Capítulo 5
Primer encuentro con Ana María Matute y primeras escapadas a Madrid
Mientras Oscar buscaba álbumes ilustrados, yo programé una colección infantil de textos literarios de calidad y de autores famosos. Me impuse dos condiciones: primera, los textos no podían mutilarse ni alterarse, se trataría de obras íntegras; segunda, los textos no podían ser aburridos. Las cumplí bastante bien. La colección iba a llamarse Grandes Autores para Niños, pero los vendedores dictaminaron que ningún niño aceptaría leer un libro calificado «para niños», y quedó en Grandes Autores.
La primera persona a quien quise encargar un libro fue Ana María Matute. Era una de mis autores favoritos y había ganado hacía poco el Premio Nadal (uno de mis sueños adolescentes, pero al que no me presenté nunca, ni a este premio ni a ningún otro, y creo sinceramente que el único premio que me habría hecho ilusión ganar hubiera sido el de la Crítica cuando saqué El mismo mar de todos los veranos). A Ana María le dieron el Nadal por una novela espléndida, Primera memoria. Yo emergía de un tifus providencial (sin fiebre, sin molestias, sin dolores, gracias a la medicación), que había justificado cuarenta maravillosos días de cama, algo muy parecido a las frecuentes anginas que me permitían de niña hacer novillos en la escuela, mejor si tocaba gimnasia, envuelta en lo que entonces llamábamos mañanitas —unas chaquetas de punto muy suaves, casi siempre rosas o azul celeste—, la habitación inundada del olor a tomillo que hervía en un rincón, una enorme jarra de limonada en la mesilla de noche, y montañas de libros por el suelo a mi alcance.
El tifus coincidió con unos días muy calurosos, pero inmóvil en cama, siguiendo un régimen ligero, con sábanas recién planchadas y la ventana entreabierta, se estaba de maravilla. Me levanté con cinco kilos menos, un cutis que ni el de Blancanieves, y habiéndome leído a Matute de cabo a rabo. Porque en aquel entonces no existía aún para mí la lectura en diagonal y el solapeo —tan propios de mi profesión—, y, si un autor me gustaba, comenzaba por su primera obra y seguía sin interrupción hasta la última.
Escribimos a Matute, le interesó el proyecto y concertamos una entrevista en su casa. Y allí se fue mi madre, nuestra flamante relaciones públicas —ese trabajo sí le gustaba—, a negociar el acuerdo con Ramón Eugenio de Goicoechea, un vasco ampuloso y esperpéntico, también escritor y marido en aquel entonces de Ana María, de quien administraba los derechos. De hecho lo administraba todo, le organizaba la vida, y la trataba con esa curiosa condescendencia que se destina a alguien dotado de un talento especial, pero tan torpe e incapaz en todo lo demás que necesita del otro para sobrevivir, porque no sabría cruzar la calle sin ser arrollado a la vez por varios conductores borrachos —«ignoras, pequeña, lo peligrosa que es la ciudad y lo muy mala que es la gente»—, ni cortarse las uñas sin herirse dos o tres dedos —«déjame a mí, nena, no vayas a hacerte daño»—, ni hacernos un café sin recibir pertinentes instrucciones —«recuerda, bonita, que es preciso moler los granos antes de echarlos en la cafetera»—, por no hablar de enfrentarse a la prensa sin tenerle a él a su lado, presto a responder por ella, ni, sobre todo, de manejar los bienes materiales. Yo no lograría entender por qué Ana María —a la que creo conocer muy bien y que posee una fortaleza extraordinaria— ha caído a veces en esta posición de dependencia, de no haberme sucedido a mí, años después, algo muy similar.
Me hubiera encantado asistir a la entrevista, que tuvo lugar en el piso recién adquirido —y seguramente a medias pagado, pues no lo conservaron mucho tiempo— de la calle Calvet. Ramón Eugenio había decidido que era el mejor modo de emplear el dinero del Nadal, había decidido (o eso contaba) que Ana María, hija de buena familia, no podía ser feliz sin un piso de cierta categoría en un barrio elegante. Ramón Eugenio —que era, por otra parte, un tipo simpático y cuyas historias rocambolescas, sus grandes frases, «llevo el Sena debajo del sobaco», y su petulancia resultaban, sobre todo al principio, divertidas— recibió a mi madre en pleno afeitado, o sea brocha en mano y con las mejillas cubiertas de espumoso jabón. Muy en su papel de enfant terrible, se proponía escandalizar a aquella burguesa tontuela que se las daba de editora. Escandalizarla, seducirla y sacarle una buena tajada. Y a continuación le enseñó el piso —supongo, porque más adelante me lo enseñó así a mí— con el respetuoso detenimiento que se destina a la visita de un museo.
Mi madre de tontuela no tenía un pelo, y que la recibiera afeitándose le debió de parecer de pésima educación, pero hacía falta mucho más que eso para escandalizarla (entre otras razones porque los dos hombres de su propia familia no cuidaban en absoluto ese tipo de formalidades: alguna criada amenazó con despedirse porque papá, si apretaba el calor, podía cruzar desnudo el pasillo, y los modales de Oscar, en aquella etapa juvenil, eran descaradamente indecorosos). La descripción de las maravillas de un piso que no le interesaba lo más mínimo la escandalizó un poco más. Del dichoso piso de la calle Calvet me quedaron a mí, cuando lo vi, grabados dos detalles: un armarito muy bonito, del que Ramón Eugenio hizo una explicación interminable, insistiendo en lo carísima que era la madera, y que, por parecer sacado del vestidor de Sherezade, pensé que podía gustarle a Matute, a la que todo lo demás le importaba un bledo, y el contraste entre una mesa enorme y suntuosa —ocupaba casi toda la habitación—, la de él, y una minúscula mesita, arrinconada junto al pasillo, donde trabajaba desaforada, a presión, Ana María.
En aquella entrevista se llegó a un acuerdo, seguramente abusivo, pero tampoco tanto, ya que mamá lo aceptó, y quedaron citados para, a los pocos días, tomar el té en nuestra casa y firmar el contrato.
Fue una velada curiosa. Era mi primer encuentro con un autor importante, y un autor, además, por el que sentía una devoción especial. Encargué a la cocinera una tarta de manzana, que le salía deliciosa, y mamá encendió un gran fuego en la chimenea. Mi madre y Ramón Eugenio hablaron por los codos, mundanos y sociables, se rieron uno al otro las ocurrencias, descubrieron un montón de afinidades. Ana María y yo no abrimos la boca. Supongo que yo por timidez, o porque no se me ocurría nada que decir sobre los temas de aquel diálogo. Ana María porque andaba camino de una de sus huelgas de silencio, su modo personal de defensa: callar. Supongo que estaríamos esperando la previsible llegada de la Liebre de Marzo o del Sombrerero Loco… pero ¡qué extraño!, faltaron a la cita. Claro que, en realidad, ni Carroll ni Alicia me han merecido nunca gran confianza. Carroll es, qué duda cabe, un genio, pero algunos genios me caen gordos. Y que aquella tarde no mandara a nadie en nuestro apoyo es imperdonable.
Yo era un pelillo mitómana (lo he sido hasta hace muy poco, tal vez lo soy todavía) y les pedí que me escribieran algo en el álbum de autógrafos que llevo desde niña. Sólo lo pedía a personas que admiraba de veras, que significaban algo para mí, y de Ramón Eugenio no había leído nada, pero era obligado pedírselo a los dos.
Él, a quien se le daban bien estos menesteres, escribió: «Una página en blanco invita siempre a decir la palabra exacta. ¡Qué difícil! Apenas el silencio, entonces, vale algo». Ana María no suele esforzarse mucho en las dedicatorias —le dan, como tantas otras cosas, pereza— y cumplió con «un afectuoso recuerdo de su amiga». Pero años después cubriría una página de mi álbum con un precioso dibujo en color, donde aparece Astrid guiada por el Trasgo del Sur, ya en los míticos dominios del Rey Gudú.
Es curioso que Ana María no olvidara tampoco aquella tarde, de la que hemos hablado a veces: la verborrea de su marido y de mi madre, tan mundanos ellos, la obstinada mudez de nosotras dos, la chimenea encendida y sobre todo la tarta de manzana. Asegura que ningún otro editor ha hecho cocinar para ella una tarta tan exquisita en celebración de una fiesta de no cumpleaños.
Matute es una de las personas de mi mundo profesional a la que llegué a querer de veras, y con la que he mantenido y mantendré una amistad inquebrantable durante el resto —entonces quedaba mucho— de nuestras vidas. Descubrí muy pronto que, no sólo sabía hacer un café, sino que era una buena cocinera, y que, si yo la había conocido en una etapa de mudita enfurruñada, era asimismo una gran conversadora, ocurrente y graciosa, capaz de contar unas historias (tal vez no más veraces, pero mucho más divertidas y jugosas que las de su marido) que te tenían en vilo, y te llevaban al borde de las lágrimas o de una hilaridad disparatada. ¡Lo que habremos reído juntas a lo largo de tantos años!
Empezamos, pues, en Lumen, dos colecciones infantiles. La serie de álbumes, con un librito delicioso de André François, Las lágrimas de cocodrilo, y Grandes Autores, con el cuento que habíamos encargado a Matute, El saltamontes verde. Quedó muy bien y con el transcurso de los años se convertiría en un pequeño best seller, pero, cuando tuvimos terminada la primera edición, en las librerías no lo aceptaron —tan poco comercial les pareció— ni siquiera en depósito. Diría que durante aquellos primeros meses las ventas más importantes de Lumen fueron las que conseguía Marta Pessarrodona entre los viajeros que coincidían diariamente con ella en el tren que la llevaba y traía de Terrassa a Barcelona para asistir a su primer curso de universidad. Marta era simpática, convincente, insistente (insistente a morir: si estabas decidido a no comprarle nada, lo mejor era cambiar de tren) y además les hacía un pequeño descuento.
A las series infantiles siguió la colección Palabra e Imagen, a la que ya me he referido en páginas anteriores. Obstinada en la idea de que cada hombre debe construir su propio destino —lo cierto es que el fatalismo, como casi todo lo que procede de Oriente, me resulta ajeno y desagradable—, he usado sin mesura, al comienzo de mis afirmaciones, un prepotente «he decidido»: me gustaba creer que yo iba construyendo mi vida, bien o mal, a golpes de decisiones. He tenido que llegar a vieja para constatar que, al menos en mi caso concreto, las decisiones no han tenido apenas peso y que casi todo se ha producido por azar (empezando por mi profesión de editora).
Palabra e Imagen es fruto de un hecho casual. Eran unos momentos en que la fotografía estaba de moda. Barral el Magnífico la utilizaba —y era una novedad— para las cubiertas de Biblioteca Breve; se publicaban, sobre todo fuera de España, hermosos libros de fotografía; se oía con frecuencia la dudosa afirmación de que «una imagen vale más que mil palabras», y todos defendíamos con fervor que el cine y la fotografía eran artes a tan justo título como las cinco que habíamos heredado de la Antigüedad. En Lumen habíamos publicado, en tiradas muy pequeñas, libros de Cartier Bresson, Richard Avedon y Eikoh Hosoe, y estábamos abiertos a la posibilidad de seguir en esta línea. Pero tal vez Palabra e Imagen no habría existido jamás de no presentarse un día en nuestra biblioteca Jaime Buesa, un joven fotógrafo de talento —guapo y simpático además—, que colaboraba en La Vanguardia.
Nos traía, por sugerencia de Ramón Eugenio, un proyecto de libro: una serie de fotos de chiquillos de barrios miserables, para las que Ana María había escrito unos textos brevísimos, preciosos, en la línea de Los niños tontos. Era lo que andábamos buscando: libros procedentes de la estrecha colaboración, en plano de igualdad, entre un escritor y un fotógrafo. Nos venían a proponer un libro concreto y de esta propuesta nacería toda una colección.
A partir de este momento nos vimos inmersos de golpe en el mundo de la edición; conocimos a los mejores escritores, cineastas y fotógrafos del país (más algunos de América Latina), y pisamos los linderos de la naciente gauche divine. Yo permanecería siempre en los linderos, mientras que Oscar y su primera mujer, Beatriz de Moura, se integrarían algo más adelante en ella y serían unas de sus figuras relevantes.
Hice, pues, una lista, y pedí a los autores textos breves, que no les creaban ningún conflicto con sus editores habituales, para una colección que les encantaba y dándoles plena libertad para elegir el tema. Ni se hablaba de comercialidad: que escribieran lo que les apeteciera, y que no se preocuparan de si se iba a vender o no. Seguro que nos tomaban por chiflados, por muy ricos, o por ambas cosas a la vez… y sólo éramos la primera.
Entré en contacto con Miguel Delibes, Ignacio Aldecoa, Camilo José Cela, Rafael Azcona, Alfonso Sastre, Jesús Fernández Santos, Alfonso Grosso, Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Juan Benet, Juan García Hortelano, Pablo Neruda, Luis García Berlanga, Antonio Buero Vallejo, Julio Cortázar. Y Oscar conoció, aparte de al gran maestro Català Roca, a tres grandes fotógrafos catalanes: Xavier Miserachs, hermano de Toni, diseñadora gráfica de la que me hice y sigo siendo muy amiga, Ramón Masats, que se había trasladado a Madrid, y Oriol Maspons, con el que mantuve una relación —no sé si se puede calificar de amorosa— que duró un par de años, hasta que me casé. Fue el trato asiduo e íntimo con Oriol lo que me hizo dar el paso a un mundo distinto, que poco tenía que ver con el de la universidad. Si tuviera que resumir en algo la diferencia, diría que la expresión «enamorarse» se sustituía por «encoñarse». En la universidad nos enamorábamos, en la gauche divine se encoñaban. La primera vez que se lo oí a Oriol fue viendo La chica de la maleta, que no trataba, según él, de una historia de amor sino de encoñamiento. Yo, que en el fondo era romántica hasta rozar la cursilería, estaba atónita y escandalizada.
Con Palabra e Imagen comenzó la etapa de las largas conversaciones con fotógrafos y escritores, y de las frecuentes escapadas a Madrid. Me llama la atención, al recordar aquellos años, lo muchísimo que hablábamos (sobre todo los hombres, porque las mujeres teníamos que alzar mucho la voz para que nos permitieran meter baza). Las cenas en casa de amigos se prolongaban hasta que el sol entraba por las ventanas (y en ocasiones cerrábamos antes las persianas para no enterarnos); en los restaurantes, aunque fuéramos huéspedes de honor, llegaba un momento en que no les quedaba otro remedio que echarnos porque tenían que cerrar; nos conocíamos los pocos locales donde, a puerta abierta o a puerta cerrada, podías permanecer prácticamente la noche entera, y aquellos en que te servían, a horas muy tempranas, el más rico desayuno (si estábamos en Madrid, chocolate con churros). Hablábamos de todo (aunque casi nunca, qué tiempos aquéllos, de achaques de la edad o problemas de dinero), de política, de arte, de amor, de los grandes dilemas de siempre, pero también de cuestiones intrascendentes. Chismorreábamos, criticábamos, decíamos maldades. Me pregunto si los jóvenes de ahora siguen hablando tanto: si hemos cambiado nosotros al envejecer, o si también los tiempos han cambiado.
En la Barcelona de los 60 se hablaba mucho, pero Madrid era un hervidero casi mareante de palabras. Horas y horas sentados a las mesas de los cafés. Nadie tenía prisa, nadie comentaba que lo esperaban en una junta o que tenía que madrugar a la mañana siguiente. Se reunían antes del almuerzo, a la hora del café, a media tarde, la noche entera. Y eso no impedía que estuvieran llevando a cabo casi todos ellos una obra importante. Se hablaba más o menos de lo mismo que en Barcelona, sólo que en política demostraban estar más en el centro de los acontecimientos, de los entresijos del poder, y se dedicaba muchísima atención a los toros, lo cual yo vivía con cierta incomodidad, y en una ocasión concreta —ante la machacona insistencia de Javier Pradera, pasados todos de copas y de horas, en culpar a la «catalanidad» de mi penosa falta de sensibilidad ante el flamenco y mi rechazo a la fiesta nacional— como una agresión.
Viajábamos a Madrid en el dos caballos de mi hermano. Por las carreteras de la época tardábamos más de diez horas en llegar. Recuerdo una ida en pleno invierno: el paisaje cubierto por la nieve, la calzada helada transformada en pista de patinaje, los grandes camiones medio tumbados en la cuneta, y un frío atroz. Ya en Madrid, nos alojábamos en nuestra modesta pensión de un sexto piso de la calle de Alcalá, y, a la caza de textos y fotografías para Palabra e Imagen, encadenábamos aperitivo con un autor, almuerzo con otro, interminable tertulia de café con un tercero, cena en grupo, local de copas hasta el amanecer… La verdad es que lo pasábamos en grande. Casi todos eran jóvenes (no tanto como Oscar o como Lluís o como yo, pero jóvenes al fin), un poco locos y muy simpáticos. Casi todos bebían demasiado.
Mi hermano mantuvo charlas interminables, y escandalosas y divertidas, con Luis Berlanga —un tipo inteligente y encantador, con el que Oscar y luego Beatriz, su primera esposa, establecerían una amistad de por vida—, en torno a la posibilidad de hacer un libro sobre erotismo. Es curioso hasta qué punto izquierdismo y pornografía, al ser objeto ambos de la represión franquista, iban hermanados en la España de los 60. Muchos de nosotros asistíamos a un burdo espectáculo porno en una cutre taberna del puerto de Hamburgo o a un sofisticado striptease del Crazy Horse como si participáramos en un acto revolucionario, y poco faltaba para que, al meterse en el coño la putita portuaria el último objeto que le venía a mano (que en una ocasión fueron las gafas de mi padre, lo que a él le enfadó mucho y a nosotros nos provocó un ataque de risa desaforada) o al desprenderse una de las mujeres más bellas del mundo de la última prenda de ropa, nos pusiéramos en pie y entonáramos, puño en alto, La Internacional.
Costaba que lo entendiera gente de otras culturas, de otros países, donde la pornografía, al menos la de lujo, iba ligada a la clase burguesa, y causaba sobre todo el escándalo de las feministas, que me resultó incomprensible hasta que un día Adela Turín, una de mis mejores amigas, con la que coeditaría años más tarde libros infantiles antimachistas, me explicó: «No se trata de moral, o por lo menos no de la moral en la que tú piensas. Nos parece ofensivo que otros tengan que inventarnos fantasías sexuales colectivas y a menudo vulgares, cuando todo ser humano debería hallar y cultivar, con su pareja, fantasías eróticas personales y exclusivas». Quizás sí, quizás sea porque crecí en la España de Franco, pero a mí sigue sin escandalizarme y sin ofender mi feminidad la pornografía.
Berlanga había reunido una buena colección de libros y de objetos eróticos, y se discutía la posibilidad de elaborar en torno a ellos un volumen de Palabra e Imagen que tuviera unas mínimas probabilidades de ser aprobado por la censura, que todavía era obligatoria.
A estas discusiones solía asistir Rafael Azcona, excelente guionista que había colaborado mucho con Berlanga y acababa de publicar una novela interesante, Los europeos, y con quien discutíamos otro posible título para nuestra colección. Quería hacerlo con Masats y proponía dos temas: la comida o el entierro. Se largó de repente a Italia, el libro no llegó a nada, y yo le traté poco, pero le recuerdo como uno de los hombres más atractivos y con mayor talento que he conocido. La última vez que nos vimos tuvimos el siguiente diálogo. Él: «Es horrible. Mañana me voy a Ibiza con una chica». Yo: «¿Y qué tiene de malo? ¿La chica es un desastre?». Él: «No, claro que no. Es inteligente, encantadora, guapísima». Yo, emocionada porque al enumerar las cualidades de una mujer citara la inteligencia antes que la belleza: «Pero, de todos modos, a ti no te gusta». Él: «Muchísimo». Yo: «Ah, pero ella no te quiere a ti». Él: «Me adora… Será un desastre». Contra lo que parecía previsible, pasaron más de cuarenta años sin que nos viéramos ni mantuviéramos contacto alguno. Y entonces se nos ocurrió a Oscar y a mí pedirle, para una colección de entrevistas que editaba RqueR, que hiciera la de Berlanga. Su respuesta decía: «Querida Esther: Que te acuerdes de mí —¡después de casi medio siglo sin vernos!— me halaga y poco falta para que me ponga a ronronear como un gato viejo y egocéntrico… No hace tanto, pero sí muchísimo, que no veo a Luis, y llamarlo para recordar un tiempo feliz en la miseria —en la mía, se entiende— no creo que sea una buena idea: abomino de los regodeos nostálgicos, y, en este caso particular, doy por seguro que nuestras peroratas apestarían a crisantemos putrefactos». Pocos meses después salieron notas y entrevistas en la prensa, con motivo, creo, de la reedición de un viejo libro, y Rafael estuvo tan inteligente y brillante como cuarenta años atrás, y, casi a continuación, murió, se bajó el telón, se acabó la historia como se acaban todas las historias… Y me pregunto a veces cuán horrendo o cuán maravilloso debió de haber sido aquel viaje a la mítica Ibiza de los 60 con aquella muchacha inteligente, encantadora y bellísima que le amaba…
Hablamos en Madrid con muchos otros autores de los que finalmente no llegó a realizarse ningún libro: Antonio Buero Vallejo, Alfonso Sastre (el proyecto era bonito: iba a escribir sobre fotos de distintos tipos de manos, lo que expresan las manos), Jesús Fernández Santos, con quien se barajaban varias posibilidades. En su casa tuvo lugar una anécdota divertida, uno de esos rarísimos brotes de catalanidad que me dan alguna vez, poquísimas. A mí, que no bebo apenas otra cosa que coca-cola (me he informado y la coca-cola no está mal vista entre las viejas damas, habría sido un engorro), me hablaron del chinchón, comentaron que allí se bebía mucho y en Cataluña no, y me ofrecieron una copita para probar. Bebí un sorbo, creí morir, pero todos me miraban expectantes. Me dio rabia. Recordé al chiquillo heroico que, en la lucha contra los franceses, se inmoló haciendo sonar su tambor por las montañas del Bruc, y a los peces que llevaban las cuatro barras estampadas en el lomo por todo el Mediterráneo, y terminé la copita de un trago, sintiendo que una bola de fuego descendía por mi interior desde la boca hasta el vientre, y luego nada, anestesia total. Lo malo fue que la amiga que me acompañaba —Vida, que sería luego, hasta hoy, una de mis mejores amigas—, sabiendo que no bebo y tranquilizada por mi impasible ademán, dio también un sorbo. Y montó un cristo: gritó, escupió, lloró, nos increpó… Claro está que Vida era medio gallega y medio neoyorquina, y los peces de Galicia o Nueva York no han paseado sus barras y estrellas por ningún mar…
Aunque estos proyectos no llegaron a realizarse, sí fue resultado de estos primeros viajes a Madrid uno de los libros más hermosos de nuestra colección, Neutral Corner; sobre boxeo, claro, y no deja de resultar irónico que en una colección codirigida por mí, los autores eligieran temas como la caza, el boxeo, los toros o la más sórdida prostitución. El autor del texto, Ignacio Aldecoa (las fotos eran de Ramón Masats) y su mujer, Josefina, nos invitaron a cenar en su casa. Josefina dirigía un colegio, y lo ha seguido haciendo durante años con gran éxito. Había publicado ya un par de libros, bajo su nombre, Josefina Rodríguez. Sólo años más tarde adoptaría —con gran sorpresa y cierto escándalo inicial por mi parte— el de Aldecoa. Luego entendí que la muerte prematura de un individuo tan excepcional y tan amado como Ignacio había causado un trauma que lo explicaba y justificaba todo: adoptar el apellido de su marido era simplemente un acto de amor, uno de los pocos que podía aún permitirse.
Aquella primera velada en su casa fue deliciosa, y los tres —creo que Lluís nos acompañaba— quedamos fascinados. Eran jóvenes, cariñosos, inteligentes, divertidos, entusiastas. Estaban —saltaba a la vista— muy enamorados. Tenían una niña de pocos años que se llamaba Susana, y un perro que se llamaba Buda y estaba integrado como un miembro más en la comunidad familiar.
Acordamos que escribirían a dúo un libro infantil para Grandes Autores. Josefina envió enseguida su parte, pero la de Ignacio no se terminó nunca. Tampoco llegó a hacerse un segundo título que él proponía sobre la pesca en alta mar.
Acababan de regresar de unas vacaciones en Ibiza y contaron cosas que nosotros escuchábamos con la boca abierta y apenas podíamos creer que existieran, y no digamos en la España de los 60: vestimentas locas, pluralidad de lenguas y de razas, desnudo integral, drogas consumidas o inyectadas en público, parejas o grupos follando en los parques y al borde de las avenidas, con individuos del sexo contrario o del mismo. Permisividad total.
Además había en la isla, contaron, unos perros magníficos, sin dueño fijo. Acudían a la llegada de los barcos, elegían a los humanos que más les gustaban y, cuando éstos se iban, los sustituían sin dificultad. De modo que no eras tú quien lo adoptaba a él, sino él quien te adoptaba a ti. Ni que decir tiene que a mí, amante de casi todos los bichos mamíferos, y sobre todo de los perrunos, la historia me encantó.
Decidimos que había que viajar urgentemente a Ibiza. No sé cuántas veces en mi vida decidí que había que ir a Ibiza, cuántas veces estuve a punto de emprender el viaje. Y cuando por fin lo realicé, hace poco más de un año, ni Ibiza era la Ibiza de los Aldecoa, ni yo era la muchacha de los 60, y los perros sin dueño eran tan puteados como en cualquier otro lugar del mundo.
Los textos de Ignacio para Neutral Corner son buenísimos, y también lo son las fotos de Ramón Masats, recién instalado en Madrid con su familia, por una razón que nunca llegó a convencerme: aseguraba que no quería vivir en la misma ciudad que sus dos grandes amigos y grandes fotógrafos —Oriol Maspons y Xavier Miserachs— para que no surgieran conflictos de competencia. En su piso a medio amueblar conocí, entre otros, a Carlos Saura y a su primera mujer. Las cenas, simpatiquísimas, en casa de los Masats también se prolongaban, claro, hasta el amanecer, y también se hablaba de todo lo humano y lo divino, pero había una variante: en casa de los Masats se montaban unas tan módicas como apasionadas partidas de póquer. Eran mis primeras timbas desde aquellas que jugábamos a escondidas, de niños, en los pueblos de veraneo. Cuarenta años más tarde, cuando vendí Lumen, alguien, que obviamente no me conocía demasiado, aseguró que la había perdido en una de las apasionadas timbas semanales que celebro desde hace mucho en mi casa, en las que son asiduos los amigos Concha Serra y Jordi Virallonga, y la madre de mi asistenta la telefoneó alarmada para saber si, a consecuencia de mi ruina, se iba a quedar ella sin empleo.