Capítulo 3

Disparatados inicios de una editorial de turbio pasado y dudoso futuro

Un día del año 1959, creo que era en otoño y no tengo la más remota idea de si soplaba viento del este, llegó mi padre a casa a la hora del almuerzo y nos comunicó, sin darle mayor importancia, que había comprado a tío Carlos una pequeña editorial, Lumen. Lo había hecho como un favor, porque su hermano quería invertir el dinero en otro negocio y se trataba de una cantidad muy pequeña. Además la empresa funcionaba por sí sola, a base de los textos de religión para todos los cursos de bachillerato, que tenían una salida anual asegurada, y de un curioso best seller, del que se habían vendido más de doscientos o trescientos mil ejemplares, A Dios por la ciencia, de un jesuita llamado Jesús Simón. Lumen seguiría viviendo, explicó mi padre, de estos títulos, sin otro empleado que tío Guillermo —marido de una de sus hermanas, que ejercía desde de director hasta de mozo de almacén—, pero nos proponía, sobre todo a mí, que sacáramos dos o tres libros al año de calidad, de los que nos gustaban a nosotros.

Oscar y yo apenas habíamos oído hablar de Lumen —recordábamos vagamente que papá traía a casa algunas veces unos cuadernos para colorear y unas siniestras historias de mártires y misioneros que sólo yo, que habría leído una guía de teléfonos, era capaz de engullir— y jamás se nos había ocurrido que iba a jugar un papel en nuestras vidas.

Supe también, en algún momento posterior, seguramente en la universidad, que otro de nuestros muchos tíos paternos, el primogénito, el reverendo Juan Tusquets, luego monseñor Tusquets, que vivía con Abuelita y era una especie de jefe espiritual de la encopetada, empobrecida y ultraconservadora familia Tusquets, había librado en sus escritos una feroz batalla contra marxistas, judíos y masones, había estado en contacto con los militares amotinados antes de iniciarse la Guerra Civil, había tenido, en Burgos, relaciones personales con Franco, y había creado allí una editorial de libros religiosos. Me preguntaba alguna vez qué peregrina ocurrencia le habría inducido a dedicar su tiempo y sus esfuerzos, en plena Guerra Civil —cuando se luchaba en todos los frentes, la gente moría a mansalva y había sin duda cometidos más urgentes—, a una empresa de este tipo. Tal vez temiera que, tras las nefastas enseñanzas ateas y librepensadoras, fuera apremiante ofrecer a los jóvenes unos textos edificantes que les devolvieran a la fe de sus mayores, a la España portadora de valores eternos, y pusieran feliz término a tan pecaminoso y peligroso dislate, fruto sin duda del contubernio judeo-masónico-marxista…

Durante años me divirtió la paradoja de que una editorial franquista y religiosa, que mi tío Juan había tenido la peregrina ocurrencia de crear en Burgos, hubiera caído de modo inesperado en nuestras manos, que no éramos sólo librepensadores, sino resueltamente ateos, y de que una editorial fundada el año 1936 para defender los valores de la España cristiana, reaccionaria y tradicional fuera a convertirse en las décadas de los 60 y de los 70 en una de las editoriales formalmente comprometidas en la lucha contra el franquismo.

Como en el caso de mi diente roto, la versión completa de la historia no la obtuve hasta mucho más tarde, en abril de 2005 —yo estaba ya fuera de Lumen—, cuando se armó en Barcelona un pequeño revuelo, a raíz de la conferencia que dio Paul Preston, el historiador inglés, sobre monseñor Tusquets. Me sorprendió saber que mi abuelo banquero podía ser —era, según Preston— judío, pero lo realmente interesante fue descubrir que el origen de Lumen no era una editorial de textos religiosos, sino una editorial llamada inicialmente Ediciones Antisectarias, que contó con la colaboración de Serrano Suñer, fue financiada en parte por el cuartel general de Franco y tenía entre sus objetivos la propaganda franquista y antisemita. Al terminar la guerra, fue trasladada a Barcelona y supongo que cambió su nombre por el de Editorial Lumen.

La propuesta de mi padre nos gustó a todos. Mi madre vio por fin abierta la posibilidad de trabajar en algo, y en algo que la apasionaba tanto como los libros: fue casi hasta la vejez tan ávida lectora como lo era yo. A mi hermano le gustó la aventura de trabajar en el mundo de la imagen y del diseño gráfico, del que no tenía experiencia ninguna pero que era muy afín a sus intereses, en la que involucró enseguida a Lluís Clotet, compañero de curso en la universidad, de trabajo en el estudio Correa-Milá, y después, durante un montón de años, su socio y uno de sus mejores amigos. Mi padre había dejado finalmente por completo su profesión de médico, el negocio de los seguros funcionaba sin problemas bajo la dirección de primo Emilio y de una tal María, empleada devota, competente y abnegada (cuando se produjeron las inundaciones de Terrassa, estuvo visitando a los clientes, embarazada de siete meses, por las calles llenas de lodo y de cadáveres), y a él no le interesaba (jamás sugirió la posibilidad de que Oscar o yo continuáramos con la agencia; pienso que nos valoraba demasiado a los dos y confiaba en nosotros y se adhería a nuestras ideas con un entusiasmo algo desmesurado), y le dejaba tiempo libre para dedicarlo a una actividad más creativa, más idealista, más gratificante. Tal vez para él la aparición de una editorial no fue algo tan extraño e inesperado, porque recuerdo que había ya invertido algún dinero en editoriales de amigos y que seguía con interés lo que publicaban. En cuanto a mí, aunque sabía desde antes casi de tener uso de razón que sólo podía satisfacerme ser novelista o actriz, pensaba en la enseñanza como provisional salida de emergencia (la verdad es que siempre me ha gustado dar clase, sobre todo a adolescentes), y me venía de perlas un trabajo a tiempo parcial en la edición.

Parecía un pequeño proyecto muy bien planteado, muy sensato, beneficioso para todos. Pero ocurrió algo inesperado, que todavía hoy, casi cincuenta años después, no deja de sorprenderme, a pesar de que he presenciado luego el mismo fenómeno en otras personas: mi familia, tan aparentemente equilibrada, se vio aquejada de una locura colectiva, sumamente extraña y de difícil —en ese caso imposible— curación. Nadie me convencerá a partir de entonces de que una editorial es una empresa como tantas otras, de que hacer libros es lo mismo que fabricar salchichas o paraguas. Editar es, qué duda cabe, una actividad peligrosa y adictiva, que requiere, para ejercerla a conciencia, para llegar a ser un gran profesional, cierto grado elevado de chifladura, de amor por el riesgo y las apuestas duras.

Se había hablado, los primeros días, de agregar tres o cuatro títulos elegidos por nosotros a la programación del año, y de dejar que el resto —dirigido por tío Guillermo desde el minúsculo despacho que tenía en nuestro almacén de la calle Rocafort— siguiera su curso, que garantizaba unos beneficios modestos pero segurísimos. ¿Qué ocurrió para que apenas tres semanas más tarde se hubiera decidido —no recuerdo cómo ni a propuesta de quién; mía, desde luego, no— abandonar los textos escolares de religión e incluso nuestro gran best seller, A Dios por la ciencia, o por lo menos descatalogarlos y venderlos sólo bajo pedido, o sea, eliminar de raíz el viejo catálogo y empezar a partir de cero una nueva editorial, que aprovecharía de la anterior apenas otra cosa que el nombre —sólo los italianos lo relacionaban con el tema religioso—, el permiso de edición y el almacén con su minúsculo despacho? ¿Qué ocurrió para que mi padre dedicara cada día menos tiempo e interés a los seguros y más a la editorial, que terminaría siendo su única ocupación? ¿Para que no se hablara ya de títulos sino de colecciones? ¿Para que Oscar pasara horas y horas trabajando en casa con Lluís Clotet? ¿Y para que incluso mamá, que no había dado golpe en su vida, quisiera participar?

¿Qué provocó que, casi de la noche a la mañana, sólo se hablara de Lumen, sólo se planificaran actividades en función de Lumen, sólo pareciéramos vivir los cuatro para Lumen? En realidad los cinco, porque mi padre había incorporado a primo Emilio a la empresa. Lo incorporaba a todo, casi como a un hijo más (a su padre lo habían asesinado sin motivo alguno durante la guerra, y en aquella ocasión habían sido los que iban a perderla, o sea los míos, aunque tal vez la condición de vieja dama indigna e irreverente me libere de la molesta obligación de asumir a los criminales, sea cual sea el bando en que militen…), y ponía en sus manos la agencia de seguros con una confianza total.

Todos se habían vuelto locos, y yo, que habría debido ser quizás la más entusiasta, me sentía desconcertada y asustada. Ni siquiera estaba segura de querer ser editora. Me gustaban los libros, me gustaba ante todo leerlos, sabía que me gustaría escribirlos, me atraía también el aspecto artesanal, del que no sabía nada y que, sin embargo, me apetecía aprender. Pero la mera idea de ser empresaria me horrorizaba, aunque quedara claro que de las cuestiones económicas se iba a ocupar mi padre.

Ninguno de los cuatro, o de los cinco, tenía ni la más remota idea de en qué consistía una editorial ni de cómo había que manejarla. No habíamos estado jamás en contacto con ninguna, no conocíamos a otros editores. Nadie, ni siquiera mi padre —aunque poseía, gracias sean dadas a los cielos, un certero instinto comercial, un sentido común notable y un entusiasmo a prueba de bomba—, sabía cómo se llevaba una empresa… A lo mejor no se le ocurrió a nadie que una editorial, aparte de ser otras cosas, era también una empresa.

De tío Guillermo no podíamos aprender gran cosa. Teníamos que recurrir al diccionario para averiguar en cuánto papel consistía una resma. Las técnicas de impresión y de encuadernación resultaban misterios insondables. Los únicos críticos cuyos nombres conocíamos eran aquellos que leíamos en Destino y en La Vanguardia. ¿Cómo se redactaba el contrato con un escritor? ¿Cómo se determinaba de cuántos ejemplares debía constar una edición? ¿Cómo se fijaba el precio de un libro? Obviamente los libros se tenían que vender en las librerías, pero ¿quién los situaba allí?

La única norma de nuestra editorial, nuestro único proyecto —en esto coincidíamos los cinco—, era que sólo íbamos a publicar aquellos libros que nos gustaran de verdad. Creo que ni siquiera yo, pese a mis miedos, era consciente de la insensatez en que nos metíamos.

En septiembre fuimos los cinco, por primera vez, a la Feria de Frankfurt, gran mercado internacional de la edición, donde se compran y venden derechos de libros, se negocian coediciones y se reúnen los editores para discutir temas de interés general y montar proyectos en los que participen varios países. Nosotros recorrimos en motrollón todos los pabellones, kilómetros y kilómetros de pasillo, tomamos un montón de notas, acumulamos montañas de catálogos, folletos, maquetas. Y volvimos habiendo comprado el libro que Oscar consideró el más hermoso de la feria (seguramente lo era), Muerto por las rosas, con fotos de Eikoh Hosoe y un texto de Yukio Mishima, y algunos libros para niños, bonitos, pero un poco inquietantes para mí, porque no se parecían en absoluto a los que veía en las paupérrimas secciones infantiles de las librerías españolas.

La verdad es que nadie hubiera apostado una perra chica por el futuro de Lumen. Mis amigos de la universidad me miraban con preocupación unos, y con socarronería la mayoría. Nadie nos pronosticaba más de dos años de vida, lo que tardaría mi padre en aburrirse de tirar dinero a un pozo sin fondo. (O hasta que se le terminase, pensaba yo, convencida de que el dinero de que disponíamos no podía ser tanto). Para triunfar en aquella empresa quijotesca y disparatada hacía falta un milagro. Y hubo un milagro. Hubo varios milagros. Yo no los merecía, ni creía en ellos, ni los propiciaba (quizás fuera la fe desmesurada de papá en mí y en Oscar la razón del milagro), pero también es cierto que, cuando se produjeron, supe aprovecharlos. Jamás me perdonaría no sacar buen partido de una escalera real o un póquer de ases.

Creo que las personas, o al menos muchas personas, entre ellas yo, tenemos, aunque hayamos vivido en un montón de lugares distintos, una casa que es «nuestra casa», única, exclusiva, que recordamos siempre, y a la que soñamos regresar y a la que regresamos en sueños. La mía es la de la calle Rosellón, justo enfrente de esa especie de castillo medieval que construyó el arquitecto modernista Puig i Cadafalch y que llamamos popularmente la Casa de les Punxes, y entre la casa del alcalde Porcioles y una comisaría de policía. Me encantaba el piso de Rambla de Cataluña, donde nací y viví diez años, fui enormemente feliz con Esteban (el hombre de mi vida y padre de mis hijos) en el pisito de la avenida del Hospital Militar, y llevo treinta y cinco años viviendo en uno del paseo Bonanova, que es, por lo tanto, el que he ocupado más tiempo, pero si digo «mi casa» me estoy refiriendo a la de Rosellón. Y «mi habitación» no era el espléndido dormitorio con baño del que disponía, sino la biblioteca. Forrada de libros de arriba abajo, unos estantes para los de mi madre y otros para los míos, un sofá increíble, con gruesos almohadones de pluma en los que te hundías, caías de espaldas como en un mar de nubes, una chimenea de madera empotrada en la pared que quedaba delante del sofá, y encima de la chimenea un retrato de mi madre vestida de amazona: el cuerpo erguido y los ojos centelleantes, con Puck, el perro que entonces teníamos, un cocker blanco y negro, tumbado a sus pies. Había además dos sillones, a juego con el sofá, una espesa alfombra que mi madre había tejido a mano y una mesa de trabajo.

Durante dos o tres años, Editorial Lumen consistió en esta biblioteca, porque en el almacén de Rocafort era imposible instalarse, no había ni sillas, ni espacio, y hacía un frío de muerte. Allí tío Guillermo, con abrigo y bufanda y quizás una estufita a los pies, hacía los paquetes más perfectos que se habían hecho o se harían jamás. Cuando yo me empeñé en que los libros de América tenían que llegar a su destino antes de que transcurriera un año desde que se había recibido el pedido, causé un auténtico trastorno y, en lugar de hacerlo todo a mano, tuvo que utilizar cajas prefabricadas.

Un punto más a favor de la biblioteca consistía en que daba a un patinejo, porque era una de las pocas habitaciones interiores de la casa. Teníamos que estar siempre con la luz encendida. Y soy mujer de interiores cerrados y acolchados, del mismo modo en que soy nocturna. Un paseo al sol —salvo si estamos en invierno y hace frío y el sol es pálido— me ha resultado siempre desagradable y, por poco alta que sea la temperatura, un verdadero suplicio.

En la biblioteca pasaba yo horas leyendo, o abriendo fichas de los libros, ordenándolos según criterios cambiantes, o escribiendo a máquina. En la biblioteca recibía a mis amigas, a menudo en grupo, y, ante una taza de té y un bocadillo de jamón, hablábamos de todo lo divino y lo humano, pero, con primordial interés, de nuestros conflictos amorosos. A veces venía también algún chico, pero eran básicamente reuniones de mujeres. También usábamos la biblioteca para ensayar, cuando íbamos a dar una función y no encontrábamos ningún sitio mejor. Y en la biblioteca tuvieron lugar mis primeras sesiones amorosas: sobre los mullidos almohadones representé distintas versiones de la «escena del sofá», siempre sin alcanzar el punto final, pero tampoco lo hace Doña Inés, y para colmo a ellos les interrumpe la llegada de un padre hecho un energúmeno, dispuesto a toda costa a conseguir que lo maten y a disfrazarse de fantasma, mientras que en mi biblioteca la máxima injerencia era mi madre, entreabriendo la puerta para despedirse antes de irse al Club de Bridge.

Me divierte pensar que durante más de dos años Lumen consistió sólo en la mesa de una biblioteca particular. Y que tenía entonces dos únicos empleados a sueldo: tío Guillermo, desde siempre, y yo, desde que, muy pronto, se decidió que no se iban a hacer dos o tres libros al año sino que sería una editorial en toda regla.

Ya he dicho que mi hermano le había pedido a Lluís Clotet que realizaran juntos los diseños de Lumen. Estudiaban y trabajaban en nuestra casa. No en la biblioteca, ni en el dormitorio de mi hermano (una habitación interior y diminuta, de la que él había diseñado la distribución y los muebles), sino en lo que había sido, de niños, nuestro cuarto de juegos y se había convertido luego en una especie de estudio de Oscar, donde tenía su tren eléctrico, su banco de carpintero y su material de dibujo.

Lluís era una mezcla curiosa de rigidez ideológica y de socarronería. Era, sin duda, uno de los tipos más inteligentes que he conocido, y llevaría a cabo, primero con Oscar y luego solo, una importante labor arquitectónica. Hijo de madre viuda y con pocos medios, pertenecía, me parece, a una clase social inferior a la nuestra, hecho que ni Oscar ni yo y ni siquiera mis padres (mamá quizás se permitiera aires de diosa, pero no puedo acusarla de clasista, y no había hogar menos pretencioso que el nuestro: la menor ostentación era considerada por mis progenitores —en esto al menos coincidían— la peor prueba de mal gusto) teníamos presente en ningún momento. No nos importaba lo más mínimo. Se lo dijo Oscar un día, exaltado, con lágrimas en los ojos. Y replicó Lluís tranquilo, sin levantar ni un poco la voz: «Pero a mí sí me importa». A él sí. Le importaba tanto que ponía límites a la amistad que sentía por Oscar, amistad que por parte de mi hermano era apasionada, total y sin reservas. Ese «pero a mí sí me importa» me dejó helada, me pareció terrible y estuvo en el origen de un amargo descubrimiento.

Yo ya sabía, claro, que existía un problema de clases, que nos movíamos en un sistema injusto, y que esto había dado lugar en España a una guerra civil y a casi medio millón de muertos; ya había decidido que mi lugar no estaba entre los que habían ganado la guerra, por más que hubiera gozado, y siguiera gozando, de los beneficios que esa victoria reportaba, pero ahora por primera vez, en el campo personal, una persona a la que yo quería y valoraba, y por la que me creía querida y valorada, me encuadraba en una burguesía, a la que, quisiera o no, pertenecía, y se me culpabilizaba por ello, y yo, en lugar de protestar o defenderme, temía que Lluís tuviera parte de razón. ¿Quién era yo para decidir que pertenecía al bando de los perdedores? Los que de veras perdieron aquella guerra habían pagado, seguían pagando un duro precio por ello, mientras que yo no pagué nada, y esto bastaba para marcar unas distancias que no podría borrar. No tenían por qué aceptarme entre los suyos. Hiciera lo que hiciese, siempre permanecería en mí algo de la niña que no había pasado nunca hambre, ni frío, ni miedo a la policía, que no había carecido de nada, que no había sufrido el temor a que sus padres se quedaran sin trabajo, o sufrieran humillaciones, o no llegara el sueldo hasta fin de mes. ¿Y qué significaba hiciera lo que hiciese? En realidad, he hecho poco más que sentirme desde siempre —desde que de niña veía unas diferencias entre la gente que no era capaz de entender— incómoda y culpable. El mundo está lleno de injusticias y las personas como yo estamos llenas de mala conciencia, una inútil mala conciencia que no bastaba para que Lluís —el Lluís de los años 60, que posiblemente no recuerde siquiera el incidente— nos aceptara. ¿Se acordará acaso de que en un viaje de trabajo que hicimos Oscar, él y yo en el dos caballos de mi hermano a Madrid, donde nos alojamos en una modesta pensión de un sexto piso, me hizo ilusión, sobre todo por él, llevarlos a una tasca de moda, donde se comía muy bien, y, en mitad de la cena, hizo un comentario, muy ponderado —no una crítica: una constatación— acerca de la tendencia a los lujos excesivos y al despilfarro?

En el encierro político de Montserrat, en diciembre de 1970, me intrigó que Vicente Aranda, el director de cine, lo estuviera pasando tan mal, se mostrara tan angustiado, cuando había alcanzado ya una posición que lo mantenía, como a tantos de nosotros, a salvo y hacía muy improbable que nos ocurriera nada grave. Y Vicente me explicó: «Tú no sabes lo que es para un niño pasar las noches en vela esperando que vengan a detener a su padre. Ese miedo no se cura nunca». Sí, supongo que ese miedo no se cura nunca. Como tampoco tiene cura mi mala conciencia. Envidio a los cristianos, que consideran una metáfora, algo desligado de la realidad y que por descontado no les afecta a ellos, lo que dice Jesús de los ricos y el ojo de la aguja y el camello.

De todos modos, aunque no terminara de perdonarnos las lacras que comporta tener dinero, Lluís era, y supongo es, un gran tipo, fuimos muy amigos y jugó un papel importante en Lumen, sobre todo cuando decidimos crear una colección, Palabra e Imagen, donde la colaboración entre el escritor y el fotógrafo, en torno a un tema común, fuera lo más estrecha posible. Yo elaboré una lista, muy extensa, muy ambiciosa, de escritores, y casi todos aceptaron. Entretanto, Oscar había elaborado una lista equivalente de fotógrafos. Y, junto con Lluís, se pusieron a trabajar en la maqueta de la colección. Ninguno de los dos había cumplido veinte años, pero creo que no me ciega la admiración que siento por ambos si afirmo que llevaron a cabo una labor excepcional. No sólo por su talento, sino porque se trataba de uno de los primerísimos, si no el primero, encargos que recibían, lo cual aumentaba la ilusión que ponían en él, y porque se daba para todos nosotros, en aquella etapa inicial de Lumen, una circunstancia peculiar y ambivalente, con tantas ventajas como inconvenientes: partíamos, para bien y para mal, de cero, de un cero absoluto, y eso suponía torpezas, errores, pérdidas de tiempo, pero también comportaba la posibilidad de llegar, casi sin ser conscientes de ello, a soluciones inéditas, extraordinarias.

«Eso no puede ser», protestaba yo, siempre más conservadora, cuando me llevaban de la biblioteca a su leonera para proponerme una locura. «¿Y por qué no puede ser?», interrogaba Lluís, con su aire más inocente y su voz pausada (a la primera de cambio, Oscar se pone a hablar a gritos, pero a Lluís no le he oído levantar nunca la voz), como si no entendiera realmente que aquello tan lógico no pudiera ser. «Porque no se hace nunca», decía yo, en plan de experta en materia de libros. Lluís se encogía de hombros. Oscar se encogía de hombros. Y se hacía. Eso sí, después de haberlo discutido muchísimo, porque cada ínfimo detalle se discutía con Lluís durante horas o durante días. Supongo que en la construcción de edificios esto podía suponer un retraso de la obra, pero no creo que le importara.

Algunas veces ganaba las batallas por cansancio del adversario, como cuando llegó a convencernos de que no era imprescindible, aunque así se hiciera siempre, que un libro llevara el título en la cubierta, y sin título en la cubierta apareció el primer libro de la colección. O cuando, de acuerdo Oscar y él, decidieron que la impresión de las fotos tenía que ser impecable y justificaba el mejor couché (no era, supongo, un despilfarro burgués), pero que para el texto, que al ser breve e ir en cuerpo grande no presentaba problemas de lectura, servía cualquier papel. Al oír «cualquier papel», no entreví la posibilidad de una cartulina de embalaje, grisácea y rugosa, impensable para libros. ¿No podía hacerse? Claro que sí, técnicamente podía hacerse, quedaba por ver si alguien compraría unos libros caros, de lujo, adecuados para regalo, impresos en esas inmundas cartulinas que se utilizan en el mercado para envolver en un cucurucho las cerezas o las sardinas. El asunto se discutió interminablemente, porque en el trabajo de Lluís podía haber errores (pocos), pero no se debían nunca a la improvisación.

La colección Palabra e Imagen fue seguramente, sobre todo por el diseño, la más hermosa que se hizo en Lumen. Y antes de que terminaran los años 60, cuando casi no se conocía, la vendíamos con cuentagotas —salvo Izas, rabizas y colipoterras, con texto de Camilo José Cela y fotos de Juan Coloni, que se autorizó, según el propio Camilo, por su amistad personal con Fraga, y que causó un escándalo considerable—, y los críticos no habían dado apenas noticia de ella, recibimos con sorpresa desde Venecia un León de Bronce, premio internacional a la mejor colección de libros o a la mejor revista dedicada al cine o a la fotografía, al que no nos habíamos presentado ni sabíamos siquiera que existiese.

¿Y mi madre? A mi madre sólo la vi animosa, contenta, emprendedora, en dos ocasiones. Sólo en dos ocasiones dejó de aburrirse. Una fue cuando quebró —de modo oscuro y seguramente fraudulento— la Banca Tusquets, y, como era precisamente el momento en que mi padre había ingresado el dinero de los asegurados, sin pasarlo todavía a la aseguradora, pareció que estábamos arruinados. Mamá se puso inmediatamente en acción. Estableció un sistema para reducir gastos, examinó distintas posibilidades de trabajo, hizo tasar sus joyas. Estaba radiante. Pero mi padre se recuperó enseguida del golpe, que no había sido tan fuerte como temió en un principio, la vida familiar recuperó su ritmo normal, y mi madre volvió a sumergirse en el aburrimiento de siempre.

La segunda oportunidad fue Lumen. Me he preguntado a veces si era demasiado tarde para ella, o si fue también en parte culpa mía. Pero me lo he preguntado mucho más tarde, en aquel entonces mi atención estaba centrada en otras cosas. Mi madre no entendía que, si se comprometía, por ejemplo, a pasar todos los lunes por el almacén de Rocafort para recoger la correspondencia, eso significaba pasar todos los lunes, no aquellos lunes que le resultara cómodo o no tuviera otra cosa que hacer. Y si le encargabas que pasara a máquina —quedaba lejos todavía la era del ordenador— cien cartas idénticas, para mandárselas a los críticos, las necesitábamos iguales y deprisa, no que rizara el rizo de redactar cien cartas distintas. Le gustaba tratar con los escritores, seleccionar cuentos para la colección infantil, le gustaba hacer de editora, y podía hacerlo a veces, pero no constituía lo esencial de su trabajo. De modo que, al cabo de unos meses, decidió que era preferible aburrirse sin hacer nada que aburrirse haciendo cosas que la aburrían.