Capítulo 26

Aunque estaba citado a las diez de la mañana, la imagen virtual del asesino de Bermúdez se encontraba esperando en el lugar indicado quince minutos antes. Nicholas Flenden apareció a la hora convenida.

—¿Qué tenemos? —Fue su saludo.

—Esa chica se ha esfumado sin dejar rastro, señor…, y creemos saber cómo lo ha hecho: hemos podido constatar que su verdadero nombre no es Lucía Molina.

—Extraño —musitó Flenden—; ¿escribe con un seudónimo y vive con otro?

—Hemos comprobado algunos documentos, como su contrato de trabajo, el de alquiler, la luz o el agua, y en cada uno de ellos utiliza el número del Documento Nacional de Identidad de otra persona con su mismo nombre y apellidos. Concretamente el de una chica nacida en Barcelona hace veintinueve años. De padres drogadictos, los servicios sociales se hicieron cargo de su tutela con doce años, un poco tarde ya para reconducirla. La chica siguió el camino de sus progenitores y acabó en el mundo de la droga y la prostitución; falleció de una sobredosis con sólo veinte años.

—Suplantación de personalidad con documentación falsa, aprovechando que nadie hará ninguna reclamación. ¿Habéis averiguado ya quién es realmente?

—No hemos podido aún desenmascararla —dijo titubeando. Flenden lo miró enfurecido—. Nadie parece conocer su verdadera identidad, ni siquiera su mejor amiga.

—¿La neuropsicóloga? ¿Estáis completamente seguros de que no esconde alguna información relevante?

—Sin lugar a dudas, señor, estaba convencida de que su amiga tenía previsto volar ayer desde Madrid a Nairobi. No sería su primer viaje a Kenia, aunque parece que en esta ocasión pensaba quedarse a vivir allí para siempre. Hemos verificado que le prestó su ayuda en la organización del traslado. Nuestras fuentes son seguras: no existe posibilidad alguna de que la doctora nos esté engañando, ni con respecto a su localización ni en lo relativo a su verdadero nombre.

—¿Habéis revisado todos los vuelos?

—Completamente, señor: ninguna mujer llamada Lucía Molina ha salido desde España para Kenia en los últimos días; ni para ese país africano ni para ningún otro. Detuvimos a una señora con ese nombre preparada para tomar un vuelo nacional en Palma de Mallorca, pero tenía sesenta años.

—Comprobad los datos de cada uno de los españoles que haya aterrizado en Kenia en las últimas horas. Es más que probable que se siga valiendo de sus documentos legítimos en los trámites oficiales y que para volar utilice religiosamente su verdadera identidad. Salvo que esté perseguida por la justicia, algo que no debemos descartar, sería absurdo asumir el riesgo de pasar por el control de pasaportes como muerta cuando podría hacerlo en vida. Que nuestros agentes en Kenia comprueben si existe allí alguna referencia a Lucía Molina: que averigüen qué suele hacer en aquel país, sus amistades, por dónde se mueve… y no dejéis de preguntar en España a cualquier persona con la que haya cruzado un simple saludo; ¡alguien tiene que conocer su verdadera identidad o al menos estar en disposición de facilitarnos la pista que nos lleve hasta ella! ¡Quiero saber todo sobre su vida… y lo quiero ya! Llamadme tan pronto tengáis algo.

Después del resultado de las nuevas pruebas de ingenio realizadas por Samuel, Nicholas Flenden tenía claro que la chica era efectivamente la verdadera candidata, quien había afrontado con éxito las pruebas más complicadas de Kamduki, algo al alcance de muy pocos. El enigma sobre su identidad no hacía más que excitar su curiosidad y aumentar su interés por ella. Se había empeñado en conocerla, y cuando algo se le metía en la cabeza, sea como fuere acababa consiguiéndolo. Con paso decidido, se dirigió al lugar donde Samuel permanecía confinado. No estaba seguro de que estuviera al tanto del verdadero nombre de la chica, pero no tenía nada que perder; a fin de cuentas, si Samuel no conseguía hacerle llegar a ella, no le servía absolutamente para nada.

Samuel se hallaba recluido en un módulo especial para detenidos, una estancia de unos tres metros de ancho por cinco de largo, sin más muebles en su interior que un colchón y una silla; una letrina ubicada en el fondo constituía el baño incorporado a tan lujoso habitáculo. Al no disponer de puertas, daba la impresión de que aquellos aposentos permitían el libre acceso, y efectivamente así ocurría: no había nada que impidiera la entrada; sin embargo, mientras que cualquier persona podía transitar por ellos a su antojo, Samuel era incapaz de acercarse a menos de medio metro del umbral, pues una barrera invisible lo repelía con una fuerza magnética similar a la que actúa en los imanes cuando se juntan dos polos del mismo signo.

Nicholas Flenden entró solo. De nuevo portaba la amabilidad en su rostro de alimaña. Samuel observó que llevaba en su muñeca izquierda el mismo brazalete que los demás. Al principio no se había percatado de esa circunstancia, pero ahora estaba convencido de que aquel instrumento, en apariencia de titanio, no sólo actuaba como teléfono, reloj, intercomunicador y ordenador; además servía para inhibir los campos magnéticos.

—¿Qué tal estás? Espero que estos dos días en barbecho te hayan ayudado a reflexionar.

Samuel no respondió: continuó sentado, con los codos apoyados en los cuádriceps y las palmas de las manos a ambos lados de la cara, como si estuviera sujetándose la cabeza.

—He revisado personalmente las baterías de ejercicios que te hemos planteado y el análisis no deja lugar a dudas: tú no resolviste por ti solo las pruebas de Kamduki. Tu cociente intelectual es de 120. No está mal, es una puntuación por encima de la media; debo confesar que incluso superior a lo que yo esperaba…, pero, en cualquier caso, nada extraordinario. En la anquilosada comunidad de la mediocridad hay mucha gente como tú, demasiada como para que puedan tener cabida en RH. Tus resultados, aun buenos, no dejan de ser vulgares… y la vulgaridad me repugna.

Samuel continuaba mudo, obviando el deliberado paréntesis de Flenden en su discurso, en claro menosprecio al turno de palabra tácitamente ofrecido. Aparentaba una actitud resignada, sumisa, propia del condenado que con lastimero desaliento aguarda el anuncio del fatal veredicto. Su abatido rostro era la imagen del desahuciado, del que no tiene fuerzas ni voluntad para moverse; sin embargo, su interior escondía un polvorín a punto de estallar. No estaba dispuesto a permitir que capturaran a Noelia sin presentar batalla, y se mantenía agazapado, al acecho de la primera y seguramente única oportunidad de que dispondría. Se preguntaba si había llegado ese momento, si debía jugarse ya el todo por el todo. Mientras Flenden hablaba su mente se centraba en sopesar sus posibilidades de éxito: debía abalanzarse sobre él con la agilidad y contundencia de un puma, procurando abatirlo al instante para que no pudiera dar la voz de alarma. Luego tendría que hacerse con el brazalete y salir de aquella sección sin ser visto. Si se movía con naturalidad podría pasar desapercibido por el laberinto de celdas hexagonales, hasta encontrar la puerta de salida a la libertad, al mundo real de donde jamás debió salir… Pero lo que parecía factible en teoría, en la práctica se le antojaba casi imposible: ¿podría reducir a Flenden?, ¿conseguiría hacerlo sin ser descubierto?, ¿sería capaz de abrir la singular pulsera?, ¿le serviría a él?, ¿con cuántas personas se cruzaría tras abandonar la celda?, ¿lo reconocerían en su camino a la salida?, ¿encontraría a tiempo la puerta que le permitiera abandonar aquella satánica cueva?, ¿podría salir por ella sin mayores contratiempos?… Demasiados interrogantes, infinitas dificultades… y, sin embargo, estaba decidido a arriesgarse: por intrincado que pareciera su plan, al menos en ese momento Flenden se hallaba solo; con sus matones escoltándolo no tendría ninguna opción.

—No obstante —continuó Flenden—, me he dignado a pensar en ti, querido Samuel, y quizá pueda ayudarte. Haciendo una excepción, podría procurarte un hueco en nuestra plantilla de servicios o en alguna cómoda sección auxiliar; no todos nuestros agentes gestionan asuntos delicados y enrevesados, también necesitamos operarios para trabajos simples.

—¿Hacia dónde quiere llegar, señor Flenden? —atajó Samuel, impaciente por conocer las bases del chantaje.

—¿Cuál es el verdadero nombre de Lucía Molina?

Flenden le lanzó una mirada inquisitiva, estrechando sus pequeños ojos hasta casi hacerlos desaparecer, tanteando la reacción de Samuel para captar la más somera muestra de alarma en su rostro, un mínimo titubeo en sus palabras.

—¡Pero qué locura es ésta! —Samuel reaccionó de inmediato; había estado encerrado el tiempo suficiente como para prever que las indagaciones de sus captores podrían desembocar en esa pregunta—. ¡Las personas corrientes tenemos un solo nombre, no somos espías ni pertenecemos a organizaciones misteriosas como ustedes! Ya se lo dije: Lucía no es más que una amiga a la que le pedí por teléfono que se conectara a Internet y validara mi respuesta. Me encontraba en ese instante en la Plaza de la Basílica de Candelaria y no me quedaba tiempo; pueden comprobarlo en mi teléfono. ¡Lucía es Lucía! ¡Otro nombre…; es lo que me faltaba por oír!

—Ya revisamos tu teléfono; la llamabas muy a menudo para ser sólo una amiga —replicó Flenden con su falaz sonrisa.

Samuel estaba a punto de dar por concluido el acecho. Su enemigo se encontraba a un metro escaso y la conversación estaba llegando a un punto muerto: la reunión podría estar próxima a su fin. Tenía que actuar de inmediato si no quería dejar pasar la oportunidad, quién sabe si para siempre. Bajó la cabeza dejando caer los hombros, en claro ademán de querer refugiarse en su amargo pesar, intentando insuflar una dosis extra de confianza en Flenden antes de lanzar su ataque. Estaba preparado para ejecutar el salto cuando un ligero zumbido escapó de la muñeca de su adversario. Ahora no tenía más remedio que esperar a que finalizara la llamada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Flenden.

—Una mujer joven se presentó esta mañana a primera hora en el Consejo Noruego de Investigación de Accidentes preguntando por el siniestro de Samuel Velasco; después ha pasado por la Embajada de España. Estamos siguiéndola, señor. Acaba de dejar Oslo y ha tomado la ruta E16; va directamente hacia allá.

—¡Estupendo! Manténganme informado.

Nada más acabar la llamada se giró para abandonar con presteza la peculiar mazmorra sin rejas, ante la frustración de Samuel, que veía cómo el pájaro echaba a volar en sus propias narices. No pudo escuchar el contenido de la llamada, pero sí las instrucciones que Flenden daba mientras se alejaba por el pasillo:

—Kristoffer: prepara el dispositivo; el conejito viene derecho a la madriguera.

La sangre se le heló de pensar que pronto tendrían también prisionera a Noelia.