Capítulo 8

Vida de vivir, Mallorca en invierno y Camilo José Cela

Desde hacía algún tiempo yo salía a menudo con Vida. Ha sido durante casi cincuenta años una de mis mejores amigas y ahora es evidente que lo seremos hasta el final. Hemos vivido juntas, y casi al mismo tiempo, experiencias muy importantes: el matrimonio, los hijos, el éxito profesional, los nietos. Incluso el psicoanálisis y los amantes. Pero éramos muy distintas y ni siquiera estoy segura de que al principio nos gustáramos especialmente. Más que una amistad entre muchachas lo nuestro parecía esa compinchería que se establece entre los varones para salir a tomar copas y divertirse juntos. Porque eso queríamos en aquellos momentos: divertirnos. Vida porque había roto con un pintor gallego con el que llevaba años de noviazgo y estaba ya a punto de casarse, y yo porque no podía seguir soportando las tonterías de Oriol.

Como ya dije, Vida había nacido en Nueva York, hija de padres gallegos. Su padre, anarquista (a eso se debía el insólito nombre que puso a su hija mayor), emigró primero a Estados Unidos, y más tarde Benilde, su novia, fue a reunirse con él. Durante nuestra Guerra Civil, la joven pareja, que no contraería matrimonio hasta años después, asistía a los mítines para recaudar fondos a favor de la República, cargando con un capazo donde dormía la niña. Sí, la infancia la tuvimos bastante distinta.

Luego, ya de jovencita, su padre quiso que estudiara en España y, al no encontrar otro lugar, la dejó interna en un colegio de religiosas de provincias. ¡Del deslumbrante Nueva York de los años 50 a un colegio de monjas de la España profunda! ¡Lo peor es que sólo se podía duchar una vez cada ocho días y con el camisón puesto! Pero no debía de sentirse demasiado incómoda ni demasiado desdichada allí, puesto que lograron convencerla para que se convirtiera. La bautizaron con entusiasmo y le pusieron de nombre María. Cada 15 de agosto celebramos aún hoy este santo absurdo. Empezamos a hacerlo porque en aquellos años nos ilusionaba festejarlo todo, cualquier pretexto era bueno para una fiesta —una fiesta a puerta abierta, en la que los invitados llevaban un regalo o no llevaban nada, y los anfitriones ofrecían las bebidas y comida que tenían más a mano—, y seguimos por inercia, aunque no le haga ya ilusión a nadie y sea, para la propia Vida, un fastidio decidir a quién se invita y a quién no, y qué va a darnos.

Pero, oh desdicha, a los pocos días la nueva conversa se vio asaltada por las dudas, en realidad por una duda concreta. Y no era la Santísima Trinidad, ni que Dios se hiciera hombre, ni la resurrección de la carne, ni siquiera la existencia del infierno. No. Un triste día, María Vida decidió que ella no se tragaba que a Jonás le hubiera engullido una ballena y lo hubiera tenido vivo en su vientre durante tres días. Lo habló con su monja favorita y luego con las otras monjas y finalmente con el cura. Y no fueron capaces ni de convencerla, ni de aceptar la posibilidad de que tal vez la historia de Jonás no debiera tomarse en forma literal, o de que, en cualquier caso, no constituía una materia lo bastante grave para que alguien fuera expulsado del seno de la Iglesia.

Durante unas semanas la llevaron a la capilla con sus compañeras a las horas más intempestivas, sobre todo de noche, y, mientras monjas y alumnas invocaban a los malos espíritus para que salieran de su cuerpo, la ponían delante del altar y la rociaban con agua bendita. Una versión light de El exorcista. Pero no creo que mi amiga, que nos hacía reír hasta que se nos saltaban las lágrimas con esta y otras historias, quedara muy traumatizada.

Después del internado, volvió un tiempo a Estados Unidos, hasta que su padre decidió que regresaban a España, construyó una gran casa en Goyán, su pueblo natal, y Vida se matriculó en la Universidad de Valladolid. Seguramente allí la vi yo por primera vez, cuando fui a pasar dos días con Celia —mi mejor amiga falangista, después de Mercedes, claro— en el Colegio Mayor, que regentaba Sección Femenina y donde también se alojaba Vida. Yo iba para asistir al acto en memoria de Onésimo Redondo, y me emocioné al ver a los rudos campesinos de Castilla entonar —camisa azul y brazo en alto— el Cara al sol. Vida andaba muerta de miedo, acorralada en un feudo falangista, donde se celebraban reuniones políticas, y en una ciudad donde los chicos de Falange se hacían los matones por los bares, llevaban pistola y juraban que se iban a cargar al primer rojillo hijo de puta que se les pusiera por delante.

Un par de años más tarde, Celia y Vida habían dejado Valladolid, Mercedes había vuelto de Granada y yo de Madrid. Las cuatro estábamos en Barcelona. Celia me presentó a Vida —ninguna de las dos recordaba a la otra— y empezamos a vernos con cierta frecuencia. Éramos —somos— tan distintas que nada anunciaba que pudiéramos llegar a ser amigas. Vida era enormemente divertida, simpática y disparatada. Lo perdía todo, lo olvidaba todo, se metía en líos absurdos, en situaciones comprometidas que sólo ella era incapaz de prever, pero de las que siempre salía bien librada. (Agradezco mucho que me hagan reír, es una de las cualidades que más aprecio en los amigos, y con Mercedes, con Vida y con Ana he reído como con nadie hasta perder el aliento). Coqueteaba hasta con su sombra, sobre todo después de romper con su novio gallego. Era bajita y tendía a engordar, pero tenía un rostro bellísimo: rasgos marcados, buen cutis, boca carnosa y unos ojos claros, grandes, llenos de vida. Cantaba con gracia y bailaba con entusiasmo. En cuanto empezaba la música, se quitaba de golpe los zapatos, los lanzaba por el aire y se sumaba a la fiesta. Las temporadas que compartimos piso o que habitamos un mismo edificio, la vi más a menudo entrar por la ventana, con mayor o menor riesgo de romperse la crisma según la altura a que viviera, que entrar por una puerta de la que había olvidado o perdido la llave.

Y en aquel entonces no había aparecido en ella la amargura, la dureza, la desconfianza, el miedo a que se pretendiera abusar de su buena fe, la puritana convicción de que sólo merecen respeto las personas que trabajan, se ganan la vida y no crean problemas a los demás. En aquel entonces conservaba íntegra su espontánea y contagiosa alegría.

A Vida le pareció claustrofóbico aquel mundo cerrado de mujeres solas en el que yo —mucho menos, claro, desde la aparición de Oriol— me seguía moviendo, abrió de par en par puertas y ventanas, hizo que entrara el aire. Y, aunque nos llevó tiempo —cosa rara en mí, tan propensa a los amores a primera vista y a las pasiones fulminantes—, llegamos a ser muy amigas… la menos amorosa de mis amistades de adolescencia y juventud, antes de que, con la edad adulta, desapareciera en mí toda ambigüedad en la relación con las mujeres. Me confesó un día en gran secreto que había hecho muchas veces el amor con su novio gallego. Quizás hubiera otras, que lo ocultaban con prodigiosa eficacia, pero, por el momento, ¡ya éramos dos las chicas no vírgenes de la Facultad de Letras de Barcelona! Eso unía mucho. Me permitía contarle las peripecias de mi aventura con Oriol, que, si se omitía el factor cama, era imposible entender.

Mercedes, dejando a un lado los celos, estaba ya soliviantada ante el hecho inaudito de que un tipejo como Oriol osara no caer rendido a los pies de esa maravilla de las maravillas que era yo, de que se permitiera tratarme a veces mal, y de que yo le siguiera, no obstante, queriendo, pero, si llegaba a saber que además me acostaba con él, se hubiera hecho un espectacular harakiri a la puerta de su estudio, ante la mirada horrorizada de las niñas monísimas y flaquísimas a las que estaba fotografiando medio desnudas en aquel momento.

Ya he señalado que Vida y yo teníamos al principio más de compinches que de amigas, y, cuando Oriol me hizo una guarrada más gorda de lo habitual (o que a mí me lo pareció), y ella me encontró deshecha en llanto, decidió que tenía que irme unos días de Barcelona, poner distancia, airearme. Aquella misma noche embarcamos hacia Palma, acompañadas de Cristina, una amiga del Colegio Alemán, que se añadió en el último momento. Hacía tiempo que yo quería ponerme en contacto con Camilo José Cela y pedirle un texto para Palabra e Imagen, de modo que el viaje tenía un justificado pretexto profesional.

Estábamos todavía en invierno, fuera de la temporada turística. Nos pateamos a fondo la ciudad vieja, recorrimos en coche la isla de un extremo a otro —Vida nos cantaba boleros por las carreteras que bordeaban el mar—, visitamos la cartuja de Valldemosa y las cuevas del Drac, nos pusimos moradas de arroces y parrilladas de pescado. Y después me presenté con Vida en la casa que tenía Camilo entonces.

Estaba convaleciente —creo que de una intervención quirúrgica— y nos recibió en cama, con aspecto desaliñado y con un tono adusto, frecuente en él. Charo, su mujer, hacía cuentas o pasaba un texto a máquina en una mesita de la habitación contigua. La puerta estaba abierta. De modo que ella, mientras desempeñaba sus funciones de secretaria, estaba y no estaba presente en la reunión. No dijo palabra y no nos ofreció un vaso de agua… ni una silla. De modo que allí estábamos las dos, de pie ante la cama, un poco intimidadas ante la presencia del insigne novelista y futuro Premio Nobel. Aunque Vida apenas intervino en la conversación, cada vez que yo le viera en adelante a él —y nos veríamos a menudo— me preguntaría por mi amiga, «la guapa galleguita cachonda de ojos azules».

Cela hizo algo que nos pareció insólito, porque no lo había hecho ningún otro autor, y eran ya muchos los que yo había visitado y con alguno de los cuales había trabado amistad, habló ante todo y sobre todo y casi exclusivamente de dinero. Unos años después —no muchos— esto sería lo normal (se discutirían los derechos del autor con su agente literario y la negociación se centraría en el aspecto económico), pero en los años 60, para bien y para mal, se hablaba mucho menos de dinero. Quedamos, pues, las dos bastante desconcertadas.

Sin embargo, poco después firmamos un contrato para tres libros, de los que se hicieron dos: Toreo de salón y, un año más tarde, Izas, rabizas y colipoterras. Toreo de salón partía de las fotografías que había sacado Maspons a unos pobres chavales que soñaban con ser toreros y se entrenaban (sin toro, claro) en el parque de Montjuïc. Los textos de Cela se ajustaban con precisión a las imágenes, eran prácticamente pies de foto, buenos desde el punto de vista literario, pero también ofensivos, groseros, demoledores. Y, como Maspons se había hecho amigo de aquellos chicos y era inevitable que vieran el libro, le pedimos que eliminara los términos más sangrantes —muy pocos— de dos de los textos. La respuesta de Cela, desde luego negativa, nos acusaba de irresponsables, incompetentes, poco respetuosos con su trabajo, y de amateurismo.

Las fotografías de Colom (entonces apenas conocido y hoy Premio Nacional de Fotografía), que iban a ser el punto de partida de Izas, eran imágenes de unas mujeres terribles, hundidas en el último peldaño de la miseria, patéticas algunas hasta caer en la monstruosidad. De nuevo Cela se ciñó absolutamente al trabajo de Colom, con unos textos descarnados, salvajes. Se trataba, como en el otro libro, de personajes reales, fácilmente reconocibles, y la única furcia atractiva y joven —una muchacha vestida de blanco y en distintas poses— presentó una denuncia, pero no acudió al acto previo de reconciliación y todo quedó en agua de borrajas. El libro había pasado censura de modo irregular, debido a la amistad que unía a Cela con Fraga (fue Cela quien se lo pasó directamente al ministro, saltándose todos los trámites), causó un escándalo ¡y fue el primer best seller de Lumen!

A mí me constaba, desde un principio, que Camilo tenía un pasado político turbio, que era un tipo ególatra y desconsiderado; me molestaban su deliberada grosería, su vanidad, su grandilocuencia, su afán por acumular premios y honores, su obsesión —para mí ridícula ya entonces y no digamos en mi actual condición de vieja dama irrespetuosa— por el Nobel, su afán desmesurado de dinero. Me sacaba de quicio el modo en que trataba a los camareros, a los dependientes, a los taxistas, y en ocasiones a todo dios. Pero, sorprendentemente, no sólo me divertía, sino que me caía bien. Le admiraba como escritor; Ana María Matute y Concha Alós contaban lo bien que, en momentos difíciles, las había acogido y ayudado; le gustaban los animales y se compadecía de ellos. Y yo fantaseé durante algún tiempo que, tras aquella fachada hosca y dura, se escondía un ser humano capaz de mostrarse generoso, capaz incluso de gestos entrañables.

Así pues, nos hicimos bastante amigos. Cada vez que Cela pasaba por Barcelona, solía enviarme antes una carta o un telegrama. «Te espero en el Arycasa [después sería en el Colón] el día tal a la hora cual. Un abrazo, Camilo». Y allí estaba yo, puntualísima, el día tal a la hora cual. Si la cita era por la mañana, le acompañaba en mi coche a hacer recados —alguno interesante: me divirtió, por ejemplo, ir a encargar una encuadernación superfarolítica para un personaje importante, creo recordar que de la familia real española, al mítico Brugalla—, después comíamos en el restaurante del hotel, atendidos por un maître y por unos camareros ansiosos, ilusionados, atemorizados, y a continuación subíamos a su suite y daba comienzo el espectáculo.

Cela se ponía cómodo, pedía algo que beber, y empezaban a desfilar por allí personajes variopintos: periodistas, fotógrafos, escritores, amiguetes, hispanistas especializados en su obra, chicas guapas… A algunos yo les conocía, a otros, no. Unos se despedían pronto, a otros les despedía abruptamente Cela. Le aburrían o habían dicho, sin saberlo, algo inconveniente. Pero algunos, los de la tribu de los elegidos, como yo misma, nos apoltronábamos en los cómodos sillones, y pasábamos la tarde entera charlando, tomando copas (en mi caso coca-colas) y escuchando al maestro. Él peroraba, narraba historias chuscas, respondía de mejor o peor talante a las preguntas, según le parecieran más o menos tontas y le cayeran más o menos gordos los tipos que las formulaban. Alternaba frases brillantes con frases brutales —en ocasiones las más brillantes eran asimismo las más brutales—, decía maldades, contaba anécdotas escandalosas… Transcurrió una velada entera cantando coplas obscenas e irreverentes, que nunca podía yo luego, cuando estaba sola, recordar…

Al Cristo de…

dicen que le crece el pelo.

Lo que le crece es la polla

de dar por el culo al clero.

Mi relación con Camilo se fue degradando poco a poco, pero subsistía. Hasta el día en que me comunicó que su hermano se había hecho cargo de una editorial, Alfaguara, y por consiguiente él quería anular sus contratos con otros editores y pasárselos. A mí me pareció razonable y justificado que quisiera tener su obra en la empresa familiar. Habría aceptado de buen grado un acuerdo. Pero Cela se las pasó de listo y me explicó de entrada el legal recurso ratonil al que podía echar mano si yo me negaba. Y esto lo borró sin remedio de la lista de mis posibles amigos.

No protesté, ni recurrí, ni me lamenté. No dije nada. (Ante ciertas faltas imperdonables de elegancia y de estilo, una futura dama irrespetuosa debe mantenerse al margen, incontaminada). Tampoco dejé de tratarle con naturalidad en público. Pero, cuando me citó, en su siguiente viaje a Barcelona, tal día y a tal hora en el Colón (como si no hubiera ocurrido nada, pues para él seguramente no había ocurrido nada, los negocios son los negocios, ya se sabe), respondí que no podía. Y no pude la siguiente vez, ni la siguiente, ni nunca. No hubo más recados mañaneros en mi coche, ni almuerzos en el restaurante del hotel, ni erótico burlescas veladas en su suite. Ni siquiera asistí a la inauguración, o fui a conocer más adelante, la fastuosa mansión, llena de obras de arte, que se había construido en Palma.