Capítulo 18
Historia de Marisa
Con dos niños tan pequeños y con mi trabajo en la editorial, yo necesitaba desesperadamente a alguien que me ayudara de verdad. Hubo un trasiego de asistentas y canguros, catastróficas todas. Una sacó a la vez las dos placas del fondo de la jaula y se me escaparon tres canarios, otra se subió con los niños en la barca de unos chicos y casi muero de espanto al no encontrarlos en la playa, una tercera los sacó a dar una vuelta y regresaron cinco horas después, y la cuarta —a la que no había visto antes— tenía tal aspecto de nani asesina que le pedí a Mercedes, que vivía dos plantas más abajo, que los siguiera durante su paseo, que resultó de lo más inocente, y no los perdiera de vista.
Aquello era un desastre, hasta que apareció Marisa. La contraté como asistenta, pero bastaba verla y oírla unos minutos para descubrir que de asistenta nada. Era una señora. No una educada y discreta señora catalana venida a menos, sino una señora de León, hija y nieta de militares, un poco gorda ya pero todavía guapetona, un poco descarada si le venía en gana, capaz de meterse a quien quisiera en el bolsillo o de cantarle las cuarenta al lucero del alba. Pero tenía un corazón de oro, una gran generosidad, que la llevaba a compadecer y ayudar a los demás, una capacidad enorme para gozar con intensidad y sin remilgos de lo que le gustaba, y una permisividad y tolerancia sorprendentes en alguien tan de derechas. Tenía, además, una mano especial para los niños y le gustaban tanto como a mí los animales. Seguro que estando con ella no podía ocurrirles nada malo, que los defendería como una leona. Tomó el mando, se hizo cargo de la situación y cuidó de todos nosotros. Uno de esos seres peculiares que aterrizan en mi casa y encajan. Y seguramente no habría encajado en otro lugar.
Ocurría que ella tenía tan poco de asistenta como yo de señora de la casa. A mí las asistentas habituales me hacían sentir incómoda —no me parece bien que coman en la cocina ni tenerlas recluidas en su cuarto, pero tampoco me apetece que se siente a mi mesa una desconocida con la que no tengo probablemente mucho en común, ni ver a su lado la televisión—, y Marisa no hubiera soportado más allá de cuatro o cinco días a la más comedida de las señoras. Porque ni siquiera ésta habría tolerado sin protestar que la casa estuviera sucia, los niños comieran entre horas, su repertorio culinario consistiera básicamente en fritos que nadaban en aceite (aunque debo reconocer que estaban ricos, y que sus croquetas, sus tortillas de patata, sus paellas y sus gazpachos eran memorables), e hiciera sistemáticamente las cuentas del gran capitán (no se trataba de una sisa razonable y casi admitida: era puro robo a mano desarmada).
El primer día que vino a trabajar, se sentó en el borde de mi cama y me dijo: «Todo este piso es más pequeño que la zona de servicio del de mi hermana». Y era verdad, claro. Una de sus guapísimas cuatro hermanas —había un hermano varón también extremadamente atractivo, que nos dejó embobadas el día que fue a Lumen con un precioso abrigo de cuero negro y envuelto en el misterio, porque acababa de llegar de América Latina con mucho dinero y tras una intensa militancia, pero ni se sabía de dónde procedía el dinero ni si había militado con los montoneros o en la extrema derecha— se había casado con un tal Baret, que era realmente muy rico y salía con frecuencia en la prensa relacionado con negocios mafiosos. El tal Baret acabó en la cárcel, donde se decía que vivía a lo grande, y, cuando detuvieron a su hijo por un lío relacionado con un talón falso, la madre del muchacho, o sea la hermana de Marisa, se presentó en el banco y le dijo al director que era una calumnia y que le mostraran el talón, y, en cuanto lo tuvo en sus manos, lo engulló para destruir la prueba que inculpaba a su retoño.
Marisa, a la que había abandonado su marido, dejándola con dos niñas muy pequeñas, sin un duro y sin estar preparada para ganarlo, porque la habían educado sólo para madre de familia, tuvo que espabilarse como pudo y acabó aterrizando en mi casa. Pero pasaba a menudo los fines de semana en la torre que los Baret tenían en Sitges. El mayordomo —que, aunque parezca mentira, se llamaba como corresponde a un mayordomo: Fermín— les servía a las dos hermanas refrescos y tapas y biquinis en el jardín, donde tomaban el sol y cotilleaban, y por la tarde iban al bingo y la hermana pagaba cartones para las dos hasta la madrugada. Luego, al día siguiente, Marisa podía no tener dinero para que una de sus hijas participara en una excursión del colegio o para pagar el recibo de la luz. De todos modos, en las raras ocasiones en que sí tuvo dinero, lo derrochó a toda prisa de manera insensata en un rolex de oro, en un cargamento de productos de belleza, en varios vestidos en los que no cabía, en regalos para todo el mundo…
Los veranos los pasábamos en mi casa de Cadaqués. Marisa y sus dos hijas, yo con mis dos hijos y los primeros años con Esteban, con nuestros respectivos perros, y sucesivas rondas de invitados. Vida, Juan y sus dos niños tienen el apartamento justo al lado, y nos hablábamos de ventana a ventana. Siguen viviendo allí y nos seguimos hablando de ventana a ventana (ahora a gritos porque, quien más, quien menos, sordeamos), pero no somos los mismos, no sólo porque hemos perdido alegría y nos duelen los huesos (no a los tres los mismos huesos, ni tampoco a cada uno todos los días los mismos, pero siempre hay algún hueso que duele, y es lo primero que nos comunicamos cada mañana), sino porque yo aspiro a convertirme en vieja dama indigna y Vida —quién lo habría dicho— apuesta cada vez más a favor de la sensatez y la respetabilidad.
Hubo unos veranos muy felices —creo que los niños no los han olvidado—, bajo el sabio y disparatado montaje doméstico de Marisa, que tenía la casa patas arriba y gastaba su dinero y el mío (más el mío) con despreocupación total, pero que se llevaba con los niños como nadie, y jugaba bien al king y al póquer y a la canasta, y podía pasar en ello noches enteras, a veces mano a mano las dos.
Incidentes también los hubo. En cierta ocasión, ya separada yo de Esteban, llevábamos tantos días sin que se ocupara de nosotros, que al fin me animé a decirle que no estaría mal que se pasara la aspiradora, se lavara la ropa, hubiera en la cocina algo que comer. Me miró indignada. ¿Cómo podía reprocharle esto, cuando llevaba dos semanas pintando paredes, limpiando baldosas, colgando chorizos y jamones? Imposible entender lo que me estaba diciendo. Hasta que lo explicó. Estaba a punto de abrir un bar en el Barrio Chino —ella quería unas granjas catalanas en la parte alta de la ciudad, pero el dinero no daba para tanto—, con el marido de la Tata. La Tata era la mujer que había cuidado de sus niñas, antes de que la abandonara su propio marido y tuviera que prescindir del servicio. Después la Tata se casó, pero siguieron viéndose mucho. En realidad eran muy amigas, aunque el matrimonio mantuviera algo de la respetuosa distancia que les separaba de la que había sido su señora. Tras parir el cuarto o el quinto hijo, la Tata decidió, porque le parecía más frágil que sus hermanos, meter al bebé en la cama matrimonial, y el Tato se trasladó transitoriamente a otra habitación. Pero había pasado el tiempo, y el bebé, que ahora era un adolescente de catorce años, seguía compartiendo la cama con su mamá, y el Tato se hartó de dormir solo y de que nadie le hiciera caso, y se le ocurrió proponerle a Marisa que se asociaran y montaran un bar.
Una vez sabida cuál era la situación e inaugurado el local, mi casa volvió a estar relativamente limpia y se ponía de vez en cuando una lavadora, pero, como nadie cocinaba, yo bajaba con los niños al Barrio Chino —acompañados a veces por el poeta argentino Mario Trejo, inefable personaje que había semiaterrizado en mi casa y en mi vida—, y en el bar, lleno de negros de la Navy porque el local quedaba cerca del puerto —mocetones de dos metros, que no entendían el español, pero a los que Marisa elegía el menú, les reñía si dejaban algo en el plato, les obligaba a prometer que comerían el bocadillo que les preparaba, tenía a raya y cuidaba como a niños—, nos hacían una paella riquísima, que no nos cobraban.
La situación —que, a pesar de las paellas gratuitas, era una catástrofe, no sólo para mí, sino para sus hijas e incluso para ella— terminó pronto y de modo inesperado. Un día el Tato —harto, supongo, de que las mujeres ejercieran de mamás de otros y no le hicieran a él, que era en definitiva quien proporcionaba los medios, ningún caso— le reprochó a Marisa que permitiera demasiadas libertades a los marines, y la Leona de Castilla, en un arrebato de indignación más que justificado, se sacó del bolso el contrato de la sociedad, lo hizo trizas, se lo tiró al Felón por la cabeza, escupiéndole con desprecio algo que me recordó un popular poema que siendo yo niña recitaban a menudo por la radio, sólo que ella le dio la vuelta, y quedó en: «¿Cómo te atreves tú, mequetrefe, que no eres mi marido, ni mi novio, ni mi amante, a decirme lo que debo y lo que no debo hacer?». Después salió de allí para jamás volver.
Pero lo que yo quería contar aquí es la historia de Marisa. Su padre era militar de carrera, y eran, ya lo dije, cuatro hermanas y un hermano. Todos, eso también lo dije, muy guapos. Marisa todavía era una mujer atractiva y guapetona cuando la conocí. Me contó Ángel Jové —uno de los miembros más interesantes y creativos y polifacéticos de la divina izquierda, más representativo de aquellos años, pintor, actor de cine, diseñador gráfico, autor de muchas cubiertas de libros de Lumen y luego de Anagrama— que, cuando el militar fue destinado a Cervera, donde vivía Ángel, las cuatro muchachas causaron sensación. Marisa se describía a sí misma menos sociable, más aficionada a dar sola largos paseos en bicicleta y sobre todo a leer. Le dieron la educación que se daba a las señoritas de entonces, sólo útil para representar el papel de esposa y de madre, porque era impensable que necesitaran o que les apeteciera ejercer otro tipo de trabajo, y las cuatro hermanas hicieron la buena boda que se esperaba.
Marisa se casó con un chico que estaba a punto de terminar la carrera de farmacéutico y que regentaba ya su propia farmacia. Tuvo dos niñas, casa de veraneo en La Floresta y los servicios de la Tata. La pareja se llevaba bien, y él sólo se separaba de ella el rato que pasaba en un bar, tomando café, entre la comida y la apertura de la farmacia, y únicamente disponía de más tiempo y libertad de movimientos el mes de verano en que Marisa se instalaba con las niñas y la Tata en La Floresta y él no tenía vacaciones y bajaba a Barcelona. Todo normal y previsible, hasta que se produjo el bombazo.
Se descubrió que el respetable marido había colgado la carrera, que no era ni llevaba camino de ser farmacéutico, que estaba en la miseria más absoluta y había hipotecado el negocio hasta los topes, y que todo el dinero se le había ido con una negra que hacía striptease en el New York, con la que llevaba años liado e incluso había tenido un niño. Un derrumbe total. Y, sin embargo, Marisa, no sólo le perdonó, sino que salvó lo poco salvable y organizó el abandono del piso de Barcelona y el traslado de la familia a La Floresta, lo cual reducía mucho los gastos. Se suponía que el marido iba a buscar trabajo en lo que fuera, pero a los dos días cogió el dinero que había en la casa, algunas joyas de Marisa, y desapareció llevándose también el coche. Desapareció durante años y nunca se preocupó por ellas ni las ayudó en nada.
Marisa volvió al piso de Barcelona, y se encontró sin un duro, con dos niñas pequeñas y sin otra preparación para ganarse la vida que «sus labores». Pero le echó valor, trabajó sin límite de horas en todo lo que se presentaba y salió adelante. Y ahora viene lo sorprendente —para mí lo más sorprendente— de la historia.
Llevaba años ocupándose de mis hijos y de mi casa y había pasado a ser una figura fundamental en nuestras vidas, cuando me comentó un día, indignada, que la había telefoneado, estando ella ausente, su marido («no sé qué querrá ese cabrón, pero me va a oír, si llega a hablar conmigo»), y, dos días más tarde, se sentó en el borde de mi cama, como su primera mañana de asistenta, y declaró: «He vuelto a tomar posesión de mi casa», con esa manía suya de dar por sabido lo nunca mencionado y lanzar frases sibilinas de las que una no entendía nada. Entonces se explicó. La había llamado su marido y había insistido en que se vieran diez minutos en el bar de la esquina. ¿Y? Le había pedido perdón, le había propuesto volver a vivir con ellas. ¿Y? Ella había accedido y se iban todos a la casa de La Floresta, que era aquella de la que decía haber tomado de nuevo posesión.
Yo había quedado muda de estupor, y Marisa, la Leona de Castilla, la mujer con más agallas que yo conocía, me seguía contando, como si fuera lo más natural del mundo, que habían subido enseguida a decírselo a Elenita (la hija menor, a la que le habían hecho creer que su padre había muerto y que llevaba diez o más años rezando todas las noches una oración por el descanso de su alma), a comunicarle la gran nueva: «Tu papá no está muerto, cariño, es este señor, y va a volver a casa». ¿Por qué? Era imposible que le amara, improbable que le quisiera. Quizás anhelaba tener un hombre en su vida, en su cama, y no se atrevía, por las niñas, a empezar con una nueva pareja. Pensé que por lo menos su marido (desde el primer día ella sustituyó «ese cabrón» por «mi marido») le haría la vida más cómoda y agradable, la mimaría, saldrían juntos, la llevaría a cenar, al cine, al teatro, quizás de viaje. Pero no hubo nada de eso. El marido no daba golpe y no la llevó a ninguna parte. Exigía cenas completas y convencionales, invitaba a algún amigo (o sea que Marisa tenía más trabajo que antes), reñía a las hijas, pretendía controlarlas, educarlas, se quejaba de falta de cariño. «Ni la perra me quiere en esta casa», rezongaba. Y, en efecto, la perrita, una caniche negra, se plantaba delante de él y le ladraba. Me parece que ni siquiera la sensiblera Elenita logró cobrar afecto a aquel desconocido que ejercía de rey de la casa.
Y, sin embargo, Marisa no se planteó echarlo, y ahora yo creía saber el porqué. No era por amor, ni por las hijas, ni por vivir mejor, ni siquiera por la cama (era un hombre atractivo, en su estilo de amanerado galán español del cine de los años 50). Era para poder decir «mi marido», para que los vecinos y los tenderos del barrio, y sus hermanas y sus cuñados y sus sobrinos supieran que él había regresado a su lado (no había vuelto a tomar posesión de «su casa» sino de «su hombre»), para librarse de la condición de mujer separada, pues una mujer separada era una paria, una ciudadana de tercera, una fracasada (de no verlo así, no habría tenido la peregrina idea de hacerle creer a Elenita que su papá había muerto), una mujer sin un hombre al lado no era nada.
Quizás Marisa habría cargado con él hasta la muerte, pero el tipo era un hijo de puta años atrás y seguía siendo el mismo hijo de puta (los humanos cambiamos pocas veces), y tuvo una actuación curiosamente similar. Habían decidido trasladarse a vivir a La Floresta, y llevaban un par de días instalados allí, cuando él volvió a desaparecer, y a las pocas horas Marisa recibió un telegrama de la negra que hacía striptease en el New York. Le decía que aquella casa era suya, que debía largarse inmediatamente y que ni se le ocurriera llevarse nada porque le iba a pedir cuentas si encontraba a faltar algo.
Marisa se dio una panzada de llorar, pero en esta ocasión su hermano había regresado de hacer la revolución en América, y Marisa le llamó. El hermano compareció con un hacha (o la encontró allí, eso no lo sé) y destrozó concienzudamente cuanto había en la casa, incluida la nevera. Después dejó una nota: «Si tenéis algo que reclamar, dirigíos a mí», y devolvió a las tres mujeres a su piso de Barcelona. Cuando, un tiempo después, su exmarido intentó abordarla en un par de ocasiones, Marisa se lo contó a su hermano, y el hermano agarró al tipo por las solapas y le dijo: «Si te acercas a menos de cien metros de ella, te mato». Iba en serio, todos sabíamos que iba en serio, y al ex no volvieron a verle por el barrio. Lo último que sé de él es que, mirando un día en la tele un reportaje sobre asilos de ancianos y de mendigos, Elenita exclamó de pronto: «¡Este es papá!». Y en efecto había un viejo comiendo sopa que podía ser su padre.
Marisa pasó sus últimos años en Cadaqués, en un apartamento chiquitín con una vista espléndida sobre la bahía, siempre con algún perro que yo le endilgaba, a los que llegaba a querer mucho pero que nunca sustituyeron a Colita, la perrita que nació en casa, tan diminuta y frágil entre una espléndida camada de diez robustos cachorros que parecía imposible que sobreviviera, pero Marisa la sacó adelante —todo sobrevivía entre nosotras, todo crecía, se multiplicaba— y fue un animal magnífico, de una ternura y de una inteligencia irrepetibles.
Algunas noches, cuando me dominaban una tristeza o una ansiedad insoportables —porque en mi larga vida ha habido noches maravillosas, pero también noches en las que me parecía imposible llegar hasta el amanecer—, la telefoneaba y me lanzaba a la carretera, con la certeza de encontrar, a las tres o a las cuatro de la madrugada, una mesa con bocadillos y coca-colas y una baraja de cartas y a una Marisa dispuesta a jugar, y a escucharme, las horas que hiciera falta. A Marisa van ligados algunos de los mejores recuerdos que conservan mis hijos de su infancia, y Marisa fue la única persona de mi entorno con la que Esteban mantuvo una relación positiva, la única con la que quiso tratar cuando nos separamos. Que la casa estuviera un poco sucia y a veces no hubiera pasado todavía por la lavadora la ropa que necesitábamos y me endilgara las cuentas del gran capitán no tenía importancia alguna, porque yo la sabía incondicional, sabía que, si las cosas se torcían, podía contar con ella para todo, que —pese a sus disparates— era casi tan fiel y tan inteligente como Colita, y tenía una cualidad que los animales, por muy listos que sean, desconocen: un agudo sentido del humor, que le permitía incluso reírse de sí misma y relatar su historia en clave de comedia.
¡Ay, Marisa, si supieras cuánto te echo en falta, cuánto me gustaría algunas noches lanzarme a la carretera y saber que al final de trayecto, junto al mar, me esperas tú con la baraja a punto para, mientras escuchas mis penas, jugar hasta el amanecer a la canasta!