existían, creo, precedentes. Sobre todo porque el acuerdo se refería a novelas, no a poemarios, y Ana acababa de terminar Julia, que era sin duda una novela fascinante pero no dejaba de ser la primera. O sea que dos prestigiosos editores —Seix Barrai, con la mítica colección Biblioteca Breve, y Lumen, con la recién creada Palabra en el Tiempo, que acogía narrativa, ensayo y ocasionalmente teatro, pues me había animado yo por fin a no limitar mi producción a libros infantiles o ilustrados y a crear una colección literaria—, con los que autores conocidos y de valía soñaban editar, se la disputaban y apostaban sin reservas por su obra futura.
Ana escribía a chorro, con una facilidad extraordinaria, movida por una necesidad interior irrefrenable. Creo que entonces no hubiera podido, ni proponiéndoselo, dejar de escribir. Deprimida a morir, atontada por medicamentos a veces equivocados, medio dormida o deshecha en llanto, Ana escribía cosas muy hermosas.
En aquella época la llevaba Vidal Teixidor, el psiquiatra obligado de la gauche divine, al que íbamos en masa, de modo que lo sabía todo, o al menos lo que le contábamos de nosotros mismos y de los demás, que a su vez le contaban lo suyo y tal vez lo nuestro, y después comentábamos entre nosotros lo que nos decía, lo que opinaba, o lo que habíamos entendido que opinaba Vidal, o comparábamos las recetas, lo cual concluía en una promiscuidad total, y parecía un chiste que en la misma escalera tuviera su agencia literaria Carmen Balcells, de modo que coincidíamos en el ascensor y en las salas de espera, con ese aire medio culposo, medio divertido, de los encuentros accidentales en las casas de citas.
Y yo creía en el talento de Ana como pocas veces he creído en el talento de nadie. Estoy convencida, además, de que la propia Ana, tan medrosa, tan insegura en otros campos, y tan poco vanidosa en todos, también tenía la convicción de que iba a escribir algo válido y personal.
¿Qué ocurrió? Llevo años preguntándomelo. Porque ni se me ocurre la posibilidad de que desapareciera de golpe su talento, o se le acabaran las ideas, que brotaban en ella incesantes, atropellándose unas a otras, ni de que la invadiera de repente, porque sí, una apatía, una lentitud, una pereza letales. Ya he dicho que Ana escribía a chorro, y la tentaba, o al menos la divertía, la posibilidad de escribir una novela en un tiempo récord, en menos días de los que le llevó a Stendhal escribir La cartuja de Parma.
Algo tuvo que ocurrir, pues, aunque nadie, ni la propia Ana, crea en ello, ¿y no podría tratarse, aunque parezca un incidente trivial, de algo que le he oído contar mil veces, eufórico y divertido, a Salvador Clotas, en las cenas donde los cinco miembros del jurado decidíamos el Premio Herralde?
Ana había publicado con éxito dos libros de poemas y una novela, Julia, que había llamado poderosamente la atención de la crítica, le habían dedicado el número de una revista minoritaria pero de prestigio, Carlos y yo íbamos a repartirnos los derechos de sus novelas futuras, era la niña mimada de la gauche, la Nena, y estaba escribiendo una segunda novela, Walter, por qué te fuiste. Faltaban pocos días para que se concediera el premio Biblioteca Breve, y Castellet empezó a telefonear para insistir en que la terminara a toda prisa y la presentara, porque precisamente aquel año no había llegado ni un solo original interesante y se iba a llevar el premio con toda seguridad. Ana la terminó y la presentó. Todo parecía resuelto. Cortázar llegó de París —tras haber hablado por teléfono con Castellet y Barrai—, convencido de que la discusión iba a ser un puro trámite. Pero, oh sorpresa, Félix de Azúa y Salvador Clotas, los dos otros miembros del jurado, decidieron asumir el papel de niños terribles, de jóvenes rebeldes, fanáticos defensores de la modernidad, y se cargaron con ferocidad la obra de Ana. Y los «mayores» cedieron. Como ningún otro concursante podía competir, el premio se declaró desierto y se editó Walter como finalista.
No ocurrió nada. Salvador y Félix quedaron encantados del éxito de su travesura, tal vez Barral o Castellet se vieron obligados a disculparse un poco, pero Ana lo encajó de maravilla, ni siquiera se enfadó con Castellet, no se enfadó con nadie, pero Walter fue su segunda y su última novela, dejando a un lado el espléndido Vals negro, planteado inicialmente como una biografía. Estoy convencida de que hubiera escrito una al año, a un ritmo acelerado como el de su hermano Terenci, unas buenas y otras no tanto, pero no escribió ninguna en casi medio siglo. ¡Qué desperdicio de talento! ¿De verdad creen Félix y Salvador que hicieron algo muy meritorio a favor de la cultura?
De la mano de Ana entraron en mi mundo muchos miembros de su grupo. Lumen empezaba a disponer de los dos elementos que constituyen el haber de un editor: una carpeta de contratos elegidos con acierto y coherentes, y un entorno de personas, más o menos amigas, dispuestas a dar ideas y a colaborar. En mi despacho de Hospital Militar eran frecuentes las visitas inesperadas y las reuniones imprevistas: simplemente, gente amiga pasaba cerca de allí y tenía ganas de verme y de charlar. Y años después, en Sarrià, el aperitivo del mediodía en mi despacho sería casi obligado, con unos participantes habituales y otros ocasionales. De estas conversaciones, en las que no nos proponíamos en absoluto hablar de trabajo, surgían a veces las ideas más brillantes. Ya he dicho que el editor —lo mismo que el novelista— está en funciones de tal todas las horas del día e incluso de la noche.
A través de Ana conocí muy pronto a su hermano Terenci. Al disparatado, consentido, dicharachero, divertido, histriónico, cariñoso, irresponsable, encantador, entrañable Terenci. (¡Es curioso la cantidad de tipos irresponsables, entrañables y encantadores que había en el grupo de literatos gauchedivinescos!). Todos decían, y les doy en gran parte la razón, que era lo opuesto a Ana. Era un narrador genuino y no carecía de talento, pero parecía decidido a triunfar a toda costa y lo antes posible, de modo que escribía, creo, con demasiadas prisas. El gran enemigo de Ana como escritora es un exceso de autoexigencia y de sentido crítico, y el de Terenci era —al menos, así lo veo yo— una excesiva ambición de fama y de dinero. Ganó mucho, lo gastó a manos llenas, y trabajó intensamente hasta el final.
Las últimas semanas, en la habitación de la clínica, con la televisión altísima —sobre todo para ver la telenovela, creo recordar que venezolana y desde luego infumable, de después del almuerzo, que no se hubiera perdido por nada—, el DVD, el ordenador, las paredes tapizadas con carteles de cine, los muebles atestados de peluches y fotos y libros y chismes de todo tipo, y el aire lleno de humo, porque, cuando él dejó finalmente de fumar, siguieron fumando los visitantes (en la clínica, como en cualquier otro lugar, le estaba todo permitido), Terenci, con la ayuda de Inés, desde hacía años su íntima amiga y colaboradora (en su breve discurso de las exequias fúnebres, en el Ayuntamiento, calificó la relación que les unía de «matrimonio blanco»), seguía redactando partes de su último libro, seleccionando material gráfico, comprando fotos por internet.
Durante los últimos tiempos yo había tratado poco a Terenci. Pero volví a verle con frecuencia en su etapa final. No recuerdo a qué se debió el reencuentro. Supongo que coincidimos un día por pura casualidad y que a partir de ahí se reanudó la amistad. Nos reuníamos en su casa (un hermoso piso, atestado de objetos en su mayor parte espantihorrendos —porque Terenci cultivaba, ignoro si deliberadamente o no, un feísmo impecable—, pero con una espléndida colección de películas, fotografías y material relacionado con el cine), o en el vecino restaurante Cosmopolitan, abigarrado y fantasioso, con cierto toque oriental, una prolongación de su propia casa, porque era un cliente habitual y lo trataban mejor que a un rey.
Estaba ya muy enfermo, pero alimentaba un montón de proyectos. Los que hemos tenido contacto con adictos al tabaco sabemos bien que el hecho de que no puedan dejar de fumar no significa que sientan el menor deseo de morir, como algunos han sugerido podía ser el caso de Terenci. Terenci era un enamorado de la vida. Un día de diciembre, cuando no le quedaban fuerzas ni para llegar hasta la esquina y perdía el aliento al subir cuatro peldaños, estuvo haciendo planes en la sobremesa del Cosmopolitan para que fuéramos su hermana, Rosa Sender y yo a celebrar con él el final del año en El Cairo.
Antes de estar tan enfermo, Terenci era incansable. La noche del Día del Libro regresaba a casa con los dedos lastimados de tanto firmar ejemplares y la voz ronca de conversar con sus fans, y estaba realmente exultante.
Disfrutaba hablando con la gente más diversa, con mujeres de condiciones sociales distintas que sentían por él una ternura maternal, incrementada —que no disminuida— por el hecho de que fuera gay y no pretendiera ocultarlo. Cuando hablaba con su público se estaba promocionando, claro, pero otros autores lo hacen con pereza o con cierto desdén, mientras que a él le gustaba. Era simpático, divertido… numerero.
También era a menudo irritante como un niño malcriado y egoísta, capaz de concebir y llevar a cabo ideas disparatadas, seguro de que alguien asumiría después las consecuencias, porque a él ni se le pasaba por la mente asumir la responsabilidad de nada, o de casi nada. Ideas como regalarle un cachorro a su madre, a la que le quedaban meses de vida, sin prever ni preocuparle quién iba a hacerse cargo del animal después ni la situación angustiosa que esto podía crearle a Ana. Él desde luego no se lo podía quedar, porque tenía ya un par de gatos que —si no los confundo con otros— había recogido en el Coliseo de Roma y se había traído clandestinamente, drogados, en el avión.
En Roma había pasado unos meses, alojado en casa de amigos, y había dejado tal cuenta pendiente de teléfono que el montón de billetes que nos metió meses más tarde de sopetón en los bolsillos a Esteban y a mí, cuando estábamos ya en la cola para embarcar —sin previo aviso y sin que tuviéramos siquiera ocasión de contarlos y saber así lo que llevábamos, y que nos ocasionaron un conflicto en la aduana, pues equivalían a lo que serían hoy tres mil euros—, no les bastó a los amigos para pagar siquiera la mitad de la deuda.
En los primeros tiempos, cuando edité El día que murió Marilyn, iba a cenar muy a menudo a nuestra casa de Hospital Militar, con Enric Majó, su pareja, que empezaba entonces su carrera de actor, y para cuyo lucimiento escribió Terenci un bastante divertido Tartan dels micos contra l’estreta de l’Eixample, a cuyo estreno en el Romea acudimos en masa «todos», el «todo Barcelona», vaya, o los que creíamos ser el «todo Barcelona». Enríe era —me parece que sigue siendo— una gran persona, lo bastante enamorado de Terenci para soportarle durante muchos años, y Terenci nos hacía los mejores espaguetis carbonara que he comido jamás y que me lo recuerdan inevitablemente cada vez que en un restaurante los pido. Además de telefonear horas enteras, conocer a todos los famosos, hacerse íntimo de los Alberti, recoger gatos callejeros, y supongo que escribir, le había quedado tiempo en Roma para aprender a cocinar platos exquisitos…