Capítulo 13
Samuel no sabía cómo comenzar la conversación. Había estado pensando todo el día en ese embarazoso encuentro y lo único que se le ocurría era disculparse de nuevo. Luego se ruborizaría y se sentiría apocado, acomplejado por su torpeza… Pero Lucía no lo permitió. Con exquisita habilidad supo liberarle del sentimiento de culpabilidad, devolviéndole el entusiasmo por Kamduki y haciéndose partícipe del mismo.
—Lucía, yo…
—Nada de disculpas que me enfado. Cuéntame todo sobre ese enigmático juego que me tiene en ascuas y luego te digo cómo resolví las pruebas, que seguro que te mueres de las ganas de saberlo.
Samuel relató, con pelos y señales, cuanto sabía de Kamduki y todo lo que le había acontecido hasta la fecha, desde el contenido de las bases hasta las peripecias vividas con la publicación de las distintas pruebas. Detalló los obstáculos que tuvo que sortear para resolverlas, aunque con buena lógica prefirió obviar las insinuaciones de Macarena, nacidas directamente de la indiferencia que le ocasionó su abstracción con la tercera prueba. Lucía mostró una gran curiosidad, interesándose por todos los pormenores: sabía que así Samuel se sentiría reconfortado.
—Ahora te toca a ti, Lucía: ¿cómo lo lograste? No acabo de creérmelo.
—Pues la verdad es que me resultó muy sencillo.
—Continúa, por favor.
—Tan sencillo que podría resolverlos cualquier niño —prosiguió Lucía.
—¡No puede ser; eso ya es demasiado!
—Los pude resolver gracias a mi filosofía de vida. ¿Has leído Acres de diamantes, de Russell Herman Conwell?
—Ni siquiera he oído hablar de él —confesó Samuel.
—En realidad se trata de una conferencia, posiblemente la que más veces se haya llegado a pronunciar, plasmada en un libro. Es pequeñito y se lee con mucha facilidad. Lo importante es la lección que encierra sus páginas… Pásate por la biblioteca y te lo llevas; la verdad es que es muy instructivo.
—¿Y qué enseña realmente ese libro para permitir resolver en un santiamén unos problema tan complicados? —interpeló Samuel.
—Es que no son complicados. La moraleja es muy aleccionadora: a veces buscamos en la distancia lo que tenemos frente a nuestras propias narices. Me estoy acordando ahora de otro libro del que, si bien con un poquito más de agudeza, podemos extraer la misma enseñanza. ¿Te suena Contacto, de Carl Sagan?
—Me suena la película; la protagonizaba Jodie Foster, ¿no? Pero no acabo de comprender la relación de todo esto con las pruebas.
—Bien, podemos aplicar la moraleja de múltiples formas —explicó Lucía—: buscamos lejos lo que tenemos cerca, sacrificamos todo para alcanzar una meta que nos haga felices cuando la felicidad está diariamente a nuestro alcance o, en el caso de las pruebas, nos empeñamos en arduos procedimientos sin prestar atención a lo más simple.
Lucía tomó una servilleta de papel y escribió la secuencia de letras: C-E-O-S-U.
—Olvídate de cualquier cosa compleja —dijo— y fíjate sólo y exclusivamente en las letras, en sus formas… ¿Qué ves distinto en la E?
Samuel apenas tardó en descubrir la evidente realidad. Había malgastado horas y horas en complicados cálculos para nada. Se había aventurado en un largo viaje por intrincados caminos plagados de imposibles vericuetos matemáticos cuando la resolución no requería de ningún tipo de conocimientos. Estupefacto, balbuceó la revelación surgida como por arte de magia: la letra E sobraba porque era la única formada exclusivamente con trazos rectos, frente a las líneas curvas de las demás. Ciertamente, hasta un niño podría haberlo averiguado en cuestión de segundos.
—Siéndote sincera —continuó Lucía—, lo primero que comprobé fue la relación entre el número de vocales y consonantes. Justo después reparé en la forma de las letras. Se me ocurrieron dos razones distintas para descartar la letra E: además de la que tú has descubierto, observa que es la única que no puede dibujarse de un solo trazo.
—¡Increíble! —exclamó Samuel—. Y el siguiente ejercicio estaría sin duda dirigido a aquéllos que acertaron de casualidad, para eliminarlos. Seguro que tendría una mecánica similar a éste, más simple si cabe. Déjame recordar…: si no hay matemáticas, ¿qué podrían sugerir aquellas cifras? Los números indican siempre cantidad, pero… ¿de qué? ¡De lo que había a la izquierda! ¡La columna de la derecha hacía referencia al número de letras que había a la izquierda!
—Así es, Samuel: ahora lo lograste en sólo un minuto. Has conseguido resolver ambas pruebas al liberar tu mente de prejuicios y patrones preestablecidos.
—Sí, pero porque tú me has enseñado el camino…
—El camino de la sensatez que marca la vida. A veces las cosas son muy simples, por más que habitualmente nos empeñemos en tomar la vía complicada.
Durante unos segundos se contemplaron sin decir nada, aislados de todo, atrapados en un fantástico e invisible rincón del tiempo. Fue un momento mágico, maravilloso, de ésos que se quedan grabados a fuego en nuestros corazones…; un instante prodigioso que nunca olvidarían.
Aunque le entusiasmaba, Samuel no pudo sostener por más tiempo su mirada. Tomó su taza de café y preguntó, por iniciar otro tema de conversación:
—¿Sabes si le ocurre algo a Marta? No responde a mis mensajes.
—Estará ocupada con el trabajo: cuando tiene algo entre manos se abstrae de todo.
A Lucía no le gustaba mentir, pero en esta ocasión no había tenido más remedio. Sabía perfectamente el motivo por el que Marta ignoraba a Samuel. Lo supo desde el mismo momento en que la llamó el pasado sábado por la tarde. «¿Qué tal te fue con Samuel?», le preguntó justo antes de que Marta colgara el teléfono. Su amiga dudó un instante y luego le respondió: «Es un chico estupendo, pero no es mi tipo». La sagacidad de Marta era extraordinaria: se había percatado de que Lucía la había llamado realmente para saber si se había acostado con Samuel aquella noche. Como el tema no salía a colación se vio en la obligación de lanzar la pregunta al final, cuando ya incluso se habían despedido, pero Marta no pasaba por alto ese tipo de detalles. El hecho de que Lucía se interesara por un chico era motivo más que suficiente para que ella abortara cualquier idea de acercarse a él. Actuaba como si fuera su hermana mayor. Quería que saliera, que se divirtiera, que conociera a algún chico… Marta se preocupaba más de su amiga que de ella misma. En cierta ocasión Lucía la reprendió por la forma despectiva con que comenzó a tratar a un chico —para que no se interesara por ella sino por Lucía— por el solo hecho de descubrir que durante varios días se estuvieron viendo en la biblioteca. Lucía simplemente lo estaba ayudando a buscar una fotografía aparecida en la prensa local hacía varios años. Tuvo que jurar por activa y por pasiva que no le gustaba aquel chico, tras reñirle por su disparatada actitud paternalista. Sin embargo ahora no era lo mismo; de hecho tenía que admitir que estaba feliz de saber que Marta se había desmarcado…, aunque seguramente tendría que hablar con ella para que no olvidara las normas mínimas de cortesía.
—¿En qué trabaja? —se interesó Samuel.
—Investiga, da conferencias, acude a convenciones… Ahí donde la ves es toda una experta en el campo de las enfermedades neurodegenerativas.
—¿Marta es médico? —preguntó incrédulo Samuel—. ¿Y de prestigio? Pero si no aparenta…
—Las apariencias engañan: el envoltorio y el interior son cosas distintas.
—Ya, pero es que no parece… No sé, es un defecto que tengo.
—No te preocupes: no eres el primero.
—Pero, se ve demasiado joven…
—Sí, ya te dije que tiene un coquito privilegiado. Aprobó todas las asignaturas de la carrera con matrícula de honor. Le llueven las becas y las ofertas de trabajo; ha publicado novedosos estudios en acreditadas revistas divulgativas…
Samuel seguía sin poder cuadrar la imagen de Marta con la de una eminente nueropsicóloga. «Y encima ese nick que usa…: Martitanocturna…» —pensaba—. En ese momento se acordó también de las enigmáticas palabras que incluía Lucía en su Messenger.
—Un amigo mío a buen seguro censuraría que te preguntara esto, pero… no me gustaría quedarme con las ganas de saber qué significan las palabras que aparecen junto a tu nombre.
—No deberías imitar a Esteban; cada uno es como es —objetó Lucía.
—No te dije que fuera él.
—Ya, pero lo supongo. A ver…: es idioma swahili.
—¿El que se habla en Kenia?
—Y en más lugares. Estuviste atento al comentario de Marta… ¡No se te va una!
—Pero…, ¿qué significa? Puedo asegurarte que no conozco absolutamente nada de ese idioma.
—Y yo puedo asegurarte lo contrario —adujo Lucía con convicción—: ¿acaso no sabes qué significa hakuna matata?
—Ningún problema… o algo parecido ¿Eso es swahili?
—Así es; te sorprenderías al comprobar que conoces más palabras. En cuanto a lo que me preguntas, upendo na amani significa amor y paz.
—¿Qué te une al continente africano?
Samuel pensó que quizá Lucía no quería hablar del tema, al igual que ocurrió la noche en que se conocieron; sin embargo, la reacción fue bien distinta: ahora le apetecía hablar de todo.
Lucía narró con entusiasmo todas sus andanzas por África, sin que Samuel la interrumpiera en ningún momento.
—Es una historia preciosa —afirmó Samuel una vez hubo acabado—. Dice mucho a tu favor; no todo el mundo está dispuesto a sacrificarse por ayudar a los demás.
—Lo hago con sumo placer. Ya lo dijo Antonio Machado: «Moneda que está en la mano quizá se deba guardar; la monedita del alma se pierde si no se da».
—Se te ve feliz con tu compromiso.
—Es que no entiendo la felicidad de otra forma. Hace tiempo que dejé de ser una impasible espectadora.
—¿Espectadora? No comprendo…
Lucía dejó traslucir una efímera sonrisa. Su rostro, saturado de candor y de ternura, intensificó su luminosidad con el renovado brillo de sus ojos.
—En la vida existen tres tipos de personas —continuó—: los espectadores, los que se comprometen y los que huyen. En tanto seas un espectador, todo va bien. Pero llega un momento en que sientes que debes abandonar tu asiento, cuando has comprendido y has visto todo lo que tenías que ver. Te convences de que no puedes seguir ahí sentado por más tiempo y te invade la necesidad de actuar, de hacer algo… y eso implica comprometerte en un sacrificio que pesa demasiado para tu acomodada vida. Procuras esconder la cabeza disimuladamente, fuera de la sala porque ya no está libre tu asiento de espectador. Y entonces te das cuenta de que estás huyendo, escondiéndote cuando en el fondo sabes que no eres un cobarde. Al final acabas en la amargura de no saber qué hacer: huir o actuar, y el compromiso es duro y la huida es mísera. Y eso es lo que pesa y ahoga la felicidad, ese vacío en la vida…, esa sensación de que falta algo cuando aparentemente se tiene de todo… Yo aplaco esa angustia marchándome a Kenia. Entonces mi espíritu libera un poquito de peso su equipaje y me siento mucho mejor, más llena…; más feliz.
—¡Qué diferente es tu actitud frente a mi postura egoísta! —dijo Samuel seducido por la sensibilidad que transmitían sus palabras—. Y yo que pensaba que mi felicidad plena llegaría cuando dejara de trabajar…
—La felicidad plena es imposible… Me gusta utilizar a mi manera los términos que abanderaron los ideales de la Revolución Francesa —libertad, igualdad y fraternidad— para explicar los caminos de la felicidad. La libertad para vivir, sin cargas, sin obligaciones, dormir a tu antojo, pasear, viajar, dedicar el tiempo a lo que quieras, no dar explicaciones…; quizás esto lo pueda conseguir el dinero y ésta es la forma en la que tú piensas que vas a ser feliz. La fraternidad es otra cosa; implica bondad, ausencia de envidia, buenos deseos, amistad, camaradería, respeto… Puedes ser feliz también sólo con esto; mucha gente vive feliz a pesar de trabajar catorce horas diarias… Pero la felicidad plena es otra cosa: cuando asumes tu estado de satisfacción ves cómo la desigualdad a tu alrededor entorpece el camino hacia la felicidad absoluta: te conmueve el que sufre, el que no tiene tus mismas oportunidades, el que se hunde, el que no ve la vida como debe… el que no ve la luz. Y no hay manera de ser plenamente feliz dejando a un lado a esa gente.
—¿Cuándo regresas a Kenia? —se interesó Samuel, temeroso de oír la inevitable respuesta.
—Tengo previsto viajar en agosto. Serán de nuevo tres mesesitos. ¡Hay tanto por hacer en África…! ¿Sabes que según los últimos informes de la FAO hay más de mil millones de personas que pasan hambre en el mundo?
—Es un dato escalofriante —convino Samuel.
—Sí, y lo triste es la frivolidad con que habitualmente se aborda este asunto.
—La frivolidad y la farsa en la que se mueve la maquinada información que nos llega: nos muestran, por ejemplo, anuncios de las principales industrias chocolateras, pero nadie habla de la explotación de los trabajadores en los cacaotales africanos. Como igualmente vemos folletos turísticos de paradisíacos complejos hoteleros orientales, pero no hay quien comente las infrahumanas condiciones de los obreros que trabajan en su construcción.
Samuel quiso enfatizar su apoyo a Lucía, sacando a la palestra su acusador punto de vista sobre las embaucadoras e interesadas maniobras de los gobiernos. Surgió de nuevo su contenida rabia, sustentada en la indolencia de la política ante la injusticia. Pero Lucía no quiso que la conversación se desviara del sendero que había trazado.
—Llevas razón, pero la crispación no conduce a nada —argumentó intentando calmar la exaltada intervención de Samuel—. Nosotros, los pequeños e intrascendentes actores de este monumental drama, debemos sumar, no restar; no conseguimos nada con irritarnos. Sólo el ejemplo educa y abre la mente de los demás. Por eso no me preocupo de lo que hacen unos y otros; yo intento actuar, cumplir con mi obligación moral…; aporto mi granito de arena y… ¡quién sabe!, igual mi manera de proceder se acaba convirtiendo en un patrón para otras personas.
Las serenas palabras de Lucía hicieron comprender a Samuel que sus ladridos constituían en realidad el escudo protector del sujeto que huye. No pudo evitar sentirse avergonzado ante la superioridad moral de Lucía y la sensatez de sus planteamientos.
—Lo mínimo que podemos hacer los que tuvimos la fortuna de nacer en la abundancia es devolver un poco de lo que la vida nos da a la gente que no puede elegir.
—Bonitas palabras —reconoció Samuel.
—Son del doctor Cavadas.
—¿El famoso cirujano?
—El mismo; viaja a Kenia para intervenir desinteresadamente al mayor número posible de personas sin recursos; ¡trabajé con él el pasado verano!
—Una actitud loable.
Lucía acercó su silla e, inclinándose con los codos sobre la mesa, como si fuera a contarle un secreto, dijo con la complacencia potenciada por una amplia sonrisa:
—¿Sabes? Cuando alguien da sin esperar nada a cambio, acaba recibiendo más de lo que aporta.
Por un momento Samuel imaginó que aquellas palabras ocultaban un doble sentido, como si estuvieran anticipando el cariño que esperaba recibir de él.
—Voy a echar de menos los cafés cuando no estés, aunque hasta ahora sólo nos hayamos tomado dos —dijo Samuel con cierta tristeza en su voz.
—Bueno, aún quedan muchas tardes.
El tiempo pasó tan deprisa que, cuando Samuel fue a comprobar la hora, eran casi las cinco. Si el día anterior regresó al trote, aquella tarde tuvo que galopar desenfrenadamente para llegar con el mínimo retraso posible a su puesto de trabajo. Por suerte, don Francisco no se encontraba allí: había decidido dar por acabada su semana de trabajo antes de tiempo, seducido por los taquitos de jamón, los rebujitos, el ambiente de las casetas… y los encantos de Macarena.
A partir de entonces los encuentros en la cafetería se sucedieron a diario, pero aquella tarde fue especial para ambos, porque salieron de allí con sensaciones distintas a las que portaban cuando entraron. Samuel había reajustado su orden de prioridades: irrumpiendo con fuerza en el número uno se había colocado Lucía; el número dos lo ocupaba Kamduki y en tercer lugar figuraba su querido diván. Por otro lado, Lucía supo desde ese momento que cuando viajara a Kenia quedaría algo en España que la ataba, y que no iba a resultar tan sencillo establecerse para siempre en África, como había estado barajando en alguna que otra ocasión.
Por segunda semana consecutiva, la sesión cinematográfica de los viernes se había tenido que suspender. En esta ocasión fue Samuel quien telefoneó a Esteban anulando la cita: no habría aguantado ni diez minutos despierto. Estaba tan agotado que apenas cenó; no obstante, antes de acostarse quiso saber cuántas personas seguían adelante en Kamduki. Y su sorpresa fue mayúscula: las pruebas aparentemente más simples habían causado auténticos estragos entre los participantes. Samuel no supo atribuir la raíz de tamaña debacle, si fue por la encubierta sencillez de la pérfida cuarta prueba o por el escaso plazo de resolución de la quinta; la cuestión era que ¡sólo 927 personas seguían adelante! Por primera vez desde que iniciara esa aventura se vio con posibilidades reales, no ilusorias, de conseguir el premio. Ahora además podría contar con la inestimable —aunque prohibida según las bases— ayuda de Lucía. Comenzaron más de tres millones de jugadores y ahora quedaban menos de mil, todos buenos competidores. ¡Y él se encontraba entre los supervivientes! Lo que no podía sospechar Samuel era que Marta también figuraba entre ellos.