Capítulo 17
Un cambio fundamental e inesperado
Desde muy niña, hasta donde alcanza mi memoria, yo había sabido que no quería tener hijos, y lo decía. Mientras fui pequeña, todos se rieron y lo encontraron divertido: cosas de críos. ¿Prefería libros a muñecas? Pues me regalaban libros… y también seguramente muñecas, pues recuerdo que una de las estanterías del cuarto de juegos estaba ocupada por una hilera de muñecas, sentadas una junto a otra, bien apretaditas para que no robaran más espacio del imprescindible a los libros. Sólo una, la más fea, me interesaba, y no por fea, sino porque había sido de mi madre y ella decía que tenía mucho valor, por ser de celuloide y no del material habitual en la posguerra, de modo que le hacían ropa bonita y se le daba un trato especial. Pero a mí lo único que de verdad me gustaba eran los perros, los libros, el cine, el teatro y el mar (lo mismo que ahora, vaya).
Y luego nunca tuve que plantearme ni discutir el tema de la maternidad. Quizás, inmersa en una historia romántica, alimenté por un momento la fantasía de tener un hijo del hombre al que amaba, pero no pasó de ser eso: una fantasía momentánea. Jordi lo tenía tan claro como yo (el futuro demostraría que más) y por ello pudimos basar el recurso de anulación matrimonial en la decisión de no procrear. Mis padres se mantuvieron siempre al margen: a mamá no le gustaban los niños y además le hubiera parecido un error tenerlos con aquel marido mío que cada día le merecía peor opinión, y papá era demasiado discreto y respetuoso para tocar el tema.
Cuando le conocí, Esteban tenía ya dos hijos adolescentes —Edgar y Elena (la madre iba contando que le había puesto yo a mi hija el nombre de Milena, para que fuera «mi Elena»— y, si alguna vez se mencionó la posibilidad de tenerlos conmigo, siempre dijo que le parecería bien lo que yo decidiera. Yo apenas pensaba en ello. Y, sin embargo, un día cualquiera, sin que hubiera ningún motivo especial, me dije a mí misma: «¿Y por qué no?». Tal vez traer hijos al mundo fuera un disparate, y desde luego era un riesgo extremo, adquirías un compromiso que jamás podrías soslayar, tener hijos (creo que lo dijo Kennedy) era entregar rehenes al destino, pero si lo hacía la mayor parte de la humanidad, ¿por qué yo no?
Me llevó muy poco tiempo decidir que sí y comunicárselo a Esteban. Quedaban dos cuestiones por resolver: la médica y la jurídica. Sentía de niña auténtico pánico al dolor físico y tal vez influyera en mi renuencia a la maternidad el terror al parto. Ahora no era ya tan miedosa, pero quería asegurarme de que iba a sufrir lo mínimo. Fui a tres médicos y les pregunté. El primero, muy famoso, me largó un discurso sobre la relatividad del dolor, el importante papel que representaba nuestra actitud psíquica y el poder de la mente. El segundo, muy famoso también y miembro de la izquierda más divina, entendió que yo sentía un miedo simbólico, ancestral, casi metafísico, y sacó un montón de libros con imágenes de partos en tribus primitivas. El tercero, menos famoso y además creyente, me dijo que algo me iba a doler, porque no podía anestesiarme hasta que la dilatación alcanzara determinados centímetros, so riesgo de que se interrumpiera y hubiera que despertarme y volver a empezar, pero que —si yo lo había decidido así—, al llegar a ese punto la dilatación, me dormiría y ya no me enteraría de nada. Elegí, claro está, al tercero, y fue una buena elección.
El problema jurídico tiene mucha más miga, porque no se trata sólo de una anécdota de mi vida privada, sino que da una imagen muy curiosa de hasta qué punto era todavía un disparate la realidad cotidiana de la España de los 70. La ley prohibía que un hombre casado reconociera hijos fuera del matrimonio. O sea que Esteban no iba a poder reconocer a los nuestros. Pero esto no era lo peor: lo peor era que, al estar todavía vigente mi matrimonio con Jordi (¡cuánto lamenté entonces no haber acelerado el proceso de anulación!), los niños llevarían automáticamente el apellido Argente. Y esto era para todos nosotros inadmisible.
Alguien me aconsejó que fuera a ver al juez que dirigía el Registro Civil. Moviéndose siempre al borde de lo que permitía la ley y utilizando hábilmente los agujeros inesperados que encontraba en ella, había conseguido entre otras cosas el permiso de residencia para un montón de emigrantes. Fui a ver, pues, al juez, y me admiró constatar una vez más los grandes cambios que puede llevar a cabo un solo hombre. El último de sus empleados te daba un trato inusual en los organismos oficiales.
Él te escuchaba con atención, retenía los casos que podía resolver y te aconsejaba a quién recurrir si caían fuera de su jurisdicción. Mi caso caía de lleno en ella.
Respiré aliviada, y empezó a explicarme los pasos que debía dar para que el niño llevara el apellido de su padre real y no de mi marido.
El primer paso me dejó helada. Cuando naciera el bebé, alguien, el propio Esteban, debía ir al registro e inscribir el nacimiento en tal clínica y a tal hora de un niño —o niña— de padre y madre desconocidos. «Pero ¡no lo van a admitir!», protesté asustada. «Lo admitirán». «Pero querrán saber un montón de datos: quién eres, qué papel desempeñas en la historia, cómo te has enterado». «De eso nada. Sólo querrán saber qué nombre ficticio inventas para los padres. Y, dado que valen todos, Esteban coge el Listín Telefónico, lo hojea un poco y sugiere que el padre podría llamarse Esteban Busquéis y la madre Esther Tusquets». Yo estaba ahora aterrada: «No puede ser. Aunque lo acepten, a los dos días vendrá a casa la policía, con alguien que tenga un cargo en el servicio de Protección de Menores, o algo parecido, y me quitarán a mi hijo. ¿Cómo van a aceptar que vague por ahí un niño de padre y madre desconocidos, sin que el Estado se haga cargo de él, o averigüe al menos con quién está y dónde y cómo se encuentra?». Y el juez: «No te preocupes. Te garantizo que no puede pasaros nada, ni a ti ni al niño. Después, unos ocho días más tarde, va Esteban con dos o tres amigos al registro y constituyen una tutoría para el doble huérfano, presidida por el propio Esteban. Entretanto tú tienes que reconocer al pequeño, y el modo más sencillo y más barato es ir a un notario y hacer un testamento dejándole heredero como hijo tuyo. Y ya casi hemos llegado al final. Sólo que, al reconocerle, tendría que llevar tu apellido —Tusquets— en primer lugar, y, para que no ocurra, escribes una solicitud, alegando que en la guardería y en el barrio le conocen ya como Busquets y que, para evitar escándalo y habladurías, es mejor dejar los apellidos como están. ¿Lo has entendido?». Sí lo había entendido, pero me parecía cosa de locos. Y al temor, común a tantas madres, de que el bebé naciera con alguna malformación se sumó el miedo a que me lo quitaran. Aunque ninguno de ambos miedos me llegara a quitar el sueño.
Quedé embarazada el primer mes que me lo propuse, con gran alegría de Esteban, de mi padre y tal vez incluso de mamá. Como yo era una pedante y no tomaba en serio el número que se montaba en torno a las embarazadas, sus molestias y sus «antojos» (me fastidiaba, eso sí, un montón que en la clínica me calificaran de «primípara tardía»), ni se me ocurrió alterar ninguno de mis planes, el primero de los cuales consistía en un viaje de trabajo por América Latina, con dieciséis vuelos amontonados en poco más de veinte días. Y sólo cuando, al cuarto día, vomité un poco antes de bajar a desayunar, me pareció raro y pensé que aquello no me ocurría nunca; y sólo cuando, mientras trepaba por la escalera interior de una pirámide de Yucatán, me acometió tal ataque de claustrofobia que escapé enloquecida escaleras abajo, abriéndome paso a golpes y empujones entre los turistas, constaté que estaba embarazada de tres meses y que era humana.
De todos modos, subí a Cuzco y a Machu Pichu, y me bañé en Río de Janeiro. Me gustó mucho bañarme allí, bajo el Pan de Azúcar, llevando a un futuro bebé en la barriga. Telefoneaba a Esteban todas las noches y eran llamadas interminables, no porque hubiera mucho que contar, sino porque me sentía muy sola, allí, tan lejos, al otro extremo del mundo.
El viaje resultó duro y aburrido, interminable, y mi padre, como compensación, nos regaló un viaje de cuatro días en Venecia a mí y a Esteban. Pudimos saludar una vez más a nuestros viejos amigos los Tetrarcas, pasear de noche por la Vía Sciavoni, oyendo el golpeteo de las góndolas allí amarradas, pasear por las zonas menos turísticas que tanto nos gustaban, comer espaguetis carbonara en La Colomba, y pasarnos las horas muertas en el Florian y en los otros cafés de la plaza. Allí acabamos de decidir —lo habíamos hablado largo y tendido por teléfono durante mi viaje y yo había confeccionado las guías telefónicas extrayendo nombres de los listines que solía haber en las habitaciones de los hoteles— que, si era niña, se llamaría Milena (por Kafka claro, no por mi Elena). Si era chico, dudábamos aún entre dos o tres posibilidades.
Justo en aquellos meses estaba también Vida embarazada (ya he comentado estas frecuentes coincidencias en nuestras vidas paralelas). Después de la niña que nació muerta, había tenido un hijo, Oscar, que nació con total normalidad, y ahora esperaba al segundo. Tendría que haber nacido después que Milena, pero el feto empezó a perder vitalidad y decidieron, asustados por el precedente de la niña, adelantar el parto. O sea que las dos estuvimos al mismo tiempo hospitalizadas, con un nuevo bebé, telefoneándonos de clínica a clínica.
Después de tantos años aterrorizada por los dolores del parto, en ningún momento pasé miedo. Guardo un recuerdo idílico de la clínica: montañas de ramos de flores, de visitas, de regalos. Ana María Matute había dicho que me iría a ver todos los días, y creo que lo cumplió, aunque estuve allí una semana. Era una delicia no tener que ocuparse de nada. Me traían a Milena, cambiada de ropa, comida, tranquila, en una cunita de cristal.
Lo duro fue la vuelta a casa. Si no se me había ocurrido que el embarazo podía causarme algún trastorno, tampoco pensé que cuidar de un bebé, teniendo como única ayuda una muchacha que iba tres horas por la mañana a limpiar, podía afectar mi trabajo. Ni lo pensó mi padre; ni lo pensó, me parece, nadie. No sé cuántas veces he oído decir a lo largo de mi vida: «Tú puedes con todo». Lo cierto es que, al llegar con Esteban y con el bebé a mi casa, teniendo bien planeado cómo había que actuar para que no se pusieran celosos nuestros perros (que de todos modos no lo hicieron: jamás mis perros han creado el menor problema con mis niños, sino todo lo contrario; igual que en los humanos, los celos nacen del temor a perder al ser amado, y ellos sabían que no iban a perder ni un ápice de mi amor, que mi compromiso con ellos era irrevocable), no pude subir al piso, porque en el vestíbulo de la casa, ante la puerta de la editorial, me esperaba en pie un impresor, con unas pruebas en la mano que yo debía corregir de inmediato. Y allí me quedé, corrigiendo pruebas, mientras Esteban subía a depositar a Milena en su preciosa cuna de mimbre.
Estoy absolutamente convencida de que la mujer debe compaginar su profesión y la maternidad, de que ambas son irrenunciables, aunque en algunos momentos no resulte fácil. Y, si me he reprochado a menudo no haber sido una buena madre, no creo que esto tenga mucho que ver con mi trabajo profesional. Por otra parte, tengo presentes varias ocasiones en que les fallé y por las que me siento profundamente culpable, pero lo curioso es que no son éstas las que me echan en cara (ni siquiera las recuerdan), sino otras de las que yo no guardo memoria y que a veces juraría no son ciertas… Todos nos inventamos un pasado y raramente coinciden. ¿Por qué no iban mis hijos a inventarse el suyo? Y no quiero iniciar aquí una guerra de fantasmas, en la que ninguno cambiaría su versión, y en la que yo jugaría con ventaja porque ellos no tendrían voz. Y no sé por qué hablo de ventaja, cuando en cualquier guerra ellos, únicamente ellos, me tienen vencida, aunque no lo sepan ni lo crean, de antemano.
No sé si puedo con todo (me parece que no), pero soy muy reacia a cambiar planes. Desde el momento en que decidí ser madre, di por sentado que serían dos, y sólo tenía Milena cuatro meses (habíamos seguido las instrucciones del juez al pie de la letra y sin problema y en su certificado de nacimiento figuraba como Busquets Tusquets, hija de Esteban y de Esther) cuando volví a quedar preñada. Me aseguré, eso sí, de que una persona vendría a cuidar de los niños por las noches. Parí —de nuevo sin excesivo sufrimiento— un niño espectacular. Grandísimo, precioso. Enfermeras de otras plantas de la clínica venían a mi habitación para verlo y mi madre podía darse por satisfecha: tenía dos nietos guapos, y que no parecían del país, muy nórdicos. Trejo, el poeta argentino del que quizás hablaré más adelante, decía que Milena, pecosa, pelirroja y con una nariz importante, parecía una irlandesa judía, y Néstor, atlético y casi albino, un miembro de las SS. Sauleda, el pediatra, un hombre sabio, inteligente y bueno, entregado a los demás, uno de esos pocos personajes que logran que en el planeta Tierra la vida sea tolerable, examinó al bebé con evidente satisfacción y me anunció que aquel niño estaba ya medio criado y no me iba a dar ningún trabajo. ¡Qué alegría! Pero los sabios también se equivocan…
El niño pilló una otitis para la que no se encontraba solución. Estaba acribillado a inyecciones de antibióticos, y todas las mañanas la almohadita de la cuna aparecía inundada de sangre y pus. Néstor (finalmente se llamaba Néstor) comía bien, engordaba, no presentaba síntomas de sufrir dolor, pero la infección no mejoraba. El otorrino, a quien Sauleda interrogaba impaciente y preocupado todas las mañanas, cuando coincidían en el hospital, no sabía qué intentar. Decidió hacerle una limpieza diaria y profunda del oído, festivos incluidos, y eso sí dolía. El médico y yo estábamos desesperados. Mi madre, siempre simpática y optimista, decía: «Como todavía no ha aprendido a hablar, además de sordo será mudo». Maravilloso. Por suerte al llegar el verano y operarle de vegetaciones, la otitis desapareció.
Entretanto su hermana no comía. Sauleda opinaba que no había que forzarla ni que preocuparse. Y yo no la forzaba pero sí me preocupaba. Al terminar el día anotaba en una libreta lo que había comido durante toda la jornada: tres cucharadas de papilla, medio yogur, un vasito de naranjada. Y todas las noches se despertaba a las tres en punto y berreaba enloquecida y enloquecedora hasta las cuatro en punto. Dormía con Esteban; sin embargo, me tocaba a mí, que dormía a ratos en mi cama y a ratos dormitaba en el sofá de la sala, intentar que comiera algo a las doce de la noche y a las siete de la mañana. La chica que habíamos contratado para las noches dormía en el otro dormitorio con Néstor, que chorreaba pus sin chistar, pero al que todavía había que prepararle un biberón cada cuatro horas. Yo estaba tan cansada que lloraba si tenía que dar un paso. El médico me pidió un análisis de sangre y reveló una anemia intensa. Estaba claro que no podía con todo: dos embarazos y dos partos seguidos, sin tener apenas ayuda en casa, sin abandonar el trabajo de Lumen, me habían dejado para el arrastre. No entiendo que mis amigos y mis padres no se dieran cuenta antes.
La chica que venía por las noches, Célica, era entonces o había sido hasta hacía muy poco o estaba dejando de ser la compañera de Cristina Peri Rossi. Acababan de llegar de Uruguay, con otra amiga que apenas conocí y que era la tercera en discordia, y Cristina trabajaba en Lumen. Entre tanto biberón, y almohaditas con pus, y llantos nocturnos, y celos de mi pareja (porque los celos no habían aminorado), eran para mí una liberación. Estaban bastante más locas que yo, se atrevían a más —yo diría que se atrevían a todo, pisaban muy fuerte las uruguayas y estaban convencidas de que todo se les debía—, se divertían más —montaban unos números de folletón televisivo de sobremesa que le hubieran encantado a Terenci—, intentaban vivir a tope el arte, el sexo y la revolución. Cristina era además una excelente escritora. De clase obrera y partido comunista. Célica era una niña bien, había estado casada, era tupamara, lo bastante insensata para robar documentos oficiales del departamento del gobierno donde estaba infiltrada. «¿Qué tal va la tupamara?», preguntaba divertido Sauleda, profundamente religioso pero en absoluto escandalizado de que le confiáramos nuestro bebé a una presunta terrorista.
La tupamara era una gran ayuda, una noche sin ella era una catástrofe, pero llegó el 1 de mayo y se negó a trabajar. Por principios, claro. Imploré en todos los tonos posibles, dije que era un asunto personal, no laboral, que era un favor de amiga, que no lo iba a saber nadie, que si eso la hacía sentirse más cómoda no le pagaría. No hubo modo. Célica tenía magníficas condiciones para llegar a ser una vieja dama indigna, pero estas tonterías dogmáticas hacían dudar que llegara a serlo. Durante una temporada nos gustamos. O tal vez el plural sea petulancia mía. Nos movíamos en una zona sensual y resbaladiza. Había mucho de juego y mucho coqueteo, muchos contactos furtivos. Y esto a Esteban el Celoso no le molestaba en absoluto. No tuvo celos ni puso reparos a ninguna de mis amistades femeninas. Le caían bien. Supongo que estaba convencido de que no había competencia posible. He dicho que los celos nacen del temor a perder al ser amado, y, equivocado o no, él pensó siempre que las mujeres no eran un peligro. Tal vez creía que alejaban el peligro real, que eran los otros hombres. Y además le gustábamos, sentía una ternura especial por nosotras, la necesidad de protegernos, que no excluía a las lesbianas, a menos que se pasaran de agresivas y desagradables. Y Célica era simpática.
En algún momento mi padre debió de advertir que estaba agotada, resolvió el cuidado de los niños, y Esteban y yo pudimos hacer una breve escapada a París. Célica se nos unió en el último instante. Tuvo dos actuaciones sorprendentes. Primera: estábamos en fiestas navideñas y yo me había ofrecido a comprarle los pantalones que más le gustaran. Pues bien, en todo París no encontró ningunos. Jamás había recorrido yo tantas tiendas de ropa ni entrado en tantos probadores. Cierto que era de una delgadez extrema y tenía las caderas de un adolescente de diez años, pero también estuvimos en departamentos juveniles y hasta infantiles. Tanta exigencia indumentaria me pareció un poco ridícula, un capricho de niña malcriada. Y me pareció todavía más ridículo que en un número del Crazy Horse, cuando la bella a medio despelotarse desafía desde el escenario al público a subir a por ella, y naturalmente nadie se mueve de su asiento, Célica montara en cólera contra la falta de hombría y de agallas de los hombres que estaban en la sala. Esteban me miró con su más irónica sonrisa de conejo sabio.
La historia con las uruguayas fue accidentada y tuvo momentos tensos y conflictivos, en mi vida privada y en Lumen. Cuando dejé de necesitar a Célica como canguro, una empleada de Lumen tuvo problemas en el embarazo y el médico le impuso tres meses de reposo. Le pregunté a Célica si quería hacerse cargo de este trabajo, dejando clarísimo que no se trataba de un empleo sino de una sustitución temporal. Aun así, cuando regresó la embarazada, hice que mi padre le ofreciera a Célica una indemnización disparatada, más alta que si se tratara de un despido improcedente.
Entonces Célica nos puso una denuncia. Y, por más que el juez perdiera la paciencia con ella y le advirtiera que, si bien casi siempre tenía razón el trabajador, en este caso la tenía toda la empresa, y que, de no aceptar ella un acuerdo de conciliación e ir a juicio, se le asignaría una cantidad muy inferior a la que le ofrecíamos, quiso llegar hasta el final, aunque debía saber forzosamente que no tenía sentido. Cobró una suma insignificante, pero quedó, sin duda, satisfecha, pues obviamente no se trataba de dinero, sino de mantener en alto la proclama: «¡Un tupamaro no se rinde! ¡La lucha sigue en pie! ¡Ninguna batalla es pequeña si lleva a la victoria final!», o cualquier chorrada parecida. Después del juicio, me telefoneó un día proponiéndome ir a dar un paseo por las Ramblas, con Néstor, porque nos echaba mucho de menos…
Con Cristina fue distinto. Las oficinas de Lumen eran atípicas y permisivas, pero hasta cierto punto. Cristina era una bomba. La carga política y erótica que aportaba convirtió Lumen en un manicomio. Un ir y venir de mujeres, un pasar horas caminando, a dos, a tres, por el paseo, o encerradas en el despacho, y salir luego con los ojos hinchados por el llanto, interminables y amorosas llamadas telefónicas, desacuerdos políticos, porque se suponía que todas éramos de izquierdas, pero no de la misma izquierda, y porque Cristina y sus amigas estaban convencidas de que se lo debíamos todo: sacarlas clandestinamente del país, metérnoslas en casa, prestarles el pasaporte, y que no tenían que darnos ni las gracias.
Y, sin embargo, en el caso de Cristina me siento algo culpable. Tal vez habría podido controlar la situación, si me hubiera comportado desde el primer día de modo distinto, si no hubiera entrado en un juego que me divertía pero que me privaba de autoridad, que se me escapó de las manos, y que hizo imposible su permanencia en Lumen. Hemos mantenido, sin embargo, una buena relación amistosa y ha participado en varios de nuestros proyectos.