Epílogo

Ésta es la historia de Samuel y Noelia, al menos hasta donde yo sé.

Al igual que Samuel, yo también tuve mis sueños. Busqué mil formas de satisfacer mi voluntariosa libertad creadora, de hacerla útil, de propiciar que consolidara para mí una nueva manera de vivir, lejos de la monotonía de un despacho o de la fría estabilidad de un estéril puesto burocrático. Pero las cosas no siempre son como uno quiere. Sólo unos pocos afortunados consiguen aunar sus deseos con los hechos… ¡y parece que nunca vamos a figurar en ese grupo de elegidos!

El trabajo, como casi todo en la vida, es algo generalmente impuesto por las circunstancias, algo que no se elige. Sencillamente es necesario trabajar para vivir. ¿A quién no le han preguntado en su infancia qué le gustaría ser de mayor? La elección del crío, espontánea a veces, sutilmente inducida otras, en ningún caso coincide con la única respuesta sincera posible: todos querríamos trabajar en lo que realmente nos gusta, en nuestra afición predilecta… y esto, en esencia, no es trabajar; es disfrutar de la libertad para dedicarnos a nuestras pasiones, para invertir nuestro tiempo y esfuerzo en esa rama del arte, del deporte, de la ciencia o de la infinidad de temas que nos cautivan. Recibir un dinero por ello es la obligada excusa que la sociedad nos impone.

La ilusión no se pierde, pero a medida que pasan los años, la losa de la resignación va imponiendo su ley y acabamos aceptando, comprendiendo y reconociendo (o al menos deberíamos hacerlo) que disponer de un trabajo es de por sí una gran fortuna, una auténtica bendición, se acople o no a nuestros sueños, y que es de justicia valorar nuestra vida en su conjunto, con la familia, las amistades y la dicha que el destino nos pueda o quiera brindar.

Galopaba a través de la turbadora pradera de los cuarenta, con la mayor parte de mis cartuchos quemados y sin ganas ni fuerzas para cargar de nuevo el arma de mis ingenuos anhelos, después de asimilar el fracaso de todos y cada uno de mis anteriores disparos, cuando recibí aquel sobre. Era imposible entonces imaginar que mi vida cambiaría desde aquel momento. No tenía remite y el matasellos indicaba que había sido depositado en una oficina postal de Roma. Estaba dirigido a mi persona, aunque no constaba mi dirección sino la del club de ajedrez al que pertenezco. Después de que el presidente me llamara expresamente para comunicármelo, estuvo dormitando un par de semanas en la sede del club, pues yo pensé que seguramente contendría trípticos y carteles de algún torneo y no le presté importancia. Cuando finalmente lo abrí, su contenido me dejó estupefacto.

Incluía una veintena de folios escritos a mano en letra menuda. El encabezamiento decía algo así:

Me llamo Noelia Sánchez Palacios y estoy segura de que se acuerda de mí. Le escribo porque quiero pedirle un favor. Usted se preguntará con qué derecho lo hago y yo no tengo una respuesta válida que ofrecerle. Apenas nos conocemos, no existe nada que nos una salvo… una partida de ajedrez que jugamos hace muchos años…

Súbitamente el corazón me dio un vuelco. ¡Me estaba escribiendo el renacuajo que con sólo siete años consiguió hacer que inclinara mi rey deslumbrándome con su profunda comprensión del ajedrez!

Comencé a leer el manuscrito con avidez. Contenía en síntesis la historia que se narra en esta novela. El final acababa más o menos así:

… Cuando tuve que elegir alguien fuera de mi círculo de conocidos en quien confiar, como por un inexplicable impulso pensé en usted. No sé explicarle cómo, si es que acaso lo he soñado, pero estoy convencida de que usted es la persona idónea para escribir nuestra historia. Es necesario que el mundo sepa lo que realmente está pasando. Usted pensará que quién mejor que yo, en primera persona, para hacerlo. La explicación es bien simple: porque quiero que en el fondo de la novela subyaga el amor y no el odio, que el recuerdo que perdure de su lectura sea el mensaje de que la única fuerza que puede luchar contra toda la crueldad que domina el planeta es el amor que atesoramos todos los seres humanos. El recuerdo que guardo de la expresión de sus ojos me induce a creer que usted lo va a conseguir. Desgraciadamente, yo no podría lograrlo: lo quiera o no, una parte de Lucía Tinieblas sigue habitando en mí.

Por último seguía una posdata:

P. D. Si sigue jugando la defensa Caro-Kan, recuerde que cuando las blancas retrasan la salida del peón de dama, es mejor no cambiar peones en e4 para luego atacar al caballo con el alfil.

Noelia me hacía partícipe de su apasionante historia para que yo escribiera una novela. ¿Qué vio en mí? Yo no soy escritor, nunca escribí algo más que cuatro líneas inconexas; sin embargo, siempre supe que el placer de escribir corría por mis venas. Fue algo que llevé toda mi vida en silencio…; ¿cómo pudo entonces adivinarlo y, lo que es más sorprendente, cómo pudo estar tan segura de que yo lo haría?

Se preguntarán si creí su historia… ¿Por qué iba a querer mentirme una muchacha que no conocía? Si he de serles franco, no la creí, por más que nunca supe determinar una alternativa sensata que explicara el motivo por el que aquel relato llegó a mis manos. En mis devaneos mentales llegué a creer que algún antiguo amigo ajedrecista, que había oído de mi boca cómo un día perdí frente a una niña de siete años, gustara de mis modestos comentarios en el foro de la página web del club y urdiera esta intrigante trama para incitarme a escribir.

Sea como fuere, me atraía el argumento y acepté el reto. Al fin y al cabo, sólo arriesgaba tiempo… ¿Sólo eso? Si por un casual la historia fuese cierta, ¿no asumía un considerable riesgo al publicarla? Pues no, primero porque nosotros no guardábamos ningún tipo de relación y segundo porque una vez publicada la novela, todo quedaría en eso, en una novela, y cualquier acción siniestra sobre mi persona no haría más que alimentar la leyenda de la posible veracidad de la narración.

Dediqué un largo año de esfuerzos, arañando segundos a los escasos ratos libres, a las noches, a los fines de semana, para pulir el trabajo que hoy tiene en sus manos. Huelga decir que las referencias a los personajes reales son ficticias, que ni la mayoría de los lugares geográficos, las fechas o el nombre de los personajes que intervienen en la novela se ajustan a la posible realidad de los hechos. Noelia comentaba en su manuscrito que ella misma se había encargado de cambiarlos porque, según decía, «no quiero que nadie, tirando de los hilos de esta historia, pueda por sí mismo descubrir la verdad; comprometería seriamente su propia seguridad».

Como no soy un profesional y me había propuesto encarecidamente publicar la novela, aproveché las posibilidades que nos brinda Internet para convertirme en el editor de mi propio libro. Encargué varios ejemplares y los repartí entre familiares y un grupo reducido de amigos. Comoquiera que recibí, desconozco si con auténtica sinceridad, numerosos halagos, decidí que podría hacer llegar la obra a diversas editoriales, a ver si estaban interesadas. ¡No tenía nada que perder en ello! Varios meses después firmé un contrato con una conocida editorial.

Una tarde que regresaba del trabajo, ocurrió algo que me obligó a modificar el contenido original de este epílogo. Como de costumbre me detuve frente al escaparate de la misma librería. ¡Cuántas veces en mi fuero interno había soñado con ver expuesta allí una novela mía, una novela que ni siquiera tenía en mente comenzar a redactar…! Debo confesar que, durante unos minutos me invadió el orgullo; mi cuerpo se paralizó por la emoción de sentirme plenamente realizado, de ver que mis sueños se habían hecho realidad. Un nudo atenazó mi garganta y no pude reprimir que mis ojos se llenaran de lágrimas: ahí estaba El eterno olvido.

Me dirigí a casa con cierta euforia. Mi familia no tenía previsto regresar hasta pasada una hora. Estaba decidido a preparar algo especial para la cena y a descorchar mi mejor botella de vino. Era uno de esos momentos en la vida en que uno se siente especialmente bien. Pero la alegría duró un suspiro; al llegar a casa me llevé un tremendo sobresalto: habían forzado la puerta.

La desazón fue mayúscula: habían vaciado todos los cajones, diseminando por doquier su contenido. La policía me aconsejó que repasara con detenimiento la relación de objetos robados, para relacionarlos en la correspondiente denuncia. Esto era importante también de cara a las gestiones a realizar con la compañía aseguradora. ¡Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que… no faltaba nada! La pantalla de plasma seguía en su sitio, lo mismo que los ordenadores, las joyas, el dinero… ¡No se habían llevado nada de valor! ¿Cómo era eso posible? De pronto un sudor frío me recorrió el cuerpo. Atropelladamente acudí hasta mi escritorio y abrí uno de los cajones para comprobar, tal y como me temía, que el manuscrito de Noelia había desaparecido.

Hasta ese día no había vuelto a considerar la posible veracidad del relato; ahora tenía argumentos para replantearme de nuevo esa cuestión. ¿Para qué iba a querer alguien el manuscrito? ¿Pretendían buscar huellas, algún indicio en el papel, en la tinta, en el sobre…? Entonces… ¿toda la historia era cierta?

He reflexionado mucho desde ese momento y he llegado a la conclusión de que todo cuanto me contó Noelia —sí, ahora creo ciegamente que fue ella— era cierto.

A falta de poder consultar el manuscrito, releí una y otra vez mi propia novela, deteniéndome especialmente en cada una de las palabras que yo mismo puse en boca de Flenden y…, la verdad, me cuesta rebatir algunos de sus razonamientos. ¿No es cierto que la propia dejadez de los países, alimentada con nuestro impasible beneplácito, consiente las más espantosas atrocidades y favorece la proliferación de las calamidades a las que se ven abocadas millones de personas? ¿Hasta qué punto una amplia mayoría de seres humanos son explotados, humillados, abandonados a su infortunio para que nosotros podamos seguir apoltronados en el sillón de nuestro bienestar? No, con tanta barbarie permitida no es tan descabellado suponer que exista una organización como RH. Dígame, con el corazón en la mano, si no ha tenido alguna vez la sensación de que todo cuanto acontece en el mundo está manipulado. Por último, dígame, con toda la honradez de su alma, si en verdad preferiría derrumbar el sistema a costa de su propia comodidad. Igual hasta le parece bien que exista RH y que todo siga su curso «natural»…

La confusión se apodera de mí. Veo mi libro en muchos lugares y me pregunto si realmente conseguí plasmar la idea que Noelia perseguía, si he logrado hacer comprender a los lectores que todos, con nuestra desidia, somos cómplices de lo que ocurre y que sólo podremos cambiarlo inculcando amor generación tras generación. Noelia quería ante todo, más que una novela de intriga y por encima de su relación con Samuel, una novela que impulsara el verdadero AMOR entre los seres humanos. El cometido era muy complicado, demasiado para un escritor neófito como yo… Si he logrado que al menos una persona cambie su actitud ante la vida y comprenda que el amor está por encima de todo lo demás, creo que el esfuerzo habrá merecido la pena. Intente dejar por un segundo su mente en blanco y responda con la mayor sinceridad a esta pregunta: ¿la vida es terrible o maravillosa? No sé qué habrá contestado; no puedo saber si la lectura de esta novela ha podido influir en su respuesta o si al menos le ha hecho dudar. Si ni yo mismo puedo decantarme por una u otra opción; si ni siquiera estoy satisfecho con mi propia actitud frente a la vida…

Hice todo lo que pude por cumplir lo que Noelia me encomendó; espero no haberla defraudado.

Ha pasado mucho tiempo y, sin embargo, aún recuerdo con sorprendente nitidez aquella imagen: esa niña pizpireta moviéndose entre los participantes, ese delicado saludo antes de la partida: «Buenas tardes, señor.», esos pies bailando en el aire porque su asiento no permitía que llegaran al suelo y… esa armonía en su juego.

Cada vez que me siento frente al tablero no puedo evitar emocionarme al recordarlo…

Es curioso que aún hoy, tantos años después…, ¡daría cualquier cosa por volver a verla jugar al ajedrez!