Capítulo 18

El Pecado Capital, el que nadie menciona aun siendo el más importante, el que engendra a todos los demás: el todopoderoso Olvido.

Ignoramos los principios básicos de la naturaleza humana y rebasamos las fronteras de nuestra propia moralidad, incluso de nuestra dignidad. Despreciamos lo que somos, la esencia de nuestro ser, nuestros sentimientos más profundos, nuestro yo verdadero, lo que realmente poseemos en nuestra infranqueable intimidad, el amor que se aloja en el fondo de nuestra alma…; lo olvidamos todo en el vertedero del nunca jamás y caemos en la lujuria, en la gula, en la avaricia, en la pereza, en la ira, en la envidia y en la soberbia, los siete pecados capitales que preconizara el Papa San Gregorio Magno en el siglo VI, en la acidia, el octavo pecado definido por Santo Tomás de Aquino como la tristeza del bien espiritual, y en todos los demás vicios que deberían formar parte de la excluyente celebérrima lista: la apatía, la cobardía, la vanagloria…

El temible olvido que vamos forjando día a día y que se nutre de nuestra abúlica dejadez, que se fortalece tentando nuestra parte oscura, incitándonos a la búsqueda y captura de la mundanal riqueza. Y olvidamos primero nuestro sustento espiritual y luego el tesoro más preciado que guarda todo ser humano, nuestro verdadero patrimonio: los recuerdos.

Casi sin querer, ocupados en las pretensiones terrenales, archivamos los maravillosos momentos que nos acompañan en la vida, los ocultamos por tanto tiempo que luego somos incapaces de encontrarlos. Si los fuésemos evocando de vez en cuando los tendríamos a mano…, pero no, sólo volvemos a los malos; ¡éstos sí sabemos dónde se encuentran! Los buenos recuerdos se quedan ahí, donde un día descuidadamente los colocamos, y se olvidan, a veces para siempre… ¡Cómo nos llena de satisfacción la alusión de un amigo a una anécdota que nos rememora un hecho, una frase, un detalle… que teníamos completamente olvidado! ¡Cuánto daríamos ahora por recordarlo todo: las andanzas con nuestros amigos de la infancia, lo que ocurrió el día en que conocimos a la persona que tanto amamos, el primer beso, el segundo, el tercero…, los gestos de nuestros bebés, las navidades, las vacaciones, la sensación de aquel abrazo…! ¡Cuántos detalles están ahí, bajo la tutela del eclipse total del despiadado olvido, con la única esperanza de que la muerte, como dicen, nos ofrezca la oportunidad de repasar nuestra vida, de recuperar todos y cada uno de nuestros recuerdos…!

Marta, como todos los mortales, descuidaba el olvido espiritual, pero había luchado con todas sus fuerzas contra el olvido patológico. Desde que a su padre le diagnosticaran Alzheimer a una edad muy temprana, su único objetivo, su obsesión había sido estudiar medicina, especializarse en enfermedades neurológicas e investigar hasta la extenuación todas las vías, cualquier indicio que ayudara a descubrir las causas que originan esa cruel enfermedad, los mecanismos de prevención y los tratamientos más adecuados. Pero todo su esfuerzo no había sido suficiente para evitar que su padre falleciera entre sus brazos sin que siquiera pudiera saber quién lo sujetaba…

Sí, Marta se había esforzado, había sacrificado buena parte de su vida, lo había dado todo, pero… había actuado por necesidad, no por convicción moral. Ella, al fin y al cabo, era un producto más de la indolente sociedad, aquélla que, parafraseando al oncólogo brasileño Drauzio Varella, «invierte cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y silicona para mujeres que en la cura del Alzheimer, lo que provocará que dentro de algunos años tengamos viejas de tetas grandes y viejos con penes duros, pero ninguno de ellos se acordará para qué sirven…».

Y ahora, en un ataque de egoísmo, sin detenerse a pensar en cuántas miles de personas sacarían provecho de su trabajo, pensaba que sería incongruente y absurdo continuar. Nada parecía tener ya sentido: el monstruo había vencido y cualquier día, en el futuro, seguramente vendría a por ella, si no éste, otro de tantos que merodean nuestras vidas ávidos de sufrimiento.

De nuevo se echó a la calle con la única intención de beber, bailar y acabar haciendo el amor con cualquiera que conociese esa misma noche… Vivir; su única solución desde siempre. Vivir… y luego, ¿qué? ¿Qué pasaría a la mañana siguiente? ¿Qué ilusión la haría continuar? ¿Qué objetivos? ¿Qué meta? ¿Toda la felicidad que ansiaba conseguir en la vida era ésa: divertirse desenfrenadamente por las noches? ¿Qué sentido tenía vivir si no tenía sentido su vida? ¿Qué podría hacer para encontrar una razón para seguir…? ¿Por qué seguir? ¿Por qué Lucía se levantaba con una sonrisa, ilusionada, fascinada por descubrir lo que el nuevo día le podía ofrecer mientras ella era incapaz de encontrar la dicha sin maltratar su cuerpo? ¿Quién estaba en lo cierto: ella o Lucía? ¿Era la vida maravillosa o terrible?

Marta se levantó con un insoportable martilleo en la cabeza. A su lado, en el mismo lecho, un hombre dormía profundamente. No recordaba su nombre y no era por culpa de la resaca. Se vistió y salió de aquella desconocida habitación sin considerar que se marchaba con más peso del que había llevado, sin imaginar que cada día el equipaje de su vida pesaba más y más… De regreso a casa, algo hizo que se detuviera frente al escaparate de una tienda solidaria: la imagen de un niño desnutrido le regalaba una infinita sonrisa. Por más que pudiera ser pobre, que le azotaran las desgracias, que no poseyera ni un mísero techo donde cobijarse, sus ojos irradiaban mil veces más felicidad que los suyos. Y entonces creyó vislumbrar algo, una tenue luz en lo más profundo de un insondable abismo. Tanto le pesaba su equipaje que se había detenido a Ver. Y después de Ver, sin saberlo aún, había dejado por fin de ser una espectadora. Por un instante pasó por su mente la idea de acompañar a Lucía en su próximo viaje a África… La semilla había sido plantada. Pasaría algún tiempo hasta que germinara y creciera con fuerza, pero el fruto del sentido de la vida acabaría llegando… también para ella.