Capítulo 10

… y un matrimonio también bastante breve

Mi primer encuentro con Jordi había tenido lugar en Semana Santa y nos casamos a mediados de julio. Oriol lo pasó mal y yo intenté convencerme de que también estaba siendo muy duro para mí hacer sufrir a alguien a quien había amado tanto y a quien todavía quería, pero ahora, a punto de ingresar en la selecta cofradía de viejas irrespetuosas y visto a distancia, reconozco que no sufrí demasiado. El que las pasa canutas no es el que abandona, sino el que es abandonado. Media una enorme distancia entre que te den con la puerta en las narices o largarte tú dando un portazo.

Me enamoré de Jordi. Muchos creen que el verdadero amor debe durar toda la vida y que haberse enamorado ocho o nueve o diez veces equivale a no haberlo hecho nunca. El amor para mí lleva, ya lo he confesado, fecha de caducidad, pero, cuando digo que me enamoré, no me refiero a flirteos tontos ni a aventuras intrascendentes. Me refiero a una emoción profunda, a una pasión que me hace perder el resto del mundo de vista, sentir que mi soledad, como la de Ondina, comienza a dos pasos de él, o de ella, no ser capaz de pensar en ninguna otra persona ni de interesarme por nada que no pueda relacionar con ese amor. Creo, pues, que se trata en cada ocasión de algo muy similar a lo que experimentan los que sólo creen posible vivirlo una vez.

Me enamoré de Jordi perdidamente (expresión que me encanta y he hecho mía), me hacía una enorme ilusión irme a vivir con él, saber que despertaría todas las mañanas a su lado, que haríamos juntos un montón de cosas, muchas, porque yo le ayudaría a superar su pesimismo y su melancolía, y segura estaba de que recuperaría conmigo la alegría de vivir. Era delicioso ver cómo anochecía lentamente al otro lado de las ventanas de su piso de soltero, mientras nosotros, en la cama, envueltos por la creciente oscuridad (jamás encendíamos la luz), sólo rota por los puntos rojos de los cigarrillos, oíamos a Pavese o a Pessoa recitar sus poemas, o me hablaba Jordi —en plena crisis depresiva— de su tristeza, de sus frustraciones, de sus miedos. Sóc un burges sense diners i amb poca empenta, canturreaba sarcástico la canción de uno de los Setze Jutges, porque sus tres carreras universitarias, sus extensas lecturas y su vocación de escritor habían naufragado en el empleo subalterno de una agencia de publicidad que detestaba; sus gustos sofisticados y exquisitos y bastante esnobs, propios de un hijo de buena familia, se tornaron inalcanzables al hundirse el negocio de su padre (que, por otra parte, no tenía nada de esnob y, de no haberse arruinado, tampoco los habría consentido) y sus historias con las mujeres, aunque tuviera éxito con ellas, habían terminado hasta el momento en un fracaso. Y era esa voz desolada, henchida de desamparo, lo que me encendía y me excitaba, y no las sabias caricias que fantaseaba Oriol en su rival, aunque era cierto que Jordi tenía la boca más bonita, sensual y femenina que he besado nunca.

Existía ya en España, desde hacía muy poco tiempo, el matrimonio civil, pero nos convencieron de que era más complicado, más lento, más incómodo, y de que, incluso para una improbable pero siempre posible separación, era preferible el canónico, de modo que nos casamos por la Iglesia. Sin misa (creo recordar), sin sermón, sin flores, sin música, sin invitados. En el último momento compareció muy airada tía Blanca, proclamando que a ella nadie le impedía asistir a la boda de la nena (en Cataluña sigues siendo para gente muy allegada que te conoció de pequeña la nena, aunque hayas cumplido cien años, y también mi madre seguía siendo para sus dos hermanastras, bastante mayores que ella, la nena), sin banquete (comimos como todos los domingos en el Golf del Prat, cerca del mar y bajo los pinos, pero antes nos escapamos unos minutos Jordi y yo a la casa de mis padres y, sin que mediara palabra, sin quitarnos siquiera la ropa, nos precipitamos en mi cama de soltera, y nos amamos con la voracidad y la urgencia de castísimos novios que llevaran años esperando aquel momento), pero por la Iglesia, y, ¡qué vergüenza!, con lista de regalos en la tienda que era entonces más gauchedivinesca.

La decisión de casarnos fue repentina. Se recuerdan cosas tontas (y se olvidan otras importantes, claro). Recuerdo que estaba en el Ateneo Barcelonés, muy inquieta porque advertía que Jordi estaba tocando fondo y no sabía cómo sacarlo a flote. Salí a telefonear desde una cabina. Me dijo que no soportaba más aquella situación, que se iba de España. Yo estaba muda de espanto. Y él añadió muy bajito: «Si por lo menos viviéramos juntos…». Y pensé «¿por qué no?» y dije «¿por qué no?». Y estuvo decidido.

En casa lo comuniqué de una manera peculiar. Íbamos de crucero aquel agosto, mi padre, mi hermano, nuestro primo Emilio, nuestra prima Victoria, su marido italiano y dos amigos suyos. Y yo le dije a mi padre: «No sé si podré ir al viaje, porque para entonces estaré casada». Nadie se inmutó, seguimos hablando de otros temas y, al rato, mi padre preguntó amablemente: «¿Y te importaría decirnos con quién vas a estar casada en agosto?». «Claro que no, papá». Y les conté.

Se portaron muy bien. Quiero decir que hicimos el mínimo de lo mínimo. Vinieron una tarde los padres de Jordi, los sentamos en los sillones con almohadones de pluma, les servimos un té (no tan rico como el de la Matute), me regalaron una alhaja, comentaron que disponíamos de pocos medios, pero que éramos muy buenos chicos y nos abriríamos camino… Y eso fue todo. Se vieron un momento en la iglesia y creo que nunca más. No porque les cayeran mal, sino porque mis padres eran así. Mamá rehuía los rituales convencionales por pura pereza. Mi padre porque era el tipo menos amigo de formalismos que he conocido, el más pasota, muchísimo más que toda la gauche divine junta.

Mi madre vio el pisito de Jordi, decidió que una hija suya no podía vivir allí, y me regalaron un piso en la casa de Hospital Militar, en cuyos bajos estaban las oficinas y un pequeño almacén de Lumen. Y, como no queríamos banquete, mi padre incluyó a Jordi en el crucero. ¡Ah, y me compré (me compró mamá) el primer camisón que he tenido en mi vida, muy lujoso y bonito, verde loro, lleno de encajes por todas partes, que no me puse nunca!

Hubo antes de la boda dos cosas curiosas. La primera, que tal vez sólo me pareció rara a mí, tuvo lugar en casa de Federico, en Cadaqués. Nos invitó para conocer a mi futuro marido. Me extrañó un poco que él, tan educado, entrara por la mañana en nuestro dormitorio sin llamar, pero lo realmente sorprendente, y todavía hoy no entiendo por qué actuó así, fue que se pasara todo el tiempo insistiendo en que yo le hiciera a Jordi un juramento de fidelidad. Jordi se mantuvo bastante al margen y yo me resistí como una leona, pero al final terminé por ceder. O sea que fue uno de los príncipes de la gauche, uno de los tipos más abiertos y liberales del grupo y un caballero cuya exquisita educación le prohibía inmiscuirse en la intimidad de los demás, quien me obligó a jurarle a mi marido fidelidad eterna.

Que en aquel entonces, aunque estuviera perdidamente enamorada, yo no albergaba ya la certeza de que un amor durara toda la vida, lo prueba que apenas regresamos de Cadaqués convencí a Jordi (sin demasiada dificultad) para que fuéramos a un abogado y nos informáramos de qué recursos ofrecía la ley para en el caso, sumamente improbable, de que fracasara nuestro matrimonio, poder deshacerlo. Y un abogado progre, descamisado y en alpargatas, nos recibió en un estudio caótico, donde una de sus hijas ensayaba El lago de los cisnes, sorteando los montones de libros y de archivadores que cubrían el suelo, y nos aleccionó. Era, en efecto, mucho más fácil conseguir la anulación eclesiástica que el divorcio civil. Nos hizo escribir dos cartas iguales, una mía a Jordi y otra de Jordi dirigida a mí, fechadas ambas el día de la boda, donde asegurábamos que nos sentíamos moralmente obligados a comunicarle al otro nuestra firme decisión de no tener hijos. El abogado haría legalizar las cartas en un notario, también el mismo día de la boda, y las guardaría hasta el momento (seguramente no llegaría nunca) en que quisiéramos hacer uso de ellas.

Cuando llegó el día, año y medio después, yo me trasladé a casa de mis padres, hasta que Jordi recogiera sus cosas y se marchara del piso de Hospital Militar, y comenzamos de mutuo acuerdo los trámites de la anulación. Lo he contado ya en otro lugar, pero me parece tan disparatado, tan increíble, que no puedo dejar de incluir en estas memorias lo que fue aquello. Cuesta creer que una institución como la Iglesia Católica funcionara, al menos en Barcelona, con tan sórdida ineficacia. Nuestro abogado había presentado una demanda de anulación grotesca, puro cuento de hadas, que no hubiera convencido ni a un bebé, y que, en los espaciadísimos interrogatorios (la verdad es que nosotros no hicimos nada por acelerarlos), a mí me daba vergüenza apoyar.

¿Qué absurdo papel representaba yo allí, en las entonces mugrientas oficinas del tribunal eclesiástico —una sala grande, con varias mesas, en una de las cuales me sentaba con el cura que me interrogaba, un tipo escuchimizado, viejito, con la sotana negra salpicada de manchas claras, que se levantaba con creciente frecuencia para ir al baño contiguo, desde donde me llegaba escandaloso el ruido de la cisterna al vaciarse—, explicando que había estudiado desde mi más tierna infancia en uno de los colegios para chicas más distinguidos de la ciudad, el del Sagrado Corazón, y que muy pronto había destacado por mi acendrada piedad, y me había afiliado a la asociación de las Hijas de María, e incluso me había planteado la posibilidad de hacerme monja? (La carta que se había destruido era la mía, ya que era imprescindible, para que prosperara la demanda, que hubiera una víctima a la que proteger y un villano al que inculpar, y el abogado decidió que fuera yo la buena: resultaba más eficaz que la mujer fuera la buena —o la más rematadamente tonta—, y Jordi el malo del peliculón). ¿Qué demonios hacía yo allí, argumentando que mi amor por Jordi había surgido en gran parte de mi afán por redimir a aquel individuo volteriano y librepensador («que —reza la demanda de anulación— había ya manifestado sus peregrinas convicciones sobre la naturaleza, finalidad y disolubilidad del matrimonio y había insinuado su voluntad de no tener descendencia, porque los hijos podían constituir un estorbo para su felicidad»), al que anhelaba restituir al rebaño del Buen Pastor? ¿Cómo pude explicar, roja de vergüenza y sin levantar la mirada del suelo —no olvidemos que yo todavía no mentía jamás—, que cuando, dos horas antes de partir hacia la iglesia, sentada yo ante el tocador de mi alcoba, donde una peluquera daba los últimos toques a mi peinado, y rodeada de dos o tres de mis amigas más íntimas, me entregó la doncella una carta que acababa de llegar, en la que mi novio me comunicaba su firme decisión de no tener hijos, y que yo me sentí morir, me deshice en llanto, quise ir a decírselo a mis padres y suspender la boda, pero que mis amigas me habían convencido de que no tomara demasiado en serio la carta, me habían asegurado —conocían varios casos— que, una vez casados y utilizando yo con cariño y astucia mis armas femeninas, me sería fácil hacerle cambiar de parecer o hacer trampa y enfrentarle a los hechos consumados? Y seguía el culebrón encaramándose a las ramas más altas y frágiles del gran árbol de lo inverosímil. Un abogado, gran amigo de la familia, estaba casualmente en mi habitación. Como no compartía el optimismo de mis amigas, se apoderó de la carta sin que nadie lo advirtiera y la hizo legalizar aquel mismo día ante un notario.

Lo más raro no era que, a pesar de su experiencia, dieran crédito con sorprendente candor a historias rocambolescas como la nuestra, sino que el tribunal —representado para mí por el cura viejito de la sotana sucia— tuviera sólo en cuenta para emitir su veredicto las declaraciones de los dos implicados y de cuatro o cinco testigos elegidos por ellos, cuando hubiera bastado que me pidieran el boletín de escolaridad, que hicieran un par de llamadas locales —no estábamos en el tribunal de la Rota, ni en el de Madrid, estábamos en Barcelona— para descubrir que yo no había pisado el colegio del Sagrado Corazón ni ningún otro colegio religioso, que no había sido jamás hija de María —ni siquiera hubiera podido explicar, si me preguntaban, en qué consistía esa pía asociación—, que la boda no se había celebrado en la catedral, vestida yo de novia, llena la nave de flores e invadida por las voces del coro, ni había seguido a continuación un banquete con trescientos invitados.

Después de la boda —seguí contando en sucesivas entrevistas— todo salió mal. Contra lo que habían pronosticado las amigas, mi cariño y mis ruegos y mis argucias femeninas no lograron que Jordi alterara su decisión. (La demanda que habíamos presentado decía: «Las esperanzas abrigadas por la demandante se vieron defraudadas desde la noche de bodas: su marido nunca accedió a usar el matrimonio de una manera natural y siempre empleó medios para impedir la descendencia»). Y, al llegar a este punto, el curita bajaba la voz —podía haber alguien en otra de las mesas de la sala— y me preguntaba cuáles habían sido estos medios, y hacía un gesto brusco con la mano, hacia arriba, como si apartara insectos molestos o diseminara semillas, e inquiría si echaba Jordi el semen fuera, y respondía yo —sonrojada hasta las orejas, porque la escena alcanzaba a mis ojos un grado de obscenidad excesivo incluso para una libertina— que sí. Y añadía que nos habíamos peleado con creciente frecuencia, y siempre por el mismo motivo y sin que consiguiera yo nada.

(«No depuso don Jorge esta indomable actitud ni siquiera ante los insistentes ruegos, exigencias y hasta amenazas de su mujer, que anhelaba ardientemente ser madre. Surgieron por culpa de esta pertinaz oposición de don Jorge constantes y graves disgustos entre los esposos», decía la demanda, en ese curioso estilo de novelón grandilocuente y decimonónico y ridículo que nuestro abogado había adoptado). Y que yo había regresado varias veces a la casa de mis padres, pero que Jordi, aunque siguiera igual de volteriano y de librepensador, lograba siempre convencerme para que volviera a su lado. «¿Y cómo lo conseguía?», preguntaba entonces el cura, y yo bajaba la mirada, mientras respondía, y creo que era la única verdad en aquella sarta de embustes, que me mandaba un enorme ramo de rosas rojas, varias docenas, con una tarjeta donde había escrito «t’estimo».

La anulación nos fue concedida —sin otros gastos, dicho sea en honor de la Iglesia, que las escuetas minutas de abogado y procuradores— casi ocho años más tarde. Me he preguntado muchas veces si este ardid utilizado por nuestro abogado se multiplicaría en otros casos, hasta dejar de dar resultado, o si inventaría él —¡qué gran talento desperdiciado para la novela folletinesca o el culebrón televisivo!— historias diferentes para cada ocasión.

¿Qué ocurrió en realidad después de la boda? Algo con lo cual yo realmente no contaba. En este caso no radicó el problema en que mi enamoramiento por un mismo hombre decayera fatalmente a los dos o tres años, sino en que Jordi se convirtió en dos o tres meses en un hombre distinto. ¡Mucho antes de que yo dejara de estar perdidamente enamorada del Jordi que había conocido! ¡Y además el nuevo Jordi no me gustaba nada! Los dos eran Jordi, claro, pero a mí nadie me había advertido que eran dos, ni le había tratado tiempo suficiente para descubrir que se trataba de un maníaco-depresivo. Una no se entera de que se ha casado con un hombre lobo hasta que llega la primera noche de luna llena.

Yo esperaba que, en parte gracias a mi amor y a mi apoyo incondicional, aquel muchacho triste, angustiado, descontento de sí mismo, aquel «burgués sin dinero y con poco empuje», superaría la depresión, encontraría un trabajo al nivel de su capacidad y de sus ambiciones y recuperaría la alegría de vivir. Pero no que se convirtiera en un energúmeno prepotente, que echaba a los amigos de nuestra casa acusándoles de hacer trampas en el juego, insultaba a gritos por la ventanilla a los automovilistas que le habían hecho —según él, y a lo mejor era cierto, como podía ser cierto, aunque menos probable, lo de las trampas— una putada, o exigía la presencia del maître y el libro de reclamaciones porque no nos habían servido el vino en las condiciones —casi siempre se trataba de la temperatura— adecuadas.

Empecé a pensar que el asunto alimentario podía ser una lata —tener que ir a comprar el jamón a las Ramblas, el pan en una panadería artesanal de Gracia, ofrecer una cena impecable a los amigos (las pizzas o el pollo a l’ast habían sido desterrados) o tomarle la temperatura al vino antes de llevarlo a la mesa—, aunque debo reconocer que Jordi hacía los curries más ricos que he probado jamás y que el pollo al curry era el plato fuerte del menú para invitados.

También empecé a pensar que para una mujer era difícil y agotador cumplir las tres tareas que se le asignaban: un trabajo profesional, la marcha de la casa, y estar siempre guapa, divertida y de buen humor para salir de juerga con el marido o montársela en casa. Y además (que no sería nuestro caso, porque Jordi no los quería y yo había decidido desde pequeña no tenerlos), los niños.

Pero, a pesar de esto, las primeras semanas de casada fueron muy buenas. Estábamos enamorados, nos gustábamos, nos divertíamos. Barcelona en verano —en aquellos años, quedaba casi vacía— era, a menos que el calor apretara demasiado, una delicia. Nos habíamos sumado a los hábitos de la izquierda divina. La vida empezaba a las nueve de la noche, cuando nos encontrábamos, sin necesidad de citarnos, en la mesa del fondo de la Mariona (en realidad no se llamaba Mariona, sino Estevet, como su hermano, que era el dueño del restaurante, pero la madrina de la gauche, la que nos mimaba y atendía, sí se llamaba Mariona), reservada a un mundillo artístico e intelectual, compuesto por pintores, cineastas, fotógrafos, modelos, escritores, arquitectos y gente de mal vivir. Recalábamos luego en un bar que se llamaba Storck, o en Jamboree, y veíamos amanecer en una sala de baile de la costa sur, en Castelldefels, o a veces, si no nos daba pereza ir más lejos, en Sitges. Todos bebían demasiado y ninguno hubiera pasado un control de alcoholemia, pero entonces no los había.

Jordi es un letraherido de pura sangre, y con él no te pierdes una película, ni una obra de teatro, ni una exposición, ni un museo, y tienes que estar muy al día en tus lecturas para seguirle. Gracias a él conocí a Carlos Barrai, a Jaime Gil de Biedma, a Gabriel Ferrater (en persona y en sus poemas), gracias a él leí Bajo el volcán y Tiempo de silencio.

También conocí con él las casas de citas de Barcelona, un día próximo a la Navidad en que hacía mucho frío, se estropeó la calefacción y preferí esta opción a la casa de mis padres o a un hotel. Nunca había pisado ninguna, me fascinó y quise conocer otras. Había muchas, y buena parte de ellas destinadas a la burguesía. Supe que los objetos que con más frecuencia olvidaban los clientes en las habitaciones eran las mantillas y los libros de oración. Hombres y mujeres, supongo que en su mayoría casados, utilizaban el pretexto de la misa, las novenas y los rosarios para reunirse con sus amantes en los meublés (a diferencia de los prostíbulos, allí no había mujeres). Supongo que muchas de las personas que me dicen haberse reconocido en los escenarios burgueses de Habíamos ganado la guerra se reconocerán también en estos locales peculiares, auténticos monumentos al kitsch más depurado.

Las entradas y salidas eran sumamente discretas. El local del primer día, situado en Pedralbes, tenía garajes individuales. Te metías en uno de ellos, se abría al otro lado una cortina, y aparecía un empleado, que te conducía a la habitación que solicitabas o a una de las que quedaban libres. Y estaba justificado que el cliente tuviera sus preferencias, porque las habitaciones, todas distintas, eran un poema, obras maestras en su estilo. ¡Me hubiera encantado editar un Palabra e Imagen con las habitaciones de las casas de citas de Barcelona! Había una habitación árabe, una egipcia, una rococó… Una cama enorme, un montón de toallas limpísimas, profusión de espejos (sobre todo en el techo) y luces y pinturas eróticas, un teléfono para que pidieras algo al bar, para que llamaras al exterior o para que notificases que habíais terminado y que podían venir a buscaros y, tras abonar la cuenta, conduciros a vuestro coche, al taxi que habíais pedido o simplemente a la salida.

En algunas ocasiones todas las habitaciones estaban ocupadas y tenías que hacer cola. Te metían en un cubículo minúsculo y esperabas hasta que venían a por ti. Con un poco de suerte, oías claramente los alaridos y jadeos de alguna de las parejas de las estancias contiguas, lo cual, si no tenías mucha confianza con tu acompañante, debía de resultar incómodo. Lo más ridículo fue que un día, desbordados por la afluencia de clientes, se equivocaron, y cuando, tras una larga espera vino a buscarnos a Jordi y a mí, el empleado, en lugar de conducirnos a la habitación, nos llevó a la puerta de salida, ¡y nos largamos muertos de risa y sin rechistar! Lo que no recuerdo es si pagamos o no la habitación que no tuvimos…

Años después de separarnos, coincidimos Jordi y yo por primera vez en una reunión, nos saludamos sin ningún rencor y me dijo: «Pueden achacársete muchas cosas, pero reconozco que a tu lado no me aburrí ni un momento». Ignoro lo que significaba esto para él: para mí era el mejor de los elogios.

Así siguió la situación, a ratos divirtiéndonos, a ratos amándonos, a menudo peleando, hasta que llegó el crucero. Era un poco raro hacer el viaje de luna de miel con seis personas más, pero no fue ésta la causa de que mi relación con Jordi empezara a naufragar. ¿Qué ocurrió? Era un crucero de lujo, que empezaba donde solían terminar los demás, en los fiordos noruegos, y llegaba hasta el mar de hielo del Polo Norte. Muchos días de navegación sin ver tierra firme. Y desde el segundo día hasta el último, Jordi se lamentó de estar allí y no recorriendo el Mediterráneo. Hubo un momento crucial. ¡Qué tontos son a veces los momentos cruciales! Teníamos que ascender a una colina muy escarpada, muy dura (algún día sí estuvimos, pues, en tierra), y a los pocos pasos de empezar la ascensión, Jordi, pletórico, competitivo, lleno de aquel empuje que meses atrás le faltaba, soltó mi mano y trepó velocísimo, decidido a llegar el primero a la cumbre. Me abandonó. Aquella bobada fue el principio del fin.

Enseguida, sin embargo, Jordi empezó a trabajar en Lumen. Fue un desastre. Jugó desde el primer momento el papel del gran editor. Se veía a sí mismo, supongo, como un émulo de Barral o de Feltrinelli, convencido de que podía llegar donde quisiera, de que sus ideas eran sencillamente geniales. Yo salía por las mañanas de casa para ir a Lumen (no demasiado temprano, lo reconozco, porque no me gustaba madrugar y me he permitido el lujo de no hacerlo nunca) y él me despedía con un bostezo y la noticia: «Esta noche he tenido una idea que vale millones». Después bajaba al piso de Madrona, la hermana de Mercedes que sería luego su pareja y finalmente su esposa, que le preparaba el perfecto desayuno, con los huevos justo en su punto, y escuchaba sus quejas contra mí, que no preparaba el desayuno de nadie y, si excepcionalmente lo hacía, dejaba siempre hervir demasiado los huevos pasados por agua.

En Frankfurt se suscribió a todas las revistas literarias o no literarias pero sofisticadas del mundo, y nos comunicó que había que fletar un avión particular que lo llevara a Cuba para hablar con Fidel (aquel año la noticia bomba, que resultó falsa, era que Fidel Castro estaba escribiendo sus memorias, y para los progres de entonces, que empezábamos a tener serias reservas respecto a Moscú, Fidel era todavía dios). Nos quedamos petrificados de asombro. Mi padre era un idealista, que estaba invirtiendo su dinero en una editorial de dudoso futuro, pero éramos conscientes de la modestia de Lumen, y los gastos, sobre todo los de ostentación, se reducían al mínimo.

En el viaje de regreso a Barcelona, paramos a cenar en un hostal de Figueras, y mi hermano, con lágrimas de furia en los ojos, protestó indignado por haber puesto tanto desinteresado esfuerzo en una empresa para que apareciera de pronto alguien de fuera a cargársela. Pero yo sabía que mi hermano llevaba buena parte de razón, y, en una pugna entre Oscar y cualquier otro hombre de mi vida, era probable que yo militara en el bando objetivamente más justo, o que me decantara incluso a favor de mi hermano.

Así pues, en Figueras guardé absoluto silencio, pero, en cuanto llegamos a Barcelona, le supliqué a Jordi que dejara de trabajar en Lumen, y vi, con gran alivio por mi parte, que no oponía apenas resistencia. Habló con mi padre, llegaron a un acuerdo respecto a la indemnización y empezó a trabajar free lance en publicidad.

Pasamos el invierno (en esto no le mentí al curita de la curia) a trompicones, peleándonos y reconciliándonos, largándome yo varias veces a casa de mis padres y regresando siempre a la mía (aunque la sentía menos mía que la otra), y viviendo ambos aventuras diversas, para mí todas ellas triviales. No sentía celos por las de Jordi, ni sentía entusiasmo por las mías.

Hasta que llegó otra vez el verano, el maravilloso verano de mi maravillosa Barcelona, y los que nos habíamos quedado en la ciudad volvimos a encontrarnos noche tras noche, sin necesidad de citas previas, en la mesa del fondo de la Mariona, para ir luego a ver flamenco o a oír jazz en la Plaza Real, para asistir por último, bailando junto al mar, al nacimiento del nuevo día. Y surgían unas historias y otras terminaban, y había escenas de celos letales, aburridas a morir, peleas violentísimas, momentos sublimes, pero a mí nada de todo esto me afectaba ya lo más mínimo, porque había conocido a Esteban, había cruzado el espejo, había aterrizado en el País de Nunca Jamás, y el resto del universo había dejado de existir.

Y una vez más, la última, creí que también para mí podía ser posible un amor sin fecha de caducidad que duraría hasta la muerte.