Capítulo 33
—Vamos al mirador: nuestras únicas esperanzas pueden estar allí. Son las… diez y veinte; no tenemos mucho tiempo que perder.
Samuel la miraba con incredulidad, expectante por conocer sus planes.
—Esta mañana llegó un crucero procedente de los fiordos; partirá en breve hacia Oslo para luego continuar rumbo al Báltico.
—¿Y…?
—Tenemos que tomar ese barco antes de que zarpe.
—Pero… no es posible comprar así como así un pasaje para un crucero en plena ruta…; ¡y menos nosotros!
Noelia le dirigió una mirada picarona.
—Entraremos como polizones —dijo con naturalidad—. Al menos ésa es la idea, claro… Los barcos de crucero tienen un sistema de seguridad particular: la cruise card. Se trata de una tarjeta magnética que, además de servir como llave del camarote y medio de pago a bordo, se utiliza para embarcar y desembarcar en las distintas escalas. De esta forma tienen el control de todas las personas que permanecen en el barco, las que han salido y las que faltan por volver. No creo que RH establezca un control adicional en un terreno que ya posee el suyo propio y que funciona a la perfección. Concentrarán sus esfuerzos principalmente en los puntos de embarque a los ferris y vigilarán con patrulleras las salidas de todas las embarcaciones pequeñas.
—Pero si el sistema es seguro, ¿cómo vamos a…? ¡Ya entiendo! Sustraemos un par de tarjetas y…; eso no puede ser: los pasajeros denunciarían su robo o se presentarían en el barco y acabarían comprobando que han sido suplantados…, salvo que… ¿reduzcamos a sus dueños y los encerremos en algún sitio? ¿Dónde? Los encontrarían rápidamente y darían la voz de alarma de inmediato… Aunque les robemos la cartera para despistar, Flenden sabría que nos habríamos escapado en el barco y nos aguardaría un regimiento en Oslo. ¿No estarás proyectando escapar en un bote salvavidas en alta mar?
Noelia no pudo contener la risa ante aquellas disparatadas divagaciones.
—¡Pero mira que eres bruto!
Samuel seguía sin entender nada.
Habían llegado al mirador. Samuel insistió en conocer las verdaderas intenciones de Noelia, pero ella no atendió a sus demandas.
—No nos queda tiempo para explicaciones. Lo comprenderás enseguida; tú déjame a mí. Ahora debemos encontrar una pareja joven que viaje en ese crucero, preferentemente españoles.
—¿Estás segura de lo que haces?
—Confía en mí. Necesitaremos mucha suerte; no será fácil. La idea es descabellada pero…, no sé cómo explicártelo…, tengo fe; sé que puede funcionar. Es preciso que nos embadurnemos de naturalidad: somos turistas enamoradísimos disfrutando de nuestra luna de miel. ¡Dame un beso, cariño!
Agarrados de la mano fueron paseando entre la multitud que se amontonaba en el mirador. Noelia estuvo tentada de abordar a una pareja de españoles metidos en los treinta, pero desechó la idea porque no consiguió vislumbrar la chispa de vivacidad y entusiasmo que andaba buscando; les pareció un tanto reservados. Después de unos diez minutos, se dirigieron a la tienda de recuerdos y de ahí al restaurante. Al pasar por la terraza Noelia reparó en una pareja que, en principio, por la informalidad de su indumentaria, podría cumplir con el perfil que requería sus subrepticias pretensiones. El inconfundible acento andaluz y el tono entusiasta de la conversación aportaron el definitivo indicio que acabó convenciendo a Noelia.
—Es una pena que nos vayamos tan pronto; esta ciudad merece más dedicación —dijo el chico.
Estaba leyendo una guía de viaje. El pelo desgarbado y su incipiente barba denotaban cierto descuido en su aseo.
Noelia no dudó en poner en marcha su plan.
—¡Hola! ¿No seréis de La Tacita?
—Casi: somos de Sanlúcar —respondió ella—. ¿Vosotros sois de Cádiz?
La chica presentaba una imagen más fina. Informal pero coqueta, exhibía sobre su cuerpo un rosario de prendas y accesorios de las principales marcas de moda, desde las zapatillas hasta las gafas de sol, pasando por el bolso de mano, el cinturón y el reloj de pulsera. «Una pija de la clase social acaudalada —pensó Samuel—; seguro que le gusta frecuentar la zona de Bajo de Guía, montar a caballo por las marismas y pavonear de ser la heredera de una importante bodega de manzanilla».
—Yo soy de La Línea; Raúl sí que es un pisha genuino —dijo mirando a Samuel.
—Nacido en pleno barrio de la Viña, ni más ni menos —puntualizó Samuel—. Desde luego que el mundo es un pañuelo.
—Un pañuelo lleno de mocos —añadió el de Sanlúcar.
Todos rieron.
—¿Podemos sentarnos a tomar un refresco? —preguntó Noelia.
—Claro —le respondieron ambos al unísono.
—Yo soy Loreto y este elemento se llama Muki; es su nombre artístico.
«Su nombre artístico es Muki… —repitió para sí mismo Samuel—. Por la pinta que tiene debe ser un diminutivo de Pumuki. Este personaje bien podría ser cualquier cosa: desde un músico, un pintor o un genio de la informática hasta… un gandul de cuidado». Por el contrario, Noelia asoció el nombre de Muki al de un duende andino que había visto en un tratado de mitología cuando buscaba alguna deidad que encajara con el sobrenombre de la Madre del Sol.
—Yo soy Raquel.
—Así que eres de Cádiz —dijo Loreto dirigiéndose a Samuel—. Yo comencé a estudiar en la Facultad de Medicina. Mi padre se había empeñado, pero pronto comprendió que no era lo mío; sólo duré un año.
—Con la medicina que yo le doy ya tiene bastante… —bromeó Muki.
—¡Pero bueno…; yo también estudié allí! —exclamó Noelia, olfateando una oportunidad de oro para ganar su confianza—. ¿Qué edad tienes? Igual hasta hemos coincidido…
Conversaron un buen rato sobre la vida en la Facultad: las clases, el personal docente… y acabaron en los lugares frecuentados por los estudiantes en las noches gaditanas.
Samuel se maravillaba de la desenvoltura con que hablaba Noelia: parecía como si realmente hubiese cursado estudios allí y él no lo supiera. ¡No podía imaginar que lo único que hacía era rememorar, con minuciosa precisión, las vivencias narradas por Marta de su época estudiantil!
—¿Y qué tal por Noruega? —Aprovechando una leve pausa en la entusiasmada plática de Loreto, Noelia pudo al fin desviar el tema de conversación a sus intereses—. A nosotros nos ha encantado el viaje. ¡Lástima que se nos acaba!
—¿Cuándo regresáis? —Se interesó Loreto.
—Nuestro vuelo sale mañana desde Oslo —respondió Noelia dirigiendo a Samuel una mirada de complicidad—, pero no nos podemos quejar: llevamos tres semanitas en Noruega; hemos recorrido el país de punta a punta. ¿Y vosotros?
—A nosotros nos queda todavía una semana de crucero, tía. Hemos estado visitando los fiordos. Mañana paramos en Oslo y luego continuamos hacia Copenhague, capital de Dinamarca, para seguir con Tallin, capital de Estonia, San Petersburgo, más bella aún que la propia Moscú, Helsinki, capital de Finlandia, Estocolmo, capital de Suecia, y de nuevo Copenhague, donde acaba nuestra travesía.
—A ver si le puedo tocar las tetas a la sirenita —agregó Muki, que parecía querer hacer una gracia, con más o menos acierto, cada vez que intervenía.
Noelia se había percatado enseguida de que la petulante rimbombancia con que Loreto había ido nombrando las distintas escalas, dejando en evidencia su cursilería, no obedecía tanto a la intención de mostrar sus conocimientos geográficos como al incontrolable deseo de jactarse del maravilloso recorrido que estaban realizando a lo largo de las ciudades más importantes de seis países.
—¡Un viaje alucinante! ¿Qué impresión te causaron los fiordos?
Samuel había cedido las riendas de la conversación a Noelia. Seguía sin comprender su estrategia y prefería callar antes que meter la pata. De momento se limitaba a asentir con la cabeza cuanto ella decía.
—¡Sencillamente espectaculares! La primera parada fue en Flam, después de un día de navegación.
—Un flan con nata me tomaba yo ahora mismo —dijo Muki jugando con las palabras. Nadie le prestó atención.
—Supongo que tomaríais el Flamsbana…
—¿El tren?
—Sí, el recorrido de veinte kilómetros entre Flam y…
—Myrdal —se apresuró a decir Loreto—. El paisaje es fantástico…
—Dicen que es uno de los trayectos ferroviarios más bellos del mundo. ¿Y qué me dices de la parada en la cascada de Kjosfossen? ¿Visteis la escenificación de la ninfa?
—Una huldra, según el folclore escandinavo —Loreto se empeñaba en rivalizar en conocimientos—. ¡Tiene su gracia!
—¿Y el fiordo de Geiranger?
—Bueno, bueno… ¡Eso es una auténtica pasada, tía! Estábamos en la piscina de cubierta y veíamos desfilar una cascada detrás de otra… Parecían hebras de plata en una inmensa esmeralda. ¡Un verdadero prodigio de la naturaleza!
—Nosotros hicimos una excursión en ferry. Realmente es impresionante: la cascada de las Siete Hermanas…
—La del Pretendiente, en forma de botella, la del Velo Nupcial…
Continuaron repasando los más típicos y pintorescos lugares frecuentados por los turistas: la pequeña villa de Hellesylt, el monte Dalsnibba, la carretera del Águila, el mirador Flydalsjuvet, el glaciar de Briksdal… Samuel se preguntaba cómo Noelia podía saber tanto sobre los fiordos si apenas había hojeado unos minutos los folletos que tomó en la recepción del hotel.
Loreto parecía querer demostrar que sabía tanto o más que Noelia sobre Noruega y que no existía un detalle de las maravillas de aquel país que se le hubiera escapado. Noelia la dejaba hacer, para que se sintiera cada vez más orgullosa de su viaje y de cuánto había visto.
En ese instante cruzó frente a ellos una pareja de agentes de la policía. Ambos sintieron cómo los radiografiaban. Con un nudo en la garganta, hicieron como si les resultara indiferente su presencia. Con todo, Noelia instintivamente palpó sus piernas desnudas: ¿habrían descubierto los retales de su vaquero escondidos entre las mantas del armario? Era muy fácil observar que su pantalón carecía de dobladillos, consecuencia de la impericia con que había sido manualmente cortado… Afortunadamente pasaron de largo.
Hasta ese momento Noelia había departido con Loreto con esmerada prudencia, sacando únicamente a debate los lugares que sabía que habitualmente visitaban los cruceros, para que ella pudiera con orgullo presumir de haber visto todo lo que había que ver… Ahora debía poner en marcha la siguiente parte del plan; el momento decisivo de su estrategia había llegado.
—La variedad paisajística de Noruega lo convierten en un país verdaderamente precioso, pero es curioso que lo que más nos ha gustado a ambos sea precisamente obra del hombre, ¿verdad Raúl? ¡Alguna ventaja debíamos tener los mochileros!
Samuel continuaba asintiendo con la cabeza sin abrir su boca.
—¿Qué es? ¿Estará en Oslo, verdad? —preguntó Loreto sin mucha convicción—. Mañana lo veremos… aunque no creo que pueda superar en hermosura a los fiordos, tía.
—Me temo que no podréis verlo. Se encuentra situado en plena montaña, a mitad de camino entre Bergen y Oslo, y es sin duda la obra de ingeniería más extraordinaria que jamás haya construido el hombre. Es el túnel de Laerdal.
Su comentario cayó como una bomba sobre la cebada vanidad de Loreto, cuyo rostro mudó al momento. Samuel casi se atraganta de sólo oír nombrar el túnel. Muki apenas se inmutó: hacía rato que había dejado la guía y su único interés se centraba en poder articular algún chiste a juego con el diálogo.
—¿El túnel de… Laerdal? —repitió con manifiesta perplejidad Loreto.
—Para túnel el de mi nariz —añadió un ignorado Muki.
—¿No has oído hablar del túnel de Laerdal?
Noelia lanzó la pregunta con exagerada incredulidad, subrayando la sorpresa que le producía descubrir el desconocimiento de Loreto.
—Sí…, claro…; creo recordar… haber leído algo en la guía…
—Es una construcción excepcional. Se trata del túnel por carretera más largo del mundo. ¡No te puedes ni imaginar la sensación de circular por su interior!
—Pero… ¿qué tiene de especial, aparte de su longitud?
—Bueno…, apenas tengo palabras… Hay unas zonas de descanso de un colorismo inusitado. La impresión al pasar por allí es única…
Samuel había logrado entender por fin el verdadero propósito del audaz plan urdido por Noelia. Con el convencimiento de que acaudillaba un anhelado batallón de refuerzo en una importante batalla, irrumpió ferozmente en la conversación con la intención de pasar por la bayoneta a cuantas dudas pudieran comprometer el magistral ataque iniciado por su amante y compañera de combate. Su explosiva intervención pretendía inclinar de su lado, de forma inapelable, el balance de la contienda.
—Raquel tiene razón; una vez dentro del túnel alucinas con lo que te vas encontrando: un centro comercial, una sala de ocios, pistas deportivas… y no te pierdas lo mejor: la fastuosa recreación de un lago con palmeras y todo, con posibilidad de alquilar un traje de baño y darte un chapuzón rodeado de… —Samuel sintió en ese instante un puntapié en la espinilla—, de…; en fin, aquello es para verlo.
—No me lo puedo creer —balbució Loreto.
—Raúl es muy exagerado, como en cierto modo somos todos los andaluces, pero la verdad es que vale mucho la pena hacer en coche el trayecto entre Bergen y Oslo: los paisajes son únicos y el túnel una maravilla… ¡Qué pena que no podáis vivir esa experiencia!
Noelia aguardaba con la respiración contenida. Por un momento llegó a pensar que la desatinada trola de Samuel podría haber espantado la liebre, pero por fortuna eso no había ocurrido.
—¿Has oído Muki? ¡No podemos abandonar Noruega sin haber visto lo mejor…!
—Sin problemas: ahora le pongo unas ruedas al barco y vamos a Oslo por carretera, mejor que por mar.
Súbitamente el desazonado semblante de Loreto tornó en alborozo.
—¡Qué idea me has dado, Muki: nos vamos a Oslo en coche! —dictaminó Loreto con determinación, dejando explícitamente claro que su decisión no daba lugar a recurso alguno.
—Pero, quilla, con lo bien que vamos en el barquito… ¿En coche? ¿Para qué vamos ahora a complicarnos la vida?
De los ojos de Loreto saltaron chispas de cólera. Desafiando la bobalicona cara de Muki, lo miró con tal exasperación que a éste sólo le faltó esconderse bajo la mesa con el rabo entre las piernas.
—No te enfades, mi vida, por ti lo que sea: como si hay que ir en patinete…
Cualquier sombra de duda sobre quién ocupaba el rol de huésped y quién el de parásito había quedado más que disipada. Muki chupaba y vivía a cuerpo de rey; lo que no quedaba claro era el beneficio que Loreto obtenía de aquella particular simbiosis. A Samuel sólo se le ocurría una explicación; pensó que se lo contaría a Noelia más tarde, a ver si ella coincidía con su erótica sospecha…
—Veamos… a qué hora está previsto que el barco abandone Oslo… A las ocho de la tarde. Bien; Raquel, ¿qué ruta debemos tomar?
—La carretera E16.
—¿Y cuánto se tarda en llegar?
—No hay tanta distancia, pero debes prever unas ocho horas de viaje. Ya sabes: se trata de una carretera de montaña.
—¡Hum…! Es preciso que partamos ahora para que mañana podamos dedicar el día a visitar Oslo. Vuestro vuelo sale mañana, ¿no es cierto? ¿Qué tal si nos vamos juntos hoy mismo para allá?
—Ya estuvimos tres días en Oslo. Teníamos previsto tomar un tren mañana; nuestro avión no sale hasta las nueve de la noche.
—Lo entiendo… Muki: vete espabilando que esta noche tenemos que cenar en Oslo. Hay que buscar una oficina de alquiler de coches y… ¡Un momento: deberíamos advertir a la tripulación, para que sepan que embarcaremos de nuevo en Oslo!
Samuel había decidido no volver a intervenir y Noelia se resistía a dejar entrever ni siquiera de refilón sus verdaderas intenciones. Sin saber si su táctica iba a funcionar, pretendió disuadir a Loreto de su idea con el propósito de avivar su envidia.
—Igual ponen trabas…; puede que Muki tenga razón: tampoco pasa nada porque os vayáis sin ver el túnel de Laerdal. Si quieres nos invitáis a unas tapas en Sanlúcar y os enseñamos las fotos.
—Nada de eso. Si Loreto quiere ver el túnel lo va a ver como me llamo Muki. Veréis cómo pongo firme al capitán.
—¿Y si se niega, Muki? —suspiró Loreto con voz infantil, extremadamente melindrosa, como la cría consentida que lloriquea para conseguir lo que pide.
Muki sabía —porque no era la primera vez que le hablaba así— que la ñoñería de Loreto no demandaba mimos sino que exigía bravura e iniciativa. Tenía que aprovechar la oportunidad que la niña de papá le brindaba para enmendar su anterior error y ganarse de nuevo su admiración.
—Si se niega…, si se niega…; ¿por qué se va a negar? Si se niega… Oye, ¿vosotros no vais a Oslo? ¿Por qué no hacéis el viaje en barquito, que os va a gustar? Coméis como señores y echáis un kiki en alta mar… De lujo, quillo —dijo dándole un golpecito con el codo a Samuel.
—¿Nosotros en el barco? ¿Pero eso… cómo va a ser? No creo que podamos… —respondió Noelia simulando asombro.
—¡Este Muki es un diamante por pulir…! ¡De vez en cuando se le ocurren cada genialidades…! No podéis dejar pasar esta oportunidad; no tienen por qué darse cuenta: sólo necesitaréis nuestras tarjetas para subir a bordo. ¿Tú has visto el barco? Verás cuánto mola, tía; os va a encantar. Tiene 320 metros de eslora, más de mil quinientos camarotes, gimnasio, piscina de talasoterapia, salas de tratamientos, sauna, baño turco, cuatro jacuzzis, dos piscinas, un recorrido para practicar jogging, una pista de patinaje al aire libre, un simulador de golf, una pantalla de cine 3D…; ¡podría estar horas contándote las maravillas del Espíritu de la Libertad! Te aseguro que no has visto un barco igual en tu vida, tía. Y no te digo nada de la suite de lujo donde nos alojamos…
Loreto estaba entusiasmada: en un momento su brillante pareja acababa de encontrar la solución ideal para ver el túnel —y así no ser menos que ellos— sin tener que dar explicaciones en el barco y, de camino, con su invitación —imposible de rechazar— conseguiría poner la miel en los labios de sus nuevos amigos, que acabarían embobados al comprobar in situ la suntuosidad que rodeaba su viaje, algo que ellos jamás podrían permitirse. Un verdadero triunfo para su vanidad, una inteligente maniobra… que en realidad había sido sutilmente tramada por Noelia.
—No sé…, así de pronto…, ¿tú que dices, Raúl?
—Creo que podría ser una bonita forma de acabar nuestro viaje.
—Pues no se hable más —resolvió Loreto.
—Pero… ¿tenemos tiempo?; ¿a qué hora sale el barco? —inquirió Noelia intentando con disimulo acelerar el ritmo de los acontecimientos, una vez que su plan milagrosamente había dado resultado.
—A las doce y media todos los pasajeros deben estar a bordo. ¡Hay que darse prisa! Pero… ¿y vuestro equipaje? Nosotros nos lo llevamos; sería demasiado sospechoso intentar volver de Bergen con una maleta… Muki, ¿qué hacemos? No queda tiempo para tantas gestiones…; ¡son las once y cuarto!
—No preocuparos por nosotros: estamos alojados en el mismo Bryggen y… nuestro equipaje se reduce a un par de mochilas.
Loreto y Muki les dieron sus cruise cards y convinieron en verse el día siguiente a las seis de la tarde en la plaza del Ayuntamiento de Oslo. Noelia apuntó con celeridad el teléfono de Loreto, simulando mucha prisa con el pretexto de que debían pasar aún por el hotel. Por nada del mundo quería dar la más mínima oportunidad de que pudieran entrever alguna contrariedad que les impidiera proseguir con el salvador trueque de personalidades.
—¡Ojo con las tarjetas! Tomaros un par de cervecitas; nada más, ¿eh? —les advirtió Muki.
Dos minutos después hacían cola para tomar el funicular. Loreto los observaba en la distancia satisfecha.
—¿Qué haces ahí parado, Muki? —dijo cuando los perdió de vista—. Compra unos bocadillos y nos vamos, que aún tenemos que buscar una oficina de alquiler de coches…
En la cabina del funicular sólo permitían el acceso a unos setenta pasajeros, para una mayor efectividad en el desarrollo del tráfico, aunque era palpable que podrían caber cien. Sólo tuvieron que aguardar unos minutos para montarse. Dedicaron el breve intervalo de tiempo que duró el descenso para planificar los pormenores de la evasión. Eran conscientes de que la peregrinación hasta el transatlántico no iba a resultar un camino de rosas. Sin duda, el éxito para pasar desapercibidos durante el trayecto dependía de que pudieran integrarse en algún grupo, por lo que prestaron atención al ligero murmullo presente en el interior de la cabina para ver si captaban alguna conversación que delatara en alguien la manifiesta intención de regresar de inmediato al barco, una vez se apeara del funicular. Pero no oyeron nada que les indicara con certeza que viajaban pasajeros de aquel crucero. Decidieron por tanto que lo mejor era regresar al Fisketorget, porque allí seguro que tropezarían con alguna pareja o grupo que habría optado por invertir su última hora en Bergen degustando las exquisiteces del mar.
Si conseguían salir airosos de este peliagudo lance y alcanzaban el punto donde el Espíritu de la Libertad se hallaba anclado, aún faltaría vencer un último escollo. A raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001 las medidas de seguridad para embarcar y desembarcar de los cruceros se habían incrementado considerablemente. En lo que respecta a las tarjeta de a bordo algunas compañías incluían una fotografía de su portador; otras incluso ofrecían la posibilidad de adjuntar la huella dactilar. Afortunadamente, las tarjetas del Espíritu de la Libertad no llevaban fotografías de sus propietarios. Sobre la imagen del barco y el logotipo de la compañía naviera sólo figuraba el nombre del portador y el número identificativo de su pasaporte. Hasta ahí todo estaba bien, pero Loreto y Muki no repararon en algo: siguiendo los protocolos de seguridad era más que probable que hubiesen sido fotografiados cuando embarcaron por primera vez y estas imágenes estarían almacenadas y a disposición del personal que controla el tránsito de personas en las escalas. Al deslizar la cruise card por el lector magnético el empleado de seguridad visualizaría en el monitor la imagen de cada pasajero. Sin una inspección detenida, Noelia bien podría pasar por Loreto, pero… Samuel se parecía a Muki como un huevo a una castaña. Para este problema no consiguieron hallar una solución de emergencia. Se encomendaron a la confianza que inspiraba la travesía por las tranquilas costas noruegas y a la seguridad de sus puertos…; igual los controladores no se detenían a comprobar la coincidencia en las fisonomías, acostumbrados a la normalidad que presidía los miles de embarques y desembarques diarios. Era más importante vigilar que nadie entrara sin la tarjeta del crucero y, sobre todo, estar atentos a los escáneres para que no se introdujeran armas u objetos peligrosos a bordo. No tenían más remedio, pues, que confiar en que no pasaran una revista exhaustiva…
Al bajar del funicular comprobaron con temor que el escenario no era el mismo que el que dejaron cuando subieron. Se había formado una considerable cola de viajeros. El motivo derivaba de la supervisión que ejercían dos sujetos ataviados con chaqueta y gafas oscuras apostados en la entrada a la estación, justo debajo del arco de medio punto que embellecía la blanca fachada del pintoresco edificio. De vez en cuando paraban a alguien y le hacían una pregunta, con el propósito de retenerlo un poco y aprovechar para realizar una inspección ocular más detallada. Para alegría de los fugitivos, no se había dispuesto un control para los que bajaban del monte; era evidente que la preocupación principal de RH era vigilar las posibles vías de salida de la ciudad.
En el escaso trayecto a través de la concurrida calle Vetrlidsallmenningen, que enlazaba directamente la estación del funicular con el puerto, observaron estremecidos algo que igual pasaba inadvertido a los turistas: hacía un par de horas habría sido complicado divisar un policía en una ciudad tan tranquila y segura como aquélla; ahora el despliegue policial era más que patente. Se separaron cada uno por una acera, porque al no llevar compañía deambular en pareja incrementaba notoriamente el riesgo. A duras penas podían dominar el temblor que invadía sus cuerpos estrangulando la motricidad de sus músculos.
El bullicioso Fisketorget parecía brindar algo de protección, aunque ellos sabían que ésa era una sensación equívoca, sustentada en el amparo que el ancestral instinto parece ofrecer al débil cuando se confunde entre la multitud. Nada más llegar, compraron dos buenos trozos de salmón envasados al vacío y un par de peluches de recuerdo, para hacer más creíble su imagen de turistas. El tiempo apremiaba, así que a cada persona que oían hablar en español —resultaría más sencillo, sobre todo para Samuel, integrarse en un grupo hispano— le preguntaban de inmediato y sin venir a cuento si viajaba en el crucero. Se dieron de plazo hasta las doce para encontrar compañía a la que unirse en el peligroso peregrinaje al santuario de su salvación; si para entonces no lo habían logrado no tendrían otros remedio que aventurarse a emprender el camino en solitario. Después de varias respuestas negativas, y justo cuando el reloj marcaba las doce menos diez, se toparon con un grupo de cuatro parejas que apuraban sus refrigerios: ellos eran su salvoconducto.
Noelia tenía una especial habilidad para caer bien. Su presencia y su opinión eran aceptadas de inmediato y sin tapujos en cualquier reunión. Sabía ganarse a la gente y no necesitaba artificios para lograrlo: su simpatía natural liberaba confianza. Por el contrario, Samuel siempre había sido más reservado. Cierto es que por educación no rehusaba dialogar con desconocidos, pero guardando las distancias debidas y persuadiendo a la camaradería a seguir un proceso lógico de paulatina adaptación; él no era de los que solían congeniar a primera vista, y forzarlo ahora le iba a resultar bastante complicado.
El grupo de turistas se escindió en dos: en vanguardia marchaban los hombres; las mujeres les seguían un poco rezagadas. Los primeros hablaban sobre el Mundial de Sudáfrica; las señoras repasaban las últimas noticias rosas que habían llegado a sus oídos.
Uno de los improvisados compañeros de Samuel se cubrió la testa con un sombrero de gomaespuma con los colores rojo y gualda característicos de la bandera de España. Aunque había visto por la ciudad otros turistas con sombreros similares, fundamentalmente italianos y alemanes, Samuel temió que pudiera reclamar la atención de los demás; Noelia tenía un punto de vista más pragmático y valoró en aquel gesto una muestra de la despreocupación propia de cualquier turista, por tanto, una ayuda extra en el empeño de pasar desapercibidos.
Samuel se esforzaba por entrar en conversación, pero a la introvertida inclinación de su carácter se unía otra dificultad: el hecho de no haber oído hablar nada de fútbol desde la inauguración del Campeonato, acontecida cuando pisó por primera vez tierras noruegas hacía ya once días. Discutían sobre las posibilidades de España, el partido que la víspera le había enfrentado a Honduras, los posibles cruces de octavos… cuando una espantosa visión le paralizó el corazón: a la distancia de unos veinte metros Kristoffer daba instrucciones a un par de policías. Justo detrás de ellos se hallaba Nicholas Flenden, bramando por teléfono entre airadas gesticulaciones.
En un acto reflejo se volvió para advertir a Noelia, pero ella no necesitó descubrir el nerviosismo en sus ojos para saber que Flenden estaba cerca; hacía ya varios segundos que había intuido su maligna presencia. Con una mirada desesperada le hizo ver que se había descolgado de su grupo medio metro y que debía recuperarlo cuanto antes. La naturalidad era la llave de su salvación. Lo sabían de sobra pero… ¿cómo conseguir gobernar el cuerpo cuando el pánico se apodera de la mente?
Se aproximaban con diligencia. Caminaban a buen ritmo porque no querían llegar justos de tiempo a la zona del puerto donde permanecía atracado el crucero. El rostro de Kristoffer apuntaba directamente hacia ellos. Samuel cifraba sus esperanzas en que mantuviese el diálogo con los policías, porque así su visión continuaría enfocando las caras de los agentes y, con toda probabilidad, no se fijaría en los viandantes que circulaban despreocupadamente por detrás. Algo menos le preocupaba Flenden, ya que se situaba a espaldas de Kristoffer y parecía estar muy ocupado con la conversación que se traía entre manos. Además, si mantenía aquella posición era materialmente imposible que su campo de visión llegara a alcanzarlos… salvo que dejara de hablar y se volviera hacia Kristoffer.
Samuel pasó primero. Sintió cierto alivio porque seguramente a Kristoffer le sería mucho más sencillo reconocerlo a él, por el tiempo que habían permanecido juntos, que a Noelia, con quien sólo había coincidido unos minutos. Pero ella tenía otros temores. Pese a que Flenden se encontraba de espaldas y abstraído con otros menesteres, sentía que aquel repugnante animal estaba tan empecinado en su afán por poseerla y encadenarla por siempre a su vida que podría llegar a olfatear su presencia. Estaba tan convencida de que su conjetura no era descabellada que, tan pronto como sintió el repelús que atestiguaba la cercanía de su aura maligna, desenvolvió el salmón que acababa de comprar con el propósito de contaminar el aire que la rodeaba, dejó de hablar para evitar que su saliva impregnara la atmósfera y contuvo la respiración hasta el límite que su cuerpo podía soportar para no atomizar en el ambiente una micra adicional de su ser. Jamás, ni cuando sollozaba sintiendo la proximidad de Ricardo, ni cuando el mismo Flenden manoseó lascivamente sus pechos, había experimentado tanto miedo como entonces. Se disponía a pasar demasiado cerca de él… y si ella era capaz de captar, sospechar o intuir las vibraciones negativas y malévolas de ciertos individuos, ¿por qué no podría alguien tan perverso como él percibir la cercana existencia de una energía antagónica a la suya?
Desfilaron frente a sus mortales enemigos como si estuvieran atravesando un campo de minas, conscientes de que en cualquier momento todo podría volar por los aires. Nadie pareció reparar en su presencia. Transcurrían los segundos y con ellos se acrecentaba la distancia. Hacía un trecho que los rufianes habían quedado atrás, pero el temor no disminuía. Si Flenden vislumbraba con su mirada de rapaz su forma de andar, siquiera el color de sus zapatillas, todo podría venirse abajo.
Ahí estaba, a sólo unos metros, la nave de la vida: El Espíritu de la Libertad. Más imponente cuanto más se acercaban. «No nos puedes fallar, no con ese nombre…», le rogaba Noelia al barco como si éste pudiera oírla… Hacía sólo unas horas que estaban en Bergen, apenas unos días en Noruega, y habían sucedido tantas cosas que parecía que llevaban luchando por sobrevivir una eternidad. Cada paso se les antojaba interminable, como si nunca fueran a llegar. Definitivamente Flenden no los había descubierto y la pasarela de embarque que separaba un mundo de otro se les presentaba a la vista como un sueño imposible de alcanzar.
Los pasajeros habían apurado sus últimos minutos en la preciosa y emblemática ciudad de los fiordos y ahora hacían cola para subir a bordo. Desgraciadamente, al igual que ocurriera en la estación del funicular, un par de tipos ajenos a la tripulación supervisaban la entrada al barco. Era casi imposible que nadie que no perteneciera al pasaje subiera como polizón, porque eso implicaría que otra persona debía quedarse en tierra, y aquello no entraba en ningún razonamiento lógico…, pero Flenden no se fiaba. Seguramente estaban allí por si observaban algún comportamiento sospechoso en el embarque…
Samuel y sus nuevos compañeros desfilaron frente a ellos sin ningún contratiempo, pero no ocurrió lo mismo con las chicas. Apenas había avanzado un par de metros cuando oyó a sus espaldas el temido requerimiento:
—Por favor, señorita, me muestra su documentación.
Se volvió al instante, aturdido, dudando en una fracción de segundo entre acudir en su ayuda o esperar por si ella tenía la genialidad de idear un último ardid. Pero lo que vio fue totalmente inesperado: no era Noelia a quien habían retenido sino a la chica que la precedía. Era rubia, con media melena; vestía un pantalón vaquero y lucía unas extravagantes gafas de sol con montura de pasta blanca y cristales rosados.
Finalmente habían logrado burlar el dispositivo de seguridad que RH había dispuesto precipitadamente. Dentro de unas horas probablemente las medidas de control se intensificarían, habría fotografías suyas por todos los lugares y se reforzaría la vigilancia en cualquier punto de entrada o salida a la ciudad. Pero para entonces ellos ya estarían fuera y seguramente Loreto y Muki también; era imprescindible que ellos no sospecharan bajo ningún concepto que la policía los andaba buscando.
La odisea parecía llegar a su fin, pero aún tenían que superar un último obstáculo: el sistema de seguridad del barco. ¿Examinarían escrupulosamente los rasgos fisonómicos de cada uno de los pasajeros? Por la celeridad con la que se desarrollaba el embarque nada hacía suponer que existiera un riguroso control; al fin y al cabo, eso sería lo normal: ¿quién iba a querer delinquir suplantando a otra persona por la única recompensa de viajar en un crucero? No era lógico pensar en una potencial forma de actuar para perpetrar un ataque terrorista, pues el polizón no podría introducir ningún tipo de armas. Sólo cabía pensar en la acción de un peligroso delincuente que, para huir de la justicia, hubiera ideado la forma de robar y asesinar a un turista, asegurándose antes de que éste viajara solo; algo muy enrevesado para maquinar y ejecutar en sólo unas horas. Frente a la prácticamente improbable circunstancia de que un pasajero pudiera ser reemplazado por otro, resultaba más sensato preocuparse por asuntos que pudieran comprometer verdaderamente la seguridad de la nave, como la entrada de armas o material explosivo. Esto es lo que realmente preocupa a los responsables de la seguridad de un crucero, tanto en el interior, vigilando especialmente los escáneres detectores, como en el exterior, cuidando de que las autoridades portuarias inspeccionen con eficiencia la zona en donde atracan los barcos.
Samuel pensaba que igual ni siquiera disponían de pantalla para visualizar la imagen y los datos personales del poseedor de la tarjeta de a bordo, y si la tenían, quería suponer —necesitaba hacerlo— que no iban a desperdiciar el tiempo ralentizando cada embarque para fijarse en los rostros de los pasajeros. Pero… ¿y si lo hacían? Su rapado cráneo era la antítesis de la greñuda cabeza de Muki. Un solo vistazo y podrían pedirle explicaciones… Divagaba con estos razonamientos cuando de repente, en un súbito impulso que ni él mismo esperaba, le quitó el llamativo gorro a su ocasional compañero y se fue para el puesto de control en tono jocoso, cantando como un incondicional hincha:
—¡España, España, oé, oé, oé…! Loreto, cariño, hazme una foto con los colegas. ¡Campeones, campeones…!
Sus recién conocidos camaradas se acercaron para salir en la foto y se unieron a los cánticos:
—¡A por ellos, oé, a por ellos, oé…!
Samuel les hizo un gesto a los propios empleados que controlaban el acceso al barco para que posaran junto a ellos y éstos aceptaron sin vacilar, colaborando en la diversión en una muestra más del interés por agradar a los pasajeros, como suele generosamente hacer el personal de servicio de la mayoría de los cruceros. En aquel ambiente festivo, pasar las tarjetas por el lector fue un mero trámite entre risas de unos y otros. Cuarenta minutos después el Espíritu de la Libertad abandonaba Bergen.