Capítulo 15

Carlos el Magnífico, el gran seductor

He citado ya en varias ocasiones a Carlos Barrai, y es sin duda uno de los personajes centrales, no de mi vida, pero sí de este libro, segunda y última parte de mis memorias. Aunque ya en los últimos años de facultad, Carlos había sido popular entre los compañeros de Letras, y había dado lecturas y conferencias, y no era para nosotros un editor más, ni siquiera el editor de moda entre los intelectuales, sino, en mayúsculas, el Editor, yo no le conocí personalmente hasta el año 1961.

Acababan de iniciarse las actividades de Lumen cuando Beatriz de Moura y yo recibimos una invitación para asistir a la concesión del Premio Biblioteca Breve. Recuerdo que entré levitando en los despachos de la editorial donde se servía el cóctel, tan azarada que, caso de tener que hablar, no habría rebasado el balbuceo de un bebé (por suerte no conocíamos a casi nadie, y ni se dieron cuenta de que caminaba diez centímetros por encima del suelo ni tuve que hilvanar más allá de tres o cuatro palabras).

Nuestro trato más asiduo y nuestra creciente amistad con Carlos se iniciaron cuando Seix Barral se hizo cargo de la distribución de nuestro fondo. De un negocio —la edición— que, según mi padre, era entre todos los que conocía el más difícil, lo peor era y es la distribución. Tras una primera etapa de intentos fallidos, dimos finalmente con una empresa que hacía llegar los libros a las librerías e incluso vendía un mínimo razonable. Entonces me reunía con Carlos —a veces me invitaba a comer en un restaurante próximo a la editorial, que ya no existe, con mesas de madera y cortinas campestres—, para comunicarnos lo que íbamos a publicar en los próximos meses y acordar las fechas más convenientes.

Carlos Barral parecía reunirlo todo: era un excelente poeta y estaba al frente de una importante editorial donde dirigía dos colecciones —Biblioteca Breve y Formentor— que nos ponían en contacto con lo más reciente y notable de la literatura extranjera y descubrían e incorporaban nuevos autores autóctonos. Había creado el premio de novela inédita en lengua castellana, el Biblioteca Breve, que gozaba de mayor prestigio, el más codiciado entre los «entendidos», aunque no supusiera una cantidad importante de dinero. Por raro que parezca en aquellos tiempos no se trataba sólo de dinero, y Carlos conseguía que otros premios del país, que sí daban una cantidad muy elevada, quedaran relegados a poco más que horteradas que poco tenían que ver con la literatura. Cuando Andrés Bosch ganó el Premio Planeta con una novela sobre boxeo, La noche, le hizo una entrevista Rosa Regás, y le preguntó malévola: «Pero confiesa que hubieras preferido ganar el Biblioteca Breve, ¿verdad?», impertinencia que Andrés no olvidó nunca ni perdonó nunca —lo suyo no era olvidar ni perdonar—, aunque no vivió lo suficiente para comprobar que Rosa, que no había ganado el Biblioteca Breve, sí obtenía muchos años después el denostado Planeta. Además Carlos formaba parte de un premio internacional de novela —el Formentor—, donde figuraban Gallimard, Einaudi, Rowohlt y Grove Press, o sea, los elegidos entre los elegidos, y militaba activamente en la lucha contra el franquismo.

Creo que, entre todos los seductores —hombres y mujeres— que he tratado a lo largo de más de medio siglo, Carlos se lleva la palma. A pocos he conocido tan divertidos, tan simpáticos, tan brillantes, tan imaginativos, tan guapos (se identificó desde joven con el capitán Ahab, pero le llevaría mucho tiempo parecerse a un lobo de mar deteriorado y obsesivo, derrotado por una ballena blanca), con tamaña facilidad para hacerse querer, para provocar en gente muy diversa (no únicamente intelectuales como Joan Petit o como Gil de Biedma, sino personas de otros medios, como la empleada que se hacía llevar dos veces al día el bebé a la oficina, para amamantarlo en los lavabos y no dejar el trabajo ni siquiera el tiempo que fijaba la ley, o pequeños libreros y representantes de provincias por cuyos problemas se interesaba de verdad y a los que hablaba, sin proponérselo, de igual a igual), devociones a toda prueba, no exentas, en el caso de Jaime Gil de Biedma o de la propia Ivonne, que a veces aunaban sus ataques, de una severa crítica.

Lo que a mí me parece entrañable es el carácter gratuito y desinteresado de ese poder de seducción. Le ayudó sin duda a congregar a su alrededor, con raro talento y certero instinto, un equipo de colaboradores como no lo había habido nunca ni volvería a haberlo después, y le ganó la amistad de editores, autores y agentes del mundo entero, pero Carlos no lo utilizaba deliberadamente, no se revestía de seducción cuando quería conseguir de alguien, que tal vez no le gustaba, algo importante. De haberlo hecho, seguramente su trayectoria habría sido distinta. Y otro grave inconveniente (y éste no me parece en absoluto entrañable): al contrario que Andrés Bosch, Carlos Barral olvidaba, ni siquiera se puede decir que perdonaba, pues si uno olvida no tiene ya nada que perdonar… ni, y esto es lo más grave, que agradecer.

Me inspira una profunda desconfianza, que comparto con mi hermano, la gente sin memoria. Carlos no agradecía los regalos, ni las muestras de afecto, ni siquiera los favores importantes, pero era capaz de mostrarse amigo de un tipo que nos había hecho, o incluso le había hecho a él, una canallada mayúscula, de mandar a uno de sus hijos a aprender el oficio de editor con un rufián que se dedicaba a las ediciones pirata, o de proponer para un cargo público de máxima importancia a un personaje que a punto había estado de acabar con todos los editores de Enlace, por la simple razón de que le parecían divertidos, guapos y simpáticos, perfectos para tomar unas copas en Bocaccio o para flirtear, mientras mantenía por el contrario luchas enconadas y en ocasiones peligrosas o suicidas contra individuos que, por motivos que oscilaban entre lo justificado y lo arbitrario, le caían mal o tenía entre ceja y ceja. Auténticas cruzadas en las que debíamos implicarnos a ciegas sus amigos.

Una de estas cruzadas me afectó de modo muy directo. A Carlos le ofendió gravemente, consideró que eso sí se trataba de alta traición, que Joan Ferraté —helenista, poeta, crítico, traductor (en la colección Palabra e Imagen publiqué sus Veinticuatro poemas de Cavafis)—, a su regreso de Canadá, en una de cuyas universidades había impartido clases, aceptara sustituirle en su cargo de director literario de Seix Barrai. Ocurría que Joan era amigo mío. No tanto como su hermano Gabriel Ferrater, pareja durante varios años, los últimos de su vida, de Marta Pessarrodona, pero más próximo que un simple conocido.

Marta era, es, amiga mía de las de verdad, incondicionales las dos en nuestro recíproco cariño, y Gabriel, un tipo excepcional y disparatado («disparatado» significa aquí que no veía el mundo ni vivía la vida como la inmensa mayoría, no de la humanidad entera, sino de nuestro reducto de artistas e intelectuales, y que en este reducto se le consideraba de una inteligencia fuera de serie, de un talento excepcional, pero se le descalificaba por informal, alcohólico, mujeriego e imprevisible, por decir y hacer las cosas más políticamente incorrectas, más incómodas y sobre todo absurdas, como meter mano a las señoras por debajo de la mesa; desaparecer durante semanas o meses en la ruta entre Barcelona y Hamburgo, donde le esperaba un excelente empleo en una gran editorial, porque había tropezado con un equipo de ciclistas y se había unido a ellos; o improvisar un discurso genial —realmente genial, una pena que nadie tomara nota o lo grabara— en el encierro de Montserrat, donde todos éramos la izquierda pura y dura, intentando convencernos de que aquello era una tontada y de que debíamos volver a casa. «Jo, aquí, hi veig molts esquizofrènics», rezongaba por los pasillos del monasterio.

Yo, que le quise mucho, no sospechaba que tuviera tantísimos amigos, ni tan dispuestos a ayudarle, como descubrí en cuanto murió (tampoco sospechaba que hubiera en nuestro país tantísimos socialistas, cuando ganaron las primeras elecciones) y me sorprendió que muchos de ellos ignoraran que —hubiera o no otros ligues laterales, cosa que ni sé ni importa— su mujer era Marta y que existía entre los dos, aunque mantuvieran dos viviendas distintas, una auténtica relación de pareja. Se han escrito tantas bobadas sobre Gabriel que creo ha llegado la hora de que Marta, que no quiso jugar nunca el papel de viuda y se ha mantenido al margen, nos cuente de Gabriel lo que sólo ella puede saber.

Esteban y Gabriel, dos tipos difíciles, se cayeron bien desde el primer día, y los cuatro —Gabriel y Marta, Esteban y yo— vivimos juntos momentos memorables. Hicimos en coche —Marta al volante y dirigiéndolo todo, descubriéndonos la ciudad, que visitaba por primera vez, a tres personas que la conocíamos bien (Gabriel había vivido allí, y Esteban y yo íbamos siempre que teníamos ocasión)— un espléndido viaje a París, en el que incluso Gabriel pasó, creo, momentos que se parecían un poco a la felicidad.

Cuando regresó Joan de Canadá, me lo presentaron enseguida y desde aquel momento yo había comido a solas con él varias veces, y habíamos hablado de literatura y habíamos intercambiado confidencias. De modo que, cuando una noche de la feria, Carlos me conminó en el bar del Frankfurter Hof (excelso punto de encuentro de los más excelsos representantes del mundo del libro, tan exclusivo que a Jaime Salinas le escandalizó encontrarnos a Jorge Herralde, a Beatriz de Moura y a mí allí) a negarle el saludo si me lo encontraba, como era probable sucediera, bajo la amenaza de romper toda relación conmigo si no cumplía lo que me exigía, me sentí perdida y pensé que para evitar una catástrofe, pues no era capaz de negarle el saludo a Joan ni veía justificado hacerlo y no quería de modo alguno reñir con Carlos, tendría que tomar al otro día el primer avión a Barcelona.

Carlos, si había ido a Frankfurt acompañado de Ivonne, apenas salía del hotel, ocupadísimos ambos en pelear y reconciliarse, en zaherirse y amarse, verdaderos artistas en el arte, tan practicado por muchos aunque con menor destreza, de hermanar la destrucción y el amor. Compartía cenas con editores amigos —a veces con nosotros y el grupo de jóvenes italianos—, discurseaba —los ojos chispeantes, la sonrisa socarrona y una ceja levantada— en el bar del Frankfurter Hof, y, si se acercaba al recinto de la feria, con su pipa y su capa —me sorprendía que usara una prenda tan ostensiblemente en España reaccionaria—, era sobre todo para repartir besos y piropos y bromas entre las esposas de editores, agentes literarias —profesión intermedia (Carmen es la excepción) que ocupan a menudo las mujeres— y viejas empleadas, encantadas y ruborizadas.

De todos modos, yo no quería correr el riesgo de encontrármelo en la Feria y tener que darle cuentas de si había visto a Ferraté y si le había saludado o le había dado la espalda.

A la mañana siguiente telefoneé como último recurso a Jaime Salinas. Contaba Carlos que Jaime, al regresar a España desde Estados Unidos, había entrado a trabajar en Seix Barrai, pero en el departamento administrativo, y que él y Jaime Gil de Biedma habían tardado meses en descubrir, tomando copas en un bar cercano a la editorial, que se trataba del hijo del gran poeta Pedro Salinas. Pero a partir de entonces se habían tratado mucho, en el trabajo y como amigos, y Jaime le conocía bien. Además era docto y solícito consejero, estaba enterado de los dimes y diretes de todo dios, sabía las normas que regían en los países supuestamente civilizados, y le gustaba interferir en las vidas de los demás, y en ocasiones resolverlas. Al parecer había apoyado la idea de que Carmen Balcells e Ivonne Barral montaran una agencia literaria, a la que Carlos cedería los derechos de sus autores, y había jugado incluso un papel importante de casamentero en la boda de Carmen.

Jaime me invitó a desayunar con él en su hotel, y estuvo amable y tranquilizador. Me convenció de que no había que hacer el menor caso de lo que dijera Barral con un par de copas y de madrugada en la barra de un bar, de que no iba a ocurrir nada (no sólo no ocurrió nada, sino que poco tiempo después Ferraté y Barral comían juntos en un restaurante de Barcelona, o sea que en este caso al Magnífico se le había pasado el berrinche), de que me quedara tranquilamente en Frankfurt y saludara a quien me viniera en gana.

Desde largo tiempo atrás las relaciones de las dos familias que compartían la empresa —los Seix y los Barrai— habían sido conflictivas. Y al morir Víctor Seix, se hicieron más difíciles. Justo delante del hotel —el Frankfurter Hof, donde se alojan los grandes de la edición y requiere años conseguir habitación— pasa, o pasaba entonces, un tranvía que va en dirección contraria al resto del tráfico. Víctor salió con prisa, no miró y fue arrollado por uno de aquellos vehículos silenciosos y veloces. Lo ingresaron en un hospital, ante la consternación de todos nosotros, incluso los que apenas le conocíamos, y tardó bastante en morir. La tragedia hizo que el conflicto interno de Seix Barral empeorara. En definitiva, con Víctor siempre era posible llegar a un punto de entendimiento. Con el resto de los Seix y su gente era más complicado, pero mi opinión personal —tal vez equivocada, porque les conocía desde hacía poco tiempo— fue desde un principio que el equilibrio podía mantenerse y que todos los esfuerzos debían ir en esa dirección. Me parecía que en el fondo sus socios admiraban al prestigioso editor-poeta, y le permitían llevar adelante un proyecto editorial arriesgado (algunos opinaban que Biblioteca Breve era un lujo, un capricho de niño rico, y es más que probable que muchos títulos se vendieran mal), le proporcionaban el respaldo de una firma importante que agrupaba distintas empresas, en una de las cuales, la agencia de publicidad, había trabajado Argente, mi primer marido. No creo que ni en Biblioteca Breve ni en Formentor nadie osara vetarle, ni imponerle ni siquiera discutirle títulos. Parecía difícil para un editor vocacional, que mantenía una línea de gran calidad y coherencia, encontrar una situación más ventajosa.

Pensé entonces, y sigo pensando hoy, que Carlos no debió irse nunca de Seix Barrai, e incluso creo que de hecho no albergaba intenciones de hacerlo. Habría bastado tal vez que hubiera prestado a sus socios mayor atención, les hubiera consultado y escuchado aunque tuviera decidido ya lo que iba a hacer, hubiera empleado con ellos una pequeña parte del poder de seducción que derrochaba a manos llenas con cualquiera. Pero no. Se lamentaba, se hacía la víctima, los criticaba, se enfurecía. E incluso así la sangre pudo no haber llegado quizás al río, la ruptura no haber sido tan violenta e irreparable…

Pero aquí entran en escena dos nuevos personajes: Rosa Regás y Rafael Soriano, unidos por primera vez (porque hubo una segunda, y si la primera me pareció equivocada, la segunda sería catastrófica) en una lucha común: apoyar y estimular a Carlos en sus batallitas contra los Seix y los suyos, hacerlas más duras y enconadas. Yo había oído hablar de Rosa por primera vez en el Cottolengo, porque la superiora, una Omedes, era hermana de su marido. Me contó que, poco después de la boda, pasaron por su casa a pedir limosna, y, como no tenía dinero en aquel momento y supongo que también como afirmación de principios, les dio la cubertería de plata. No sé qué opinaría el marido, pero a la superiora le pareció de perlas, y a mí también. Después coincidimos en un cursillo religioso —yo acababa de reconvertirme a un cristianismo de izquierdas— que daba un curita en las Escuelas Betania, también propiedad, creo, de la familia Omedes. Rosa tenía un aspecto deportivo y juvenil, muy vital, muy simpático, muy atractivo, ligeramente desafiante y provocador. Se pasaba las sesiones metiendo el dedo en el ojo del pobre cura, que se defendía como podía. Lo que más soliviantaba a Rosa era que, según la Iglesia, los paganos que se precipitaban bajo las carrozas de sus dioses, seguros de alcanzar así su paraíso, quedaran excluidos de él por no haber sido bautizados.

Nadie habría dicho, ni en este apasionante cursillo —presuntamente posconciliar pero apestoso a naftalina— ni tampoco en la universidad, donde cursaba Letras, que Rosa era una mujer casada (se había casado muy joven) y con varios hijos. Resultaba distinta a las demás estudiantes y supongo que tenía trastornados a los pocos chicos que pululaban por aquella facultad, compuesta en un noventa por ciento de féminas. A las chicas tal vez no las fascinaba tanto —a algunas sí, pero no a la mayoría—, porque a las mujeres, ya se sabe, nos come la envidia hasta las raíces del pelo en cuanto aparece otra más atractiva. Una noche asistimos un grupo de estudiantes en su casa a una proyección de El acorazado Potemkin, que la mayoría de nosotros no había visto nunca. En aquellos años sólo veíamos cine comprometido en los fines de semana que, con el nombre de La Linterna Mágica, montaba Arnau Olivar (que se casaría años más tarde, oh sorpresa, con la denostada Rosa Seix, ¿no sería tal vez tan retrógrada como suponíamos?) en Perpiñán. Rosa Regás pertenecía a una familia conocida. Su padre, Xavier, era hombre de teatro; uno de sus hermanos, Xavier, pintor, y otro, Oriol, dueño del principal templo de la divina izquierda, Bocaccio (le consagraron su templo, pero le robaron una «c», no se puede estar en todo…). Hay una cuarta hermana, Georgina, a la que no conozco.

Rafael Soriano no pertenecía a una familia conocida y no era hombre de Letras. Trabajaba en la sección comercial y le considero un excelente vendedor. Era, y es, un tipo de una pieza, sin dobleces, apasionado e insensato. Es un tipo al que quiero, y nada más lejos de las intenciones de una dama indigna que ser objetiva. Una de sus pasiones ha sido Carlos. Convencido de que Carlos era un genio, pero de que necesitaba gente sensata a su alrededor que realizara sus geniales ideas, estuvo siempre dispuesto a consagrar todos sus esfuerzos a esta causa. Rafael tiene una lealtad natural en los perros, pero rara en los humanos inteligentes.

Pues bien, Rosa y Rafael se aliaron para apoyar a Barrai, y se pusieron tan a malas con la empresa que llegó un momento en que se vieron excluidos de ella (aunque en el caso de Rafael, ignoro en el de Rosa, no se trató exactamente de un despido). Entonces —¡qué cosas, qué disparates ha visto una cuando llega a vieja!— se montó a bombo y platillos un acto de desagravio, de protesta contra la editorial y de homenaje y solidaridad con las dos víctimas. A nivel internacional, porque llegaron adhesiones de relevantes personalidades de países extranjeros. Seguramente no sabían quiénes eran Rosa Regás y Rafael Soriano, ni cuáles habían sido los incidentes que habían llevado a este final, pero apoyaban la causa de Carlos. El acto se celebró en El Sot, bar de copas frecuentado por intelectuales y por gente de teatro. Creo que asistimos todos —el local estaba lleno a rebosar—, y en el mundo del libro se enteraron hasta los ratones de biblioteca. Todo un exitazo.

Al acto de homenaje y desagravio dedicado a sus dos fieles colaboradores no podía faltar Carlos. Y no faltó. A partir de este momento no había escapatoria, no tenía otra opción que hacer aquello que llevaba años anunciando y que muchos de sus amigos opinaban debía haber hecho ya: romper con sus socios, cortar amarras y lanzarse a navegar por su cuenta, en una editorial de nuevo cuño, Barral Editores.

Confiaba en la fidelidad de su gente, que quizás fue menor de lo que esperaba, pero no de lo previsible. Muchos autores siguieron en Seix Barrai. Allí publicó su nueva novela Mario Vargas Llosa. Era lo más sensato, y seguramente lo que aconsejó Carmen Balcells, que era su agente y buscó, como siempre, lo mejor para sus autores. Rosa Regás no entró a trabajar en Barral Editores, sino que montó su propia editorial, La Gaya Ciencia, donde publicó libros muy cuidados y exquisitos, entre ellos los de su amigo Juan Benet.

Y, sin embargo, pese a todo lo que he dicho y lo que diré más adelante, Carlos me parece, visto con los ojos de mi vejez, indigna pero sabia y nada propensa a mitificar, una de las mejores personas que he tenido la suerte de encontrar en mi camino. Sus defectos eran irritantes, y habrían resultado intolerables si su ternura, su profunda humanidad (Carlos Barral es uno de los hombres más humanos que he conocido), su sentido del humor, su capacidad para reírse de sí mismo, no los hubieran en mucho superado. Carlos era capaz de tener esperando una hora larga a los libreros y periodistas sevillanos y detener el viaje para probar un higo chumbo o darse un baño en una playa mediterránea para él hasta entonces desconocida, o pasar las horas en el patinejo lleno de moscas de una ciudad del sur, debatiendo con el representante sobre razas y cuidados y adiestramiento de perros, mientras la mujer sacaba de la cocina una fuente de pescadito frito y tres o cuatro chiquillos semidesnudos correteaban pringosos a nuestro alrededor. Ni que decir tiene que el representante y la mujer y los chiquillos y el perro y hasta las moscas, le adoraban.