Capítulo 19
Estaba empapada en sudor, con el corazón latiéndole desbocado. Había vuelto a suceder: el mismo camino, los aullidos de los perros, el largo túnel, ora negro, ora rodeado de luces de colores… y ese personaje misterioso que espera su llegada y que nunca logra ver. Pero esta vez había sido distinto: el hombre que la libera del camino y la toma en sus brazos no era el de siempre; su cara era otra, un rostro familiar que jamás llegaría a olvidar… y comenzó a temblar de miedo y a llorar, hasta que despertó sobresaltada.
Sabía que lo había guardado en aquel armario y estaba dispuesta a encontrarlo, aunque tuviera que vaciarlo por completo.
—¿Qué es, Marta?
—Ábrelo y lo sabrás.
Ese día cumplía dieciséis años. No esperaba recibir un regalo, así que le hizo mucha ilusión.
—¿Te gusta?
—Muchísimo —respondió Lucía entusiasmada.
—Es para que escribas todas las cosas bonitas que se te ocurran —aclaró Marta.
Se trataba de una especie de combinación entre una agenda, una libreta para tomar notas y un diario; algo parecido a un cuaderno de bitácora del acontecer cotidiano. En las páginas interiores figuraban impresos apartados diversos para completar, como la fecha, el clima, los hechos importantes acaecidos cada día, la planificación… y una sección de considerable tamaño denominada: «Dentro de mí». Ese lugar era, sin duda, el destinado a acoger la inspiración literaria de su propietaria, a tenor de lo que se podía leer en la portada del cuaderno: «Mis rimas y leyendas».
Ahora lo tenía de nuevo en sus manos y no dejaba de recordar las palabras que Marta le dijo: «Para que escribas todas las cosas bonitas que se te ocurran».
Al abrirlo encontró lo que buscaba: la primera página, el primer texto, sus primeros versos… y el reloj de su vida retrocedió catorce años…
Tantas noches he sufrido
que una más no importará,
dulce sueño interrumpido,
largas horas sin piedad…
Una mano que se acerca,
una luz que me deslumbra;
no he nacido, no he vivido,
¡yo he cantado en las penumbras!
Sus manos predadoras apretaban con firmeza, dispuestas a no soltar, convencida de que, ahora sí y para siempre, desterraría el último reducto de su tormentoso pasado. Se acabaría, por fin, su martirio; podría descansar, iniciar de una vez por todas una nueva vida, olvidarlo todo…
Sudaba y temblaba, y en su determinación, la expresión de su cara reflejaba la satisfacción mientras que sus pupilas dilatadas evocaban el miedo. De repente lo vio de nuevo, mirándola con dulzura, acercándose para contarle un cuento… y juró que sería por última vez. En un grito desgarrado rompió con fuerza la hoja para quedarse a continuación por un instante petrificada, jadeando, no dando crédito a lo que acababa de hacer. Y el miedo desapareció e hizo acto de presencia la furia contenida durante tantos años. Riendo, llorando, arrancó de cuajo los trozos de la hoja herida y la partió mil veces, arrojando los fragmentos al suelo, pisoteándolos primero y golpeándolos luego con los puños hasta no poder soportar el dolor. Pero lejos de liberarla, este acto de rebeldía la hundió aún más en su dolor.
Una hora después seguía tumbada sobre el frío terrazo, si bien sus gemidos eran ya imperceptibles. Se sentía vacía, atrapada para la eternidad, consciente de que su esfuerzo había sido en vano. Exhausta, sus ojos imploraban descanso y finalmente decidió claudicar a sus exigencias, sabiendo que el suelo no era el mejor lugar para pasar la noche, pero sin fuerzas para levantarse. Con la poca fuerza que le quedaba, justo antes de dejarse dormir, un hilo de voz escapó de su boca: «Ayúdame, abuelo».
El frío la despertó al alba. Se incorporó castañeteando, sin que supiera discernir si eran sus dientes o los huesos de su cuerpo los que protestaban. Sentía náuseas y un fuerte dolor de cabeza, que se vio incrementado con las sucesivas arcadas que se le presentaron junto al vómito. Se palpó la frente y pensó que debía tener fiebre. Decidió tomar una ducha de agua tibia para, a continuación, prepararse una manzanilla, ingerir un comprimido de paracetamol y acostarse.
Un par de horas después se incorporó. La fiebre había remitido, aunque no por ello se sentía mejor. En esta ocasión la crisis había sido más fuerte que nunca. Hacía casi dos años que no le ocurría, y tenía que ser precisamente ahora, cuando más a gusto se sentía, sin problemas económicos, rodeada de libros, con la expectativa de regresar a su paraíso anhelado y… con la presencia en su vida de alguien que le hacía sentir algo que jamás había experimentado.
Sus «Rimas y leyendas» seguían en el suelo, junto a los restos de la hoja que destrozó. Abrió el cuaderno y comenzó a leer sus versos…
Se acabarán los grandes montes.
El sol, apagado, oculto en su contento.
Azul y verde hervirá negro el mar:
sin barcos, sin peces, sin viento.
El alegre pajarillo… en trinos, en ruidos, en nada.
La luz, tiniebla en su reino, oscura.
El mundo triste, y en pasos lentos.
Alguien más allá del Universo llorará.
¿No oyes un grito lejano que
proviene de la oscuridad del tiempo?
¿No se te estremece el alma al sentir
el temblor de una destrucción condenada?
Callas, pero miras fijo, con el pesar
de tus labios que caen sobre el Universo,
con ríos de lágrimas que ahogan tu Creación,
que destruyen tu Infierno.
Noelia sintió una profunda tristeza: sus composiciones eran un canto a la desesperación, un reproche a Dios por la barbarie contenida en su Creación. Y ella no pensaba así; había aprendido a ver el lado positivo de la vida, a valorar lo que se tiene, a escudriñar cada átomo de materia que nos rodea hasta encontrar una pizca del maravilloso don que la existencia encierra. Pero a veces, sin previo aviso, el fantasma del dolor regresaba a su mente. Ella, que con su sonrisa aliviaba las penas ajenas, que contagiaba fuerza, ánimo y felicidad con su sola presencia, no era capaz de apartar de su mente y de su vida la desgracia de su infancia. Quería con toda su alma ser Lucía, pero no dejaba de ser Noelia. En sus versos estaba Noelia, en los artículos de Lucía Tinieblas estaba Noelia… y en el fondo de todo su ser, lo quisiera o no, seguía residiendo Noelia. Y ya era hora de acabar con ella…
Buscó un bolígrafo y tomó el cuaderno con determinación. Escribía dos palabras y las tachaba, comenzaba una estrofa y al momento la abandonaba, rompía la hoja con las últimas anotaciones para intentar abstraer su mente de cualquier cosa que hubiera escrito con anterioridad…, pero no le salía nada bello. Desesperada, apartó los parámetros que se había impuesto y dejó en libertad su talento literario. Y los versos volvieron a brotar de su refinada pluma…
Ahora sé lo que es la vida:
danza larga, digo yo,
idiota tonto que no escapa,
ojos que no siempre atrapan,
seda dulce humedecida.
Ahora sé lo que eres vida:
manta que cubre al dolor,
idiota listo que se escapa,
ojos que ya nunca atrapan;
triste máscara de amor.
Pero el resultado no fue el esperado: con amargura descubrió que era incapaz de escribir nada que encajara con su forma de ver la vida, con la manera de ser de Lucía Molina. Quería plasmar la hermosura y sólo manaba dolor y llanto de la fuente de su inspiración literaria. Corrió a buscar los artículos de Lucía Tinieblas y comprobó abrumada cómo todo su trabajo constituía un tratado en fascículos sobre la crueldad humana. Nada de amor, de ilusión, de alegría…; todo era tristeza. Y volvió a derrumbarse. Zamarreó con furia los relatos que tenía en sus manos y luego despedazó el regalo que con tan buenas intenciones le hizo Marta. Instantes después se arrepintió de su depravado arrebato y quiso inútilmente recomponer el estropicio. La desesperación la sumió en el llanto y la impotencia le trastocó la razón. En un ataque de locura se abofeteó en ambas mejillas y comenzó a golpear la pared, maldiciendo la farsa que engendró hacía años.
Se oía llover con fuerza; la postrera primavera quería manifestar así su solidaridad con tamaña aflicción.
A Samuel le hubiera resultado mucho más económico alojarse un par de días en Tenerife y disfrutar de la isla que tomar el único vuelo disponible para el día siguiente al de su llegada, pero no quería postergar su regreso. Estaba ansioso por abrazar a Lucía y celebrar juntos el triunfo. Desconocía si ella había escuchado sus últimas palabras, aunque le daba lo mismo porque estaba dispuesto a declararse de nuevo. Y lo haría bajo el romanticismo de las velas del mejor restaurante de la ciudad. No en vano, y tal y como había podido comprobar esa misma mañana, había sido el único en lograr resolver la prueba; por tanto, él, Samuel Velasco, era el vencedor absoluto de Kamduki. Su sueño se había cumplido; su tesón, su infatigable y utópica búsqueda de El Dorado había dado sus frutos y estaba dispuesto a celebrarlo por todo lo alto…
Sin embargo, la previsible alborozada jornada comenzó a ver truncada su existencia desde las primeras horas. Por más que Samuel intentaba contactar con Lucía, su teléfono móvil siempre se encontraba «apagado o fuera de cobertura». Necesitaba hablar con ella, hacerla partícipe de su alegría, oír siquiera un instante su voz… A medida que transcurrían las horas iba enviándole mensajes, pero seguía sin recibir noticias suyas. Una nueva contrariedad se sumó a su disgusto: las pantallas informativas de la terminal de salidas anunciaron —al igual que le ocurriera en la ida— un retraso en su vuelo. Irremediablemente, no podría ver a Lucía antes de las diez de la noche, y eso implicaba tener que posponer la pretendida cena romántica, máxime cuando seguía sin poder contactar con ella.
El clima quiso poner también trabas a la celebración. Había dejado la Península el día antes bajo un sol radiante y ahora se encontraba conduciendo inmerso en una desabrida noche impropia de esa época del año. Se alternaban los chubascos con fuertes rachas de viento, y eso hizo que tuviera que extremar la precaución en la carretera, por más prisa que tuviera por llegar, pues se encontraba realmente preocupado de seguir sin poder hablar con Lucía. Confiaba en que se tratara de un simple problema técnico, pero la incertidumbre le intranquilizaba, más aún cuando se acordó del extraño gesto que observó en ella el pasado jueves mientras cenaban. ¿Tendría algún problema que no le había querido contar?
Cuando por fin llegó, hacía ya rato que la noche dominaba la ciudad. Un brutal aguacero rindió homenaje a su presencia. Llovía con tal virulencia que los limpiaparabrisas, aun funcionando a la máxima velocidad, apenas podían dar abasto con su trabajo.
Se encontraba a escasas calles del domicilio de Lucía cuando vio algo que le dejó perplejo: una imagen espectral atravesaba una plazoleta cercana y se dirigía hacia un grupo de personas que disfrutaban de un rato de ocio en un bar protegido de la lluvia bajo los soportales de los comercios. La cortina de agua en la oscuridad de la noche no le impidió reconocer aquella melena rubia sobre el vestido empapado.
Samuel pisó con fuerza el pedal del freno y salió del vehículo a toda velocidad. Lucía, los puños apretados, se desgañitaba ante la desconcertada gente del bar. Sus agónicos gemidos ponían los pelos de punta:
—Escúchenme bien —gritaba desesperada—: Me llamo Noelia Sánchez Palacios, fui violada de niña por mi padrastro y mi abuelo acabó con su vida para que jamás volviera a hacerme daño. ¿Se enteran? Mi padrastro me violaba…, pero yo no tengo por qué ocultarme de nadie… ni sentir vergüenza… Me llamo Noelia; ¿lo han oído todos? ¡Me llamo Noelia!
Samuel llegó en ese instante y ella se arrojó a sus brazos llorando desconsolada. Su cuerpo era un témpano de hielo. Samuel no podía comprender qué pasaba ni quería entretenerse a averiguarlo: debía sacarla de allí urgentemente y darle todo el calor posible.
—Salgamos de aquí, ya pasó todo, Lucía, ya pasó…
—¿Pero es que no lo entiendes? —bramó ella martilleando el pecho de Samuel con sus puños—. ¡Deja de llamarme Lucía! Me llamo Noelia. ¡Por Dios, Samuel! Me llamo Noelia…